Capítulo 3

Cuando Ross llegó, ella estaba en el salón de invierno. Ross aún no había conseguido imponerse al sentimiento de que nada tenía que hacer en Trenwith si no estaba Francis para recibirlo. Desde el día mismo de la muerte de Francis, se había manifestado entre ellos una tensión nueva, originada en la confesión que Elizabeth le había hecho meses antes; una barrera que reemplazaba a otra, porque sin ellas…

Ella había soportado bien el duelo, pues si se tenía en cuenta su aire frágil, podía decirse que demostraba considerable resistencia, hubiera amado o no a Francis en el sentido corriente de la palabra; en todo caso era su marido, y el padre de Geoffrey Charles, y con su muerte se habían quebrado antiguos vínculos de afecto y hábito.

—Te he traído los últimos resultados de la Wheal Grace —dijo Ross—. Los copié anoche del libro de costos. No son muy reconfortantes, pero me pareció que debías conocerlos.

—¿Porqué?

—¿Por qué? Naturalmente, porque eres mi socia. Por lo menos de hecho, puesto que Geoffrey Charles es demasiado pequeño para atender sus propios intereses. —Depositó los papeles sobre la mesa y los desplegó.

—¿No puedes explicarme la sustancia del asunto? No necesito pruebas por escrito.

—De todos modos, debes tenerlas. Es la costumbre comercial, y otros pensarán que obro mal si no te informo. —Esperó un momento, pero ella no se acercó a la mesa.

—¿A quiénes te refieres?

—A Pearce, o a tu padre. O… bien, aquí están las cifras. Lo que importa es que no podremos continuar después de enero. Creo que quizá sea mejor terminar a fin de año.

La piel de Elizabeth parecía fría, como si las ropas que usaba no le correspondieran, como si el color oscuro de las prendas fuera parte de un mundo que en realidad ella no habitaba.

—Ross, tu estás al tanto de mis finanzas, pero yo no conozco las tuyas. Sé que el fin de esta empresa te afectará gravemente, pero no sé hasta qué punto. De acuerdo con algo que dijo Francis…

—¿Sí?

—Tengo la impresión de que la Wheal Grace fue un juego de azar tanto para ti como para él. ¿Estás seriamente endeudado?

—Seriamente es la palabra adecuada. Casi diría empantanado. Pero es el riesgo que asumí. No puedo quejarme si me fue mal. Lo que lamento mucho es perder también tú dinero.

—Bien, era el dinero de Francis. Y él también conocía el riesgo que afrontaba.

—En ese caso, lo lamento por Geoffrey Charles.

A esto ella no tuvo nada que contestar.

—Ross, si siento mi pobreza es sobre todo por él. No puedo tolerar la idea de que su herencia se reducirá de este modo. Cuando Francis heredó esta propiedad, había dinero para vivir… Y hubiéramos podido legarlo a nuestros hijos. La Wheal Grace ha sido una inversión sensata comparada con el resto. ¡Por lo menos fue una apuesta a una mina, y no a un naipe!

Ross sintió la tentación de preguntar si ella comprendía cuánto había contribuido a ese estado de cosas; pero prefirió callar.

—Si tus padres viven contigo, supongo que tú y ellos estaréis mejor. Quizá consigan un buen precio si venden Cusgarden a un mercader adinerado; y después podrán agrupar los gastos de manutención.

—Sí…

—¿No es esa tu intención?

Elizabeth respiró hondo, y dirigió a Ross una sonrisa valerosa y dolorida.

—Lo era, Ross. Pero por el momento es demasiado pronto. Necesito tiempo para pensar en todo esto. La muerte de Francis está… está demasiado cerca. —Se acercó finalmente a la mesa, miró los papeles que Ross había traído, volviendo las hojas pero sin leerlas.

Ross dijo:

—¿Volviste a ver a George?

—Fue inevitable. Como sabes, es mi principal acreedor. Al extremo de que es casi el único que importa. Fue un poco difícil hacerlo sin tu ayuda, pero él comprendió perfectamente que ustedes dos no pueden encontrarse.

—¿Qué dice de las deudas?

—Su actitud es muy generosa. Siempre lo fue. —Volvió a alzar los ojos—. No puedo negarle ese mérito. Siempre se mostró generoso también con Francis.

Ross asintió, y su rostro no reveló aprobación ni desaprobación.

—¿Te hizo alguna propuesta?

—Sí. Ofreció suspender los intereses de la deuda durante un período de varios años. Por supuesto, no pude aceptarlo.

—¿Por qué no?

—Bien… Ya me hizo muchos favores. No me parece razonable aceptar otros.

Ross escudriñó el delicado rubor de la piel de Elizabeth.

—Todo depende de tus motivos, ¿verdad? Si rehúsas sus favores por lealtad a mí, es una actitud equivocada. Mi disputa con George no te concierne. Y ahora, tampoco a Francis. George siempre… te admiró… y trató de conquistar tu aprobación. Si aún desea hacerlo, yo se lo permitiría. De todos modos, siempre puedes mantener tu opinión privada acerca de su persona.

Elizabeth no habló.

—Por otra parte —dijo Ross—, si crees que aceptar sus favores te obliga a retribuirlos, por ejemplo…

—¿Por ejemplo?

Ross frunció el ceño y desvió los ojos hacia los papeles.

—Puedes imaginar mejor que yo la respuesta. O por lo menos, quizá pienses que ser su amiga molestará a personas que te simpatizan más. En ese caso, debes decidir por ti misma… yo no puedo aconsejarte.

—Ya lo he decidido —dijo Elizabeth, y comenzó a plegar tranquilamente los papeles que no había leído.

Ross los aceptó, y después conversaron un rato acerca de asuntos cotidianos. Pero más que los comentarios, que carecían de importancia, el hecho de formularlos en esas condiciones creaba una situación nueva. Antes, nunca se habían encontrado así, todas las semanas, confidencialmente, como amigos. Cada semana que pasaba anudaba los hilos invisibles.

Cuando Ross se retiró, Elizabeth volvió lentamente al salón de invierno, y por la ventana contempló la figura que se alejaba a caballo por el camino. De haber sido una mujer dada al examen de conciencia habría reconocido que no se había mostrado del todo honesta con Ross cuando se había referido a la ayuda que recibió de George; pero se había excusado con el argumento de que todo eso era un resultado necesario del duelo que la afligía. No sólo deseaba, sino que necesitaba contar con el aprecio de los dos hombres. George le había dicho que, puesto que era el padrino de Geoffrey Charles, debía considerárselo responsable del costo de la educación del niño hasta el momento en que él terminara sus estudios en Oxford. No podía rehusar la oferta, y Ross no hubiera pretendido que lo hiciera. Pero Elizabeth no deseaba hablarle del asunto, ni de otros favores más menudos. Afectaba la posición que ella deseaba ocupar en la mente de Ross. Ahora, deseaba quizá más que nada contar con la aprobación de Ross.

Pero desde el momento de la muerte de Francis todos sus sentimientos habían cobrado formas nuevas. Una serie de formas de reacción y de actitudes, creadas y consolidadas a lo largo de años se habían disuelto de la noche a la mañana. Elizabeth deseaba que las circunstancias le hubieran permitido rectificar los errores de los últimos años. Por el momento, a lo sumo pugnaba por entender en qué consistían sus equivocaciones.

Cuando el caballo y el jinete desaparecieron tras un recodo del camino, Elizabeth llamó a la señora Tabb y le dijo que trajese a Geoffrey Charles del dormitorio de su tía bisabuela, donde estaba jugando. Ese día la tía Agatha estaba en cama, afectada de reumatismo, sus fuerzas, por lo que Elizabeth veía, comenzaban a decaer. Cuando el niño llegó, su madre lo besó cariñosamente y comenzó a dictarle la lección de historia. Las horas que pasaba con su hijo eran las mejores del día; Elizabeth veía que el amor materno era un sentimiento simple y totalmente satisfactorio; en esa relación no había reservas mentales ni necesidad de adoptar actitudes, ni conflicto.

Hasta ahora, y en un sentido convencional, Elizabeth no había hallado nada que objetar a su propia viudez; a decir verdad, no sentía demasiado la soledad, y disponía de más tiempo para sí misma y para Geoffrey Charles. Pero extrañaba profundamente la ausencia de un hombre que asumiera la responsabilidad de la vida cotidiana. Siempre le había desagradado adoptar decisiones, y en las condiciones en que ahora vivía no podía evitarlas. Más aún, en realidad sólo un hombre podía afrontar satisfactoriamente ciertos deberes. Tabb hacía todo lo posible, Tabb se esforzaba mucho, pero a veces aprovechaba su nueva posición, y Elizabeth tenía que vigilar también ese aspecto.

Mientras Geoffrey Charles leía en voz alta, Elizabeth caminó unos pasos, y examinó su propia imagen reflejada en el espejo, se arregló un mechón de cabellos que se había desprendido del resto, y examinó con cuidado sus propios ojos y su piel. Alrededor de los ojos había unas pocas y leves arrugas que no estaban allí cinco años antes. Pero todavía no eran tantas que alteraran su belleza. Cuando sonreía, esas líneas desaparecían. Debía recordar que no tenía que sonreír mucho en privado, porque de ese modo se ahondaban las líneas, y en cambio debía hacerlo mucho en público porque así las ocultaba.

¿Qué había dicho George? ¿Una de las mujeres más bellas de Inglaterra? Como de costumbre, exageraba. Pero era bastante bella. Reconocerlo no implicaba vanidad. Tampoco le parecía deslealtad hacia Francis esa conciencia de su propia libertad cada vez más amplia. Había vivido encerrada demasiado tiempo, confinada tras los muros de esa casa. Faltaba ver si había olvidado el modo de volar.

Demelza nunca preguntaba qué ocurría durante la visita semanal de Ross a Elizabeth, y él rara vez suministraba información. Pero en un punto Demelza estaba absolutamente decidida. Fueran los que fuesen sus impulsos íntimos, ella jamás se permitiría alentar sospechas acerca de la conducta de Ross, o dejarle entrever que las alimentaba. Aunque rara vez las expresaba, Demelza tenía opiniones muy firmes de la actitud que una esposa debía adoptar en tales circunstancias.

Ese día, cuando Ross regresó, Demelza tenía ciertas novedades.

—Hay un mensaje del señor Trencrom. Lo trajo Jud. Dice que vendrán esta noche. Jud no quiso aclarar a qué se refería.

—Es un asunto acerca del cual pensaba hablarte. El señor Trencrom quiere excavar un escondrijo en mi propiedad para almacenar las mercaderías que desembarca, de modo que después pueda retirarlas con más calma. Naturalmente, está dispuesto a pagar por ello.

—Pero ¿de ese modo no aumentará mucho el peligro?

—Importa muy poco. En cualquier caso, dentro de un mes estaremos en la ruina.

Demelza no habló, y en cambio continuó cepillando la mesa, la tarea que había estado realizando antes de la llegada de Ross. Él pudo adivinar por la expresión del rostro algo de lo que ella sentía.

—Eso me parece absurdo —dijo al fin Demelza.

—Bien, si me encarcelan por deudas, el plan del señor Trencrom significará más dinero. Y cuanto antes se pague la deuda, antes recuperaré mi libertad.

—Si no descubren la mercadería en nuestra propiedad. Si te condenan por eso, estarás más tiempo en prisión.

—No lo creo probable.

—¿Dónde… dónde será?

—En la vieja biblioteca. Pueden hacerlo en una sola noche, y mañana nadie verá nada.

Demelza volvió a callar. Ross sabía que ella no insistiría en su crítica ante él o ante sí misma; pero no por eso era más fácil aceptar su actitud.

Ross dijo, como de pasada:

—¿Y cómo estaba Jud?

—Muy bien, como de costumbre. John dice que se unió a los metodistas.

—No me asombra. Siempre mostró cierta propensión al fuego del infierno, Demelza, quisiera que dejes esa tarea; no me parece propio que te ocupes personalmente.

—Gimlett estaba ocupado, y tú habías salido. De todos modos, me agrada. Evita que piense. A propósito de ese escondrijo, ¿cuántos lo sabrán?

—Cuatro que lo cavarán. Quizá seis u ocho que lo usarán.

—¿Jud Paynter?

—Posiblemente.

—Bien, yo…

—Oh, sé que cuando está bebido habla demasiado. Pero después de recuperarse de la herida bebe menos… y me parece que lo subestimamos. Mira cómo actuó en el juicio. Trencrom confía en él, y Trencrom no puede cometer errores.

—Tampoco nosotros.

—En efecto. —La miró un momento, desagradado consigo mismo, porque hacía comparaciones que a veces se le imponían sin que él lo deseara—. Demelza, no quiero exagerar nuestra situación, porque aún faltan algunas semanas y quizá encuentre el dinero. Si no tengo éxito, he arreglado con el señor Trencrom que te pague mensualmente una suma por los favores que recibe. Las acciones que aún tengo en la Wheal Leisure permitirán pagar parte de la deuda, de modo que por ese lado no tendrás nada. Pero los pagos del señor Trencrom te permitirán vivir bastante cómoda, y lo que puedas ahorrar por ese lado contribuirá a saldar el resto de la deuda. En poco tiempo…

—No tienes que preocuparte por mí. Antes estaba acostumbrada a vivir con nada, y puedo volver a hacerlo. Y yo me ocuparé de Jeremy. No te inquietes por nosotros. Lo importante es pagar el dinero que debes.

Ross puso la mano sobre el cepillo, y después de una breve resistencia ella cedió. Él continuó ejecutando la labor.

—He depositado cierta esperanza en el señor Trencrom. Para él soy mucho más útil en libertad que en la cárcel; y si se realiza una venta obligada de esta casa y la tierra, quizá los nuevos propietarios no se muestren tan comprensivos con sus planes.

—Creía que el señor Pascoe había prometido que no se vendería la propiedad.

—Lo hizo. Más aún, de acuerdo con los términos de la hipoteca la propiedad ya le pertenece; pero Trencrom nada sabe de la promesa.

Demelza se recogió los cabellos con un movimiento de la muñeca.

—Te ensuciarás tu ropa buena. No está bien que hagas eso ahora.

—Bueno, prefiero gastar la ropa y no dejarla para las polillas.

Demelza dijo con vehemencia:

—Ross, ¿por qué no acudes a tus amigos… o me permites hablarles? Sé que sir John Trevaunance te demostrará su simpatía. Y aunque quizá no te simpatice, sir Hugh Bodrugan tiene buena voluntad hacia mí. Y el señor Ray Penvenen, y el viejo señor Treneglos. Tal vez podrían unir fuerzas con el señor Trencrom, y contribuir un poco cada uno para salvarte de la bancarrota. No es caridad, porque todos saben que eres una persona honrada, y que les devolverás el dinero. ¿Por qué no me permites probar? ¡Déjame intentarlo!

Ross interrumpió su trabajo y se inclinó sobre el mango del cepillo, los párpados entornados, una expresión reflexiva en los ojos.

Después de unos segundos sonrió y meneó la cabeza.

—No tiene sentido querida. La suma es muy elevada, y mi orgullo excesivo. Y puesto que tienes tan buena opinión de esos sentimientos de amistad, consérvala, porque te aseguro que no soportarían el esfuerzo que quieres imponerles. Sé que uno o dos de ellos ayudarían, pero otros no lo harán; y bien podemos ahorrarnos la decepción. Sea como fuere, jamás pedí favores, y no comenzaré ahora. Afrontaremos la situación como podamos, y después volveremos a empezar. Cuando llegue el momento, me limitaré a trabajar la tierra, y dejaré en paz la minería. ¡Creo que incluso será agradable volver a limpiar nuestros establos!

Los cuatro que debían cavar se convirtieron en seis, y Jud supervisaba, apoyado en su bastón. A las nueve y media la luna llena se elevó sobre las dunas de arena, de modo que en la biblioteca sólo necesitaron una pequeña linterna. A las diez se realizaba el cambio de turnos en la mina, y media hora después se habían alejado los últimos mineros. A partir de ese momento, tres de los seis hombres se ocuparon de transportar la tierra excavada hasta el montículo más próximo del valle. Nadie vería que la elevación había crecido un poco durante la noche. Los seis hombres eran Ned Bottrell, Paul Daniel, Ted Carkeek, Will Nanfan, Ceniciento Scoble y Pally Rogers. A eso de las once hubo una alarma, pero era Charlie Kempthorne que traía un mensaje para Ned Bottrell; era padre por quinta vez. Fue una buena excusa para beber una copa de brandy y hacer algunas toscas bromas.

A la una Demelza fue a acostarse; pero Ross permaneció levantado hasta una hora antes del amanecer, cuando se concluyó el trabajo. Los siete hombres muy cansados —Jud, que no había movido un dedo se quejaba de que era el más fatigado de todos—, volvieron a atravesar el valle a la luz de una luna que se había empequeñecido y palidecido en el curso de la noche.