Noviembre es un mes inapropiado para concertar citas secretas al aire libre; pero Carolina había recorrido muchas veces la región, y conocía todos sus rincones; así, envió a Dwight una nota pidiéndole que se reuniese con ella en la vieja mina, al comienzo del bosque que estaba cerca de Bargus. Cuando Dwight llegó al lugar indicado, se le aceleró el pulso al ver un caballo que ya estaba atado a un árbol. Desmontó, aseguró las riendas a un tocón, y se acercó con paso rápido a la vieja casa de piedra. Carolina estaba inclinada sobre el tubo de respiración abierto; y cuando él entró, la joven acababa de arrojar una piedra y escuchaba el eco de la caída.
Se enderezó con aire desenvuelto.
—No es de extrañar que haya tantos bebés ilegítimos en Cornwall; es tan fácil eliminarlos. Dwight, sospecho que esos antiguos pozos se mantienen abiertos con esa finalidad.
Adentro estaba muy oscuro, y él no podía ver la expresión de Carolina, pero se acercó a ella, decidido a evitar que lo desconcertara y a la vez decidido a jugar el mismo juego que ella desplegaba.
—No sólo bebés, sino mujeres, que perturban el sueño de un hombre, que interrumpen su trabajo, y envían cartas indecentes, que galantean y no tienen corazón. Ese pozo es un excelente modo de eliminarlas, ¿y quién lo sabría? ¿Alguien sabe que viniste?
Ella permaneció de pie, al borde del pozo, como desafiando a Dwight.
—Dwight, nadie lo sabe, pero no temo. ¿Mis cartas eran indecentes? ¿Interrumpieron tu sueño? ¿No fueron también fuente de placer? Sé sincero. Confiésalo.
Dwight apoyó la mano sobre el codo de Carolina, y la apartó del borde del pozo, y después la obligó a volverse hacia él mismo. Se miraron, sin familiaridad, pero amigos. Ella elevó levemente una ceja y sonrió. Él se inclinó y la besó. Después, permanecieron un momento abrazados, mientras un rayo de sol entraba por el portal ruinoso, y el único ruido era el movimiento de los caballos, afuera. Era un abrazo al que faltaba una pasión demasiado manifiesta.
—Tus cartas eran por partes iguales fuente de placer y dolor, como sin duda pretendían serlo. ¿Te agrada atormentar a quienes te aman?
Ella lo miró atentamente, con expresión inquisitiva, como renovando un conocimiento antiguo.
—No… Quizá más bien deseo atormentarme yo misma. No lo sé. No puedo decirlo. Solamente sé que he vuelto, que mis tíos están furiosos, que soy dueña de mí misma, que me cité contigo, y que viniste. Por ahora es bastante sencillo… mi espíritu lo percibe claramente. Dwight, no esperes demasiado de mí. No me apremies.
—Te amo —dijo él—. También eso es poco complicado. Aunque si crees que todo esto es sólo una experiencia que saboreas y luego olvidas cómodamente…
—No, no es eso; y tú bien lo sabes. Y eso lo he dicho sólo de tanto en tanto, y también dije otras cosas que omites caprichosamente. De todos modos, no estoy acostumbrada a escribir cartas de amor, del mismo modo que no estoy acostumbrada a que me amen. Es…
—Confío en que tus experimentos en Oxfordshire hayan sido satisfactorios.
—Sí, sí. Deleitosos. Realmente encantadores. A tal extremo, que me apresuré a volver aquí apenas los abogados me otorgaron la administración de mi dinero…
Continuaron conversando, conscientes del aislamiento temporal en que se hallaban, y aprovechándolo lo mejor posible; pero sabiendo bien que esos encuentros secretos no podrían durar mucho tiempo. Convencido ahora de todo aquello de lo cual necesitaba convencerse, Dwight hubiera deseado abordar las dificultades que se alzaban en el camino de ambos, y hacerlo sin demora; pero percibió que Carolina aún estaba tratando de comprender bien sus propios sentimientos. Mientras ella no lograra ver claro, sólo podían vivir el momento inmediato.
Mientras en el cielo el viento dispersaba las nubes, los dos jóvenes salieron de la antigua ruina, y ella se instaló sobre un muro de piedra, mientras él permanecía de pie, al lado.
—Volví a ver a tu capitán Poldark —dijo Carolina—. Aunque supongo que él ya te lo dijo. Cuanto más lo conozco, más me gusta. Debo confesarlo, para ser sincera contigo.
—No conseguirás que me inspire celos. Solamente deseo que las circunstancias que lo rodean sean más felices.
—¿Circunstancias? ¿Las circunstancias están representadas por la viuda de su primo, o tiene otras dificultades?
—Financieras —dijo Dwight y vaciló. No deseaba traicionar una confidencia; pero el deseo de desviarla del rastro, de evitar que preguntase demasiado acerca de la relación entre Elizabeth y Ross, lo llevó a decir más de lo que se proponía.
—Me pareció un tanto deprimido. Y cuando llegó a su casa tú estabas cenando con la esposa. Quizá esa es la causa de los celos que ahora manifiesto. Dime, ¿por qué ella atrae así a los hombres? Admito que es bastante bonita, pero lo mismo puede decirse de otras que reciben mucho menos atención. ¿Conoces el secreto?
—No se trata de conocer el secreto. Es sólo cuestión de conocer a Demelza.
—¿Es el tipo de mujer a la que todos los hombres desean… excepto el marido? Ocurre con mucha frecuencia. ¡Qué argumento en favor de la vida conyugal! Dwight, ¿no crees que sería mucho mejor que no me casara?
—No, no creo que fuera mucho mejor que no te casaras, si desposas al hombre conveniente.
—Ah, por supuesto, el hombre conveniente. —Recogió dos piedras del muro en ruinas, y las sopesó en la palma de la mano, como si hubieran sido un tema de discusión—. Pero dime qué estuviste haciendo. Me enteré de que realizaste un milagro con tu pequeña pescadera, y que ahora ella puede bailar el cotillón. ¿Es así?
Dwight recordó la anterior actitud de burla de Carolina y le dirigió una rápida mirada; pero su rostro tenía ahora una expresión seria. Entonces, ella vio la mirada del joven médico, y se echó a reír.
—No, hablo en serio. Explícame. ¿Por qué no puede interesarme?
—Bien, se habló mucho del asunto, y sospecho que estás fingiendo un cortés interés en el tema.
—En ese caso, Dwight, aún no me conoces. La última vez que estuve aquí tuve que defenderte de un pretendido fracaso. ¿Por qué no debo enterarme de tus triunfos?
En una de las últimas cartas de Carolina ella había escrito algo que quizá explicaba la renuencia de Dwight.
—Como te dije antes, se exageró el asunto. La joven cojeaba desde hacía ocho años, a causa de cierta enfermedad de la rodilla. O por lo menos, eso era lo que suponíamos. Después de algunos intentos inútiles de mejorar su estado con vejigatorios y cosas por el estilo, traté de estudiar la estructura de la rodilla… en primer lugar, la formación de los huesos, y después otros aspectos.
—¿A qué te refieres?
—El mes pasado el mar arrojó el cadáver de un marinero a la playa Hendrawna, y los mineros lo enterraron en la arena. Fui por la noche y retiré parte de la pierna, y así pude estudiar los ligamentos, y ver su disposición en una persona viva.
—¿Eso hiciste? —dijo ella, y lo miró atentamente, interesada en este aspecto nuevo de su carácter.
—Sí. Y después, un día…
—¿No te pareció desagradable?
—Bien, no estaba buscando placer.
—Tal vez lo creas poco femenino —dijo Carolina—, pero te diré una cosa. Creo que me interesaría ver cómo trabajas.
—¿De veras?
—Sí, así es. Veo que eso te choca. Continúa.
—De ningún modo me choca. Finalmente, cierto día, a principios de este mes, pude arreglar la posición de la rodilla de esa muchacha. No era nada más que un desplazamiento. Pero los años habían provocado la atrofia de los músculos, y cierta inflamación local. Ahora camina con la rodilla vendada, pero creo que podrá prescindir de la venda cuando se sienta más confiada.
Carolina puso su mano sobre la de Dwight.
—De modo que ahora eres un hacedor de milagros, y todas las mañanas la gente espera frente a tu puerta. Bravo, se lo diré a mi tío. Eso lo irritará.
—También a mí me irrita —dijo Dwight—, pero puedo aprovecharlo.
—Y sin duda tu muchachita te mira con ojos de adoración,
—No dudes de que es así —dijo Dwight con sequedad,
—Y es natural. No muchos médicos de tu categoría aplican todas sus energías a ayudar a los pobres. ¿Cómo vives, Dwight? Dímelo.
Dwight la miró. Como siempre, ella formulaba las preguntas francamente, sin rodeos, se hubiera dicho que sin advertir que podía rozar temas delicados. Y sin embargo, precisamente ella debía saber a qué atenerse.
—Tengo un ingreso de pocas libras mensuales, que se complementa con unas cuarenta libras anuales de las dos minas, y los honorarios de los pacientes que pueden pagar. A menudo recibo regalos en especies de los que no pueden pagar en dinero. En general, no tengo deudas. Es lo único que me interesa… o lo único que me ha interesado.
—¿Los Hoblyn te pagarán?
—Sí, de un modo o de otro. Y no todos los caballeros de mi lista gozan de tan buena salud como tu tío. El viejo señor Treneglos, que no puede ver a los médicos, me llama con regularidad…
—A eso me refiero —dijo Carolina—. ¿No pensaste en la posibilidad de trabajar en una ciudad, sobre todo una ciudad de moda, por ejemplo Bath u Oxford, donde podrías ejercer la medicina en tu propio ambiente, con gente de tu misma clase? Es bueno ayudar a los pobres, pero la caridad, por lo menos una parte de ella, comienza por casa; y creo que tendrías buena acogida dondequiera fueses, y no sólo entre los pescadores. Aunque tal vez no lo creas, tu actitud al lado del lecho impresiona; y según dice el capitán Poldark, posees conocimientos que rara vez pueden hallarse fuera de Londres…
Sin que ella lo advirtiera, Dwight había visto la mirada que, cuándo salieron a la luz del día, ella dirigió a las ropas que él vestía. Pero mucho de lo que ella sugería, pero no expresaba, se veía suavizado por el propósito evidente de sus palabras.
Dwight dijo:
—Cuando volví a Cornwall, tenía el propósito de abrir un consultorio en una ciudad; el capitán Poldark fue quien me invitó a venir aquí. Pero ayudar a los pobres era parte de mis propias intenciones… y aún lo es. Y en una ciudad, incluso en Bath y en Oxford, los pobres necesitan más atención que los acomodados. No quiero convertirme en un médico mimado de la sociedad.
Ella se deslizó del muro al suelo y se acercó a su caballo, y fingió que manipulaba la montura. El viento agitaba sus cabellos cobrizos, los apartaba de la oreja y después los dejaba caer. Dwight estaba irritado consigo mismo porque sus palabras parecían pomposas, y también porque la había enojado. Y sin embargo, había dicho la verdad. ¿Acaso ella había disimulado sus propios sentimientos para beneficio de Dwight?
Se acercó a ella:
—Carolina, tal vez pienses…
Ella se volvió y sonrió.
—¿Qué debo pensar, Dwight? ¿Qué eres el más noble de los hombres? ¿Y qué importa eso? El sol se ocultó, y tengo frío. Eso es lo que ahora importa. Montemos.
Antes de que él pudiese ayudarla, Carolina se había instalado en la silla, y su caballo avanzó brioso sobre la turba blanda. La joven lo sofrenó mientras Dwight montaba y se acercaba.
—Carolina, lo que tú piensas importa mucho; pero como importa tanto, no puedo de ningún modo engañarte…
—Corramos una carrera. Hasta el molino de Jonas, ¿eh? ¿Conoces el camino?
Ella hizo dar media vuelta al caballo al caballo y enfiló hacia el terreno accidentado que se extendía después de la mina en ruinas. Galopar sobre esa extensión sembrada de piedras era buscarse una caída; de todos modos, avanzó a un paso que Dwight, con su montura inferior, no podía mantener.
Pero si Carolina conocía bien la región, Dwight la conocía mucho mejor. La siguió por la huella, hasta que la joven atravesó el pedregal, y salvó el muro de piedras que cerraba el campo al fondo. Después, espoleó a su caballo y siguió por la huella. Un minuto o dos después un villorrio de cuatro cottages vio sorprendido la figura de chaqueta negra de su médico, que normalmente cabalgaba al trote discreto de su montura, atravesar disparado el paisaje, como si le fuera en ello la vida. Detrás, en medio de la polvareda que comenzaba a asentarse, los niños reunidos lo miraban fijamente.
Dwight siguió la huella que terminaba en la encrucijada de Bargus, y se internó con la misma temeridad que Carolina hubiera demostrado entre las ásperas malezas que crecían sobre el costado opuesto. Después, desmontó de un salto y sosteniendo de la brida al caballo se deslizó pendiente abajo. Alcanzó a ver el molino de Jonas, y casi en el mismo instante otra vez la figura de Carolina. Dwight volvió a montar. El único modo de llegar antes que ella al molino era saltar el arroyo que accionaba las paletas del molino. Era bastante estrecho, pero su caballo no estaba acostumbrado a tales ejercicios. Cuando Carolina lo vio, Dwight había enfilado a su caballo sobre el arroyo. Juntos se alzaron en el aire, y el caballo tocó tierra la mitad adentro y la mitad fuera del agua, sobre la orilla opuesta, trastabillando y casi cayendo. Dwight desmontó en treinta o cuarenta centímetros de agua, y tironeo de la brida del caballo, para subir la pendiente. Cuando Carolina llegó, él había montado otra vez y la esperaba mientras el molinero y su esposa miraban asombrados por las ventanas, y un niñito que dirigía una yunta de bueyes olvidaba impartir ordenes a los animales.
Carolina frenó el caballo al lado de Dwight, los ojos centelleantes.
—Fue muy… muy astuto de su parte, doctor Enys. Es evidente que semejante… hazaña estaría fuera de lugar en una ciudad.
—Puedo ejecutar otra —dijo Dwight, aún con menos aliento que ella—. Puedo ejecutar otra… que no estaría fuera de lugar.
—Pero, doctor Enys, no soporta la idea de ir a Bath.
—Y usted, señorita Penvenen, no soporta la idea del matrimonio.
—No veo la relación.
—Estoy acostumbrado a manipular relaciones que… uno puede establecer.
—Para un hombre de tanto talento todo es posible.
—Nada es posible sin ti, Carolina.
Ella se tranquilizó un poco, y lo miró en los ojos. Después del galope, la joven tenía el rostro enrojecido. Ya no parecía desagradada. John Jonas salió del molino, limpiándose las manos con su delantal.
—¿Esta bien, señor? ¿El caballo se le desbocó a la joven?
—No —dijo Dwight—. Hasta ahora nadie se le ha desbocado.