Hacia el final de una tarde de mediados de noviembre de 1792, un carruaje privado avanzaba a regular velocidad por el camino principal que se dirigía de Truro hacia el lejano oeste. Caía una lluvia fina y brumosa, como ya era habitual ese terrible año, y los bosques que se alzaban a intervalos a los costados del camino aparecían sombríos y vaporosos. El camino estaba en malas condiciones, y lleno de pozos y surcos lodosos; pero el conductor, que recorría por primera vez esa ruta, castigaba constantemente con el látigo a los caballos, porque faltaba poco para oscurecer, y no le agradaba el aspecto de la región que estaban atravesando. Su ama le había dicho que ya estaban cerca, pero los cálculos de las mujeres no eran fidedignos, como lo había demostrado el trecho recorrido ese mismo día; y en esa región inhóspita serían presa fácil para el salteador que estuviese acechando en un recodo del camino.
Acababan de salir de un bosquecillo espeso en el cual las ramas de los árboles casi formaban un techo sobre el camino, cuando se le fue el alma a los pies ante la aparición de un hombre de pie al lado de un caballo, junto a la huella. Esa mañana, mientras atravesaban los páramos sombríos y pantanosos, se había maldecido por haber aceptado empleo con esa mujer obstinada y absurda; y ese era el resultado. Se puso de pie en el pescante y fustigó a los caballos; pero cuando el tiro de animales se lanzó hacia delante, el vehículo tocó un agujero profundo, se tambaleó, y casi arrojó al camino al conductor. Cuando habían conseguido recuperar la velocidad normal, el hombre del caballo ya estaba atrás, y según parecía interesado en ellos nada más que lo necesario para alzar la cabeza.
Se habían distanciado de él un corto trecho cuando fuertes golpes indujeron al cochero a levantar la mirilla; y entonces oyó que su dama le ordenaba detenerse.
—No se preocupe, señora. Todo está bien. Los caballos…
—Le digo que se detenga. Ese caballero. Quiero hablarle.
De mala gana, el conductor detuvo el carruaje. Las ruedas traseras se hundieron y se deslizaron en el lodo, y el jinete solitario, que había estado atendiendo a su propia cabalgadura, volvió a levantar la cabeza. Ahora estaba demasiado lejos para oír la conversación, pero poco después el cochero descendió al suelo y caminando dificultosamente se acercó.
—¿Capitán Poldark?
—¿Sí?
—La señorita Penvenen, señor. Quiere hablar con usted.
En el carruaje había dos mujeres, y una de ellas era una doncella. Ross se descubrió y Carolina le ofreció su mano revestida con un guante verde.
—Capitán Poldark, es tarde para pasearse por este camino. Mi cochero temió que usted fuera un salteador.
—Si lo fuera, elegiría una ruta más transitada. Uno puede esperar aquí seis días de cada siete y no ver un solo carruaje privado.
—Oh, señor, yo soy muy pobre —dijo Carolina—. Pero, a decir verdad, pensé que podía estar en dificultades.
—Gracias, no es nada. Mi yegua perdió una herradura.
—Bien, eso puede ser bastante grave. ¿Qué piensa hacer? ¿Volver caminando a su casa? Es un trecho muy largo.
—Puedo conseguir ayuda en Chasewater. Señorita Penvenen, ¿regresa a Cornwall?
—Así es. Demasiado pronto para festejar la Navidad, y demasiado tarde para gozar del verano. ¿Por qué no me acompaña hasta Killewarren y toma uno de los caballos de mi tío? Podemos herrar el suyo y enviárselo por la mañana.
Ross vaciló. Estaba cansado y deprimido, y tenía las ropas húmedas, de modo que la sugerencia no le desagradó. Pero sentía cierta prevención frente a esa joven atrevida.
—Gracias. Tal vez pueda llevarme hasta el desvío que va hacia Chasewater…
—Doblamos muy pronto. Baker, vea que la yegua del capitán Poldark esté bien atada al carruaje. Y por favor, vaya despacio. No hay por qué temer a los salteadores, ahora que hemos capturado al nuestro.
Eleanor, la doncella, parecía dudar de que ese comentario fuese una mera broma, porque cuando el carruaje reanudó la marcha miró fijamente, con la boca abierta, al hombre de cuerpo grande que tenía enfrente, instalado en una incómoda postura en su asiento ocasional, con sus botas lodosas y los ojos pálidos y encapotados, y hacia ella el lado de la cara que mostraba la cicatriz.
Carolina, quizá un poco sorprendida ante las proporciones físicas de su acompañante en un espacio confinado, y no tan segura de sí misma como pretendía estarlo, cambió de tono.
—Lo sentí mucho cuando me enteré de la muerte de su primo. El tío Ray no es muy prolífico con sus cartas, pero me comunicó la noticia. Fue un hecho muy trágico Casi parece que fue ayer el día que todos nos reunimos alrededor de la mesa de los Trevaunance.
—En efecto, eso fue hace muy poco. Y lo extrañamos mucho.
—Confío en que su muerte no haya interrumpido los trabajos de la mina. Yo… entiendo que usted y él eran socios.
—Seguimos en ello. Hemos podido continuar.
—¿Con buenos resultados?
Los ojos de Ross encontraron la mirada sincera de la joven.
—No hemos tenido buenos resultados.
—Supongo que usted agregará: Todavía. El tío William me decía que si esta guerra se extiende contribuirá a elevar el precio de los metales. ¿La viuda de Francis se propone vivir sola en esa casa tan grande?
—Creo que dentro de un tiempo sus padres irán a vivir con ella. Pero no está sola. Tiene a su hijo, a su tía y dos criados…
—¿Y cómo está el doctor Enys?
Bien, por lo menos no era de las que pierden tiempo en circunloquios.
—Tan diligente como siempre.
—¿Sólo diligente?
—No fue una observación despectiva.
—Por supuesto, eso ya lo sabía —dijo Carolina—. La última vez que nos vimos formamos un frente común en defensa de nuestro amigo.
—No creo que ahora tenga la misma necesidad de hallar defensores. En aquel momento todos lo acusaban de matar al viejo Ellery. Ahora, se deshacen en elogios porque curó de su cojera a una joven aldeana.
Carolina le dirigió una rápida mirada.
—¿Rosina Hoblyn?
—Ah, ¿la conoce?
—De nombre. Dwight la mencionó. ¿Está curada?
—Curada. Camina tan bien como usted o yo, y para variar los aldeanos creen que el doctor Enys es capaz de hacer milagros.
—¡Qué notable! ¿Y cómo lo logró?
—Suele explicarlo, pero nadie le presta atención. El sábado pasado había catorce cojos esperando frente a su casa.
Carolina sonrió y se recogió un mechón de los cabellos, que ahora llevaba atados con intencionada sencillez sobre la nuca. La linterna del techo, que habían encendido cuando Ross entró en el carruaje, se balanceaba con las sacudidas del vehículo, y la expresión de la joven parecía cambiar al compás del movimiento de las sombras.
Después que abandonaron el camino principal, Ross dijo:
—¿A qué hora la espera su tío?
—No me espera.
—Oh… ¿Presumo que fue una decisión súbita?
—Capitán Poldark, no adopté una decisión súbita. Fue algo preparado cuidadosamente. Conseguí este carruaje, contraté al cochero, preparé el equipaje. Pero el tío Ray no me invitó; y como probablemente hemos viajado con más rapidez que el correo, no creo que haya recibido la carta del tío William previniéndole de mi llegada. —Al ver la expresión de Ross, la joven se echó a reír—. Son cosas que hace la gente cuando acaba de conquistar su independencia. Como recordará, hablamos del asunto en la reunión en casa de Trevaunance.
De modo, pensó Ross, que se propone conquistar a Dwight si puede. ¿Por qué subí a este carruaje y acepté que me hiciera un favor? Al demonio con todas las mujeres. Y de pronto, sin que él lo deseara, su mente voló, hacia otra mujer, Elizabeth, tan frágil en su dolor y su vestido de luto, todavía fuera del alcance de Ross pero al mismo tiempo peligrosamente cerca; su primer amor, que lo amaba —así lo había dicho— de modo que ahora dependía de él en todo; los contactos se habían acentuado, ahora que habían desaparecido ciertos obstáculos; Elizabeth, que ahora poseía la mitad de la mina en representación de Geoffrey Charles, su hijo; y el propio Ross, el único pariente cercano de sexo masculino, ahora jefe de los Poldark, y con Elizabeth albacea del testamento de su primo.
La muerte de Francis había dejado un vacío inesperado en la vida de la región. Antes, Francis había afrontado deberes y responsabilidades que ahora revertían sobre Ross. El señor Odgers, cura de Sawle, acudía a Ross para resolver toda suerte de problemas, e incluso parecía esperar que Ross compartiese el escaño de la familia y el avituallamiento semanal de los Odgers. Además, sería necesario encontrar otro magistrado. Desde los tiempos de Guillermo y María un Poldark había desempeñado siempre esas funciones. ¿Podía invitarse a ocupar un asiento en el estrado a quien tantas veces había expresado su desprecio de la magistratura? Todo era muy difícil.
En el carruaje reinaba el silencio. Ross sentía que ese día tanto su suerte como su ánimo habían tocado fondo. El día anterior había recibido un aviso formal de Cary Warleggan en el sentido de que el monto del pagaré debía cancelarse en el plazo de cuatro semanas, y hoy había estado realizando un último esfuerzo para reunir la suma. El crédito escaseaba por doquier, pero esa no era la principal dificultad. El obstáculo más grave era la Wheal Grace. Todos los entendidos sabían que la mina estaba fracasando. Uno podía prestar mil libras a un caballero necesitado, y afrontar el riesgo en vista de los intereses. Pero nadie quería prestar dinero a un hombre cuya mina estaba al borde del fracaso. Arriesgarse a eso era afrontar la perspectiva de que el capital se diluyera en el desastre general. Lo cual era sin duda una de las razones por las cuales Nathaniel Pearce había traspasado el documento, muy satisfecho de quitárselo de encima dado que las posibilidades de reembolso eran muy reducidas.
Ross no habría censurado la actitud del notario si el pagaré hubiese ido a parar a otras manos, y no a los Warleggan. Aunque, por supuesto, sólo los Warleggan podían aceptarlo. No querían el dinero; querían atrapar al hombre.
Una semana o cosa así después de la muerte de Francis se había encontrado una pequeña veta de mineral productivo en el túnel que él había estado explorando aquella vez, pero desde septiembre nada más se había descubierto. Mark Daniel había elegido perversamente ese momento para desaparecer en el torbellino de Francia, y hasta ahora nadie lo había encontrado. En ciertas regiones de Inglaterra el trigo quemado por las heladas aún yacía en los campos. Preservados milagrosamente por la inercia de sus enemigos, los franceses habían recuperado el ánimo y reconstituido sus ejércitos, y la semana anterior habían ocupado Bruselas. La sombra del hambre y la guerra se cernía sobre todos.
Finalmente, el carruaje atravesó la entrada de Killewarren, y el cochero dirigió cautelosamente a los caballos por el sendero cubierto de malezas, en dirección a una luz acogedora encendida sobre la puerta principal. Tuvo que llamar tres veces antes de que abriese una criada, que exclamó:
—Caramba, señorita Carolina, Dios mío, si esta misma mañana estuvimos limpiando su habitación. Pase, señora, pase. ¿El amo la espera?
Ross siguió a Carolina al interior del vestíbulo. Era una casa bastante vulgar en vista de la fortuna de su propietario, y exhibía una suerte de mezquina elegancia, pero nada más; tres velas, cada una en un globo de vidrio, iluminaban apenas los armarios de roble oscuro lustrado, y los bustos de mármol al pie de la estrecha escalera.
—Con su permiso, prefiero no molestar a su tío. Sé que debe estar cansada después del viaje, y el placer que él sentirá de volver a verla…
Carolina le dirigió una sonrisa al mismo tiempo que desataba las cintas de su sombrero.
—No será tan considerable como usted cree —dijo serenamente—. De modo que le agradeceré que suba conmigo mientras le preparan el caballo. No tema que lo retengan demasiado, porque un vaso de vino será lo único que él le ofrecerá… si lo hace. Mientras vivo aquí mejora bastante; pero estuve ausente varios meses, y me temo que habrá retornado a sus antiguas costumbres.
A eso de las siete Demelza mandó buscar a Dwight, y como estaba libre vino inmediatamente y examinó a Jeremy.
—Lo de costumbre: la garganta inflamada y un poco de fiebre. Se muestra propenso a tener temperatura.
—Demasiado propenso —dijo Demelza, mientras volvía a depositar a Jeremy en el suelo. Julia nunca estuvo así; por lo menos, hasta la última vez…
—Algunos niños lo tienen, y otros no. Pero me gustaría que me llame siempre, por las dudas. ¿Ross ha salido?
—… Fue a Truro, por asuntos de trabajo, y después tenía que ir a Redruth, a ver a Trevithick. La máquina no funciona muy bien… aunque creo que a nadie le importaría dejar las cosas como están. —Demelza se movió con rapidez para recibir a Jeremy, que avanzaba vacilante hacia ella. Miró inquieta a Dwight, un rizo caído sobre la frente—. Dwight, ¿cree que lo mimo demasiado?
Dwight sonrió.
—Sí, pero es natural… y justo. Dentro de tres o cuatro años será distinto…
—No quiero ser como Elizabeth y Geoffrey Charles.
—No se preocupe por eso. Mírelo… todo lo que creció en pocos meses. —Dwight se interrumpió—. ¿Es Ross que llega?
—Creo que sí. Está muy retrasado. —Demelza se acercó a la ventana y espió—. Sí. Pero monta un caballo distinto. Ojalá no haya ocurrido nada.
Por el momento ella no podía separarse de Jeremy; y cuando al fin lo acostó y bajó, Ross ya estaba en la sala, e insistía en que Dwight se quedara a cenar. Dwight formuló varias excusas, de las que nadie hizo caso; de modo que, sonriente, renunció a sus esfuerzos, y la señora Gimlett puso el tercer cubierto.
Ross dijo:
—Dwight, necesitamos su visita. En los últimos tiempos estamos un tanto deprimidos, y su obligación es cuidar de nuestra salud moral, y no sólo de nuestro estado físico. Si alguien se rompe un hueso esta noche no dude de que vendrá a buscarlo aquí; de modo que deje en paz a su conciencia.
—Mi conciencia está perfectamente. Pero lamento saber de su estado espiritual.
—De eso le hablaré después. Estuve todo el día tratando de reunir una suma de dinero, y es un tema que puede abordarse con decencia sólo si uno tiene el estómago lleno.
—Supongo que no habrás vendido a Morena —dijo Demelza—, porque eso puede echarme a perder la cena antes de haberla iniciado.
—No… perdió una herradura cerca del bosque de Stickler; un carruaje privado, me recogió y llevó a Killewarren, de modo que volví aquí en un caballo prestado.
Se hizo un silencio súbito. Demelza alzó las cejas oscuras.
—¿Killewarren? ¿El carruaje privado del señor Penvenen?
—El señor Penvenen no tiene nada por el estilo —dijo Dwight.
—Fue Carolina Penvenen —aclaró Ross—. Viajó desde Londres… u Oxford, ¿verdad? El tío no la esperaba. ¿Y usted, Dwight?
—Sí…
Para salvar la pausa que siguió, Demelza dijo:
—Quizá deseaba sorprender a su tío. ¿Cuándo estuvo aquí por última vez? ¿En mayo… o junio? Debe ser extraño tener dos hogares. —Como ninguno de los dos hombres habló, Demelza se inclinó hacia delante y despabiló una de las velas—. Ross, ¿enviarán mañana a Morena?
Ross observó:
—Dwight, si así lo prefiere, podemos evitar el tema. Pero somos viejos amigos, y a veces es bueno aclarar las cosas. Me preguntó por usted, y dijo que esperaba poder verlo muy pronto.
—¿Cómo la recibió su tío?
—No de buen talante. Creo que a ella le alegraba mi presencia. De todos modos, es difícil mantener una actitud de enojo cuando Carolina se propone complacer… como quizá usted ya sabe; y me pareció que él comenzaba a cambiar de ánimo cuando me marché.
Las manos largas y delgadas de Dwight manipulaban la servilleta de lienzo.
—Ustedes no son sólo viejos amigos, sino los mejores que tengo. Y si el comentario de este asunto —lo que ocurre entre Carolina y yo— me deparase un bien, de buena gana hablaría. Pero no veo qué puedo… Quizá les debo una explicación y en ese caso…
—Nada nos debe —afirmó Ross—. Pero lamentaría que se creara una situación de la cual usted no tiene cabal conciencia. Ya sabe que a veces es exactamente lo que sucede.
—Usted se refiere a lo que ocurrió la última vez. Pero aquí el peligro es distinto, ¿no le parece? Bien, confieso que estoy enamorado de Carolina y que nos hemos escrito; y ahora que ha regresado, para bien o para mal volveremos a vernos. No tengo dinero, y ella tiene fortuna, de modo que este vínculo… ¿ella le desagrada mucho?
La pregunta fue dirigida a Demelza, y esta pareció sorprendida.
—No, Dwight. No la conozco, apenas hemos cambiado algunas palabras, y no es posible sentir antipatía por una persona a quien uno no conoce. A decir verdad, no estoy en condiciones de juzgar.
—Tampoco yo —dijo Ross—. Pero creo que hoy he modificado mi opinión acerca de ella… y no sabría decir por qué. Ciertamente, no por el favor de facilitarme un lugar en su carruaje…
—Hay en ella cierta dureza —afirmó Dwight con voz lenta—. Sería absurdo negarlo. Es como una armadura brillante y quebradiza, y como tal la ha usado. Y detrás, bajo esa protección, hay tantas cosas… En fin, es evidente que no cabe medir los sentimientos. Se trata de una alquimia demasiado sutil, que no admite ese tratamiento.
—Sí —dijo Ross, que recordó súbitamente a Elizabeth; y como si entre ambos hubiese existido cierta telepatía, Demelza lo miró y supo lo que estaba pensando.
Dwight dijo:
—No dudo de que es una relación perjudicial; pero no puedo evitarla, o destruirla. Quizá ella se muestra más discreta. Es una situación lamentable, que puede afectar sólo a un hombre de carácter débil; un individuo más fuerte habría encontrado el modo de resolver el dilema.
—Cuanto más vivo —dijo Ross, frunciendo el ceño—, más desconfío de esta diferencia entre hombres fuertes y débiles. Los acontecimientos nos impulsan a su antojo, y la… la libertad provisoria de la cual gozamos a lo sumo engendra una ilusión. Mire el caso de Francis. ¿Hubo jamás un final más lamentable o más inútil, o menos merecido o determinado por él mismo, o más opuesto a la decencia y la dignidad mínimas de un ser humano? Ahogarse como un perro en un pozo, y por nada, y que no pudiéramos auxiliarlo sólo por una hora; salir de esta habitación y dirigirse a la mina, y al poco tiempo resbalar y morir, y por nada. —Ross empujó hacia atrás la silla, en un gesto de súbita vehemencia—. Es lo que siempre detesté más en la vida: esa tragedia, ese absurdo despilfarro, el final súbito que se burla de nosotros, que convierte en absurdos nuestros esfuerzos y nuestros planes… Dwight, usted me acompañó en los peores momentos: la muerte de Julia y muchas otras cosas. Si usted percibe que la fuerza o la debilidad del carácter determinan cierta diferencia en los resultados, confieso que es más sagaz que yo.
Dwight no habló, pero después de un momento Demelza dijo:
—Oh, sí Ross, eso es verdad. Pero ¿es toda la verdad? Creo que nuestro propio esfuerzo nos deparó algunas cosas buenas. Y aunque en general la suerte no nos ha favorecido, a veces nos benefició, y quizá vuelva a hacerlo. La Wheal Grace está fracasando, pero la Wheal Leisure ha prosperado, y si padecimos lo de Julia, también está Jeremy, y el juicio, y tu libertad; y… y muchas otras cosas. —Contempló fijamente la llama de la vela, con una mirada extrañamente vacía, y después parpadeó y pareció que volvía a ser ella misma—. Es posible que si en definitiva hemos sido desgraciados, Dwight no corra la misma suerte. Tal vez él y Carolina encuentren el camino de la felicidad, y sólo necesiten un poco de paciencia.
Dwight pensó que a pesar del tono neutro, ella hablaba con un extraño sentimiento de fatalismo, como si supiera que en su caso todo había salido mal, y ya no podía arreglarse. Por primera vez comprendió lo que la muerte de Francis había significado para ella, para ambos, para la mutua relación de los dos esposos.