Ross regresó poco antes de las ocho. Halló a Demelza en el piso superior, remendando por quinta vez las cortinas que protegían las ventanas del dormitorio que miraban hacia el norte. Ella no lo había oído llegar.
—¡Vaya, Ross! Llegas más temprano de lo que yo esperaba. ¿Cenaste?
—Lo necesario. ¿Qué haces?
—Arreglo un desgarrón que Jeremy hizo esta mañana. Le encanta aferrarse de todo lo que pueda sostenerlo.
—Poco falta para que con tus remiendos termines haciendo cortinas nuevas.
—No es tan grave. ¿Qué decía la carta?
Ross se acomodó en una silla y comenzó a quitarse las botas; y cuando ella se acercó, permitió que lo ayudase. Esa costumbre era una reliquia de los viejos tiempos, y sin saber muy bien por qué a ella le agradaba mantenerla. Mientras Demelza estaba en eso, Ross le explicó el contenido de la carta.
—¿Y era cierto? Me refiero a la hipoteca.
Ross asintió.
—Sí, en lo esencial. Cuando tomé el dinero, ante todo me interesaba conseguirlo; no me preocupó mucho la forma del préstamo. En la entrevista con Pearce, él fue quien habló primero de una segunda hipoteca. Al día siguiente, me prestó el dinero y yo firmé el documento… Lo acepté creyendo que era una hipoteca, aunque en realidad se trataba de un pagaré. Quizá llegué a saberlo, pero en ese momento no le presté atención. Y tampoco habría necesitado preocuparme si Pearce hubiese conservado el documento, como lo habría hecho un amigo honesto. Fui a visitarlo. Demelza, ¿crees que soy un hombre prepotente?
—¿Maltrataste al señor Pearce?
—No le puse la mano encima, pero quizá mis modales fueron un poco ásperos; volteé la mesa y rompí la tapa de su caja de rapé. Temblaba como gelatina, era un montón de grasa sin huesos; de todos modos, el daño está hecho. El pagaré cambió de mano, como dijo Pascoe, y ahora lo tiene Cary Warleggan. De manera que tenemos que afrontar el hecho.
—¿Fuiste a ver a Cary Warleggan?
—Fui a su casa, pero no estaba. Creo que me dijeron la verdad, porque las persianas estaban cerradas.
—¿Y ahora qué ocurrirá?
—Los Warleggan nada pueden hacer hasta noviembre. Cuando llegue la fecha, pueden otorgarme un mes para hacer el pago. En diciembre tengo que reunir mil cuatrocientas libras o dejar impago el documento.
Demelza depositó las botas al lado de la silla, pero permaneció arrodillada, los codos apoyados en los muslos, los ojos fijos, no en Ross, sino en el vacío.
—¿No podemos conseguir prestado de otros?
—No lo sé.
—¿Qué harás?
—Hasta el día de la notificación hay siete semanas. Eso, puedo agradecérselo a Pascoe. Y cuatro días más hasta que se venza el plazo.
A Demelza no le agradó mucho la expresión del rostro de su esposo, y con un movimiento lateral de las rodillas giró el cuerpo y se incorporó.
Dijo:
—¿Estás seguro de que Cary exigirá el pago?
—¿No harías lo mismo si sintieras lo que ellos sienten por mí?
—¿Conozco a Cary?
—Lo viste en esa fiesta. Un hombre de unos cincuenta años, los ojos chicos y un modo desagradable de usarlos. Detesto a George, pero creo que tiene ciertos principios… por lo menos eso me parece. Cary no tiene ninguno. Es el prestamista de la familia, el ave de rapiña. A George se lo acepta en la mayoría de los círculos sociales. Y pronto estará en todos. Lo cual le impondrá ciertas normas. Y por supuesto, Nicholas, el padre, goza de bastante reputación. El tío Cary es el más odiado de todos.
Demelza se estremeció.
—Ross, ojalá pudiese ganar dinero. Quisiera ayudarte. Lo único que sé hacer es… remendar tus cortinas y atender a tu hijo, cuidar la granja y preparar la comida y…
—Me parece que ya es bastante trabajo para una persona.
—Pero no produce dinero. Ni un soberano de oro. ¡Mil cuatrocientas libras! Si pudiese robaría… ¡sería asaltante de caminos o ladrona de bancos! Harris Pascoe ni se daría cuenta de que le falta el dinero. ¿Por qué no te lo presta?
Ross la miró con expresión grave, tensa.
—Es una actitud nueva. Siempre insististe en que debía respetar la ley…
Se interrumpió al oír un golpe en la puerta. Era Gimlett, para informar que Tabb estaba abajo, y deseaba saber si el señor Francis aún se encontraba en la casa.
—¿Aquí? Claro que no. —Ross miró a Demelza—. ¿A qué hora se fue?
—Más o menos una hora después que tú saliste. Caminó en dirección a la mina. O por lo menos…
—Señor, su caballo todavía está aquí —dijo Gimlett—. Le di su forraje, pero no pensé avisar al ama porque creí que lo sabía.
Ross salió con paso rápido y bajó la escalera. Tabb estaba de pie en el vestíbulo. Tabb explicó que la señora Poldark se sentía un poco nerviosa, y lo había enviado para asegurarse de que el señor Poldark estaba bien. Ahora anochecía más temprano; el caballero solía volver a su casa a eso de las siete. Ross se dirigió a los establos. En efecto, ahí estaba el caballo de Francis, y el animal miró expectante cuando oyó ruidos de pasos.
Demelza lo había seguido. Ross preguntó:
—¿No dijo nada cuando se fue? Quizá caminó hacia la casa Mingoose. —Se volvió hacia Tabb—. Vamos, monte su caballo y vaya a la casa Mingoose. Entretanto iré a la mina y veré cuánto tiempo estuvo allí, y en qué dirección se alejó.
Había luna nueva, ya no llovía y se había disipado la bruma. Demelza caminó al lado de Ross, dando un brinco de tanto en tanto para mantenerse a la par, pese a que su propio paso era bastante largo.
La casa de máquinas estaba iluminada y había luces en dos de los galpones.
Ross entró en el galpón usado como vestuario, donde ardía una linterna con la mecha baja. De un gancho colgaban las ropas de Francis.
Afuera, Demelza esperaba, inquieta.
—Creo que quizá todavía esté aquí.
—¿Aquí? Pero, Ross…
Se miraron un momento, y ninguno de los dos habló.
En las galerías, ocho horas era el turno usual, pero los atendedores de la máquina trabajaban doce. El cambio se realizaba a las ocho, y el mayor de los Curnow estaba ahora a cargo. Afirmó que su hermano nada le había dicho al retirarse. Mientras estaban preguntando entró el capataz Henshawe y Ross le explicó la situación.
—Bien, señora, quizá aún está abajo, y no prestó atención a la hora; pero en realidad no lo creo. Espere un minuto, diré a un par de hombres que nos acompañen.
Demelza permaneció en el casetón de las máquinas. El extraño movimiento de succión, lento y regular, de la gran máquina era como un jadeo animal, un gigantesco mamífero que acababa de quedar varado, y cuya vida estuviese agotándose sobre la arena húmeda. La había acometido un sentimiento extraño y fatalista. No tenía motivos para saber, y sin embargo sentía como si supiera.
Ahora habían entrado otros hombres, y todos miraron a Ross, Henshawe, Jack Carter y el joven Joe Nanfan trepar la escala y descender lentamente. Después que desaparecieron, los que quedaron arriba se unieron en un grupo inquieto; y Demelza comprendió que se habrían sentido más cómodos si ella no hubiese estado allí. Ella, la hija de un minero convertida en esposa de un caballero, afrontaba algo más que la desventaja de su condición femenina.
Decidió acercarse a los hombres y preguntarles si ninguno había visto esa tarde al señor Francis, y si alguien estaba dispuesto a buscar a Daniel Curnow y preguntarle qué sabía.
Después, sobrevino una larga espera. Gimlett había llegado desde la casa y estaba de pie al lado de su ama.
—Señora, sopla un viento frío; ¿le traigo un abrigo?
—No… gracias. —Lo que ella sentía no era frío de la noche, sino un frío interior que ningún abrigo podía remediar. Tabb regresó al galope de su caballo. No habían visto al señor Francis en Mingoose.
—Será mejor que avise a la señora Poldark —dijo Demelza.
—Muy bien, señora —contestó.
—No, espere. Espere un poco.
Mirando hacia atrás, Demelza podía ver la luz de Nampara, y la que había dejado en el dormitorio. Más lejos, y hacia la derecha, el mar, con una franja de luz de luna en el centro oscuro del agua. «No podemos separarnos de las consecuencias de nuestra propia conducta», había dicho Francis. «Durante mucho tiempo lo intenté».
Uno de los hombres regresó del cottage de Dan Curnow. Curnow sabía que el señor Francis había bajado a la mina alrededor de las cuatro, pero no lo había visto subir. No se le había ocurrido mencionar el asunto a su hermano. Peter Curnow escupió con gesto de disgusto.
Pocos minutos después un minero apareció, subiendo la escala. Era Ellery, que trabajaba en el nivel de sesenta brazas. Algunos ya estaban enterados, y ayudaban a buscar. No habían encontrado a Francis, pero habían hallado su pico, con el mango que emergía del agua cerca del lugar donde esa mañana habían realizado algunas voladuras.
Demelza miró a Tabb.
—Creo que será mejor que vaya a buscar a su ama.
Ross, que llevaba una linterna, fue el primero que entró en el túnel que Francis había seguido. Lo mismo que Francis, lo sorprendió comprobar que el túnel continuaba. Indicó a Henshawe que lo siguiese.
Estaban fatigados de gritar; desde las paredes de roca las voces revertían sobre ellos, o se alejaban en la oscuridad poblada de ecos. Llegaron al pozo y trataron de cruzarlo, pero el pie de Ross resbaló sobre la roca legamosa, y Henshawe tuvo que aferrado del brazo.
—Gracias. Es un lugar como para… —Ross se interrumpió, se puso de rodillas y envió la luz de la linterna hacia el interior del pozo. Alcanzó a ver agua, y flotando un sombrero de minero. Y algo más al lado del sombrero
—¿Tiene su cuerda?
—Sí…
—Átela a mi cintura.
Bajó y encontró flotando el cuerpo. Francis estaba muerto desde hacía más o menos una hora. En una de sus manos, aferrado de tal modo que apenas pudieron arrancarlo, hallaron un clavo oxidado.