El buen tiempo no duró, y junio concluyó lluvioso, y lo siguieron julio y agosto, aún más húmedos. La lluvia castigaba incansable los cultivos, los achataba y ensombrecía. El viento soplaba intenso en todo el condado, y el sol se desplazaba descolorido y lejano, atravesando el cielo entre las tormentas intermitentes.
En las calles empedradas de París habían surgido nuevos y extraños terrores. La erupción que había resquebrajado la superficie del despotismo continental, de pronto se había enconado y revertido sobre sí misma. Gravemente amenazada desde el este, tambaleante e insegura, comenzaba a desplomar sobre sí misma toda la estructura de la sociedad civilizada. En esta última fase ninguna infamia era demasiado vil. La noticia acerca de la matanza de trescientos sacerdotes se vio seguida por anécdotas de niños que jugaban con las cabezas de los decapitados, y de cuatro días de matanzas permanentes en las cárceles atestadas. Los hombres hablaban en voz baja de la princesa Lamballe, a quien le habían arrancado un miembro tras otro, y cuya cabeza habían clavado sobre una pica; de fallos dictados por la multitud, y de que los culpables eran despedazados en el sitio mismo, entre los cadáveres ya apilados; decíase también que apenas se vaciaban las cárceles, cuando ya volvían a llenarse.
El señor Trencrom, que continuaba su tráfico ilícito a pesar de la política y el tiempo, informó que Mark Daniel ya no estaba en Cherburgo, y que se había alejado, siguiendo la línea de la costa; confiaban en comunicarse con él durante el viaje siguiente. En la Wheal Grace, el exceso de los gastos sobre las entradas hubiera bastado para deprimir al más tenaz; y cada centímetro de lluvia que caía aumentaba el costo del combustible.
En agosto, Carolina Penvenen escribió a Dwight Enys:
Querido Dwight:
No soy una prisionera en una torre guardada por un lobo, pero escribirte y conseguir que despachen la carta antes de que el ojo desconfiado del tío William lo descubra es no poca hazaña. Conseguí arrebatarle tu última carta, y me salvé por pocos segundos; de modo que cuando contestes esta te ruego la dirijas a la atención de la señorita Nancy Aintree, en la Posada del Perro Negro, Abingdon, de donde puedo retirarla cuando me convenga. Nunca pasé un mes tan largo como este; los primeros quince días me parecieron treinta; mi adolescencia no quiere desaparecer. ¿Cómo está tu Ross Poldark, su mina prospera y su prima continúa mirándolo codiciosamente? ¿Cómo están todos tus pacientes, y especialmente la niña bonita de la rodilla enferma? ¿Su padre todavía sospecha de ti? No me extraña. ¿No puedes recomendarme una enfermedad amable, no muy desagradable, que pueda contraer entre este momento y el veintiséis de octubre?
En Oxford hay muchos refugiados franceses que llevan una vida miserable: aristócratas de pelucas empolvadas y agujeros en las medias. Pintan escenas terribles de calles colmadas de entrañas humanas; me gustaría saber si exageran para excitar nuestra compasión. El tío William los recibe, pero cuando se marchan gruñe: «Unas cuantas cabezas cortadas más, ¡y nuestra situación sería más fácil!». Ya ves adonde me lleva mi sensibilidad. En este sentido, nadie se compara con la familia Penvenen.
Querido Dwight, quisiera saber si realmente me extrañas, o si soy como una fiebre recurrente que penetra en tus venas, y provoca cierta agitada excitación, y después te deja cansado y deshecho. Sé que debería dejarte en paz, lo sé muy bien, pero creo que no tengo la fuerza necesaria para adoptar esa resolución. Debo confesar, lo que es indigno de una doncella, que mi primera y breve experiencia contigo tuvo efectos duraderos, de modo que no es demasiado suponer que la segunda vez ocurriría lo mismo. Entre ahora y octubre intentaré conseguir aquí algunos galanes, en parte con el fin de que cuando llegue mi cumpleaños el tío William esté más dispuesto a dejarme ir, y en parte con el fin de tener una base más sólida para comparar.
Creo que al principio tú no lo aprobarás; sin embargo, sé que en realidad no querrás privarme de la modesta experiencia que puedo adquirir y que me ayudará a ser una mujer con criterio.
Créeme, tu sincera amiga.
Carolina Penvenen.
A principios de septiembre se descubrió en la Wheal Grace una pequeña veta que prometía mejores resultados que las antiguas. Pero el descubrimiento a lo sumo podía postergar un desenlace negativo, no impedirlo. Ross y Francis aún pasaban dos días por semana en los viejos niveles superiores. La falta de aire se convirtió en uno de los peores obstáculos, porque se habían rellenado la mayoría de los viejos pozos de ventilación. En otros lugares se había desplomado el techo, y había que elegir entre abandonar la búsqueda en esa dirección, o poner obreros a cavar, o abrir con pólvora un camino.
Ross y Francis habían convenido en que el quince de septiembre se encontrarían con Zacky Martin y Jope Ishbel, con el fin de realizar algunas investigaciones definitivas. Dedicaron la mañana a varias voladuras, y a intentar el drenado de las antiguas galerías, que estaban fuera del alcance de la máquina bombeadora. A mediodía Zacky se alejó, y una hora después los primos subieron a la superficie y se cambiaron de ropa, y se dirigieron a comer a Nampara. Ross encontró allí una carta que lo esperaba. En general, el hombre que traía semanalmente el periódico también distribuía las cartas, pero esa había sido entregada por un buhonero, que había ido a ver a Demelza, con la esperanza de inducirla a comprar. La carta provenía de Harris Pascoe, banquero amigo de Ross.
Estimado Capitán Poldark:
No he tenido el placer de verlo desde hace varios meses, y me gustaría recibir su visita con el fin de que firme su estado de cuenta en esta casa, cuando ello le parezca conveniente.
Pero esta carta tiene otro propósito, y se refiere a un asunto del cual poseo cierto conocimiento, a pesar de que es una cuestión privada que sólo a usted concierne. En el 89, cuando la Compañía Fundidora Carnmore quebró, y usted se encontró en una situación difícil para atender ciertas deudas, según creo obtuvo un préstamo de 1000 libras, entregadas por el notario Pearce a un interés anormal. Según usted me explicó, ese préstamo tenía la forma de una segunda hipoteca por su casa y sus tierras, por las cuales este Banco ya le había aceptado una primera hipoteca.
Como usted sabe, rara vez salgo de mi hogar; pero, sin buscarla, me llega mucha información, y hace poco supe que ese préstamo en realidad no era una segunda hipoteca, sino que tenía la forma de un Pagaré. Le ruego que aclare este punto, porque el Documento —si es el que usted firmó— según oí decir ya no está en manos del señor Pearce, y ha ido a parar al dominio del señor Cary Warleggan.
Su relación con los Warleggan es cosa que sólo a usted le interesa, y en ese aspecto no deseo entrometerme; pero si las cosas son como yo creo, no me sorprendería que usted recibiese en cualquier momento aviso de que el Pagaré debe cancelarse inmediatamente. Ignoro si su empresa prospera, o si usted pudo ahorrar una cifra considerable para afrontar una situación urgente; pero en mi condición de amigo, me pareció que debía informarle lo que llegó a mis oídos.
Venga a verme cuando esté en la ciudad; con mucho, gusto lo invitaremos a almorzar o a cenar con nosotros.
Su afectísimo.
Harris Pascoe
Durante la comida Ross habló poco. Demelza intuyó que había malas noticias, y que en todo caso ellas tenían que ver con los Warleggan: cuando pensaba en ellos, Ross adoptaba una expresión particular; pero el orgullo impidió que Demelza formulase ninguna pregunta mientras Francis estaba allí. Cuando la comida llegaba a su fin, Ross dijo:
—Esta tarde no podré bajar contigo a la mina. La carta me obliga a ir a Truro.
—Pero ya estuviste ayer —objetó Francis—. ¿Este asunto no puede esperar un poco?
—No. Lo siento, pero no puede esperar.
—¿Volverás esta noche? —dijo Demelza.
Los ojos de Ross se encontraron con los de Demelza.
—Lo intentaré. Pero llegare tarde. No me esperes levantada.
Ella lo miró mientras salía de la habitación para cambiarse. Demelza estuvo un rato conversando con Francis; pero cuando Ross bajó, ella salió del comedor y permaneció con él en la puerta principal, esperando que Gimlett trajese la yegua.
Ross puso la mano sobre el hombro de su esposa.
—No quiero explicártelo ahora. Era una carta de Harris Pascoe… y se refiere a algunas cosas que descuidé. Voy a hablar con él, y eso es todo.
Demelza lo miró en los ojos.
—¿Es grave, Ross?
—No es bueno, pero esta noche sabré más.
—¿No te meterás en dificultades?
—¿Es probable eso, con Harris Pascoe?
—No, si te encerraras con él. Pero quizá te cruces casualmente con otros.
Ross sonrió sombríamente.
—A pesar de que apenas estamos en septiembre, hace bastante frío. Ahora, entra y conversa con Francis. ¿Has visto cuánto le agrada venir a nuestra casa desde que comenzamos a trabajar en la mina? Está aquí tanto como en su propio hogar.
—Ya lo he observado.
—Entra, y ofrécele otro vaso de oporto, y bebe tú también.
—No me atrevo a hacerlo antes de cenar, porque me marea. A propósito de la carta…
Pero interrumpió a Demelza la llegada de Gimlett que traía a Morena. Ross la besó en la mejilla, montó y se alejó valle arriba. Demelza tuvo la impresión de que las nubes estaban tan bajas que lo envolvían, formando una mortaja alrededor de su cuerpo, antes aún de que su figura desapareciese de la vista.
Cuando entró en el comedor, Francis se había retirado de la mesa, y estaba sentado frente al fuego que ella había encendido una hora antes.
—No, no se ponga de pie —dijo ella—. Ross nos pide que terminemos el oporto, pero yo no puedo beber tan temprano; si lo hago, no consigo trabajar por el resto del día. —Depositó el botellón con el vaso de Francis sobre una mesa, al lado del hombre, y ocupó una silla enfrente, y acercó al calor las pantuflas escarlatas—. Dentro de un minuto iré a ver si Jeremy está bien. Nunca come muy bien cuando la señora Gimlett me reemplaza. Francis, ¿esta mañana no tuvieron mucha suerte?
—Creo que hemos elegido el peor lote de todo el Ducado.
—¿Y los niveles inferiores?
—Una manifestación de fe sin respaldo adecuado. Quizá tengamos éxito, contra todos los dictados de la razón… Es extraño que Ross deba volver a Truro. ¿Tendrá algo que ver con los Warleggan?
Ella lo miró, sorprendida.
—No lo sé. Pero pensé lo mismo. Siempre que hay dificultades, uno piensa que detrás de todo están los Warleggan.
—O Francis —dijo Francis—. Otrora, yo estaba detrás de todo, con George.
—Oh, no lo creo —dijo prontamente Demelza—. En todo caso, ese tiempo ya pasó.
—Ese tiempo ya pasó. Pero no lo olvido. Por lo menos no olvido una cosa.
—Creo que iré a ver a Jeremy.
—No. —Vaciló, y se pasó una mano sobre los cabellos—. No, hace mucho que quiero decírselo. Tenía que hacerlo, más tarde o más temprano… Hace años…
—Francis, es mejor que no empecemos a hablar de eso.
—Hace años… sería en agosto del 89… cuando la compañía fundidora de cobre luchaba por sobrevivir… George vino a verme una tarde. Fue el día que Verity se fugó. Yo culpaba, a Ross y a usted, de ese matrimonio… y de todo. En un súbito impulso de cólera suministré a George la información que le permitió presionar a los accionistas de la empresa, de modo que retirasen su apoyo. Es lo que no he podido olvidar, ni perdonarme.
Demelza se puso de pie.
—¿Porqué insiste en decírmelo… ahora?
—Porque durante mucho tiempo estuve pensando en ello. No puedo continuar aceptando la amistad que ustedes me brindan, sentado como un perro extraviado frente al hogar de esta casa, si esto no se aclara completamente. Cuanto más importancia cobra nuestra amistad, menos puede continuar en la sombra todo lo que ocurrió. Sospecho que Ross ya sabe a qué atenerse…pero no quiere que yo hable; me desvía del tema, y al fin me acobardo y abandono el intento. Y así continúan las cosas.
Al fondo de la casa, Garrick ladraba; le habían cerrado una puerta, y estaba irritado. Demelza no habló. Francis se puso de pie, puso un minuto su mano sobre la de ella, y luego se volvió hacia la ventana.
Profundamente conmovida, Demelza dijo:
—¿Por qué nos hizo eso? ¿No tenía otro modo de lastimar a Ross?
—Fue un impulso de cólera… y después, ya era demasiado tarde. Pero no pretendo disculparme. ¿También usted lo sabía?
—Sí… en parte. Pero… oírlo esta noche de sus propios labios…
Francis tenía una expresión de agobio en el rostro.
—No es posible reconstruir una amistad cerrando los ojos a lo que la destruyó. Tenía que decírselo. Ahora me iré.
—No, espere. Ross tiene razón, ¿verdad?
—No en esto.
—Sí, en esto. Porque si ahora nos separamos, nos perjudicaremos aún más. Por otra parte, Francis, la fundición de cobre nunca habría prosperado; todos lo sabemos. Ni siquiera los Warleggan, cuando se apoderaron de ella, pudieron salir adelante. Sir John Trevaunance está vendiendo las máquinas.
—¿Usted disculpa un asesinato porque de todos modos la víctima hubiera muerto?
—No lo disculpo, no. Pero tampoco estoy dispuesta a condenar porque sí. ¿Elizabeth lo sabe?
—¿Si sabe lo que hice? No. No es asunto que le concierna. Excepto que no entiende la causa más grave de mi antagonismo hacia George Warleggan.
Después de un silencio prolongado Demelza dijo:
—Usted… no ha terminado su oporto.
—¿No?… Pero he terminado con nuestra amistad… Algo que yo apreciaba, aunque usted quizá lo dude.
—No lo dudo, Francis, pero dudo de que usted haya terminado con ella. Un acto negativo no compensa muchos positivos, lo que importa es el saldo final.
—En mi caso, esa noche no importó.
—Por eso después lo lamentó siempre. ¿Desea que yo cometa el mismo error?
—Sí.
—Pues bien, no lo haré.
—¿Ni siquiera para complacerme? —dijo Francis.
—Ni siquiera para complacerlo.
—No me extraña —dijo Francis— que Ross la ame. Porque yo también podría sentir lo mismo.
Ella lo miró, con una mirada rápida y ecuánime, y después se inclinó y echó al fuego otro leño.
—¿Cree que aún me ama?
—¿Ross? Por supuesto. ¿Qué se cree usted?
—Creo que ama más a Elizabeth.
Cuando ella se enderezó, ninguno de los dos habló durante unos instantes.
Francis dijo:
—Bien, puesto que es un momento de confidencias, ¿puedo decirle algo acerca de usted misma, Demelza?
—Por supuesto.
—Tiene un defecto, y es que no se estima en todo lo que vale.
—Oh, tengo muy buena opinión de mí misma, Francis. Le sorprendería saber cuán buena.
—Nada de lo que usted piensa o hace me sorprendería, excepto eso. Vino aquí cuando era la hija de un minero, se unió por matrimonio a esta antigua y decadente familia, y adoptó como propias sus normas. Y ahora se equivoca cuando juzga su propio valor, su propia vitalidad, e incluso su valor para Ross. Demelza, en la sangre hay dos cualidades. La cualidad que viene de la familia, y la que viene del vigor. Ross se mostró sensato cuando la eligió por esposa. Si es tan inteligente como yo creo, lo comprenderá. Si usted es tan inteligente como debe serlo, conseguirá que él entienda.
Los ojos de Demelza cobraron una expresión cálida.
—Usted es muy bondadoso.
—Bondadoso… Ya lo ve. Eso es lo que usted cree.
—Y bien, ¿no es así? Es lo que yo pienso, pero, Francis, las cosas no son tan fáciles como usted cree. Tengo que compararme con su esposa, que es tan bella… y además tiene educación. Y no sólo eso. Fue el primer amor de Ross. ¿Cómo es posible competir con la perfección?
—No creo que Ross sea tan tonto. Me parece… —Se interrumpió—. Creo que debe tener mayor consideración por usted misma, más independencia personal… tal vez ahora parezca desleal hacia Ross… pero es la verdad. Si usted considera que el sentimiento de Ross por Elizabeth es un tanto irreal, y le opone su propia calidez y su propio buen sentido… ¿De qué modo Elizabeth podrá luchar contra cosas tan reales?
—Pero Elizabeth está… lejos de carecer de calidez.
Francis volvió a enmudecer un minuto o dos.
—No deseo hablar ahora contra Elizabeth; pero al margen de sus cualidades y sus defectos, lo cierto es que no puede decirse que sea perfecta. Ningún ser humano lo es. Ciertamente, después de conocerla un poco, y de ver el efecto que usted ejerce en otros hombres, yo habría creído que usted era perfectamente capaz de retener a Ross, si se lo proponía.
Demelza le dirigió una semisonrisa.
—No puedo repetir que usted es bondadoso, de modo que me limitaré a darle las gracias.
—No puedo responder por otro hombre, y sin embargo estoy bastante seguro… Quítese de la cabeza la idea de que alguien le hizo un favor al incorporarla a nuestra familia.
Demelza permaneció de pie, erguida y pensativa, juvenil, y de pronto apretó los labios.
—Francis —dijo al fin—, pensaré en todo lo que me dijo. Creo que me hará compañía durante el resto de la tarde.
—Piense también en la primera parte.
—No. Eso no.
—Sí, también eso. —Se inclinó y la besó en la mejilla—. Porque nadie puede separarse de las consecuencias de su propia conducta. Yo lo he intentado durante demasiado tiempo.
Cuando Francis regresaba caminando a la mina, comenzó a llover otra vez. Su inquieta confidencia a Demelza le había dado más paz interior que la que había tenido durante mucho tiempo. Había hablado obedeciendo a un impulso, pero ese impulso era parte de un antiguo deseo de hablar con ella, de franquearse no sólo con Demelza sino con su propia conciencia. El modo en que su interlocutora había recibido la confidencia, su equilibrio natural habían llevado a Francis a sentirse más aliviado. Francis pensaba que la actitud de Demelza y la de Ross en nada lo disculpaba, pero por lo menos permitía mantener la amistad entre todos y facilitaba una actitud más honesta del propio Francis.
Entró en el cobertizo donde solían cambiarse los mineros, y recogió algunas de sus pertenencias. Había llegado hasta allí casi sin pensar. Su caballo estaba en los establos de Nampara; no había tenido la intención de descender nuevamente a las galerías. Pero el cobertizo estaba vacío; y cuando entró, lo asaltó el pensamiento de que en realidad nada deseaba menos que volver a su casa. Su propio hogar lo deprimía; Elizabeth lo deprimía. Francis sabía que esa sensación de renovada felicidad se disiparía con bastante rapidez; pero por ahora no podía soportar la idea de perderla. Comenzó a ponerse los viejos pantalones de algodón, y la chaqueta de lana.
Entre los galpones, bajo la lluvia, había poca gente. En el galpón de máquinas, uno de los hermanos Curnow atendía la gran máquina bombeadora, que silbaba y sorbía el agua. Se tocó la gorra cuando Francis entró, y caminó hacia él, agachándose para pasar bajo el gran balancín que ascendía y descendía.
—¿Piensa bajar, señor? Afuera está Ned Bottrell y puede acompañarlo.
—No, no es necesario. No usaré pólvora; simplemente quiero recoger algunas muestras.
Un minuto después Francis estaba descendiendo la escala del tubo principal. Este tubo había sido inicialmente la veta con la cual habían comenzado los trabajos de la mina; por eso mismo no descendía en línea recta, y en cambio formaba una empinada pendiente, siguiendo la dirección de la veta y de los trabajos para explotarla. Cuando llegó a la tercera plataforma, después de descender doscientos cuarenta peldaños, abandonó la escala para internarse en el nivel de treinta brazas. Ese sector de la mina estaba ahora completamente desierto. El resto de los trabajadores se encontraba a mayor profundidad.
En el camino hacia el sector que habían estado volando esa mañana, se abrió paso entre estrechas grietas en las que había apenas espacio para su pico, avanzó a tropezones entre pilas de escoria, con cavernas silenciosas altas como las naves de una catedral, evitó anchos pozos que descendían hasta las profundidades de la tierra, y trepó sin descanso hasta el sitio en que los antiguos mineros habían seguido la cara inferior de una veta; finalmente, alcanzó el tubo subterráneo, o viento menor, como solía llamárselo —allí aún se veían las ruinas de la vieja cabria— y se deslizó hacia abajo por el tubo de ventilación, como quien desciende por la chimenea de una casa, hasta la estrecha galería donde habían estado esa misma mañana.
Francis vio que el agua del fondo había descendido unos treinta centímetros después que ellos se habían marchado; era el resultado de las voladuras, y sin embargo, era evidente que el líquido aún no se había abierto paso hacia el sumidero de la mina.
Allí había un aire rancio y fétido, y la única luz, que venía de la vela de cáñamo fijada al sombrero de Francis, parpadeaba y humeaba sobre la escena. Trabajó una media hora retirando las rocas que cerraban la boca del túnel pero parecía que no estaba entrando más agua. Tanto el aire como el agua estaban tibios, y después de un rato Francis se internó en otra excavación, que estaba a unos dos metros sobre el nivel del agua. Descubrió que, en lugar de ser un conducto poco profundo, como parecía desde abajo, se volvía bruscamente y aumentaba de altura, de modo que él podía estar de pie.
Interesado, lo recorrió unos cinco metros, picando aquí y allá las paredes legamosas, y avanzando hasta un lugar donde los antiguos mineros habían encontrado de nuevo la veta, y habían dejado un arco rocoso que sostenía el túnel. Después, habían trabajado en sentido descendente, y según parecía también aquí las voladuras de la mañana habían originado ciertos efectos, porque las rocas goteaban y Francis apenas pudo afirmar los pies mientras se abría paso por los bordes, para alcanzar el túnel que se abría enfrente.
Este túnel seguía un curso sinuoso a lo largo de ochenta metros poco más o menos, pero después el aire comenzó a hacerse casi irrespirable, de modo que Francis decidió regresar. En ese instante, un parpadeo de su vela arrancó un reflejo brillante a la roca. Se inclinó y frotó la superficie con el dedo. Era el verde cobrizo del mineral metálico.
Los antiguos no lo habían visto, o no les había interesado. Quizá habían tenido razón. Existían otros lugares parecidos. Uno no podía estar seguro de nada hasta que había recogido algunos pedazos, los sopesaba y examinaba la calidad con mejor luz.
Necesitaba el pico, pero lo había dejado atrás. Quizá necesitara trabajar un cuarto de hora… Si llegaba a la conclusión de que la roca era promisoria, llevaría medía docena de muestras a la superficie.
Qué extraño que después de tanto esfuerzo… Mientras Ross estaba lejos, y él mismo allí, solo. Era absurdo especular e imaginar; muchas veces habían tenido esperanzas, y luego habían sufrido una cruel desilusión.
Regresó a tropezones hasta la galería, y se detuvo para respirar el aire más puro y enjugarse el sudor de la frente. Hacía mucho calor. Si era lo que esperaba, tendría derecho no sólo a la amistad de Ross sino a su propia dignidad.
Se movió cautelosamente sobre el borde de la galería: y entonces sus botas resbalaron súbitamente sobre la superficie legamosa. Giró bruscamente para salvarse, y cayó por la pendiente, golpeándose la cabeza y los hombros, tratando de aferrarse, de distribuir el peso. Y luego, horrorizado, se sumergió en el agua, se hundió, tosió y volvió a hundirse, sofocado por el agua sucia; trató de respirar, pero le faltaba el aire; emergió a la superficie en la oscuridad absoluta, golpeando el agua, manoteando en busca de una roca que lo salvara.
Nunca había sido buen nadador; a lo sumo podía dar una docena de brazadas. Las ropas lo mantuvieron a flote, y se extendían como una tienda; después, el agua comenzó a empaparlas, y ahora le pesaban y lo arrastraban hacia el fondo. Sus manos que se agitaban en el aire hallaron la pared, y trató de aferrarse.
Aunque había caído en el centro de un pozo de agua, pensó que el muro formaría una pendiente suficientemente inclinada, de modo que podría salir arrastrándose. No era así. Agitó las piernas para hallar un punto de apoyo que instantáneamente desaparecía, trató de clavar las uñas, impulsó las rodillas, se golpeó la cara contra la roca. Había caído por la pendiente del pozo en otro túnel subterráneo. La caída había sido corta, pero Francis no tenía la menor idea de la distancia entre la superficie del agua y el borde superior.
Escupió agua sucia. Las botas tan pesadas lo arrastraban hacia el fondo, lo hundían en una fútil oscuridad, hacia las profundidades de la tierra, lejos de la comodidad y las voces de los hombres. Los dedos hallaron un punto de apoyo… Lentamente, con un esfuerzo infinito, consiguió sacar del agua el cuerpo, apenas unos centímetros. Mientras afirmaba los dedos alcanzó a pensar: «Quizá en la pared todavía hay una escala que resista mi peso». Con ese fin, cuando hubiese reaccionado, debía reunir valor para nadando explorar el pozo. Era mayor que el anterior, y aún así debía ser pequeño; solían decir los mineros: «apenas suficiente para una escala y un cubo».
Lo que parecía presagio de triunfo de pronto se había convertido en desastre. Dos años antes, en Bodmin, había aplicado a la sien el caño de una pistola, y oprimido el disparador. No había obtenido el disparo porque la pólvora estaba húmeda. Aquella vez había deseado morir. Recibir ahora la muerte sería la suprema ironía.
Había tratado de quitarse las botas descargando puntapiés; le dolían los dedos, y ahora trataba de cambiar de mano; consiguió sacarse una bota. Más liviano, más liviano; la vieja chaqueta de lana. Había dejado de toser, por lo menos tenía libres los pulmones. ¿Para gritar? Tanto valía gritar en el ataúd mientras el sepulturero distribuía las flores.
«Una sorpresa para ti, Ross. Mira esto, pruébalo. No es mera escoria, ¿verdad? Y aquí tienes otra muestra, aplastada por el martillo. Lo hice mientras tú estabas lejos. Por lo menos, es una justificación tardía de tu fe en mí. Henshawe no puede creer lo que ven sus ojos…».
Consiguió quitarse la segunda bota. Tenía que forcejear para despojarse de la chaqueta. Hacía mucho calor allá abajo. Como una rata en un cubo. Cierta vez había visto una, pero había tenido que alejarse antes de que muriese. Seres persistentes, que se aferran a la vida. Más tenaz que él.
Era el momento de nadar circunvalando el pozo. ¿Por qué jamás había tenido confianza en el agua? Tenía que esforzarse para realizar los primeros movimientos.
Lo hizo, moviendo con escasa eficacia las piernas, y manteniéndose apenas a flote. Bastante espacioso, probablemente dos metros y medio de diámetro; quizá no era un tubo de ventilación, sino simplemente un pozo, usado cuando se extraía mineral con mayor rapidez que la que podía emplearse en llevarlo a la superficie.
No había escala, y no estaba seguro de poder hallar otra vez un lugar para aferrarse. Lo dominó el pánico; un tremendo alarido que se repitió con ecos interminables en el espacio confinado. El ruido era reconfortante, como lo habría sido la luz.
No encontró el punto de apoyo, pero sí halló un clavo. Sin duda antes había una escala, pero había desaparecido. Debía encontrar un sitio donde apoyar el pie, en algún recoveco, abajo, pero no había nada… y tampoco otro lugar al que aferrarse, encima del clavo. Un herrumbrado clavo de quince centímetros era mejor que el punto de apoyo anterior. Quizá podría sostenerlo bastante tiempo. Y era muy posible que fuese un largo rato.
Tratando de dominar el miedo, de evitar el pánico de la soledad y las sombras, de recomponer su propia situación. Había descendido a eso de las cuatro. En la mina trabajaban tres turnos, y el próximo comenzaba a las diez. Si ahora eran las cinco, eso podía significar casi cinco horas más antes de que alguien viese sus ropas en el cobertizo, o prestase atención al asunto, o comenzara a preguntar. Ross había ido a Truro, y volvería tarde. Demelza… ¿qué razón podía tener para preguntar por él? El caballo de Francis estaba en los establos de Nampara. Cuando ella lo viese, o si después intrigaba a Gimlett… Pero podían pasar horas antes de que hiciesen nada.
Su propio hogar. ¿Elizabeth se sentiría ansiosa? Sólo cuando dieran las siete.
Podían pasar horas. Y aunque se difundiera la alarma, la búsqueda llevaría tiempo. Su mente desandó camino por los túneles sinuosos y oscuros, hasta el tupo principal, todo el camino recorrido, la gran masa de rocas que se alzaba entre él y la luz del día, y el aire. En ese pozo la atmósfera estaba viciada y era sofocante. Lo esperaban horas de paciencia y tensión. Era probable que sus dedos cedieran, que él se ahogara mucho antes de que llegase auxilio.
El miedo era el principal enemigo. La oscuridad era el otro traidor. La luz había dejado el mundo. Nada brillaba, ni un leve resplandor, en el agua, el metal o la piedra. Aun no tenía una idea clara de la distancia que lo separaba del borde del pozo; pero lo asaltó el sombrío pensamiento de que si esa mañana no hubiesen practicado algunas voladuras y conseguido que drenase parte del agua, quizá el pozo hubiese estado lleno, de modo que a lo sumo su tarea habría sido simplemente afirmarse con las manos y volver al suelo de roca seca.
Cambió de manos por vigésima vez, y entonces el clavo se movió. El temor le atenazó la garganta, empezó a gritar con toda su voz, una y otra vez. «Socorro, socorro, estoy perdido en las profundidades de la tierra. No a tres metros bajo tierra, sino a sesenta metros; ya estoy ciego pero no sordo, tiemblo en el agua tibia, me arden los dedos, mi última tabla de salvación está quebrándose, un clavo, un clavo herrumbroso».
Trató de dejarse ir, de chapotear en la oscuridad; quizá la vez anterior no había visto algo, un punto de apoyo más eficaz; pero ya no tenía valor para intentarlo: quizá nunca volviese a encontrar este sitio.
Pasó el tiempo. Trató de contar. Sesenta minutos son una hora. Calculó que habían pasado tres horas. Ahora debían ser más de las ocho. Alguien debía llegar muy pronto. Naturalmente, iría derecho al lugar donde esa mañana habían estado volando la roca. Por ahí el agua goteaba, y sus oídos convertían el ruido en pasos que venían al rescate. Para mantener la cordura contó hasta doscientos, y después gritó, y otra vez a contar. Pero comenzaba a aturdirse. Y la tensión en los brazos. A menudo le acometían calambres, tenía las piernas de plomo, ya estaban hinchadas y muertas. A veces olvidaba los números y conversaba con gente que se le acercaba, en el agua. Su padre, gotoso, enrojecido, eructando. «Francis, Francis. ¿Dónde estás, muchacho?»; la tía Agatha, no como era ahora, sino más joven y severa, sosteniéndolo sobre su rodilla. Corría sobre las arenas de Hendrawna, y Ross lo seguía, y los pies de ambos resplandecían al sol.
Comenzó a contar otra vez, y de pronto oyó un crujido de madera astillada y alzó los ojos y vio a Ross arrodillado al borde del pozo, extendiendo una mano para ayudarlo a salir. Ross dijo hoscamente: «¡Dios mío, por qué no puedes aprender a nadar!», y Francis extendió una mano desesperada para agarrar la de su primo. Parecía que los dedos se tocaban, y entonces un líquido fétido cayó sobre la boca y la nariz de Francis, y él descargó puntapiés y luchó para volver otra vez a la superficie: había soltado el clavo, casi había perdido la vida en su ensueño de salvación, y lo había despertado sólo la muerte, sólo la muerte; las respuestas automáticas del cuerpo. Así ocurriría a cada momento, hasta el último instante.
Había que tranquilizarse. Mañana, a la misma hora… Al cabo de pocas semanas se reiría de la experiencia. O estaría muerto… A esa misma hora, mañana, entre cómodas sábanas recuperándose. O un cadáver hinchado, cubierto con una mortaja en el gran salón de Trenwith, esperando que lo enterrasen.
Se le escapaba el aliento. Eso era lo peor. Si ahora gritaba, después tenía que sorber aire medio minuto, para recuperarse. Ya era bastante más de las diez. Alguien debía llegar muy pronto. No podía desaparecer sin llamar la atención. Curnow lo había visto bajar. Se inquietaría. Comenzarían a pensar. ¡Para que tenía el cerebro! Henshawe a menudo pasaba por la mina entre las cinco y las seis. A menudo se unía a Ross y a Francis para ver cómo se desarrollaba el trabajo. Pero hoy no. Por supuesto, hoy no. Francis dejó escapar un grito agudo, casi un alarido. Se interrumpió, tratando de respirar. El clavo se movió en su mano dolorida. Otro movimiento y se soltaría.
—¡Socorro, socorro! —gritó—. ¡Socorro, socorro! —una docena de veces y otra docena de veces. Y siguió y siguió, hasta que el volumen disminuyó, y el aire que aspiraba hacía tanto ruido como el que expiraba. Por las mejillas le corrían lágrimas.
—¡Ahora tengo motivos para vivir! Oh, Dios mío, no quiero morir…
Más o menos a la misma hora Elizabeth cerró el libro en el cual había estado enseñándole a Geoffrey Charles.
—Querido, es hora de que cenes. Papá volverá pronto, y ya sabes que quiere que te acuestes a las siete.
—Un poquito más, mami.
—No. Ya estuviste mucho tiempo.
—¿Puedo jugar hasta que venga papá?
—No, querido. Puedes jugar hasta que te sirvan la cena. No te alejes mucho… ¡y ponte la gorra!
Geoffrey Charles salió corriendo del cuarto, y Elizabeth volvió los ojos hacia el reloj. Eran casi las seis y media.