Dwight había tenido una semana muy atareada. Además de pasear a caballo con Carolina, había debido afrontar el súbito recrudecimiento de distintas enfermedades; y venía de ver al último de sus pacientes, un caso de fiebre biliosa en Sawle, cuando obedeciendo a un impulso decidió visitar el cottage de los Hoblyn.
El día llegaba a su fin, y Dwight encontró en la casa a todos los Hoblyn, y con ellos a Charlie Kempthorne, que había arrinconado a Rosina y le hablaba, bajo la mirada vigilante de Jacka, el padre de la joven. No era que Jacka desaprobara especialmente a Charlie, si se exceptuaba la edad; pero ocurría más bien que el galanteo, no importaba en qué forma, era una de las muchas cosas que él no soportaba. No podía quejarse de que estuviera ocurriendo en su propia cara, porque poco antes había negado a Charlie permiso para salir a pasear con Rosina.
Dwight se disculpó por la intromisión, y dijo que había venido a ver a Rosina; la joven se apresuró a afirmar que ahora su rodilla estaba perfectamente bien. Dwight no hizo caso de la observación, y ordenó que ella y la señora Hoblyn pasaran a la habitación contigua. Como Parthesia estaba acostada, los dos hombres quedaron solos.
Charlie no miró con buenos ojos la interrupción. Le parecía que había estado realizando cierto progreso, y ahora tendría que empezar todo de nuevo. Pero quizá podría aprovechar el tiempo. Y después de un minuto se rascó la cabeza cubierta por los cabellos cortos y dijo:
—Jacka, creo que Rosina está aceptando nuestro modo de ver las cosas. Pronto sólo faltará indicar el día.
—No es mi modo de ver las cosas —aclaró Jacka—. Por el momento no lo veo de ningún modo.
—Pero no me dices que no —observó Charlie—. Y Rosina lo entenderá así. Siempre ha sido una joven buena y obediente…
—Le conviene serlo —dijo Jacka.
—Y sin duda comprende que con su pierna enferma tiene suerte si consigue un hombre asentado, quizá un poco mayor que ella, pero justamente por eso más conveniente. Y que además tiene un poco de dinero. Y eso mejora cada día que pasa. Recuérdalo, Jacka Hoblyn.
—Recordaré lo que quiera recordar.
—Puedes dársela a uno de esos muchachos del campo, ¿y en qué terminará? Una choza que no es mejor que un chiquero. Yo puedo darle una casa, con copas verdaderas para beber, como si fuera una dama. Y te diré otra cosa. Ese campo que se da en alquiler, al lado de la casa del médico Choake. El fondo llega hasta el extremo del camino, y toca el fondo de mi tierra. Pienso pedirlo el año próximo. Es justo lo que yo necesito…
—No sé de donde consigues tanto dinero —dijo Jacka.
Charlie lo miró atentamente un momento.
—Ah, así son las cosas. Siempre el dinero llama al dinero. Aunque empieces con poco, si lo tratas bien crece mientras tú duermes. Lo único que necesita es una mano segura, y eso es lo que yo tengo. Fabricar velas es distinto que trabajar en la mina. Se gana más. Creo que mi consunción fue una bendición disfrazada, porque de lo contrario aún estaría en la mina, ¡y a los cuarenta no me encontraría mejor que a los treinta!
Jacka frunció el ceño.
—Me gustaría saber por qué el médico vino a esta hora de la noche. No tiene que visitarnos cuando no lo llamamos.
—¿Le pagas cada vez que viene?
—No, hay que reconocer que eso no le importa mucho.
Kempthorne escupió sobre el piso arenoso.
—Bueno, si fuera mi casa no me gustaría. No me parece bien que venga a cualquier hora del día a toquetear la rodilla de la muchacha. Así empiezan los problemas.
Jacka miró fijamente a Charlie.
—Creí que era tu amigo. Creí que te había curado de esa tos de minero.
—Así fue. No tengo nada contra él. Solamente digo mi opinión. Después de todo es un hombre joven… y ya sabes lo que ocurrió con la esposa de Daniel.
Hubo, un momento de silencio. El ceño de Jacka parecía una cicatriz. Miró con desagrado a Charlie, y después caminó hacia la habitación contigua.
Encontró a Rosina sentada sobre el borde de la cama, y Dwight estaba apretando un vendaje a la rodilla. La señora Hoblyn alzó la vista, nerviosa.
Dwight estaba contento, porque al fin había descubierto la causa de la resistencia de la familia a permitir que atendiese a Rosina.
—Ah, Hoblyn, me alegro de que haya venido. La señora Hoblyn estuvo hablándome del señor Nye.
—¿Cómo? —murmuró Jacka.
—El señor Nye afirmó que quizá fuera mejor amputar la pierna. Claro que no hay nada que temer en ese sentido. Una idea ridícula. Quiero que mantenga vendada la rodilla una semana, hasta que yo vuelva. —Terminó su trabajo y se puso de pie.
—Sí, señor —dijo Rosina.
—Doctor, no creo que sea necesario que usted venga —dijo Jacka, no muy seguro de sí mismo—. Rosina está bien así. Y ya pasó demasiado tiempo, y no creo que eso se cure. Si estuviera enferma, sería distinto.
—Rosina está bien —dijo Dwight—. Pero no vive feliz, y no está bien. No puedo prometer que mejorará, pero lo intentaré.
—A veces los intentos hacen más mal que bien.
Dwight se sonrojó.
—No tema: de eso no morirá.
—Bueno, creo que es mejor dejarla en paz.
—Pero usted no tiene derecho a negar a su hija la posibilidad de un buen tratamiento.
Eso equivalía a tocar un nervio sensible de Jacka.
—¿Quién no tiene derecho? —gritó—. Tengo derecho a hacer lo que quiero con mis hijos. No lo olvide, doctor.
—¡Jacka, por favor! —exclamó la señora Hoblyn.
—¡Cierra la boca, mujer!
—¡No lo haré! —replicó la señora Hoblyn, y esta vez enfrentó a su marido—. El doctor Enys hace todo lo posible, y eso es más de lo que nadie ha hecho por ella. ¡Deberías avergonzarte de tratarlo así!
Dwight vio a Charlie en la puerta, y la expresión de su rostro le dio a entender que la escena complacía al fabricante de velas. Por una razón o por otra no deseaba ver curada a Rosina. ¿Quizá en ese caso tendría menos posibilidades?
Dwight alcanzó a acercarse a Jacka en el mismo instante en que este esbozaba un gesto en dirección a su esposa. Pareció que se iban a las manos, pero Jacka cedió. Como de costumbre, su cólera no era duradera, y pronto cambió de dirección y se orientó hacia el hombre que la había provocado.
—Fuera de la habitación —rezongó a Charlie—. ¡Tendrás tiempo suficiente para venir a ver cuando estés casado con mi hija, pero no antes!
De todos modos, cuando Dwight salió de la casa, comprendió que su próxima visita a lo sumo sería tolerada, y que más valía que muy pronto obtuviese resultados o reconociera su fracaso.
El martes siguiente fue el primer día tibio del verano retrasado. El extremo sur de Inglaterra, que había soportado una sucesión de días fríos y desapacibles, de pronto y al fin tuvo un clima más benigno. Incluso a las siete, la hora en que él había convenido en encontrarse con Carolina, la temperatura era tibia y agradable. Ella siempre lo obligaba a esperar, pero esta vez se retrasó menos que de costumbre.
Se alejaron de los portones de Killewarren iluminados por los rayos del sol matutino, y la joven propuso que doblasen hacia el sur, entre los árboles que durante largas semanas habían estado desnudos, pero que ahora aparecían cubiertos por un súbito y frondoso verde brillante. Parecía que ella conocía bien el camino.
Cuando ya habían recorrido unos seis kilómetros, Carolina se internó en un sendero que desembocaba en un claro teñido con el azul de las campanillas, y entonces dijo:
—Dwight, desmontemos aquí. Deseo conversar, y no es fácil hacerlo a caballo.
Dwight desmontó inmediatamente y trató de ayudar a la joven, pero esta se deslizó al suelo con la agilidad de un muchacho, y se rio de él.
—Sentémonos aquí. A veces es bueno no hacer nada. O por lo menos, eso creo. Tal vez usted crea que siempre tiene que estar atendiendo a alguien.
—No siempre. Ni ahora.
Se sentaron sobre un montículo verde perforado por cuevas de conejos, y Carolina arrancó una campanilla y la balanceó distraídamente, de modo que los pétalos se estremecieron.
—Dwight, retorno a Oxfordshire.
Algo se agitó en el fuero interno del joven.
—¿Cuándo?
—Con la diligencia del viernes. El lunes ya estaré bajo las alas protectoras del tío William.
—¿Por qué decidió irse?
—Oh, yo no lo decidí. El tío Ray está muy enojado conmigo, a causa del trato que dispensé a Unwin, y cree que será mejor desterrarme completamente de la región.
Dwight la miró. Los ojos grandes tenían una expresión contemplativa, y estaban entrecerrados para protegerse de la luz del sol; la intensa luminosidad les confería un color especial, grises y motas color avellana, y verdes más intensos.
—No sé qué decir. Pensé… esperaba que estaría un tiempo.
—Yo también lo deseaba.
En la rama de un árbol, a cierta altura, un mirlo gorjeaba.
—¿Cuándo cree que volverá?
—¿Por invitación del tío Ray? Oh, eso es muy dudoso. Ya no aprueba mi persona, ni lo que hago. Y sospecho que alguien le habló de mis paseos matutinos con su médico.
—En ese caso, es comprensible que desee enviarla lejos.
—¿Por qué? —preguntó ella, provocativa.
—Si usted se rebaja dejándose ver con el doctor Enys, sin contar siquiera con la protección de un lacayo, la primera obligación del señor Penvenen es evitar las consecuencias de su indiscreción.
Carolina arrojó lejos la campanilla.
—De modo que usted concuerda con el tío Ray. Cree que será mejor evitar que me perjudique, hasta que esté bien casada.
—Si yo fuera su tío…
—Pero como no es mi tío…
Dwight se puso de pie.
—¿Qué espera que yo diga?
Carolina se echó hacia atrás, y apoyó los codos en la tierra.
—Había esperado que usted se opusiera.
—Y eso mismo desearía. Usted sabe, Carolina, sin que sea necesario apelar a las palabras que describen o explican, que yo… que yo…
Después de un minuto Carolina dijo:
—Siéntese, Dwight. No podemos conversar si usted se pasea de un lado para el otro.
Dwight se detuvo y volvió a sentarse, las manos entrelazadas sobre las rodillas, a poca distancia de Carolina; tenía el ceño fruncido y estaba incómodo, e intencionadamente se abstenía de mirarla.
Ella dijo:
—Acláreme una cosa, Dwight, porque no la entiendo; en usted hay dos hombres: el individuo enérgico, confiado e impaciente, el que se muestra a menudo cuando entra en el cuarto de un enfermo; y la persona mucho más joven, nerviosa y susceptible, que a menudo me acompaña en mis paseos. Dígame, ¿cuál de ellos se preocupa por Carolina Penvenen, sufre cuando ella se va, y piensa en ella cuando está ausente?
Un conejo brincó sobre el pasto, y se zambulló prestamente en un orificio. Dwight dijo:
—Siempre me hacen preguntas. Quizá responderé a la suya si usted responde a la mía. ¿Cuánto le importa la respuesta?
—Usted pide mucho.
—No más que usted de mí.
—Oh, sí, creo que es más.
Dwight contempló los dedos de Carolina, que acariciaban el pliegue de su propia falda.
—Está bien. Responderé primero a su pregunta. En mí no hay dos hombres, sino uno solo… y piensa constantemente en usted, de modo que su imagen nunca se separa de él. Pero… lo qué motiva su queja no encierra ningún misterio. Nunca dispuse de mucho dinero, y mis estudios consumieron lo poco que tenía. No tuve tiempo para frecuentar los salones ni practicar la conversación elegante. No me criaron de modo que aprendiese el modo de abordar a las mujeres bellas. En realidad, apenas he conocido mujeres… excepto como casos médicos. En ese carácter, las conozco bien. De modo que si ahora tengo tratos con la gente, mis modos de tratarla son diferentes. Si usted viene a verme con la garganta dolorida o un golpe en la rodilla, usted es una paciente y sé a que atenerme. Sé lo que debo hacer, y lo hago. Y usted piensa: este hombre tiene confianza en sí mismo. Pero si la encuentro en un salón, ya no es una paciente sino una mujer, una persona cuyos temperamentos y actitudes nunca pude aprender y nunca entendí. No sé cuál es la receta apropiada de la galantería: nunca dispuse de tiempo para aprendería. No sé cómo halagarla, y si usted se ríe de mí —como hace con no poca frecuencia— me encierro cada vez más en mí mismo; y cuando usted ejercita su ingenio en mi persona, me siento un tonto y un patán. Esa es la explicación del problema. Lo que siento por usted como persona no vacila entre la energía y la debilidad; a lo sumo, vacila entre la esperanza y la desesperación.
Carolina había dejado de mirarlo, y ahora contemplaba el límite más lejano del claro. Para Dwight la curva del cuello femenino era fuente de placer y sufrimiento. Mientras se explicaba, el joven médico había recobrado paulatinamente la confianza en sí mismo.
Dwight dijo finalmente:
—¿Y usted?
Carolina sonrió levemente y se encogió de hombros.
—¿Desea que responda ahora a su pregunta?
—Sí.
—Quizá se trata de nuestra última entrevista, de modo qué tal vez pueda responder. Pobre Dwight, ¿me he reído de usted con tanta frecuencia? ¿He demostrado una confianza y una seguridad tan perfectas? De veras, me halaga. ¡Qué elegancia habré mostrado! Cuanta gracia me han inculcado…
—No la criticaba.
—Estoy segura de que no se habría atrevido a hacerlo. Pero le explicaré mi personalidad. Dice que consagró todo su tiempo a aprender la profesión de médico, y por lo tanto no dispuso del que necesitaba para conocer las cortesías formales. Lo siento por usted. Querido mío, cuánto lo siento. ¿Pero sabe a qué consagré mi propio tiempo? Bien, por supuesto, a aprender el papel de heredera.
Apoyó el peso del cuerpo sobre un codo, y lo miró. Los cabellos cobrizos, atados atrás con una cinta, le cubrían un hombro.
—Una heredera debe conocer todas las cortesías. Tiene que aprender a dibujar y pintar, y tocar un instrumento musical, aunque sea sorda como una tapia, y sólo consiga producir sonidos horribles. Debe saber francés, y quizá un poco de latín; debe comprender el modo de comportarse, de vestirse, de cabalgar, y de recibir los cumplidos de sus galanes. Lo único que nunca aprende es el significado del matrimonio exitoso para el cual se la prepara. Así que ya ve, querido doctor Enys, no sería sorprendente que también ella suscitase la impresión de que está formada por dos personas, y ello con mayor justificación que en su propio caso. Dice que no sabe cómo hacer cumplidos a las mujeres, ni cuál es el mejor comportamiento. Pero en el fondo usted debe conocer muy bien a las mujeres. En mi caso es muy distinto. Desconozco por completo todo lo que se refiere a los hombres. Se espera de mí que me enamore al contacto de una mano, o de un cumplido bien dicho. Pero hasta que me case —si mis queridos tíos se salen con la suya— nada sabré de lo que es realmente un hombre. —Se interrumpió y enderezó el cuerpo—. De oídas sé lo que ocurre cuando dos personas duermen juntas. No parece demasiado interesante. Uno puede afrontar un riesgo en la gavota y no salir perjudicado. Creo que habría que tener más cuidado antes de elegir a un compañero de cama por el resto de la vida.
Se hizo un silencio prolongado. La confesión había conmovido de un modo distinto a Dwight. De pronto conocía a una nueva Carolina, no una mujer completamente segura de sí misma, que adoptaba una actitud despectiva frente a los esfuerzos que Dwight hacía para complacerla, sino a su propio modo afectada por la misma inseguridad que a él lo agobiaba, y que ocultaba sus motivaciones tras una máscara de humor y ridículo. De pronto, el sentimiento de Dwight cobró toda la profundidad del amor.
—¿Y Unwin?
—Unwin fue un pretendiente hecho de medida. Llegó a mí con todas las recomendaciones posibles. Y le advierto, Dwight, que no carecía de confianza en sí mismo. Parecía creer que yo debía sentirme halagada ante la idea de casarme con un escaño del Parlamento. A veces sorprendía su mirada, y entonces veía que ante todo le interesaba mi dinero, y en segundo lugar mi cuerpo; y yo misma, poco o nada.
—¿Y yo?
Carolina le dirigió una extraña sonrisa.
—No es muy fácil hablar de esto cara a cara, ¿verdad? La primera vez que nos vimos en Bodmin, y disputamos, yo pensé: «Aquí hay un hombre que…». Y de nuevo cuando vino a examinarme la garganta. No era que usted me gustase, sino que sentí… —Se interrumpió—. No, no puedo decírselo. Volvamos.
—Dígalo.
—No sé qué sentí por usted… es la verdad. Ahora, váyase.
Ella se puso de pie y caminó un paso hacia su caballo, pero él se incorporó de un salto y le impidió avanzar.
—Carolina, debe decírmelo.
Ella amagó con la mano, pero Dwight le aferró la muñeca y la sostuvo. Carolina dijo:
—Bien, usted debería saberlo sin que se lo explicara. Me pregunté que sentiría si usted me besaba, si me agradaría o lo detestaría, y si debía alentar o destruir mi interés en usted. Pero no llegué a ninguna conclusión, todavía no lo sé y nunca lo sabré… y ahora no importa, porque me voy. Oh, otros hombres me interesaron, ¡y muchos más lo harán! Pero no me casaré con el primero de ellos, ni con el segundo. En octubre…
Pero no dijo más. Dwight cerró las manos sobre los codos de la joven, y la atrajo hacia sí, la besó en la mejilla y después en la boca. Después de un momento, las manos de Carolina aferraron los hombros de Dwight, no para acercarlo más sino para apartarlo un poco como una mujer cuyo espíritu crítico tiene conciencia de que está viviendo la escena que ella misma provocó. Permanecieron así tanto tiempo que un pinzón descendió, y estuvo picoteando el pasto hasta que uno de los caballos se movió y lo ahuyentó.
Finalmente, una bandada de cuervos que gritando vino a posarse en los árboles los separó. Entre ellos se hizo un silencio extraño y tenso. Dwight estaba sin aliento, y le pareció que a Carolina le ocurría lo mismo.
Él dijo:
—Y ahora, sin duda me odias.
—Sin duda, te odio.
—Y querrás irte, satisfecha tu curiosidad.
—Será mejor —dijo Carolina— que me ayudes a montar… si queremos volver.
Él se movió, y se inclinó para ofrecerle las manos como apoyo del pie, pero apenas la falda de Carolina rozó sus manos, Dwight se enderezó y ella volvió a caer en sus brazos. Trastabillaron hasta tocar el caballo, que se movió y relinchó; de pronto se encontraron contra un árbol, y ella apoyó la espalda, y Dwight volvió a besarla, esta vez más despaciosamente.
El sol ya estaba muy alto. Ahora, él la ayudó realmente a montar, y después se acomodó en su propio caballo, y la suave brisa matutina les acarició él rostro.
Los caballos estaban listos para iniciar la marcha, pero ninguno de los jinetes impartió la orden.
—¿Cuándo regresarás? —preguntó Dwight.
—Cuando así lo decida.
—¿Escribirás?
—Si lo deseas.
Dwight hizo un gesto de desesperanza. ¿Necesitaba que se lo asegurasen?
—Si tú vuelves… —comenzó a decir Dwight.
—¿Todo volverá a ser lo mismo? Pero en octubre una cosa habrá cambiado.
—¿Qué?
—Tendré veintiún años. El tío Ray nada puede hacer para impedir que vuelva a esta región después del veintiséis de octubre.
Al paso lento de los caballos salieron del claro, y sólo quedaron algunas huellas de cascos y unas pocas campanillas rotas, como testigos de la pasión que allí se había encendido.