Capítulo 4

La muerte de Ellery modificó gravemente la situación de Dwight. La medicina y la cirugía podían practicarse en una comunidad pobre y primitiva sólo si existía un cimiento de confianza. De lo contrario, el profesional muy bien podía quedarse sin pacientes. En el curso de dos semanas más de la mitad de los pacientes de Dwight desaparecieron de su consultorio, o se excusaron cuando él los visitaba.

Sus visitas a Santa Ana nunca habían sido frecuentes, pero allí tenía uno o dos pacientes fieles, de los cuales uno le pagaba, era la señora Vercoe, la esposa del aduanero, a cuyo hijo menor había tratado de una enfermedad durante el invierno. Un día después de la reunión a la cual Dwight no había sido invitado, les hizo una visita y llegó en el mismo momento en que Vercoe estaba frente a la puerta principal de su cottage pintado de blanco, despidiéndose de un hombre alto y rubio, el rostro adornado por un espeso bigote. Aunque se trataba sin duda de un caballero, el forastero no había venido a caballo, porque poco después se alejó caminando, y atravesó el campo en dirección a los arrecifes.

En el interior del cottage, Clara Vercoe recibió a Dwight. Según explicó, Hubert no estaba muy bien; había vomitado después de tomar la última dosis de medicina, y ella había suspendido la administración. Hubert, pálido y deprimido, fue traído para que le diese la luz del sol que entraba por la puerta abierta, y Dwight lo examinó con ojo profesional al mismo tiempo que fingía admirar su libro de cuentos.

Era de un tipo nuevo, una edición barata de Plymouth, con hojas de papel duro e imágenes lineales que ilustraban La historia de la bella Margarita; tenía tapas de cartón y un cierre de madera. La primera imagen representaba un ángel, y Hubert había coloreado de rojo las alas.

Dwight pensó que podía ser otro eco del asunto de Ellery, y que quizá se estaba, achacando a la bebida que él había recetado la culpa que en realidad correspondía a un trastorno digestivo. Dijo que cambiaría la medicina, y vertió un poco de líquido en una taza, para examinarlo y probarlo.

Mientras estaba allí, Jim Vercoe volvió al cottage en busca de un telescopio, y Dwight siguió con los ojos la dirección hacia la cual apuntaba el artefacto, es decir, una vela en el horizonte.

Era imposible no admirar a un hombre que persistía en su tarea a pesar de los sobornos ofrecidos, las ocasionales amenazas, y el ostracismo social que se le infligía. Los efectos de las situaciones desagradables que Vercoe a menudo tenía que afrontar se manifestaban en su rostro barbado. Dwight lo habría admirado más si no hubiese percibido también una pizca de esa sombría satisfacción que ciertos hombres experimentan provocando la antipatía de otros en el curso del cumplimiento de sus obligaciones.

—Esta mañana hay un cielo muy claro —observó Dwight cuando el aduanero bajó su catalejo.

—Limpio y claro, doctor. Pero volverá a llover antes de la noche.

—Estuvimos toda la semana esperando el barco de la aduana —dijo la señora Vercoe—. Jim lo pidió hace mucho.

—Pronto se enterará toda la aldea —dijo irritado Vercoe—. Las lenguas de las mujeres no deberían ocuparse de lo que no les concierne.

—Caramba, el doctor Enys no dirá una palabra, ¿verdad, señor?

—En efecto, del mismo modo que no diría una palabra si viese a un hombre con un barril de brandy.

Vercoe lo miró un momento, resentido. Un hombre que era médico no tenía derecho de mostrarse tan imparcial.

—Es difícil trabajar bien cuando todos los caballeros están contra uno, y en toda la costa no hay un solo lugar donde una nave legal pueda echar el ancla. Nadie quiere salir más afuera cuando el mar está picado. Ni siquiera Padstow es un lugar seguro si se levanta viento. ¡Pero no se puede vigilar desde la bahía del Monte!

—Yo creía que el mal tiempo perjudica a todos. El mar que impide la llegada del buque aduanero tampoco permitirá que los contrabandistas desembarquen su carga.

—Ah, la cosa no es tan sencilla. Los contrabandistas están dispuestos a afrontar más riesgos, y además conocen cada roca y cada entrada como la palma de la mano. Necesito sobre todo más hombres en tierra. Me falta personal. Y quizá lo peor es saber que, después de todo, aunque uno los atrape, lo más probable es que comparezcan ante los magistrados locales, y se los deje libres.

Dwight dijo:

—Sé que es desagradable, pero yo no diría que todos los caballeros están contra usted. Ni siquiera todo el pueblo. Por lo que oí decir usted tiene informantes, y no dudo de que valen su peso en… bien, en oro.

El rostro de Vercoe cobró un matiz sombrío y colérico.

—Doctor, a eso se desciende cuando no hay otra alternativa. Si no tenemos la ayuda de la gente honesta, hay que apelar a los canallas.

Pocos minutos después Dwight cabalgó por la calle principal de la aldea y desmontó frente a la pequeña tienda donde preparaban sus medicinas. Entró en el local, y esperó entre las botellas multicolores y los manojos de paja de color utilizados para preparar cofias, y los frascos verdes de diferentes tipos de té, hasta que Irby, el droguista, salió de la mazmorra donde preparaba las recetas. Irby era un hombre pequeño y regordete, de nariz chata y anteojos de marco de acero, cuyos lentes no eran más grandes que los ojos codiciosos que estaban detrás.

Dwight comenzó pidiendo cortésmente que le mostrase la receta que él había redactado, y solicitando al señor Irby que probase la bebida, y midiese la cantidad de sedimento que se había depositado en el fondo de la botella. El señor Irby se mostró efusivo, muy dispuesto a cooperar, pero sorprendido; por supuesto, tenía que haber sedimento; las drogas que Dwight había recetado rehusaban mezclarse, y se formaba un precipitado. Dwight lo corrigió respetuosamente. Si las drogas eran puras, parecía imposible, etc. etc. A esta altura de las cosas la conversación, aunque mantenía el mismo nivel de cortesía, comenzó a mostrar su propio sedimento. Dwight dijo que deseaba examinar las drogas con las cuales se habían preparado las medicinas. El señor Irby bizqueó detrás de sus lentes y dijo que estaba ejerciendo en Santa Ana desde hacia veinte años, y ningún cirujano había dudado jamás de su competencia. Dwight replicó que en ese sentido no le cabía la menor duda de su competencia: se trataba sencillamente de verificar si las drogas estaban adulteradas. El señor Irby sostuvo que jamás compraba drogas baratas, y que no estaba dispuesto a aceptar que lo acusaran de nada semejante. Dwight observó que lamentaba verse obligado a insistir, pero de acuerdo con la ley, y en su condición de médico, tenía el derecho de entrar y examinar las drogas del establecimiento de un droguista, y precisamente pensaba ejercitar ese derecho. Seguido por el señor Irby, descendió los peldaños que llevaban a la mazmorra, y miró alrededor a la media luz, y examinó las sales de Glauber, los polvos de Dover, la gomaguta, la nuez vómica, los paregóricos y los vermífugos.

El ruido provocado por la irritación del señor Irby atrajo a la señora Irby, que salió de una mazmorra aún más profunda que la primera; pero Dwight continuó cuidadosa inspección. Comprobó lo que había sospechado: que se habían comprado sustitutos baratos, aplicándoles el rótulo que correspondía a drogas más caras, y que en dos casos se habían adulterado los polvos con una sustancia que podía ser hueso molido o tiza. Arrojó estos productos a un cubo de madera. Una vez que lo llenó, atravesó la tienda con el cubo en las manos, seguido por el droguista que reclamaba irritado recompensa y justicia. Cuando salía vio a una mujer alta de pie en el local, pero estaba tan oscuro que no le prestó mucha atención. Llevó el cubo detrás de las cajas, se acercó al pozo negro abierto más próximo, y allí arrojó el contenido del recipiente. Cuando se volvió, advirtió que la mujer era Carolina Penvenen.

Cinco minutos después salió de la tienda, tratando de quitarse el polvo de los pantalones y las botas. El señor Irby lo siguió hasta la puerta, invocando la ira de Dios, pero desapareció bruscamente, arrastrado hacia el interior por la esposa, una mujer musculosa y astuta que no deseaba que los vecinos supiesen más de lo que era necesario.

Dwight echó una ojeada al espléndido caballo de pelaje castaño, cuidado por un lacayo también a caballo; pero no se detuvo. Cuando llego adonde estaba su propia montura, Carolina salió del negocio.

Dwight se quitó el sombrero, y la brisa le acarició el rostro.

Carolina dijo:

—¡El propio Doctor Enys! Qué entretenido. Y en el rostro la misma expresión que si hubiese sonado la trompeta del Juicio Final. Casi lo confundí con una visión del Apocalipsis.

Dwight medio había estado esperando y medio temiendo ese encuentro. Y ahora que había ocurrido, suscitaba en él precisamente la impresión que había temido, y renovaba sus antiguos sentimientos. En medio de su cólera Dwight los reconocía uno por uno. Los cabellos luminosos de Carolina, acariciados por la brisa, constituían una renovada ofensa, lo mismo que la curva de su boca voluntariosa y femenina, y la risa de sus ojos.

Dwight dijo:

—Señora, hay momentos en que uno no puede esperar el Juicio Final, y entretanto tiene que resignarse a un pequeño juicio provisorio.

Carolina montó su caballo, y el animal se movió inquieto sobre los adoquines.

—¿Y quién será el próximo en recibir su castigo? ¿Puedo acompañarlo para gozar del entretenimiento?

—Puede acompañarme, pero no puedo ofrecerle ningún entretenimiento. Ahora vuelvo a mi casa.

Carolina movió la cabeza.

—Doctor Enys, usted se juzga en menos de lo que vale. Para mí su compañía es siempre un buen entretenimiento.

El joven se inclinó.

—Gracias, pero en eso discrepamos. De ningún modo deseo ser el bufón de su corte. Buenos días.

Profundamente irritado, Dwight espoleó su caballo, Carolina lo creía estúpido, y sin duda tenía razón. Su vida desbordaba futilidad, y la presencia de la joven venía a subrayarla. Acababa de salir de Santa Ana cuando oyó el golpeteo de los cascos en el camino, y un momento después Carolina lo alcanzó. El lacayo había quedado atrás.

La joven dijo enojada:

—¡Nos encontramos después de quince meses de no vernos y ni siquiera me dirige una palabra amable!

Eso, pensó Dwight, era un tanto absurdo.

—Señorita Penvenen, en esas cosas soy un poco anticuado. Creía que ambas partes deben mostrar cortesía.

—Pues yo evidentemente no puedo esperarla de usted.

—Así es.

—La verdad es que no le agrada que se burlen de usted.

—Eso es cierto.

Avanzaron un trecho en silencio. Carolina movió el látigo, con sus manos enguantadas, y miró a Dwight.

—Discúlpeme.

Él la miró, sobresaltado, y la joven se echó a reír.

—Caramba, doctor Enys, usted no esperaba que yo dijese eso, y ahora tiene miedo. Ya ve qué peligroso es prejuzgar a una persona. Yo hubiera dicho que su educación médica lo previno de ese riesgo.

—Debería haberlo hecho. Los síntomas son engañosos.

—Y ahora que se encuentra desengañado, ¿no me debe una disculpa?

—Sí… lo siento.

Carolina inclinó la cabeza.

—¿No cree que si muestro una actitud sensata y prometo no volver a reírme, podremos ir juntos hasta Trenwith?

—¿Está viviendo en casa de su tío?

—Sí.

—También ha llegado Unwin Trevaunance, por lo que oí decir.

—Así es.

El lacayo no los había alcanzado, y a la distancia que lo separaba de los dos jóvenes no podía oírlos.

—¿Y qué me dice del escorbuto en Sawle? —preguntó Carolina.

—No es tan grave como el año pasado. La cosecha de papas no fracasó, y a veces me pregunto si aún las papas ayudan a contener la enfermedad. En general… —Se interrumpió y miró el rostro de Carolina; pero si en secreto ella se burlaba esta vez no ofrecía ningún indicio en ese sentido.

—Quizá me equivoco al llamarla señorita Penvenen.

—¿Por qué? Oh… No, aún no me casé.

—¿Lo hará muy pronto?

La joven arrugó la nariz.

—No será pronto. Por lo menos, no será con Unwin. Me dio calabazas.

—¿Qué?

—Bien, no sé cómo fue exactamente, pero mi tío afirma que ocurrió al revés. Mi tío se enojó muchísimo cuando lo supo…dijo que había estado burlándome de Unwin. Aunque, a decir verdad, doctor Enys, no está mal que de tanto en tanto se burlen de un hombre, ¿verdad? ¿Por qué debo venderme a Unwin sólo para llegar a ser lady Trevaunance cuando sir John muera? No me interesa ser esposa de un miembro del Parlamento. Y no me complacería gastar todo mi dinero en beneficio de la carrera de Unwin. ¡Prefiero gastarlo en mí misma!

Dwight confiaba en que su rostro no traicionaría sus propios sentimientos.

—¿Y por qué adoptó esta súbita decisión?

—Oh… —Los ojos de Carolina chispearon—. Creo que fue después que conocí realmente a Ross Poldark.

—Ocurre que Ross Poldark está casado.

—Sí… y a propósito, anoche sólo tenía ojos para su prima política, esa hermosa rubia de ojos grises. Creo que esa es la relación entre ambos, ¿verdad? Aunque me pareció que era un poco más estrecha.

—Se equivoca. De todos modos…

—De todos modos, usted pensaba decir que no se interesó en mí. Lo cual es muy cierto. Creo que no me opondría a tener por marido a Poldark, pero alguien se me adelantó. No… lo que quiero decir es que cuando uno ve un barco de línea, no acepta contentarse con una barcaza. ¿Me comprende, querido doctor Enys?

—La comprendo —dijo Dwight, al mismo tiempo que se preguntaba cuál sería su propia categoría en la Armada de Su Majestad.

—Como puede ver, es una historia muy triste —dijo Carolina—, la historia de una joven abandonada casi a la puerta de la iglesia, una ofensa irreparable. ¿Le extrañaría que de un momento a otro ella enferme y comience a decaer?

—Entiendo —dijo Dwight— que ahora ella dispondrá de más tiempo libre.

Se hizo una pausa prolongada. Después, Carolina dijo con voz neutra:

—Le desagrado mucho, ¿verdad?

Él se sonrojó.

—¿Lo cree realmente?

—¿Acaso jamás me dio motivo para pensar lo contrario?

Ya habían dejado atrás Trenwith, y también el desvío que ella debía seguir en dirección a Killewarren. Dwight dijo de pronto:

—Si lo que siento por usted es desagrado… por distraerme de mi trabajo día tras día durante los últimos quince meses… si eso es desagrado… Si ser incapaz de olvidar su voz, o el modo de volver la cara, o los reflejos de su cabello… si eso es desagrado… Si desear que al fin esté casada y temer que se case… Si irritarme porque se muestra condescendiente y finge que no está fuera del alcance de mis sueños… —Se interrumpió, incapaz de concluir su discurso—. Quizá usted pueda identificar por mí esos síntomas.

Continuaron cabalgando en silencio, y luego Carolina frenó su caballo.

—Debo regresar. Aunque me dé prisa, ya llego tarde a cenar. Dígame, ¿nunca cabalga por placer?

—Rara vez.

—El jueves temprano saldré a montar. ¿Le agradaría encontrarse conmigo a la entrada de la propiedad, poco después de las siete?

Por lo menos ahora no se burlaba. Dwight apenas podía creer que diez minutos después de encontrarse todas sus virtuosas decisiones se habían evaporado, al parecer sin que ella realizara el más mínimo esfuerzo, ni él opusiera resistencia. Dwight sabía perfectamente, con la certeza y la claridad de una verdad irrefutable que, al margen de Unwin y sus planes, Carolina no era para él. Los tíos de la joven cuidarían de que ella se uniese a un hombre que tuviera un título o más dinero. Un médico sin fortuna, que tenía un buen nombre pero nada más, era mejor que pusiera sus miras en otro sitio.

El lacayo estaba acercándose. Carolina dijo:

—O podría enfermarme, si usted lo prefiere. ¿Cuánto tiempo lleva mostrar los primeros síntomas de escorbuto?

—Es una enfermedad desagradable —dijo Dwight, al mismo tiempo que se descubría—, y no es buena para la piel. Yo no la aconsejaría.

Pasó una semana antes de que Malcolm McNeil visitara a Nampara. Se acercó a pie una luminosa tarde de verano, sin previo aviso —porque así lo prefería—, y a pie porque deseaba recuperar su forma física antes de retomar el servicio. Cuando descendió por el valle, advirtió los cambios sobrevenidos en tres años. Sobre la colina, al fondo del valle, habían comenzado a explotar una nueva mina y una máquina bombeadora silbaba y emitía sonidos metálicos, y había una serie entera de galpones y montones de desechos, y escorias, así como una herrería y un sector de molienda. La industria se había desarrollado a costa de la agricultura. Estaban en barbecho más campos que los que se hubieran justificado teniendo en cuenta la rotación de los cultivos, y por doquier había pocos vacas, ovejas o cerdos. En una cuna, cerca de la puerta principal, dormía un bebé de oscuras cejas. El criado que atendió a McNeil lo dejó en el salón, y el oficial pensó que desde su última visita el lugar se había empequeñecido y empobrecido. Se acercó un gatito, y maulló al mismo tiempo que se frotaba contra las piernas de McNeil, y este lo alzó y le presentó el índice para que lo mordiese.

La señora Poldark tardó unos cinco minutos en llegar, y cuando entró tenía el rostro sonrojado.

—Señora, sin duda he elegido un momento inoportuno —dijo McNeil—. Pasaba cerca, y pensé abusar de su bondad…

—No, nada de eso. Pero lamento decirle que Ross no está. Trabaja en la mina. Ordenaré a Gimlett que vaya a buscarlo.

McNeil protestó vigorosamente, y ella se dejó convencer, pues sabía que probablemente Ross estaba en las profundidades de una galería —quizá a muchos metros de la superficie— y que no vería con agrado la interrupción. McNeil se sentó, se atusó enérgicamente el bigote y dejó que el gatito se deslizara hacia la raída alfombra.

Como era escocés y había viajado mucho, durante la visita anterior no se había sentido muy impresionado por las mujeres de la región. Pero durante la velada celebrada algunos días antes había visto a tres buenas mozas; y esta señora Poldark era precisamente la que excitaba su curiosidad, porque tenía algo más que mera belleza. Se preciaba de adivinar las posibilidades de la gente; y había advertido que los ojos de esta joven a menudo chispeaban. Algo parecido al resplandor del sable de un soldado en medio de la noche.

McNeil dijo:

—¿Quizá ha oído las últimas noticias acerca de la guerra?

—¿La guerra? Ignoraba que estábamos en guerra.

McNeil sonrió.

—No lo estamos, señora. Me refiero a la guerra de los franceses contra los austríacos. Acaban de llegar las noticias.

—¿Buenas o malas?

—Oh, sin duda son buenas noticias. Los franceses irrumpieron en Bélgica como una chusma, y sin duda creyeron que los hombres huirían apenas viesen los rostros sin afeitar; pero cuando se enfrentaron a los austríacos, una carga disciplinada bastó; todo el ejército francés viró en redondo y escapó del campo de batalla. Y cuando sus oficiales —sus propios generales— intentaron detenerlos, la soldadesca los asesinó, atravesándolos con las bayonetas.

—¿Y eso qué significa? ¿Francia ya está derrotada? ¿Tienen otros ejércitos?

—Ninguno en acción… Así están los revolucionarios. Es extraño que la gente se sienta tan nerviosa cuando piensan en que esos asesinos andan sueltos. La gente olvida que cuando un país renuncia a su disciplina, también renuncia a su fuerza. Confió en que todo esto será una lección para los charlatanes y los demagogos de París. —Hizo una pausa, extendió una pierna y se retorció el bigote—. Aunque por lo que a mi respecta…

Demelza esperó.

—¿Por lo que a usted respecta, capitán McNeil?

—Bien, confieso que no me habría desagradado un poco de acción con ellos. Naturalmente, no desearía que Gran Bretaña entre en la guerra, pero un poco de pelea de tanto en tanto mejora el amor propio de un soldado.

—Jamás hubiera creído que su amor propio podía estar amenazado.

—No, señora. Pero en tiempos de paz a uno le encomiendan… en fin, no puede impedir que le asignen misiones desagradables y un poco sórdidas que… —McNeil se interrumpió, recogió la pierna y miró a Demelza. Ella lo miró sin que la expresión de su rostro cambiase en lo más mínimo. McNeil tragó saliva y dijo:

—Lo siento. Me pareció oír el llanto de un bebé.

Demelza se puso de pie, se acercó rápidamente a la ventana y miró.

—No. Desde aquí lo veo. Aún duerme.

—Quizá es su hijita. Aunque supongo que ahora ya…

—Murió, capitán McNeil. Hace más de dos años.

—Oh… —Se puso de pie—. Perdóneme, señora. Lo siento mucho.

Demelza volvió.

—No hay nada que perdonar. Usted no podía saberlo. —Permaneció de pie al lado de la mesa, un momento, bastante cerca del oficial—. Por favor, tome asiento.

—Supongo que fue un golpe muy doloroso. Sentirá un vacío en su vida.

—Es difícil explicarlo, porque es algo más que un vacío. O lo ha sido en nuestro caso. Hemos sufrido un cambio. Desde entonces nada ha sido lo mismo. Los que quedamos somos personas distintas que tratan de vivir la misma vida.

McNeil permaneció de pie, mirándola. Maldijo su propia estupidez que lo había inducido a llevar tan torpemente la conversación. Pero en las palabras de Demelza él había alcanzado a percibir algo más que tristeza. De ningún modo parecía una mujer descontenta, pero al mismo tiempo era evidente que no se sentía del todo feliz. Se trataba de una circunstancia que quizá valiese la pena explorar.

Pese a lo que Demelza suponía, Ross no estaba a muchos metros de profundidad: mantenía una conferencia con Francis y el capataz Henshawe en el galpón donde el personal se cambiaba, cerca de la mina. Bull y Trevithick, los dos jóvenes mecánicos que habían construido la máquina bombeadora, habían venido para corregir una falla de menor importancia, y Ross había aprovechado la oportunidad de sondearlos acerca de las posibilidades de su creación. A Ross le parecía evidente, y los dos hombres confirmaron su opinión, que la máquina podía hacer bastante más que lo que ahora se le exigía; y Ross propuso que el tubo principal se ahondara otras veinte brazas, de modo que fuera posible iniciar el trabajo en dos niveles nuevos. El plan obligaba a contratar más hombres; pero como Ross señaló a Henshawe y Francis, la perspectiva de ganancias aumentaba sin proporción con el gasto. El gasto principal era la máquina bombeadora. Mientras ella trabajase, más valía que rindiese el máximo posible.

Francis el jugador apoyaba sin reservas la idea; Henshawe sé mostraba más cauteloso, pero como eran los socios principales fue inevitable que los primos impusiesen su opinión. El interés de Henshawe era más bien nominal, y en todo caso no era un hombre inclinado a poner obstáculos. Sabía que Ross necesitaba urgentemente resultados rápidos. Tampoco comentó, como hubiera podido hacer, que de acuerdo con su amplia experiencia de las minas del distrito rara vez las vetas de cobre mejoraban a medida que se profundizaba, como ocurría a menudo más al oeste. Nada era tan imprevisible como una mina —una razón más por la cual siempre se les atribuía género femenino— y Henshawe no estaba dispuesto a asumir la responsabilidad de oponerse al instinto de Ross.

Después de la entrevista Ross volvió solo a su casa, contento porque se haría el esfuerzo; aunque en verdad eso era lo único de lo que podía sentirse satisfecho.

La confesión de Elizabeth durante la fiesta había producido un efecto inesperado en él. Más allá de los impulsos profundos y a veces desordenados que se manifestaban de tiempo en tiempo, en Ross había un crítico implacablemente claro que veía sus propios actos, generalmente después de ejecutarlos, con gran objetividad. A veces, aunque no con mucha frecuencia, este crítico concentraba la atención en otros. Ahora lo hacía en Elizabeth. Ciertamente, no por eso le parecía menos atractiva… todo lo contrario. Pero descubría que le agradaba menos. El error que ella había cometido había influido sobre la vida de todos, arrancándola de su marco natural. Después de haberse equivocado en la elección, lo había dejado entrever a Francis, y él, privado del amor de Elizabeth, pero no de su necesidad de ella, había iniciado la carrera de una progresiva decadencia, observado y criticado por Ross, que creía que Francis tenía todo lo que podía desear. Las vidas de ambos habían sido la tragedia de una mujer que no sabía qué quería exactamente.

Ahora hubiera sido mucho mejor que él, Ross, nunca lo hubiese sabido. El conocimiento del asunto sólo podía destruir el último resto de paz mental. Y sin embargo, el resultado había sido cierta renovada calidez de sus sentimientos hacia Demelza. No podía explicar muy bien por qué reaccionaba así… a menos que fuese porque sabía que Demelza era incapaz de una conducta semejante.

Cuando llegó a la puerta de entrada de su casa oyó la voz de un hombre, y alcanzó a ver la chaqueta de Malcolm McNeil, que estaba despidiéndose.

Demelza sonrió por encima del hombro del solicitante.

—Oh, Ross, pensé que habías descendido a las galerías, y por eso no te mandé aviso. El capitán McNeil estuvo distrayéndome con relatos acerca de la guerra en América. Aunque parezca extraño, tú nunca hablas del asunto.

McNeil dijo:

—No lo dudo de que el capitán Poldark es más modesto. Las últimas noticias permiten suponer que aún no lo necesitaremos.

—Oh, ¿se enteró de eso? —dijo Ross, un tanto decepcionado—. Mi primo acaba de informarme. Por supuesto, puede ser una exageración.

—Según lo que oí decir, el camino hacia París está abierto. Cuanto antes ocupen la ciudad, tanto mejor.

—Creo que usted está en lo cierto. Confieso que aún siento una sinuosa simpatía por los republicanos… aunque desearía que se comportasen como hombres razonables, y no como monos. Si yo fuera parisiense, no querría abrir las puertas a Francisco de Austria.

McNeil dijo:

—A propósito, ¿supieron algo del hombre que mató a su esposa cuando yo estaba aquí, y que escapó por la caleta de Nampara?

—¿Mark Daniel? No. Supongo que se ahogó. El bote que nos robó no podía salir mar afuera.

—¿De veras? —McNeil miró incrédulo a Ross—. Bien, seguiré mi camino. Vuelvo a Salisbury dentro de pocos días, pero dudo de que regrese por aquí antes de que pase mucho tiempo. Es una región fascinante. —La última observación pareció dirigida a Demelza. Ella dijo:

—Confío en que esta vez presentará un buen informe de nuestra conducta.

McNeil observó:

—Señora, ¿acaso podría hacer otra cosa?

Ross observó la figura de anchos hombros del escocés que se alejaba con paso vivo.

—En ropas civiles es un tanto menos impresionante. Confío en que no habrá venido porque sospecha que estamos complicados en el contrabando.

—Oh, no, se invitó él mismo en la fiesta de la semana pasada. Esta vez vino sólo por razones de salud. El contrabando no le interesa en absoluto.

—¿Eso te dijo?

—Sí… sí, me lo dijo.

—Hum —murmuró Ross.

La indignación y la alarma de Demelza crecieron al mismo tiempo.

—No creo que haya motivos para sospechar de él.

—Sólo que esa fue su tarea la vez pasada, y Cornwall es un lugar muy alejado para venir a pasar la convalecencia.

—Estoy segura de que te equivocas.

—¿Seguramente cuidaste lo que decías?

—¡Por supuesto! Tú sabes que temo más que tú que te descubran.

Ross comentó por lo bajo:

—Creo que mañana iré a ver a Trencrom.

—¿Por qué? Prometió que antes de septiembre no volvería a usar nuestra caleta.

—No, no la usará. Pero deseo encontrar a Mark Daniel.

—No creo que le convenga regresar.

—No. Pero la Navidad pasada estuvo en Cherburgo. Ya sabes por qué reabrimos la Wheal Grace. Nos basamos en parte en los viejos mapas, y parte en lo que Mark nos dijo cuando se ocultó en las antiguas galerías, antes que le ayudáramos a huir. Bien, hemos consagrado varios meses a hallar lo que él encontró. ¿Por qué no podemos tratar de que nos ayude? Dentro de unos meses será demasiado tarde.

—Ross, preferiría que Mark viniese y no que tú fueras. Hasta ahora no interviniste personalmente en el tráfico.

—Bien, ante todo es necesario averiguar dónde está.

—No, Ross, eso no es lo primero.

—Está bien, no iré si puedo evitarlo.

El señor Trencrom vivía en una modesta casa de seis cuartos, casi escondida entre las colinas, más o menos a un kilómetro de la aldea de Santa Ana. Aunque todos sabían que era un hombre muy rico, ni su casa ni las ropas que usaba revelaban indicios de riqueza, y muchos trataban de imaginarse dónde guardaba el dinero, y qué hacía con él. Nada en su corpulencia o en la calidez de su acogida sugería al avaro cuando Ross lo visitó la tarde siguiente; y Ross fue derecho al grano, y explicó las averiguaciones que deseaba realizar.

—Mark Daniel —dijo el señor Trencrom, con esa vocecita que salía del ancho pecho—. Veamos, fue el que mató a su esposa ¿verdad? Porque salía con ese doctor Enys. Lo recuerdo bien. Que escándalo. Supongo que todavía puede ser peligroso que regrese. A Inglaterra. ¿Habló con alguno de mis hombres?

—No. Vine primero a usted.

El señor Trencrom tomó nota de la cortesía.

—Puedo entregarle una carta. Pero Daniel no sabe leer, ¿eh? Diré a Nanfan o a Paynter que averigüen. Nanfan es mejor, porque se trata de un pariente. Eso haré, capitán Poldark. Por el momento las noches son demasiado claras. A veces hay demasiada luna. ¿Eh? —Tosió en un leve paroxismo de consunción, como si alguien se hubiese sentado en un resorte herrumbrado del sofá—. Hay dificultades. Ese individuo Vercoe. Y el militar que está en Place House. Me gustaría que se fuese. Hay más de lo que… aparece a primera vista. Y mire lo que ocurre en Francia. Caos. No creo que sea fácil encontrar a Mark Daniel. Ahora vive allí.

Ross se puso de pie para salir.

—Iré a hablar con Nanfan. ¿Siempre navega con usted?

—No. Déjelo por mi cuenta. Ah, capitán Poldark, quiero pedirle un favor… un favor por otro, así podría decirse. Pensé visitarlo, pero es mucho trecho, y en tiempo de verano, después de oscurecer… No estoy en mi primera juventud.

—¿Sí?

—Un inconveniente de su caleta. A menudo lo pensé. Hay que hacerlo todo en una noche. Usted Siempre insistió, ¿verdad? Hay que llevarse todo. No lo critico. Pero es engorroso. Si pudiésemos depositar parte de la mercadería… dos o tres días. Como solíamos hacer en Sawle y otros lugares. En tres noches diez hombres hacen lo mismo que treinta en una. Menos oportunidades para el informante. Podemos desembarcar la mercadería y esconderla. Lo principal. —El señor Trencrom trató de abandonar el sillón—. ¿Entiende lo que digo?

—¿Sugiere que ocultemos la carga en nuestra casa?

—No hablé de la casa. Quizá no sea inevitable. Aunque incluso allí… si se cavara con cuidado un escondite…

—Lo siento. Eso equivaldría a meter el cuello en el lazo. Ahora siempre puedo afirmar que la operación se hace sin que yo lo sepa. Pero si encuentran en mi sótano un barril de licor…

El señor Trencrom gruñó y separó sus manos regordetas.

—Señor, usted me pide un favor. ¿Dónde está la diferencia? Ah, supongo que una cosa es más peligrosa que la otra, o algo parecido. Pero la obligación, el beneficio…

Ross conocía al señor Trencrom desde hacía varios años; no era la primera vez que comprobaba que el hombre era menos asequible de lo que parecía.

—Sí así lo prefiere, puedo ir a Falmouth y embarcarme para Cherburgo.

—Tengo motivos para suponer que Mark Daniel ha salido de Cherburgo.

—¿Entonces, dónde está?

El señor Trencrom casi se asfixió con un acceso de tos. El rostro púrpura y la respiración jadeante, respondió:

—Bien, capitán Poldark. No tengo idea. Pero mis hombres podrán averiguarlo. ¿Entiendo que su mina todavía no produce?.

Ross lo miró con expresión sombría.

—¿Desea que confirme su sospecha, o que acepte su chantaje?

—Oh, por favor. Somos amigos. Colaboramos, ¿verdad? Beneficioso para ambos. No deseo ofenderlo, pero ninguno puede prescindir del otro… por el momento. Propuse esto… pensé que usted no se opondría. Estaría dispuesto a ofrecerle un pequeño pago especial por la comodidad. Claro que pequeño; mis ganancias son muy reducidas. Sería sólo un pago simbólico, de buena voluntad. Digamos veinticinco guineas…

—¿Por cada carga?

—Bueno, sí, supongo que sí.

Con expresión reflexiva Ross batió el aire con sus guantes. Su lucha por mantener cierta solvencia había deformado su visión del dinero, pero no hasta ese extremo. Estaba dispuesto a rehusar otra vez, pero el señor Trencrom dijo:

—Señor, no lo decida ahora. Tómese su tiempo. Si la idea le interesa, hágamelo saber. Entretanto, me ocuparé de su amigo también.

—Gracias. ¿Sabe algo más acerca del espía que informa cada vez que usted realiza una operación?

—Nada importante. En lo que va del año, hasta ahora hemos podido evitar problemas graves. Pero no me siento satisfecho. Como usted comprenderá. Cuando todo esto empezó, creí que era una persona ajena a nuestro círculo. Como usted sabe, cuando se traen artículos, y se emplean cuarenta o más hombres, es difícil evitar las filtraciones. La aldea sabe. La gente de la región. Pero como usted recordará, en septiembre pasado comenzamos a desembarcar cargamentos en la caleta Strand. Fue extraño que pudiéramos. Generalmente, gracias a la marejada muy fuerte. Envié instrucciones a los hombres de tierra, indicándoles dónde debían ir, apenas seis horas antes de iniciar el desembarco. Pero habíamos bajado una docena de barriles cuando Vercoe y sus hombres salieron de sus escondites. Arrestaron a seis de nuestros mejores hombres. Pero como él tenía poco personal, el resto escapó. No puede volver a ocurrir. No debe ser así, capitán Poldark. Y el One and All corrió grave peligro.

—Bien, pero Vercoe sabe quién es —dijo Ross con expresión sombría—. Y Vercoe no lo dirá.

El señor Trencrom volvió a asfixiarse.

—Quizá ni siquiera Vercoe lo sabe. A veces… me lo pregunto. Quizá recibe mensajes… bajo la puerta. Es un juego peligroso para el informante. La gente está muy enojada.

Mientras el señor Trencrom hacía este comentario, el informante estaba en el cottage de los Hoblyn, en Sawle.