Ross y Demelza, estuvieron entre los últimos que llegaron a la residencia de los Trevaunance en la tarde del veinticuatro de mayo, después de verse obligados a tomar prestado un caballo de Francis, que aún tenía tres en sus establos; y cuando subieron al primer piso, ya se había reunido un grupo de unas veinte personas que charlaban y reían en el gran salón. Demelza necesitó media hora para cambiarse, y Ross, que apenas necesitaba modificar su atuendo, leyó el último número del Mercurio de Sherborne, dejado cortésmente en el dormitorio.
Francia estaba en guerra con Austria. Apenas tres semanas antes el caldero revolucionario al fin había desbordado. El diario decía que el señor Robespierre se había opuesto a la guerra, y había renunciado a su cargo de Fiscal Público; pero los demás eran furiosos partidarios de la guerra, y un gran ejército ya había entrado en Bélgica. Podía preverse que en cualquier momento sobrevendría un choque con las tropas austríacas. ¿Qué actitud adoptaba Inglaterra? El señor Pitt bien podía pronosticar quince años de paz, como había hecho en marzo; las profecías nada costaban. Pero cuando iban acompañadas de nuevas reducciones del minúsculo ejército y la pequeña armada del país era evidente el peligro que amenazaba a la seguridad y la supervivencia del reino.
Ross estaba tan absorto en la lectura que no oyó las palabras iniciales de Demelza, y ella tuvo que repetirlas antes que su marido prestase atención.
Cuando se puso de pie, Ross percibió que el encanto y la atracción de su esposa no habían disminuido después de tres años de pruebas, pesares y casi pobreza. A veces se disimulaban bajo la máscara cotidiana del trabajo y la rutina de la vida, pero después reaparecían y eran aún más sorprendentes. En esos momentos Ross veía muy claramente qué había en ella que la hacía tan atractiva para tantos hombres.
Cuando se acercó a la puerta para abrirla y dar paso a Demelza, Ross dijo:
—¿Sientes siempre el mismo temor de frecuentar la sociedad… como antaño? Nunca sé si estás nerviosa o no.
—Los diez primeros minutos me chocan las rodillas —contestó Demelza—. Pero felizmente es la parte mejor cubierta de mi cuerpo.
Ross se echó a reír.
—Sé cual es la cura.
—¿Cuál?
—El oporto.
—Sí, a menudo es el mejor remedio. Pero hay también otras cosas.
—¿Por ejemplo?
Demelza movió los hombros desnudos en un leve movimiento de duda.
—Saber que otra gente tiene confianza en mí.
—¿Estoy incluido en esa gente?
—Me refiero principalmente a ti.
Ross se inclinó lentamente y besó el cuello de Demelza en el lugar en que se unía con el hombro.
—¿Puedo expresarte ahora ese sentimiento de confianza?
—Gracias, Ross.
Él volvió a besarla, y ella alzó una mano para ordenar los cabellos detrás de la oreja.
—¿Todavía sientes algo por mí?
Él la miró asombrado, sus ojos fijos en los de Demelza.
—¡Santo Dios, deberías saberlo sin preguntar!
—Sí, Ross, pero hay sentimientos y sentimientos. Ahora te pregunto por unos y no por otros.
—¿Quieres complicarme en una discusión filosófica cuando todos tus galanes esperan abajo para cortejarte?
—No son mis galanes, y no creo que sería una… como tú dijiste, una discusión. —Apoyó la mano sobre el picaporte.
Ross dijo:
—Demelza.
—¿Sí?
—Si hay dos clases se sentimientos, no creo que jamás puedas distribuirlos en compartimentos separados, porque uno es parte del otro, y ambos van juntos. Deberías saber que te amo. ¿Acaso necesitas otra clase de seguridad?
Ella sonrió oblicuamente, pero ahora con mayor calidez.
—Solamente quiero que me lo digas.
—Pues ahora te lo he dicho. ¿Qué ha cambiado?
—Algo ha cambiado.
—Lo anotaré, para repetirlo todos los miércoles y los sábados.
—El domingo es mejor. Una cosa así suena muy bien en domingo.
Así, bajaron al salón bastante animados, y allí encontraron a todos sus vecinos, los Treneglos más jóvenes, los Bodrugan, el doctor y la señora Choake, y por supuesto los Penvenen.
Y a George Warleggan.
Invitarlo a la misma fiesta a la cual asistía Ross había sido una torpeza gigantesca de los Trevaunance; pero ya estaba hecho, y había que afrontarlo. El rumor había magnificado la pelea sostenida por los dos hombres el año anterior, y le había conferido proporciones vastas y perfiles asesinos; y la presencia de ambos esa noche daba más sabor al plato fuerte con el cual pensaban regodearse quienes poco se preocupaban del desenlace.
Pero George no intentó provocar nada, y durante un rato evitó cualquier contacto con los Poldark. Ser arrojado de una escalera podía producir muchos efectos, pero en todo caso originaba cierto respeto físico por el enemigo.
Durante la cena Ross se encontró cerca de la cabecera de la mesa, a la derecha estaba Constance, lady Bodrugan, a la izquierda Elizabeth y directamente enfrente Carolina Penvenen.
Tanto había oído hablar de Carolina que habría sido extraño que la joven hubiese respondido a sus expectativas. Le pareció que no era tan hermosa como Elizabeth ni tan encantadora como Demelza; pero sus ojos luminosos, su mente ágil y su vitalidad atraían instantáneamente la atención de un hombre. Las esmeraldas que llevaba alrededor del cuello de piel lechosa le sentaban muy bien; como su propietaria, cambiaban bruscamente de acuerdo con la luz, y ora se veían frías e insondables, ora perfiladas y centelleantes. Ross comprendía muy bien los sentimientos de Unwin Trevaunance, en el supuesto de que este fuese susceptible a influencias diferentes del dinero. La relación entre Unwin y Carolina suscitaba ciertas dudas, porque al menos esa noche parecía bastante tensa. Carolina lo trataba con seca cortesía, y uno bien podía imaginar que después del matrimonio las cosas tomarían otro sesgo. Un hombre no tenía sin motivo esa cabeza leonina y el labio inferior saliente.
Apenas se habían sentado cuando sir John dijo:
—Ross, ¿conoce a la señorita Penvenen? Carolina, te presento al capitán Poldark. —Ross estudió los grandes ojos verde grisáceos.
La señorita Penvenen inclinó la cabeza en un gesto de reconocimiento.
—John, no nos habían presentado, aunque en verdad he visto antes al capitán Poldark… en una situación un poco diferente.
—¿Cuándo fue? —preguntó Ross.
—Oh, era imposible que me prestase atención. Fue durante su proceso en Bodmin: como recordara, lo acusaron de saquear dos barcos. Yo estaba entre el público.
—Recuerdo bastante bien el episodio —dijo Ross—. Pero la palabra «público» evoca una diversión, y me parece que en ese caso no debió entretenerse mucho.
—He conocido cosas peores. A decir verdad, en una pieza teatral se sabe que la virtud triunfará, pero en la vida real uno tiembla al borde de la iniquidad, y teme el resultado.
—Señorita Penvenen, creo que usted se equivoca de proceso. En mi caso la virtud casi no existía y mi absolución no implicó ningún triunfo, salvo que quiera aludir al triunfo de la obstinación del jurado. Usted debía haber simpatizado con el juez.
Los ojos de Carolina chispearon.
—Oh, le aseguro que así fue. Vi que triste quedó cuando no pudo castigarlo.
Durante la primera parte de la cena Ross conversó con Elizabeth. Ambos parecían muy complacidos, como lo observó Demelza que, cerca del otro extremo de la mesa, se encontró entre sir Hugh Bodrugan, que siempre manifestaba tan acentuada y posesiva parcialidad por la compañía de la joven, y el capitán McNeil, de los dragones escoceses. McNeil era el oficial que había visitado el distrito en una ocasión anterior, varios años antes, al mando de una compañía de dragones, con el fin de aplacar la inquietud de los distritos mineros y reprimir el contrabando.
Si alguien podía quejarse de la distribución de los invitados alrededor de la mesa no era ese el caso de Malcolm McNeil. A lo sumo, hubiera deseado que sir Hugh no monopolizara la atención de Demelza. Varias veces intentó atraer la atención de la señora Poldark, y en cada ocasión el hirsuto baronet conseguía reconquistarla. Su primera oportunidad real sobrevino cuando sir Hugh tuvo que trinchar otro pedazo de carne para la señora Frensham, hermana de sir John; y McNeil inmediatamente preguntó a Demelza si podía hacer lo mismo por ella.
—Gracias, no —dijo Demelza—. Capitán McNeil, me sorprende volver a verlo. Pensé que había regresado a Escocia y los clanes.
—Oh, hace un tiempo volví allí —le aseguró él, atusándose el gran bigote y contemplándola admirativo—. Y estuve en el extranjero. También en Londres y Windsor. Pero me he enamorado de este rincón del país y de algunos de sus habitantes, y cuando tuve ocasión de volver a visitarlo y renovar mis vínculos…
—¿Con sus dragones?
—Esta vez sin dragones.
—¿Ni uno?
—Sólo yo, señora Poldark. Lamento decepcionarla. Estuve enfermo de fiebre, y después encontré a sir John en Londres, y fui invitado a pasar aquí mi licencia por enfermedad.
Demelza lo miró con expresión cordial.
—Capitán McNeil, no parece estar enfermo.
—Señora, ahora no lo estoy. Permítame llenar su copa. ¿Estuvo bebiendo vino de Canarias?
—Conozco sólo tres gustos, y no es ninguno de ellos.
—En ese caso, es vino de Canarias. Y me ha complacido mucho, además del beneficio para mi salud, admirar esta hermosa costa…
—¿No busca contrabandistas?
—No, no, señora Poldark. Esta vez no. Caramba, ¿todavía hay algunos? Creí que mi última visita los había eliminado.
—Y así ocurrió. Después que usted se marchó todos estuvimos muy deprimidos.
El escocés la miró y parpadeó.
—Es una observación que admite dos interpretaciones.
Demelza miró hacia el otro extremo de la mesa, y vio que Ross sonreía a Elizabeth.
—Capitán McNeil, no creí que usted me tomase por contrabandista.
La risa de McNeil era moderada de acuerdo con sus propias normas pero alcanzó a silenciar un segundo o dos al resto de la mesa.
La señora Frensham dijo sonriente:
—Si esa broma puede repetirse, no deberían reservarla para ustedes.
Demelza explicó:
—Oh, señora, no lo dije con intención de bromear. El capitán McNeil me aseguraba que esta vez no había venido para atrapar contrabandistas, y yo le dije que, si no era eso, no sabía qué otra cosa podía atrapar por estos lados.
Sir Hugh Bodrugan rezongó:
—Condenación, no veo la gracia del asunto.
La señora Frensham dijo:
—El capitán McNeil estuvo convaleciente. Me asegura que vino aquí con fines completamente inocentes; de lo contrario, le habríamos puesto una guardia, después de encerrarlo en su cuarto.
—En verdad, señora, deberían hacerlo sin tardanza —comentó Demelza, y sir Hugh y el capitán volvieron a reír.
En el otro extremo de la mesa sir John Trevaunance, movido por un propósito bastante evidente, había formulado una observación despectiva acerca del joven Dwight Enys. Ellery había muerto esa mañana, y sir John opinaba que el escándalo merecía la atención del público. Ellery, un hombre sano y vigoroso de sesenta años… Enys había manipulado de tal modo la mandíbula que la herida no había terminado de cerrar. Su antiguo amigo el doctor Choake podía testimoniar… ignorancia y descuido. Pero sir John comprobó que se había equivocado, porque Carolina salió prontamente en defensa del doctor Enys, y además la joven encontró un aliado en Ross Poldark; de modo que, muy fastidiado, el baronet se encontró entre dos fuegos, y mayor aún fue el disgusto de Unwin, Al principio, Ross había juzgado descarada a Carolina, pero ahora estaban del mismo lado, y cuando concluyó la discusión fue evidente que los ojos de Carolina miraban con aprobación a su aliado.
Elizabeth dijo en voz baja a Ross:
—Es encantadora, ¿verdad?
—Muy llamativa. La belleza es cuestión de gustos.
—¿Crees cierto que lo que el ojo no admira el corazón no desea?
—Oh, sin duda. ¿Tienes pruebas en contrario? En todo caso, mi experiencia lo confirma. Como bien lo sabes.
—Ross, sé muy poco de ti. ¿Cuántas veces nos hemos visto en cinco años? ¿Quizá una docena?
Ross guardó silencio.
—No estaba pensando en los últimos cinco años. Aunque quizá estés en lo cierto. Me inclino a concordar; tampoco yo sé mucho de ti. Y has cambiado tanto, quiero decir interiormente…
—¿Lo crees? Dime en qué se manifiesta el deterioro.
—Estás pidiendo que te tranquilice, ¿verdad? Pues bien, lo haré. Eres diferente, y eso es todo. No puede hablarse de deterioro. Pero a veces me sorprendes. Ahora comprendo qué joven eras cuando me prometiste matrimonio.
Elizabeth extendió la mano hacia la copa de vino, pero se limitó a tocar el tallo.
—Quizá me hubiera convenido tener edad suficiente para saber a qué atenerme.
Algo en el tono de Elizabeth lo sorprendió. El sentimiento súbito que se manifestaba en su voz parecía desprecio de sí misma. Los apartaba de la conversación cortés, levemente galante que había mantenido un momento antes.
Él la miró, tratando de adivinar el sentido profundo de sus palabras, y agregó prudente, para facilitarle una salida obvia:
—Bien, convengamos en que eras muy joven… y además, creías que yo había muerto.
Elizabeth desvió los ojos hacia donde Francis que conversaba con Ruth Treneglos. Quizá su propia emoción la había sorprendido. O tal vez había llegado a la conclusión de que había rehuido demasiado tiempo el asunto. Con una voz clara y perfectamente serena dijo:
—En realidad, nunca creí en tu muerte. Pensé que amaba más a Francis.
—Pensaste que lo amabas…
Elizabeth asintió.
—Y luego descubrí mi error.
—¿Cuándo?
—Muy pronto.
La mente racional de Ross aún se negaba a aceptar esa conversación repentina por su valor aparente, pero en su fuero interno el corazón le latía como si la comprensión fuese el resultado de un mecanismo distinto. Más de veinte personas sentadas a esa mesa, su propia esposa conversando con el oficial de caballería bigotudo, sir Hugh al otro lado esperando su oportunidad; George Warleggan, en general silencioso y concentrado, aunque de tanto en tanto apartaba los ojos del alimento o de sus vecinos para posarlos en los cabellos, la boca o las manos de Elizabeth. Era inconcebible que después de nueve años Elizabeth eligiera ese momento para hacer una confesión así. Era inconcebible que fuese cierto…
—Esos malditos mestizos que andan por ahí —dijo con calor lady Bodrugan—, reproduciéndose todo el tiempo; es casi imposible mantener puras las razas. John, usted es un hombre mucho más afortunado, porque se ocupa únicamente de vacas. ¿Cómo es su perro, señorita?
—Un doguillo —dijo Carolina—. Tiene un hermoso pelo negro rizado, y un rostro castaño dorado del tamaño del centro de este plato. Unwin le dispensa muchísimo respeto y afecto, ¿verdad, querido?
—Respeto, sí —dijo Unwin—, porque tiene unos dientes condenadamente filosos.
Ross dijo a Elizabeth:
—¿Estás bromeando conmigo?
Elizabeth sonrió con cierto brillo súbito y equívoco.
—Oh, sin duda es una broma, pero dirigida contra mí misma. ¿No lo sabías? Pensé que lo habrías adivinado.
—Adivinado…
—Bien, si no lo adivinaste, al menos podrías haberte mostrado galante, saliendo al encuentro de esta confesión. ¿Es tan asombroso que una mujer que cambió de idea una vez haya cambiado dos?
—Bien, sí, quizá es así, porque siempre me pareció asombroso y humillante…
Después de lo que pareció un largo rato, Ross dijo:
—Esa primera Pascua después de tu casamiento, cuando fui a verte… me dijiste con palabras bastante claras que amabas sólo a Francis, y que no podías pensar en otra persona.
—¿Debí decírtelo entonces? ¿Pocos meses después de mi matrimonio, y cuando ya tenía en mí a Geoffrey Charles?
Retiraron algo de la mesa, frente a Ross, y en el lugar pusieron otro plato. Fuera cual fuese el objeto de la reunión, sir John estaba prodigando el contenido de su bodega, y alrededor de la mesa las conversaciones eran ahora mucho más animadas. Y sin embargo, Ross tuvo que luchar consigo mismo para no apartar la silla y retirarse. Que Elizabeth hubiese elegido ese momento… Aunque podía suponerse que la presencia de otras personas le había infundido el valor necesario para decirle a quemarropa lo que hacía mucho tiempo deseaba que él supiera… Y si pocos minutos antes Ross no había comprendido las palabras de Elizabeth, ahora advertía que eran bastante razonables. Con cada segundo que pasaba percibía la esencial armonía de esa explicación con lo que sabía de los últimos nueve años.
—¿Y Francis? —preguntó—. ¿Lo sabe?
—Ya hablé demasiado, Ross. Es mi lengua. Un impulso súbito… será mejor olvidarlo. O si no lo olvidamos, más vale desecharlo. ¿De qué estábamos hablando?
Tres lugares más allá, Francis. Su rostro un tanto disipado, en el cual los rasgos acentuados de la juventud estaban desapareciendo por obra de un deterioro precoz… Como si en ese instante hubiera cobrado conciencia de que algo lo amenazaba, miró a Ross, enarcó una ceja y guiñó el ojo.
Francis lo sabía. Ahora Ross comprendía. Hacía tanto tiempo que lo sabía que sus primeras explosiones de desilusión y desaliento habían quedado muy atrás. Como sus celos estaban agotados, y quizá también su amor, no lo incomodaba ver juntos a Ross y a Elizabeth. Las peleas de los años anteriores, los enigmas de su conducta, todo eso ahora hallaba explicación. Y ahora, por lo que le concernía, todo eso era un aspecto parcial, parte de un período que más valía olvidar, en esa etapa nueva de tolerancia y buena voluntad.
Quizá, pensó Ross, esta era la razón por la cual Elizabeth ahora se había atrevido a hablar; porque sus sentimientos se habían agotado, y creía que Ross estaba en la misma situación; le había ofrecido una explicación, una suerte de disculpa por el pasado, algo que le debía ahora que la confesión no implicaba peligro para ninguno de los dos.
Elizabeth se había vuelto para responder a una pregunta formulada por el hombre que estaba del lado opuesto, y pasaron unos instantes antes de que Ross pudiese volver a ver su rostro. Tampoco entonces ella lo miró en los ojos, pero Ross comprendió instantáneamente, a causa de algo en la cara de Elizabeth —si es que no lo sabía antes— que para ella el asunto de ningún modo estaba muerto y acabado, y que tampoco creía que lo estuviese en el caso de Ross.
Después que las damas se retiraron, pasó una media hora dedicada a beber oporto, y más tarde los sexos volvieron a reunirse para beber té y café.
Ross se encontró nuevamente con Carolina Penvenen. Atravesaba un saloncito lateral cuando oyó palabras irritadas y reconoció la voz de Unwin Trevaunance. Apenas había dado unos pasos más cuando oyó el fuerte golpe de una puerta que se cerraba, y unos pasos rápidos lo alcanzaron en la puerta del salón principal. Se apartó para dar paso a Carolina. Ella le sonrió, casi sin aliento, los ojos aún brillantes a causa de un sentimiento que comenzaba a calmarse.
Cuando pareció que él comenzaba a alejarse, Carolina dijo:
—¿Puedo tener su compañía unos instantes?
—Todo el tiempo que desee.
La joven permaneció de pie al lado de Ross, paseando la vista sobre la gente. Ahora Ross podía apreciar la figura alta y los movimientos graciosos de Carolina.
—Me complace ver que es fiel a sus amigos, capitán Poldark.
—¿Fiel? Deseo serlo. Pero usted se refiere…
—Me refiero al doctor Enys. Porque debo decirle que la primera vez que lo vi él mostró firme lealtad hacia usted.
—¿Cuándo fue?
—Por supuesto, antes del juicio. Lo defendió acaloradamente.
En general, la gente evitaba mencionar el juicio en presencia de Ross. La expresión de su rostro no solía alentar libertades. Pero esta joven no se dejaba intimidar. Hablaba así a causa de una falta absoluta de percepción y sensibilidad, o bien por su concepto particular de la sinceridad, que no reconocía tabúes. Como parecía deseosa de mostrarse amigable, Ross adoptó el punto de vista más caritativo.
—¿Debo deducir de ello que usted le dio motivo para que me defendiese?
—Oh, sí, naturalmente. Porque si uno desea descubrir los verdaderos sentimientos de un hombre siempre es mejor provocarlo.
—Señorita Penvenen, ¿son esas las tácticas que ahora está aplicando?
Ella sonrió amablemente.
—Sería presuntuoso de mi parte imaginar que puedo hacerlo.
—¿Piensa quedarse con su tío todo el verano?
—Depende. En octubre cumpliré veintiún años… de modo que seré dueña de mí misma. A veces me parece que el tiempo que falta representa una espera interminable.
—Quizá antes de esa fecha usted se habrá casado.
—¿Eso no equivaldría a cambiar un tutor por otro?
—En el supuesto de que usted piense así de un marido.
—Como nunca tuve marido, no puedo decirlo. Pero después dé ver a muchos, yo diría que no es una descripción injusta.
—Por lo menos, es injusta para su tío.
Carolina se echó a reír.
—Pero ¿por qué? Ha cuidado de mí. ¿No es esa la función del tutor? No puso barrotes en las ventanas… en todo caso, sólo los barrotes invisibles del convencionalismo y la desaprobación. Pero creo que me agradará gozar un tiempo de mi libertad.
Mientras conversaban, Unwin pasó cerca con una expresión irritante en el rostro, y Carolina continuó dando conversación a Ross mientras Unwin estuvo en la habitación. Consciente de que estaba siendo utilizado, y divertido por ello, Ross pensó que no era probable que se realizara su esperanza de verlos casados muy pronto.
La situación se agravó todavía más cuando Unwin desapareció del salón, y no volvió por el resto de la velada. Los invitados jugaron a los naipes hasta medianoche, pero el rostro agrio de Ray Penvenen destacó el hecho de que los dos jóvenes habían reñido; y todo eso ensombreció la última parte de la Velada.
Poco antes del fin de la reunión George Warleggan se encontró a solas con Francis, e inmediatamente utilizó la oportunidad para hablarle.
—Aprovecho para saludarte. Quizá deba decirte que me alegra volver a verte después de tanto tiempo.
Francis lo miró fijamente.
—George, lamento no poder decir lo mismo.
—Si es verdad, yo soy quien lo lamenta. Todo esto es innecesario.
—En eso discrepamos. Yo elegí hace mucho tiempo. Prefiero mantener limpias las manos.
El rostro de George se ensombreció.
—Esta disputa sin sentido… En el caso de tu primo, he llegado a comprender que incluso sin motivo…
—Pues bien, si eso crees, te aseguro que mi actitud no es diferente.
Si George había alentado la esperanza de un reacercamiento, su sentimiento no sobrevivió a la conversación de Francis. Se volvió y se encontró cara a cara con Ross.
Hubo un momento de silencio. Una o dos personas los miraron, quizá previendo un choque inmediato. Se acercaron más para oír las palabras que representarían la chispa.
Ross miró fijamente a George.
—Buenas noches, George.
El rostro formidable de George se contrajo levemente.
—Bien, Ross, ¡mira que encontrarnos aquí!
—Un día de estos debemos cenar juntos.
—Espero que sea cuanto antes… Supongo que tu mina prospera.
—Lo hará.
—Ojalá tuviese la misma confianza que tú muestras.
Ross dijo:
—¿También eso tienes que envidiármelo?
George enrojeció y abrió la boca para decir algo, mientras Ross se apartaba. Pero si ahora decía algo echaría a perder el fruto de la moderación demostrada durante años. Por primera vez tenía a Ross donde quería tenerlo. La moderación era una virtud. Para triunfar le bastaba soportar en silencio.
Mientras Ross y Demelza cabalgaban de regreso al hogar, acompañados por Francis y Elizabeth durante la primera parte del trayecto, salió la luna e iluminó el paisaje, reflejándose en el rocío de los campos y en las telarañas de los setos. Ninguno de los cuatro habló mucho. Elizabeth estaba tensa por lo que había dicho, y nerviosa acerca del posible resultado, porque uno nunca podía prever lo que Ross haría. Francis parecía somnoliento. Y Ross, perdido en su evocación del pasado y su meditación acerca del futuro, parecía extrañamente alejado de la escena, aunque inexorablemente atento a la figura de Elizabeth, la causa de todas sus preocupaciones, que cabalgaba adelante, a pocos metros de distancia.
Con su percepción instintiva, casi animal, Demelza supo que en la vida de Ross había aparecido algo nuevo. Sentía que en la base del asunto debía estar Elizabeth, pero no alcanzaba a imaginar qué forma distinta había adquirido el viejo vínculo. «Confío en que podré visitarla, señora», había dicho el capitán McNeil, con una expresión admirativa en los ojos. De todos los hombres que ella había conocido, Malcolm McNeil era el único que podía comenzar a rivalizar con Ross. «Querida, uno de estos días ofreceré una fiesta», había dicho sir Hugh Bodrugan, mientras le apretaba el brazo.
Poco antes de separarse Francis observó:
—¿Es cierto que los contrabandistas trajeron otro cargamento?
—Sí —dijo Ross—. Así dicen.
—Vercoe y sus ayudantes estarán de malhumor.
—No lo dudo.
—Se rumorea… no recuerdo donde lo oí… en fin, dicen que tú estás en el negocio.
Se hizo el silencio. Demelza acortó un poco las riendas de su caballo, y este agitó la cabeza en un gesto de disgusto.
Ross dijo:
—¿Dónde oíste eso?
—¿Es importante? Fue hace un tiempo, y creo que se refería a la carga que trajeron en marzo.
—Francis, la gente siempre se complace en difundir rumores absurdos acerca de nuestra familia.
Otra pausa.
—Bien, me alegro de que no sea cierto.
—¿Te alegras? Ignoraba que tu corazón se enterneciera por los aduaneros.
—No es así, Ross. Pero tú sí me preocupas. Y no me agrada la presencia de ese informante, ese soplón que colabora con las autoridades. Todos conocen su existencia, pero nadie sabe quién es. Si lo identificaran, pronto tendría mal fin. Pero mientras esté en libertad es un grave peligro. Por supuesto, si yo estuviese en el lugar del señor Trencrom, y hubiese invertido una fortuna en el negocio, y tuviera conexiones y me viese obligado a mantener un barco bastante grande, supongo que continuaría en el asunto, confiando en Dios. No tendría alternativa. Pero si fuese nada más que un caballero rural, que desea ganar unas libras, o un minero o un herrero, que se dedica al contrabando como actividad lateral, trataría de mantenerme alejado de todo el asunto.
Por tratarse de Francis era un discurso bastante largo, y mientras él hablaba llegaron a la bifurcación de la huella. Los cuatro jinetes se detuvieron.
Ross dijo:
—Creo que será mejor que desmientas esa versión, si vuelves a oírla.
—Eso haré. Por supuesto, eso haré. Bien, buenas noches.
—Ross dijo:
—Y con respecto al negocio, por supuesto hay distintos niveles de participación. No siempre se trata de tripular los barcos o de desembarcar la mercadería.
—Todas las formas pueden ser peligrosas si hay un informante.
—Si yo fuese nada más que un caballero rural que trata de ganarse un penique, quizá concordara contigo. Pero en ciertas circunstancias hay que comparar el riesgo con la recompensa.
—Creo que prefiero no saber más del asunto. Mi propósito era formularte un aviso amistoso, no meter la nariz en tus secretos.
—Según parece, ya conoces el secreto. Conviene que te enteres también de los detalles. Hace un tiempo, el señor Trencrom vino a verme; estaba en un aprieto, porque el informante le había impedido desembarcar el contrabando en los lugares acostumbrados. Me preguntó si podía usar la caleta de Nampara. En esa ocasión, los Warleggan me molestaban, porque habían conseguido introducirse en la Wheal Leisure. Acepté la propuesta de Trencrom, de modo que usa mi caleta y mi propiedad… pero solamente dos veces por año, y por cada desembarco me paga doscientas libras.
Francis emitió un silbido.
—Es una bonita suma. Como para tentar a cualquiera. Si no existiese este informante, yo también la habría aceptado.
—Si no existiese ese informante, no me la habrían ofrecido.
—No… no, es lógico. Pero ese dinero… ¿servirá para mantener los trabajos en la Wheal Grace? Porque si es así…
—Tengo deudas —dijo Ross secamente—. Una me impone una tasa de interés que es excesiva. Gracias al dinero de Trencrom puedo sobrevivir. Si no lo hubiera tenido, jamás habríamos comenzado la explotación de nuestra mina.
—Debiste decírmelo.
—¿Qué?
—Que tenías esas deudas. El dinero que hemos invertido en la Wheal Grace podía haberse usado mejor.
—Si la Wheal Grace fracasa, podríamos emplearlo mejor en otra empresa. Por sí solo no alcanza para pagar lo que debo.
Francis miró el rostro de su primo, medio iluminado por la luz de la luna. Le hubiese agradado aclarar ese punto de diferencia, pero el tema era peligroso. La amistad que los unía, la asociación que habían establecido, significaban demasiado para Francis, y no podía arriesgar todo eso en una discusión inoportuna.
Cuando Ross y Demelza quedaron solos ella dijo:
—Me gustaría saber quien habló.
—¿Del contrabando? Es natural que se hable del asunto. Cuando están enterados veinte o treinta hombres… —Como si estuviese leyendo los pensamientos de Demelza, Ross agregó—: Oh, ya sé que eso es precisamente lo que tú siempre dijiste. Pero se trata de un riesgo natural. Mientras nadie conozca la fecha de la operación, todo está bien. Los aduaneros no están dispuestos a pasarse al sereno todas las noches.
—Preferiría no tener un centavo.
—No corres ese riesgo.
—Hay riesgos peores.
—En eso, discrepo.
—Ross, no bromees. No es cosa de broma. Estos últimos años soportaste muchas dificultades.
Ahora estaban descendiendo hacia su propio valle. Al fondo, la nueva máquina de la Wheal Grace jadeaba y suspiraba, bombeando el agua de las profundidades de la tierra.
Para distraerla, Ross dijo:
—¿Te agradó la velada? ¿Era lo que esperabas?
—Sí, todo fue muy agradable. Pero casi al comienzo nos separamos y cuando terminó la reunión cualquiera hubiera dicho que ni siquiera nos conocíamos.
—Es lo que ahora se acostumbra en las reuniones sociales. Pero vi que el capitán McNeil se desvivía por atenderte.
—Sí, así fue. Es un hombre muy amable, y piensa visitarnos la semana próxima.
—Hum. No me extraña. Como de costumbre, te basta mover el meñique para que vengan corriendo.
—Ross, tienes una lengua perversa y exagerada. Me extraña que aún no te la hayan cortado. ¿Y Carolina Penvenen?
—¿Carolina?
—Sí, estuviste mucho con ella. ¿Qué te parece? Por lo que vi te arrinconó y no te dejaba mover.
Ross caviló un momento.
—Si lo hizo, fue porque yo se lo permití —dijo al fin—, pero de todos modos creo que no sería una buena esposa para Dwight. Acabaría humillándolo.