Francis volvió a su casa poco antes de las seis. Encontró a Elizabeth sentada junto a la ventana, bordando una funda para un taburete, y a la tía Agatha acurrucada sobre el minúsculo fuego.
—Uf, hace, calor aquí. —Se acercó a una de las ventanas y la abrió—. A decir verdad, mi buena señora, estarías mejor en la cama que encogiendo aquí tus viejos huesos. —Pero no lo dijo con acritud.
La tía Agatha lo miró con los ojos entrecerrados.
—Francis, no coincidiste con nuestro visitante. Yo diría que por muy poco. En estos tiempos vienen pocas visitas. Elizabeth, debiste invitarlo a comer.
Francis miró a su esposa y ella se sonrojó, furiosa porque la vieja dama se le había adelantado, y furiosa porque eso le importaba.
—Vino George Warleggan.
—¿George? —El modo en que Francis pronunció el nombre era suficiente—. ¿Lo recibiste?
—Sí. No estuvo mucho tiempo.
—Mejor así. ¿Qué quería?
Elizabeth alzó los ojos grises, los cuales en ocasiones como esta podían adquirir una expresión particularmente ingenua y virginal.
—No creo que quisiera nada. Dijo que le parecía innecesario continuar esta pelea.
—Esta pelea…
—Y se mostró muy cordial —dijo la tía Agatha—. Que me cuelguen si el dinero no ha mejorado sus modales. Que un hombre haga una reverencia, me recuerda los viejos tiempos.
Francis observó:
—Quizá supo que yo no estaba.
Elizabeth continuó trabajando en su bordado.
—Comentó que tú y él habían sido amigos desde la niñez, y que no deseaba seguir distanciado. Aclaró que no quería entrometerse en tus asuntos privados ni en los de Ross, y que sólo deseaba ayudarnos a ser más felices…
—Hablas como si hubieses aprendido bien la lección.
Los dedos de Elizabeth se movieron inseguros sobre el canasto de labores, en busca de un nuevo color.
—Eso fue lo que dijo. Francis, puedes aceptarlo o rechazarlo, como te plazca.
La tía Agatha murmuró:
—Quizá fue el año de ese escándalo de Du Barry, o el año siguiente, que lo trajiste aquí. Era un niño pequeño, ¡y qué ropas le ponían! Terciopelos y sedas… se diría que la madre no tenía gusto; y él miraba alrededor como un ternero que se escapó del establo.
—Tiene una lengua ágil y suave —dijo Francis—, y un modo muy persuasivo de explicar las cosas. Lo sé a mi costa. ¿Crees que seremos más felices por la gracia de su amistad? No creo que sus lisonjas puedan convencerte de ello.
—Estoy en condiciones de juzgar por mí misma —dijo Elizabeth—. ¡Aunque por supuesto sé muy bien que de no haber sido por su tolerancia en el asunto de las hipotecas viviríamos mucho peor que ahora!
Pensativo, Francis se mordió el pulgar.
—Confieso que no entiendo su tolerancia. No concuerda con su carácter. Y ahora que soy socio de Ross… por eso mi participación en la Wheal Grace está a nombre de Geoffrey Charles. Pero George no hace nada.
—Excepto proponer su amistad —dijo Elizabeth.
Francis se acercó a la ventana abierta y dejó que el aire fresco le acariciara el rostro.
—No puedo dejar de pensar que tú eres la causa de mi inmunidad.
—¿Yo? Eso es absurdo. En verdad, Francis…
—¿Absurdo? Lejos de eso. Hace años que George te dirige miradas tiernas. Nunca creí que por humanidad, permitiría que ciertos sentimientos más cálidos estorbasen sus propósitos comerciales, pero a falta de una explicación mejor…
Elizabeth se puso de pie.
—Confío en que encontrarás otra mejor. Ahora debo leer algo a Geoffrey Charles.
Cuando pasaba frente a Francis, él la tomó del brazo. La relación entre ambos había sido más amable los dos últimos años, aunque nunca era cálida. Francis dijo:
—Podemos discrepar, pero creo que esta visita responde a una razón bastante clara. Puedes pensar lo que quieras acerca de sus sentimientos hacia mí, y yo puedo pensar lo que me plazca acerca de lo que siente por ti; pero no cabe duda acerca de la opinión que le merece Ross. Si al dispensarnos su amistad puede introducir una nueva división entre nosotros y Ross, sin duda habrá alcanzado su propósito. ¿Tú lo deseas?
Elizabeth guardó silencio un momento. Después dijo:
—No.
—Tampoco yo. —Liberó el brazo de Elizabeth, y ella salió con paso lento.
La tía Agatha repitió:
—Debiste pedirle que se quedase a comer. Tenemos bastante. Pero cuando Charles vivía todo era diferente. Muchacho, extraño mucho a tu padre. Fue el último de los que sabían recibir como se hace en sociedad.
En el camino de regreso a su casa, cuando llegó a la encrucijada Bargus, donde se levantaba el patíbulo, George encontró a Dwight Enys, que venía del lado de Goon Prince. Dwight habría saludado y seguido su camino, pero George detuvo su montura, y los dos caballos se acercaron.
—Bien, doctor Enys, sus obligaciones médicas lo fuerzan a cabalgar mucho. ¿Nunca fue a Truro?
—Rara vez.
—Y cuando está en Truro, nunca se acerca a la casa de los Warleggan.
Dwight fingió que se ocupaba de tranquilizar a su caballo, mientras pensaba una respuesta. Decidió mostrarse franco.
—Señor Warleggan, aliento los sentimientos amistosos hacia su familia, que siempre me los retribuyó con bondad; pero los Poldark de Nampara son mis mejores amigos; vivo en el límite de su propiedad, y atiendo a sus mineros, me invitan a su mesa y comparto sus confidencias. En esas condiciones, parece más apropiado que no intente poner un pie en cada campo.
George no movió la cabeza, pero sus ojos exploraron la raída chaqueta de terciopelo con botones dorados de Dwight.
—¿Los campos están tan divididos que un hombre independiente no puede recorrerlos a voluntad?
—He preferido atenerme a ese criterio —dijo Dwight.
El rostro de George se ensombreció.
—En ciertas cosas las lenguas masculinas son peores que las femeninas. ¿Sus asuntos marchan bien?
—Bastante bien, gracias.
—La semana pasada estuve en casa de Penvenen, y supe que ahora usted lo atiende.
—El señor Penvenen goza de muy buena salud. No lo veo con frecuencia.
—Me dicen que su sobrina ha regresado.
—¿Sí?
—Oí decir que usted le operó hábilmente la garganta, y le salvó la vida.
—Creo que también en eso las lenguas masculinas han aventajado a las femeninas.
A George no le agradó mucho que alguien utilizara contra él sus propias palabras. Comenzó a experimentar una creciente antipatía hacia el joven Enys, que se expresaba con tanta rudeza y apenas se molestaba en disimular su antipatía. George no perdía el tiempo frecuentando a la gente que no se interesaba por su aprobación o su desaprobación.
—Por mi parte —dijo—, no confío en los médicos ni en los farmacéuticos. Creo que matan tanto como curan. Mi familia tiene la buena suerte de poseer excelente salud, a diferencia de tantas de las familias más antiguas.
Continuó su camino, seguido por el criado. Dwight lo miró un momento, después movió las riendas de su caballo y prosiguió la marcha. Sabía que había ofendido a un hombre influyente. Tenía que ejercer su profesión, y hubiera preferido evitar el incidente; pero hacía mucho que había tomado partido. En cambio, le preocupaba otra cosa. «Oí decir que su sobrina ha regresado», había afirmado George. Si en verdad Carolina Penvenen había retornado a la región, Dwight Enys tenía pocas posibilidades de mantener su paz espiritual.
Dwight se dirigía a Sawle; y estaba guiando a su caballo por el empinado y resbaladizo sendero que llevaba a los depósitos de pescado del valle, cuando oyó detrás un fuerte ruido, y vio que Rosina Hoblyn había caído sobre las piedras. Venía trayendo un cubo de agua, y Dwight aseguró a un poste las riendas de su caballo y fue a ayudar a la joven. Pero no pudo levantarla. Cuantas veces había intentado averiguar por qué Rosina, que tenía diecinueve años, caminaba con acentuada cojera, se había visto frustrado por la actitud de la familia, que parecía temerosa del tema. Ahora, el bonito y delgado rostro estaba pálido a causa del sufrimiento, y Dwight no tuvo más remedio que alzarla.
—Es la rodilla, señor. En un momento estará bien. A veces se pone así, y no puedo mover la pierna. Gracias.
Parthesia, la hermana menor de Rosina, salió brincando de la casa, se hizo cargo del cubo, dirigió una reverencia al medico y pasó un brazo sobre los hombros de Rosina.
—No, todavía no —dijo Rosina, y a Dwight—: Si espero, me dolerá menos.
Después de unos minutos entraron en la casa. Dwight se alegró de que Jacka, padre de las dos jóvenes, no estuviese allí, porque era un individuo de temperamento imprevisible.
Con una expresión severa en el rostro, Dwight rechazó la propuesta de Rosina y la señora Hoblyn en el sentido de que no era nada, absolutamente nada, de que si la joven se sentaba frente a la mesa y extendía la pierna el dolor pasaría, y se inclinó para examinar la rodilla, medio temiendo hallar el cielo sabía qué condición escrofulosa. Pero no era eso. Sin duda, la rodilla estaba hinchada y un poco enrojecida, pero la piel no se veía lustrosa, ni cálida al tacto.
—¿Dices que todo esto empezó hace ocho años?
—Sí, señor, más o menos.
¿Siempre duele?
—No, señor, sólo cuando se me pone rígida, como ahora.
—¿Y tuviste la misma dificultad con la cadera?
—No, señor, eso está perfectamente bien.
—¿Nunca salió pus de la rodilla?
—No, señor. Es como si alguien diese vuelta una llave y la cerrara —dijo Rosina, al mismo tiempo que se bajaba la falda.
—¿Te atendió otro médico?
Tenía la sensación de que a su espalda ellos se miraban. Rosina contestó:
—Sí, señor… en el 84, la primera vez que lo sentí. Pero fue el señor Nye, y hace mucho que murió.
—¿Qué dijo?
—No dijo una palabra —se apresuró a intervenir la señora Hoblyn—. No sabía qué era.
La atmósfera que prevalecía en la casa era tan desalentadora que Dwight ordenó a la joven que aplicase una compresa fría, y dijo que volvería a revisarla la semana siguiente, cuando se hubiese disipado el dolor. Cuando salió, casi había oscurecido, y aún le faltaba la más desagradable de sus visitas.
Al pie de la colina había un liso triángulo verde de pasto y malezas, a cierta altura sobre el cascajo; y a un costado se levantaban galpones de pescado, y poco más arriba varios cottages y chozas. Para llegar allí se cruzaba un puente estrecho e irregular. Dwight permaneció un momento mirando en dirección al mar. Comenzaba a soplar viento, y los arrecifes más lejanos eran apenas visibles en el anochecer. Todavía podía distinguirse la sombría entrada de la estrecha caleta. En uno de los botes un anciano manipulaba una red. Detrás de la posada las gaviotas marinas disputaban por una cabeza de pescado. En una ventana resplandecía una vela.
A Dwight le parecía que, dominando el rumor de las olas, oía los murmullos de los aldeanos.
—Vaya, ¿saben lo que le ocurrió a John James Ellery? Tenía dolor de muelas, nada más; fue al cirujano de Mingoose y le sacó tres muelas. Desde entonces John James sufre día y noche, ¡y quizá muera! ¡Si yo estuviese enfermo no iría a ver a ese médico!
Dwight se volvió impaciente para seguir su camino, y en ese momento un hombre salió silencioso del fondo de la posada, y pareció dispuesto a evitar al joven médico. Pero Dwight se detuvo, y el hombre hizo otro tanto. Era Charlie Kempthorne, a quien Dwight había curado de la consunción de los mineros, y que ahora cortejaba a Rosina Hoblyn, pese a que él era un viudo de cuarenta y tantos años, con dos hijos, mientras ella tenía sólo diecinueve.
—Señor, es tarde para andar fuera de casa, ¿no le parece? El único lugar apropiado es el hogar, al lado del fuego… si uno tiene la buena suerte de contar con un fuego para sentarse al lado.
—Eso mismo estaba pensando.
Kempthorne tosió y sonrió.
—Hay cosas que se hacen mejor a media luz, ya me entiende. Cuando los aduaneros no ven.
—Si yo fuese aduanero vigilaría sobre todo a la media luz.
—Ah, pero también a ellos les gusta el fuego… exactamente como a todas las personas razonables. —Cuando pasó frente a Dwight, había un atisbo de inquietud en la expresión de Charlie.
Phoebe Ellery abrió la puerta a Dwight, y lo condujo al primer piso. Se llegaba al cuarto de John James Ellery subiendo una escala de madera que partía de la planta baja, donde se apilaban sacos de papas, redes, remos y flotadores de corcho. En el dormitorio era imposible estar de pie, y ahora acababa de encenderse una lámpara para disipar las sombras de la noche. La ventana había perdido la mayor parte del vidrio, y el viento entraba por los agujeros, arrancando el relleno de trapo y trayendo consigo un golpe de lluvia. Un gran gato blanco y negro salió majestuoso del cuarto, y sus movimientos dibujaron ominosas sombras púrpuras. El enfermo tenía el rostro envuelto en un lienzo viejo y murmuraba sin descanso:
—Señor, ten piedad de mí; Señor, ten piedad de mí.
Phoebe permaneció de pie en el umbral, mirando a Dwight con ojos inquietos y críticos.
—Dentro de un rato estará mejor —dijo—. El dolor dura quizá una hora, y después se calma un rato.
Dwight poco podía hacer, pero permaneció allí media hora, administró láudano y escuchó las olas ruidosas; cuando se marchó, el espasmo ya estaba pasando.
Era una noche de borrasca, y Dwight se sentía inquieto, abrumado por el sentimiento de su propio fracaso y de la inutilidad de su profesión.