En el triángulo costero de Cornwall cuyos vértices son Truro, Santa Ana y San Miguel, la vida social no era muy activa en la década de 1790. Había seis grandes residencias o, mejor dicho, seis casas habitadas por miembros de la nobleza rural, pero las circunstancias no alentaban las relaciones entre ellos. En una de esas casas, Mingoose, la más antigua y la que estaba más hacia el este, Ruth Treneglos, nacida Teague, había hecho todo lo posible para desarrollar nuevas actividades sociales, pero en los últimos tiempos los embarazos habían perjudicado sus planes; John, el tosco esposo de Ruth, tenía interés sólo en la caza, y el suegro estaba demasiado sordo y era un hombre tan absorto en sus lecturas que poco le importaba lo que ocurría en la parte delantera de la casa. En la residencia Werry, la más espaciosa pero la que gozaba de menos prestigio, sir Hugh Bodrugan yacía y eructaba en un sillón, como un volcán lascivo, mientras Constante, lady Bodrugan, su madrastra, que por la edad hubiera podido ser su hija, criaba perros y los alimentaba, y conversaba con ellos la mayor parte de sus horas de vigilia.
En el extremo opuesto del triángulo, el más occidental. Place House, una residencia palaciega poco atractiva, construida a principios de siglo, estaba habitada por sir John Trevaunance, un baronet viudo y sin hijos; y Killewarren, que no era mucho más que una granja con pretensiones, estaba ocupada por el señor Ray Penvenen, que era más rico e incluso más cauteloso que su vecino.
Hubiese sido natural esperar más iniciativa de las dos casas que estaban en medio de las anteriores, una sobre la costa y la otra más o menos cerca, no sólo porque estaban donde estaban sino porque en cada una habitaba un matrimonio joven que seguramente se complacía en las reuniones sociales. Lamentablemente, ninguno de los dos hogares tenía dinero.
Entre Sawle y Santa Ana, en terreno elevado pero protegida por árboles, la casa Trenwith, isabelina, madura y bella, estaba ocupada por Francis Poldark y su esposa Elizabeth, y por el hijo de ambos, que tenía casi ocho años, y por Agatha, la tía abuela de Francis, tan anciana que todos habían olvidado la cuenta de sus años. Unos cinco kilómetros hacia el este estaba Nampara, la sexta y la más pequeña de las casas, georgiana y utilitaria, una construcción que nunca se había terminado, pero que no carecía de personalidad y encanto, rasgos que quizá caracterizaban también a sus dueños. Allí vivía Ross Poldark con su esposa Demelza; y el pequeño Jeremy que acababa de cumplir su primer año.
De modo que de las seis casas las dos primeras se interesaban en perros y bebés; las dos siguientes disponían de los medios para recibir invitados pero no deseaban hacerlo; y las dos últimas querían pero no podían. Así, hubo sorpresa y comentarios cuando en mayo de 1792 cinco hogares recibieron la invitación del propietario de la sexta residencia a una cena y reunión el veinticuatro del mes. Sir John Trevaunance escribió que aprovechaba la oportunidad de tener a su hermana en la casa, y también a su hermano Unwin, miembro del Parlamento por Bodmin.
A todos pareció una razón tan poco válida para infringir una costumbre de años que se buscaron un motivo más importante. En todo caso, Demelza Poldark no tuvo dificultades para hallar uno.
Cuando llegó la carta, Ross estaba en la mina, la nueva mina a la cual dedicaba casi todo su tiempo, y Demelza esperaba impaciente su regreso.
Mientras preparaba el refrigerio que ambos tomarían, no se cenaba hasta las ocho, Demelza se preguntó cuál sería el desenlace de esa última jugada, probablemente la definitiva. La Wheal Leisure, la mina que estaba sobre el arrecife, la que Ross había comenzado a explotar con un grupo de seis accionistas en 1787, continuaba prosperando; pero el año anterior Ross había vendido la mitad de sus acciones, e invertido el dinero en esta empresa mucho más riesgosa.
Hasta ahora habían fracasado. La excelente y nueva máquina de bombeo, diseñada por dos jóvenes mecánicos de Redruth, había sido instalada, y se habían confirmado todas las cualidades que le atribuían. Pero el nivel de treinta brazas, que era la mayor profundidad que habían explotado los antiguos, a lo sumo ofrecía vetas agotadas; y los niveles de cuarenta y cincuenta brazas que estaban abriendo para llegar de nuevo a las vetas se habían mostrado muy improductivos, y habían suministrado un mineral de mediocre calidad, y a veces nada. Quizá podía afirmarse que la máquina trabajaba con la máxima eficiencia; de todos modos, consumía carbón; y mientras las cosas siguieran así, se acercaba paulatinamente el día en que se haría el silencio en el valle, y la máquina comenzaría a herrumbrarse.
Mientras miraba por la ventana, vio a Ross que cruzaba el jardín en compañía de su primo y socio Francis. Conversaban animadamente, pero Demelza advirtió que no estaban hablando de ningún descubrimiento súbito. A menudo ella vigilaba el rostro de Ross cuando este llegaba.
Demelza alzó a Jeremy, que en sus esfuerzos por caminar amenazaba arrancar el mantel de la mesa, y llevándolo en brazos se acercó a la puerta principal para recibir a los dos primos. El viento agitó la falda de su vestido de algodón a rayas verdes.
Cuando ya estaban bastante cerca, Francis dijo:
—Demelza, usted nunca crece: se diría que tiene diecisiete años. No había pensado venir hoy, pero qué diablos, el aire me reanimó; creo que beber con usted una taza de té completaría la curación.
Demelza preguntó:
—¿Es la primera vez que sale? Supongo que no habrá bajado a la mina.
—La segunda. Y no bajé. Ross estuvo explorándola por su cuenta, con el éxito acostumbrado. Creo que Jeremy ya tiene otro diente. Me parece que la última vez que miré había sólo tres.
—¡Siete! —dijo Ross—. Estás en terreno peligroso.
Se echaron a reír, y entraron en la casa. Jeremy trató de ser el centro de la atención durante la primera parte del té, pero poco después la señora Gimlett se lo llevó, y los adultos tuvieron un poco de paz. Demelza, casi sin aliento y con un rizo que colgaba atrevido sobre un ojo, se sirvió una segunda taza de té.
—Francis, ¿realmente está mejor? ¿La fiebre desapareció del todo? ¿Se siente bien? Yo lo veo un poco pálido.
—No fue más que gripe —dijo Francis—. Todos la tuvimos, pero yo la pasé peor. Choake me sangró y me dio corteza peruana, y a pesar de eso curé.
Ross se estiró en el asiento, y acomodó sus largas piernas. ¿Por qué no llamas a Dwight Enys? Es inteligente, y moderno, y está al tanto de las últimas novedades en medicina.
Francis emitió un gruñido.
—Tom Choake fue siempre nuestro médico. Personalmente creo que todos los médicos son iguales. Sea como fuere entiendo que nuestro amigo Enys ha tenido problemas con el viejo John Ellery.
—¿Qué pasó?
—Según parece tuvo dolor de muelas, y Enys le extrajo tres, pero con las raíces, como suele hacer. Como sabes. Choake se contenta con arrancar las coronas. Pero esta vez los métodos de Dwight no funcionaron, y desde entonces Ellery sufre constantemente.
Demelza dijo:
—Me pareció que Dwight estaba un poco preocupado cuando vino ayer.
—Se toma muy a pecho los fracasos —dijo Ross—. Creo que es un grave defecto en su profesión.
—Es un defecto grave en cualquier profesión —dijo Demelza, tratando de no mirar a su esposo.
Francis enarcó irónicamente el ceño. En el breve silencio que siguió, y para disimularlo, Demelza tomó el sobre depositado sobre el reborde de la chimenea.
—¡Ross, llegó una invitación! Extraordinario, en los tiempos que corren. ¿Usted también la recibió, Francis? Presumo que será una reunión importante. ¿Habrá que vestirse? ¿Qué dice de eso Elizabeth?
—¿De los Trevaunance? —dijo Francis, mientras Ross leía la nota—. Sí, la recibimos hoy. Con los años, el viejo se ha puesto extravagante. Pero como conozco a sir John supongo que esta locura responde a un motivo.
—Ah —dijo Demelza—, lo mismo pensé yo.
—¿Qué motivo? —preguntó Ross, apartando los ojos de la carta.
Francis miró a Demelza, pero esta esperaba que él hablase. Francis se echó a reír.
—Ross, tu esposa y yo no somos muy piadosos. Carolina, la sobrina de Ray Penvenen, hereda una bonita fortuna. Unwin Trevaunance la persigue desde hace dos años. Quizá sea el anuncio del compromiso.
—No sabía que la joven había regresado.
—Creo que volvió de Oxfordshire la semana pasada.
—Pero en ese caso —observó Demelza—, si se tratase del anuncio de un compromiso… no debería ser… en fin, ¿la reunión no debería estar a cargo del señor Penvenen? Creí que esa era la costumbre. Ross, cierta vez prometiste comprarme un libro que explicase las reglas de la etiqueta, pero nunca lo hiciste.
—Te comportas mejor sin eso. Prefiero una esposa que actúe con naturalidad, y que no se atenga a toda clase de reglas artificiales.
Francis dijo:
—De todos modos, Ray Penvenen jamás habría ofrecido una fiesta, ni siquiera para celebrar su propio compromiso, de modo que podemos atenernos a nuestra primera sospecha.
—Ustedes irán, ¿no es así? —preguntó Demelza.
—Me parece que cuando la dejé esta tarde Elizabeth tenía en la cara la expresión que usa cuando se prepara para una visita de esa clase.
Ross dijo:
—Confío en que si quieren unir a esos dos, harán los esfuerzos necesarios. Si Carolina Penvenen se instala permanentemente en el vecindario, es probable que su presencia moleste a Dwight. Me gustaría verla unida de una vez a Unwin.
—Oí decir que la última vez que ella estuvo por aquí hubo algo entre Carolina y Enys, pero supongo que nuestro amigo tendrá sensatez si la mujer no demuestra cordura.
Ross la miró con expresión divertida.
—Una observación aguda. ¿Lo dices por experiencia personal?
Ella lo miró a los ojos.
—Sí, Ross, por experiencia personal. Mira qué absurda sería la conducta de Sir Hugh Bodrugan si yo lo permitiese.
Sólo después de hablar había advertido él las connotaciones de su propio comentario, que podía referirse incluso a su matrimonio con Demelza: y le alegraba que ella hubiese interpretado bien la observación. No pensó que dos años antes él no habría alimentado ninguna duda acerca de ese punto.
Más o menos a la misma hora en que Francis y Ross iban de la mina a Nampara para beber una taza de té, George Warleggan desmontaba de su caballo frente a Trenwith.
Quien lo hubiera visto no habría pensado que se trataba del nieto de un herrero, la primera generación de la familia que recibía una educación esmerada, salvo que las ropas que usaba revelaban lo que él se proponía disimular. Un caballero rural jamás se hubiera vestido así para hacer una visita vespertina, ni siquiera si hubiera deseado impresionar a la señora de la casa, como era ahora la intención de George.
Cuando la señora Tabb lo introdujo en el vestíbulo, y con cierto apremio fue a buscar a la señora Poldark, George se paseó por la habitación, castigando la bota con el látigo y contemplando las imágenes ancestrales. Veía una pobreza distinta de la que podía haber observado en Nampara, a cinco kilómetros de distancia. Tal vez Francis y Elizabeth no estaban mejor que sus primos; pero era imposible destruir en pocos años una bella casa isabelina. George estaba mirando la espléndida ventana, con sus centenares de pequeños recuadros de vidrio, cuando oyó ruidos de pasos y al volverse vio a Elizabeth que bajaba la escalera.
Cuando la vio, ella se contuvo un poco y descendió vacilante los últimos peldaños.
—Caramba, George… cuando la señora Tabb me dijo… bien, no pude creerlo.
—¿Qué me había atrevido a venir? —Se inclinó cortésmente sobre la mano de Elizabeth—. Pasaba cerca, de modo que traje un regalo de cumpleaños a mi ahijado. Supuse que se me permitiría entregarlo.
Aun insegura, ella recibió algo que George le ofrecía.
—Pero faltan varios meses para el cumpleaños de Geoffrey Charles.
—Me refiero al cumpleaños que ya pasó. Llego con retraso, y no a la inversa.
—¿Francis sabe…?
—¿Qué estoy aquí? No. Pero ¿qué importa? Creo que esta enemistad un tanto infantil se prolongó demasiado. En verdad, Elizabeth, me complace mucho volver a verla. Es un verdadero placer…
Ella le dirigió una sonrisa, sin sonrojarse, a diferencia de lo que habría ocurrido pocos años antes, y al mismo tiempo complacida con la admiración que le demostraba George. No sabía qué parte de la conducta de George era auténtica, pero estaba segura de que su actitud ahora era sincera. Le pareció que él había engordado desde la última vez que se habían visto, de modo que ya se perfilaba en su figura corpulenta la sombra del hombre maduro que llegaría a ser. Pero al margen de sus actitudes frente a Ross, las cuales ella ciertamente no aprobaba, George siempre se había mostrado escrupulosamente justo con Francis y particularmente amable con ella.
En el salón de invierno Elizabeth desenvolvió el paquetito que él había traído, y descubrió que era un reloj de oro. Intentó devolvérselo, turbada, sintiendo que él mostraba excesiva generosidad; pero George rehusó oír hablar del asunto.
—Guárdelo en un cajón si cree que él es demasiado joven. Estoy seguro de que nuestra disputa no lo incluye. Y cuando tenga edad suficiente para usarlo, quizá se haya restablecido nuestra amistad.
Elizabeth dijo:
—Yo no provoqué esta riña. Ahora llevamos una vida tranquila, y me agradaría ver a todos mis amigos. Pero usted conoce a Francis tan bien como yo. Es un hombre de actitudes drásticas, y si llegase ahora… nuestra amistad podría sufrir más que nunca.
—En otras palabras, trataría de echarme —dijo George con expresión amable—. Sin duda usted me creerá excesivamente cuidadoso, pero la verdad es que ordené a mi criado que montase guardia sobre la elevación que está cerca de la iglesia de Sawle. Si ve acercarse a Francis podrá advertirme con tiempo, de modo que no hay por qué temer una gresca. —Encorvó sus anchos hombros—. Habría vacilado en adoptar esa medida de haber creído que corría el riesgo de que se me atribuyese cobardía.
Elizabeth ocupó el asiento de la ventana y volvió los ojos hacia el jardín. George la miraba atentamente, como si estuviera sosteniendo una conversación de negocios.
Elizabeth dijo:
—Ante todo, quiero agradecerle la bondad que demostró hacia mi madre y mi padre. Mi madre aun está bastante enferma, e invitarlos a alojarse en su casa…
—Les pedí especialmente que no le dijesen nada.
—Lo sé; mi padre me lo dijo. Pero de todos modos me escribió relatando el asunto; así como la bondad que usted les demostró mientras gozaron de su hospitalidad.
—No tiene importancia. Siempre he admirado a su madre, y creo que afronta valerosamente esa enfermedad de los ojos. ¿No les convendría vender la casa y venir a vivir con usted?
—Yo… a veces pensé lo mismo. Pero Francis no cree que sería un buen arreglo… —Elizabeth trató de no decir más.
George se sentó y apoyó sobre los dientes el extremo de plata de su látigo de montar.
—Elizabeth, no pretendo conmover su fidelidad a las opiniones de Francis respecto de mí y de esta disputa, pero ¿personalmente no cree que es tiempo de olvidar el asunto? ¿En qué nos beneficia? Francis perjudica sus propios intereses. Usted sabe tan bien como yo que si de mi parte hubiese un mínimo de maldad, podría arruinarlo mañana mismo. Sin duda, a usted no le parecerá grato, pero ¿duda de que así están las cosas?
—No lo dudo —dijo Elizabeth, sonrojándose.
—Ojalá todo fuese distinto. Me agradaría contribuir a cambiar la situación. Pero mientras continúe este entredicho…en fin, deseo que usted me ayude a terminarlo.
Elizabeth movió el cierre de la ventana y abrió esta unos pocos centímetros, para permitir la entrada de una suave brisa. Sobre el fondo de la cortina su perfil se delineaba claramente como un camafeo.
—Dice que no pretende que me muestre desleal, y luego me apremia para que tome partido…
—No. De ningún modo. Para que medie.
—¿Cree que mi mediación produciría ese efecto? George, usted conoce la mente de Francis tanto como yo. Cree que usted estuvo moviendo los hilos de la acusación contra Ross, para lograr…
—Oh, Ross…
Apenas habló comprendió que había cometido un error, pero de todos modos continuó, despojando de resentimiento a su voz.
—Elizabeth, sé que usted siente mucho afecto por Ross. Ojalá a sus ojos yo gozara del mismo favor que él. Pero le explicaré claramente una cosa. Desde que éramos niños Ross y yo jamás estuvimos de acuerdo. Es… algo instintivo. No simpatizamos. Pero en mí no es más que eso. En él es una enfermedad. Se zambulle de cabeza en un infortunio tras otro, ¡y a medida que las consecuencias recaen sobre él me achaca la responsabilidad de todo lo que le ocurre!
Elizabeth se había puesto de pie.
—Quisiera que no hable así. No es justo pedirme que escuche eso.
Elizabeth quizá se hubiese alejado unos pasos pero George no se apartó y ella se encontró muy cerca de su interlocutor, impedida de alejarse de la ventana.
—¿Acaso no escucha los argumentos de Ross? ¿Por qué es injusto escuchar los míos? Permítame explicarle la posición que él adopta, y lo que ha hecho para resolverla.
Ella no dijo nada más. Consciente de que había salvado el primer obstáculo, George continuó:
—Ross es impulsivo, excesivamente altanero y temerario. Nada de todo eso es culpa mía. Es el defecto de los que nacen con fortuna, y descienden de generaciones que siempre tuvieron dinero. Pero no era necesario comportarse como él lo ha hecho. Hace cuatro años inició este absurdo plan de fundir cobre en Cornwall. Me imputa la responsabilidad de su fracaso, pero desde el comienzo mismo debía fracasar. Después, cuando se vio apremiado por las consecuencias, su orgullo le impidió pedir la ayuda de los amigos: y así, las obligaciones que contrajo, sumadas a las restantes deudas, le obligaron a firmar un pagaré por mil libras, con un interés usurario, ahora el documento ha llegado a manos de mi tío, y por eso lo sé, y desde entonces ha venido pagando los intereses. No sólo eso; el último año vendió la mitad de su participación en una mina lucrativa e indujo a Francis a asociarse con él en ese elefante blanco que es la Wheal Grace, ¡la misma que su padre agotó hace veinte años! Y cuando en definitiva no tenga un cobre, y también ustedes estén en la miseria, ¡sin duda me achacará la culpa y dirá que robé el cobre que había en su propiedad!
Finalmente, Elizabeth consiguió escapar de su encierro y caminó por la habitación. Él estaba exagerando sus argumentos, pero quizá la verdad estaba a medio camino entre la actitud de George y la de Francis. Ella misma nunca había atinado a definir bien sus sentimientos hacia Ross, y había en su carácter cierto matiz de perversidad que se complacía en ver la otra cara de la moneda.
George no la siguió. Después de un momento dijo:
—Sin duda, usted sabe que es una de las mujeres más hermosas de Inglaterra.
El reloj sobre el reborde de la chimenea comenzó a dar las cinco. Cuando terminó, ella dijo:
—Si lo que usted dice fuese nada más que la mitad de la verdad, lo consideraría… muy amable de su parte: pero como Francis no está aquí, debo afirmar que sus palabras implican tomarse cierta libertad. Por lo que sé…
—Si decir la verdad es tomarse una libertad, sea. —George apoyó una mano sobre el chaleco bordado, no del todo cómodo pero tampoco intimidado—. Porque es la verdad. Frecuento mucho la sociedad, y le aseguro que no estoy halagándola, ni fingiendo. Vuélvase. Mírese al espejo. O quizá usted se conoce demasiado y no lo advierte. Pero los hombres lo saben ver. Otros hombres, y no sólo yo. Y muchas personas de ambos sexos pensarían lo mismo, si usted mantuviese relaciones más frecuentes con la gente y se dejase ver. Incluso ahora oigo decir a muchos: «¿Recuerda a Elizabeth Poldark… de soltera Chynoweth? Una mujer realmente hermosa. Me gustaría saber dónde está».
—¿Usted cree que…?
—Si Francis me lo permitiera —dijo George—, podría ayudarlo. Que juegue con su mina si quiere, pero eso bien puede ser nada más que una ocupación secundaria. En otra ocasión, vine de visita y mencioné ciertos cargos que son sinecuras. Ahora mismo podría conseguir que lo designasen en dos de ellos. No tendría por qué avergonzarse. Pregunte a su párroco cómo consiguió su iglesia, o a su mayor el batallón. Sencillamente, porque un amigo deslizó la palabra oportuna. Esta vida no es buena para usted. Su pobreza no sólo es inmerecida… es innecesaria.
Elizabeth guardaba silencio. Podía tener diferentes reacciones frente a los cumplidos de George, pero en todo caso sus palabras tocaban un nervio sensible. Ahora tenía veintiocho años, y su belleza no duraría indefinidamente. Podía contar con los dedos de una mano las veces que había salido de la casa después de cumplir los veinticinco años.
—Oh, George, usted es muy amable. No piense que no lo sé. Sobre todo porque comprendo que esto no le reporta ninguna ventaja. Yo…
—Por lo contrario —dijo George—, tengo mucho que ganar.
—Casi no sé qué decirle. Prodiga favores a mi madre y mi padre y a mi hijo, y haría lo mismo con Francis si él se lo permitiera. Ojalá pudiésemos dar por terminada esta querella; lo digo con absoluta sinceridad. Pero… cuando insinúa que se trata de un hecho trivial, ¿no está engañándose? El asunto no es tan sencillo como usted lo da a entender. Ojalá lo fuera. En ese caso me haría muy feliz presenciar la reanudación de nuestra amistad.
George se acercó al hogar.
—¿Y hará lo que pueda para restablecerla?
—Si usted también hace su parte.
—¿Cómo?
—Ayude a convencer a Ross de que usted no es su enemigo.
—No me interesa Ross.
—No, pero ahora Francis es socio de Ross. No podrá tranquilizar a uno sin el otro.
George miró su látigo de montar. Quizá la expresión de sus ojos no estaba destinada a Elizabeth.
—Usted me atribuye cualidades sobrenaturales. ¿Qué desea que haga?
—Si usted hace todo lo posible —dijo Elizabeth—, yo haré otro tanto.
—Confío en que cumplirá su palabra.
—No lo dude.
George se inclinó sobre la mano de Elizabeth y esta vez la besó, con un gesto formal de rancio cuño, que sin embargo expresó exactamente lo que él deseaba.
Dijo:
—Por favor, no se moleste en acompañarme. Mi caballo está a la puerta.
Abandonó la habitación, cerrando la puerta tras de sí, y cruzó el gran vestíbulo vacío. El viento golpeaba una ventana floja. Cuando llegó a la puerta principal, la tía Agatha salía del saloncito y avanzaba en dirección a George. Este trató de evitar que lo viese, pero aunque la anciana estaba casi totalmente sorda, su vista aún era bastante buena.
—¡Caramba, que me cuelguen si no es George Warleggan! ¡No me venga con murmullos! La gente siempre murmura. Hace años que no nos visita. Es ya demasiado importante para nosotros, ¿verdad?
George sonrió y se inclinó sobre la mano arrugada.
—Te saludo, vieja bruja. Los gusanos deben haberse fatigado de esperar. No es bueno que la gente se pudra sin que la entierren.
—Supongo que demasiado importante para nosotros —dijo Agatha, y una garra temblorosa fue a unirse con la otra, sobre el bastón—. Miren ese chaleco. George, recuerdo cuando eras un niño, apenas mayor que Geoffrey Charles. Cómo se impresionó la primera vez que vino. Ahora es distinto.
George sonrió y asintió.
—Señora, debería existir una ley que obligara a envenenar a todas las viejas. Con una almohada apretada sobre la cara, no llevaría mucho tiempo. Si usted fuera la última de los Poldark, lo haría personalmente. Pero no se apure, sus sobrinos nietos están cavando sus propias tumbas. No tardarán mucho.
Una lenta gota de agua escapó del ojo de la tía Agatha y se deslizó en diagonal por una de las arrugas de su mejilla. No era indicio de emoción; sencillamente ocurría de tanto en tanto.
—Recuerdo que usted fue siempre amigo de Francis, pero no de Ross. ¿Qué dice? Esa primera vez estaba nervioso, y era muy delgado; y Charles preguntó: «¿Quién vino ahora de la escuela con mi hijo?». Bien, los tiempos han cambiado. Recuerdo los años en que no podría haber venido desde Truro con todo ese lujo sin que en el camino lo desnudase un asaltante o un fontanero hambriento. ¿Ha visto a Francis?
—He visto a Elizabeth —dijo George, inclinándose otra vez—. Vieja, usted me recuerda ciertas cosas olvidadas. Muérase pronto ¿quiere? Así podremos olvidarla cuanto antes.
—Adiós —dijo la tía Agatha—. Venga a comer un día de estos. En los tiempos que corren tenemos muy pocas visitas.