Pues hela aquí, joder —dice Héctor con voz férrea—: la patética historia, de pe a pa. ¿Me escuchas? Luke escucha. Media hora se convierte en cuarenta minutos. La patética historia, de pe a pa, en efecto.
Luego, como no tiene sentido andarse con prisas, vuelve a escuchar, durante otros cuarenta minutos, tendido en la cama: A las ocho de esa mañana, Héctor Meredith y Billy Matlock comparecieron ante un tribunal improvisado compuesto por sus iguales en las oficinas del Subjefe en la cuarta planta.
Allí les leyeron los cargos formulados contra ellos. Héctor los parafraseó, sazonados con sus propias palabras malsonantes:
—El Subjefe ha dicho que el secretario del Gabinete lo había convocado y le había hecho cierta propuesta: a saber, un tal Billy Matlock y un tal Héctor Meredith conspiraban conjuntamente para empañar el buen nombre de un tal Aubrey Longrigg, parlamentario, magnate de la City y lameculos de los oligarcas de Surrey, en respuesta a los agravios percibidos que el antedicho Longrigg había infligido a los acusados: esto es, Billy en venganza por toda la mierda que Aubrey lo obligó a comer cuando estaban de uñas y dientes en la cuarta planta; yo por los intentos de Aubrey de llevar a la quiebra a la puta empresa de mi familia para comprarla luego por un beso con lengua. El secretario del Gabinete tenía la impresión de que nuestra «implicación personal nublaba nuestro criterio operacional». ¿Sigues escuchando?
Luke escucha. Y para escuchar aún mejor, se sienta en el borde de la cama con la cabeza apoyada en las manos y la grabadora en el edredón a su lado. E igual que cuando hablaban cara a cara, se pregunta si está volviéndose loco.
—Entonces, como principal instigador de la conspiración para dar por el saco a Aubrey, me invitan a explicar mi postura.
—¿Tom?
—¿Dick?
—¿Qué demonios tiene que ver dar por el saco a Aubrey, aun si eso era lo que os traíais entre manos, con trasladar a Londres a nuestro muchacho y su familia?
—Buena pregunta. La contestaré con el mismo ánimo.
Luke nunca lo había visto tan furioso.
—Según el Subjefe, corre la voz de que nuestra Agencia se propone sacar a la luz una supertrama a fin de desacreditar de manera contundente las aspiraciones bancarias del Consorcio La Arena. ¿Necesito explayarme sobre lo que el Subjefe se ha complacido en llamar el «enlace»? ¿Un banco ruso, un resplandeciente caballero blanco, miles de millones de dólares en la mesa y muchos más allí de donde salieron los primeros, con una promesa no solo de poner en circulación miles de millones en un mercado monetario muy corto de liquidez, sino de invertir en algunos de los grandes dinosaurios de la industria británica? Y justo cuando su buena voluntad está a punto de cristalizar, aparecemos nosotros, los capullos del servicio de inteligencia, con la intención de poner la casa patas arriba echando algodón de azúcar moralista en torno a los beneficios de la delincuencia.
—Has dicho que te han invitado a explicar tu postura —se oye Luke recordar a Héctor.
—Como así he hecho. Y bastante bien, debo decir. He arremetido contra él con todo lo que tenía. Y a donde no he llegado yo, ha llegado Billy. Y poco a poco… no te lo vas a creer… el Subjefe ha empezado a interesarse. No es un papel fácil para alguien cuando su jefe está hundiéndole la cabeza en la arena, pero al final ha actuado como una dama. Ha echado a todo el mundo salvo a nosotros dos y ha vuelto a escucharnos de principio a fin.
—¿A ti y a Billy?
—Billy ya estaba dentro de nuestra tienda y meaba fuera vigorosamente. Una conversión paulina, más vale tarde que nunca.
Luke tiene sus dudas al respecto, pero en un gesto de generosidad decide no expresarlas.
—¿Y en qué situación estamos ahora?
—Otra vez en el punto de partida —contesta Héctor brutalmente—. Oficial pero oficioso, con Billy subido al carro y las riendas en mi poder. ¿Tienes un lápiz a punto?
—¡Claro que no!
—Pues atiende. Esto es lo que haremos de aquí en adelante, sin volver la vista atrás.
Sigue escuchando la grabadora durante otros diez minutos; por fin se da cuenta de que espera a reunir valor para telefonear a Eloise, y eso hace. Da la impresión de que volveré a casa pronto, incluso mañana tal vez, a última hora, dice. Eloise contesta que Luke debe hacer lo que considere correcto. Luke pregunta por Ben. Eloise dice que Ben está perfectamente, gracias. Luke descubre que le sangra la nariz y vuelve a tenderse en la cama hasta la hora de la cena, y una conversación tranquila con Perry, que está en la solana practicando nudos de escalada con Alexei y Viktor.
—¿Tienes un momento?
Luke lleva a Perry a la cocina, donde Ollie está peleándose con una obstinada freidora que se niega a alcanzar la temperatura deseable para las patatas fritas caseras.
—¿Te importa dejarnos solos un minuto, Harry?
—No hay inconveniente, Dick.
—Por fin buenas noticias, a Dios gracias —empezó a explicar Luke cuando Ollie se marchó—. Héctor tendrá una avioneta en espera en Belp mañana a partir de las once de la noche, hora de Greenwich, de Belp a Northolt. Con permiso para despegar y aterrizar y paso libre en los dos extremos. Sabe Dios cómo lo ha conseguido, pero así es. Llevaremos a Dima a Grund, al otro lado de la montaña, en jeep, y luego derecho a Belp. Tan pronto como tome tierra en Northolt, lo trasladarán a lugar seguro, y si proporciona lo que dice que proporcionará, su llegada se hará oficial y lo seguirá el resto de la familia.
—¿Si proporciona…? —repitió Perry, ladeando la alargada cabeza en actitud socarrona de un modo que resultó especialmente molesto a Luke.
—Bueno, lo proporcionará, ¿no? Eso ya lo sabemos. Es el único trato sobre la mesa —prosiguió Luke al ver que Perry permanecía callado—. Nuestros superiores en Whitehall no cargarán con la familia hasta constatar que Dima lo vale. —Y como Perry tampoco respondió, añadió—: Es lo máximo que Héctor ha podido sacarles saltándonos el procedimiento debido. Así que mucho me temo que eso es lo que hay —concluyó con un asomo de irritación.
—El procedimiento debido —repitió Perry por fin.
—De eso se trata, me temo.
—Creía que se trataba de personas.
—Y así es —replicó Luke, sulfurándose—. Por eso Héctor quiere que seas tú quien se lo diga a Dima. Cree que es mejor que salga de ti que de mí. Yo estoy totalmente de acuerdo. Opino que es mejor que no lo hagas ahora. Basta con que sea mañana por la tarde. No nos conviene que esté dándole vueltas toda la noche. A eso de las seis, pongamos, así tendrá tiempo para sus preparativos.
¿Es que este hombre no sabe qué es flexibilidad?, se preguntó Luke. ¿Cuánto tiempo tengo que aguantar esa mirada ladeada?
—¿Y si no lo proporciona? —preguntó Perry.
—Eso no se lo ha planteado nadie todavía. Aquí vamos paso a paso. Así funcionan estas cosas, me temo. Nunca hay líneas rectas. —Y permitiéndose un desliz del que se arrepintió en el acto—: Nosotros no somos académicos, somos gente de acción.
—Tengo que hablar con Héctor.
—Eso ha dicho que dirías. Está esperando tu llamada.
Solo, Perry ascendió por el sendero hacia el bosque donde había paseado con Dima. Al llegar a un banco donde a veces se sentaban, se enjugó el relente vespertino con la palma de la mano, tomó asiento y aguardó a que se le despejara la cabeza. Desde su banco, veía a Gail, los cuatro niños y Natasha sentados en círculo en el suelo de la solana en torno al tablero del Monopoly. Oyó un chillido de indignación de Katia, seguido de un gruñido de protesta de Alexei. Sacó el móvil del bolsillo y lo contempló en el crepúsculo antes de pulsar el botón preasignado a Héctor y oír al instante su voz.
—¿Quieres que te dore la píldora, Milton, o prefieres oír la verdad pura y dura?
Ese era el Héctor de siempre, el que a él le gustaba, el que lo había reprendido en la casa franca de Bloomsbury.
—La verdad ya me sirve.
—Pues hela aquí: si trasladamos a nuestro muchacho, lo escucharán y se formarán una opinión. Es lo máximo que he podido sacarles. Ayer aún no estaban dispuestos siquiera a llegar hasta ahí.
—¿Quiénes?
—Las autoridades, los de siempre. ¿Quién coño va a ser? Si no da la talla, volverán a tirarlo al agua.
—¿A qué agua?
—Aguas rusas probablemente. ¿Qué más da? La cuestión es que dará la talla. Yo sé que la dará, tú sabes que la dará. En cuanto hayan decidido quedárselo, cosa que no les llevará más de un día o dos, se tragarán la catástrofe entera: su mujer, sus hijos, las hijas de su compinche… y su perro, si lo tiene.
—No lo tiene.
—El quid de la cuestión es que en principio han aceptado el paquete completo, y eso desde mi posición es un triunfo de cagarse. Quizá no desde la tuya.
—¿Cómo que «en principio»?
—¿Eso tiene mucha importancia para ti? Llevo toda la mañana escuchando a gilipollas hipercorrectos de Whitehall hilando fino y no necesito a otro más. Hemos llegado a un acuerdo. Siempre y cuando nuestro muchacho traiga la mercancía, los demás lo seguirán con la debida presteza. Eso han prometido y yo tengo que creerles.
Perry cerró los ojos y aspiró el aire de la montaña.
—¿Qué me estás pidiendo?
—Solo lo que vienes haciendo desde el primer día: que pongas en peligro tu alma inmortal a cambio de un bien superior. Dale jabón. Si le dices que es un «tal vez», no vendrá. Si le dices que aceptamos sus condiciones sin reservas, vendrá. ¿Sigues ahí?
—En parte.
—Dile la verdad, pero dísela selectivamente. Si le das la menor ocasión de pensar que estamos jugando sucio con él, la aprovechará. Puede que seamos caballeros ingleses de juego limpio, pero también somos unos mierdas de la pérfida Albión. ¿Me has oído o sigo hablando con la pared?
—Te he oído.
—Entonces dime que me equivoco. Dime que no lo interpreto bien. Dime que conoces un plan mejor. Eres tú o nadie, Perry. Esta es tu mejor hora. Si no te cree a ti, no creerá a nadie.
Estaban en la cama. Gail, medio dormida, apenas había hablado.
—En cierto modo se lo han quitado de las manos —observó Perry.
—¿A Héctor?
—Esa es la impresión que da.
—Tal vez nunca ha estado en sus manos —sugirió Gail. Y poco después—: ¿Has tomado ya una decisión?
—No.
—Entonces creo que la has tomado. Creo que no decidirse es tomar una decisión. Creo que la has tomado, y por eso no puedes dormir.
Ya habían disfrutado de la fondue de Ollie y recogido la mesa. Dima y Perry seguían en el comedor, solos, de pie frente a frente bajo una araña de luces de aleación multicolor. Luke, muy discreto, se había ido a dar un paseo por el pueblo. Las niñas, a instancias de Gail, veían Mary Poppins otra vez. Tamara se había retirado al salón.
—Es lo único que pueden ofrecer los apparatchiks —explicó Perry—. Primero viajará usted a Londres, esta noche; su familia lo seguirá dentro de un par de días. Los apparatchiks insisten en eso. Tienen que obedecer las normas. Hay normas para todo. Incluso para esto.
Empleaba frases cortas, como disparos de tanteo, atento al menor cambio en las facciones de Dima, cualquier asomo de ablandamiento, o amago de comprensión, siquiera de resistencia, pero su rostro era inescrutable.
—¿Quieren que vaya yo solo?
—Solo no. Dick viajará a Londres con usted. En cuanto se completen los formalismos en Londres, y los apparatchiks hayan cumplido sus normas, viajaremos todos a Inglaterra. Y Gail cuidará de Natasha —añadió con la esperanza de disipar lo que, imaginaba, sería la mayor preocupación de Dima.
—¿Está enferma, mi Natasha?
—No, por Dios. ¡No está enferma! Es joven. Es hermosa. Temperamental. Pura. Solo que necesitará muchas atenciones en un país extranjero.
—Claro —convino Dima, moviendo la cabeza calva en un gesto de confirmación—. Claro. Hermosa como su madre.
A continuación dirigió la mirada a un lado y hacia abajo simultáneamente, contemplando un abismo de angustia personal al que Perry no tenía acceso. ¿Lo sabe? ¿Se lo habrá dicho Tamara en un arrebato de despecho o en un momento de intimidad o en un descuido? ¿Acaso Dima, contra todas las expectativas de Natasha, ha cargado con el secreto y el dolor en lugar de partir de inmediato en busca de Max? Lo que Perry tenía claro en todo caso era que el estallido de rabia y rechazo que él había previsto cedía ante el naciente sentimiento de resignación del recluso frente a la autoridad burocrática; y tomar conciencia de eso perturbó a Perry más profundamente que cualquier posible estallido violento.
—Conque un par de días, ¿eh? —repitió Dima con el mismo tono que si hablase de una condena a perpetuidad.
—Un par de días, eso dicen.
—¿Eso dice Tom? ¿Un par de días?
—Sí.
—Parece un buen hombre, ese Tom, ¿no?
—Creo que lo es.
—Dick también. Casi mató a aquel cabrón.
Digirieron juntos el comentario.
—Gail… ¿cuidará de mi Tamara?
—Gail cuidará muy bien de su Tamara. Y los chicos la ayudarán. Y yo también me quedaré aquí. Todos cuidaremos de la familia hasta que salgan para Londres. Después cuidaremos de ustedes en Inglaterra.
Dima también reflexionó a este respecto, y la idea pareció cobrar forma en él.
—¿Mi Natasha irá al colegio Roedean?
—Tal vez no al Roedean. Eso no pueden prometerlo. Tal vez haya otro incluso mejor. Encontraremos buenos colegios para todos. Saldrá todo bien.
Dibujaban los dos un horizonte falso. Perry lo sabía y Dima parecía saberlo también, y alegrarse de ello, porque tenía la espalda arqueada y el pecho hinchado, y su rostro se había relajado hasta aparecer en él la sonrisa de delfín que Perry recordaba de su primer encuentro en la pista de tenis de Antigua.
—Cásese pronto con esa chica, Catedrático, ¿me oye?
—Le mandaremos una invitación.
—Vale muchos camellos —musitó, y esbozó una sonrisa ante su propia broma: no una sonrisa de derrota, a ojos de Perry, sino una sonrisa por el tiempo transcurrido, como si los dos se conocieran de toda la vida, sensación que Perry empezaba a tener.
—¿Jugará conmigo en Wimbledon alguna vez?
—Claro. O en Queen’s. Todavía soy socio.
—Nada de tratarme como a un maricón, ¿vale?
—Vale.
—Quiere apostar. ¿Para darle más interés?
—No me lo puedo permitir. Podría perder.
—Es un gallina, ¿eh?
—Me temo que sí.
A continuación el abrazo que temía, la prolongada reclusión en aquel torso enorme, húmedo y tembloroso, una reclusión interminable. Pero cuando se separaron, Perry vio que la vida había abandonado el rostro de Dima, y la luz sus ojos castaños. Luego, como obedeciendo una orden, dio media vuelta y se encaminó hacia el salón donde aguardaban Tamara y la familia reunida.
En ningún momento se planteó la posibilidad de que Perry viajara a Inglaterra con Dima, no aquella noche ni ninguna otra. Luke siempre lo había sabido, y le había bastado con dejar caer la pregunta a Héctor para recibir un «no» rotundo. Si la respuesta, por alguna razón imprevisible, hubiese sido «sí», el propio Luke la hubiese discutido: un aficionado con mucho entusiasmo y sin preparación ninguna como escolta en el viaje de un valiosísimo desertor, eso sencillamente no cuadraba con sus planteamientos profesionales.
Así pues, Luke accedió a que Perry los acompañase en el viaje de Berna a Belp más por un sólido sentido operacional que por compasión. Cuando uno arranca a un informante vital del seno de su familia y lo deja, sin firmes garantías, al cuidado de su Agencia madre, razonó a regañadientes, sí, es prudente proporcionarle el solaz de su mentor elegido.
Pero si Luke esperaba conmovedoras escenas de despedida, se las ahorraron. Anocheció. La casa estaba en silencio. Dima llamó a Natasha y sus dos hijos al salón y les habló mientras Perry y Luke aguardaban, sin oírlo, en el vestíbulo, y Gail seguía viendo Mary Poppins con las niñas. Para ser recibido por los caballeros espías de Londres, Dima se había puesto su traje milrayas azul. Natasha le había planchado su mejor camisa, Viktor le había sacado brillo a sus zapatos italianos, y Dima estaba preocupado por estos: ¿y si se le ensuciaban de camino al lugar donde Ollie había aparcado el jeep? Pero no tenía en cuenta las aptitudes de Ollie, quien, además de mantas, guantes y gruesos gorros de lana para el viaje al otro lado de la montaña, tenía un par de chanclos de goma del número de Dima esperándolo en el vestíbulo. Y Dima debió de decir a su familia que no lo siguiera, porque se presentó solo, con el mismo aspecto brioso e incontrito que cuando apareció por las puertas de vaivén del hotel Bellevue Palace con Aubrey Longrigg a su lado.
Al verlo, Luke sintió que se le aceleraba el corazón como no le ocurría desde Bogotá. He aquí a nuestro testigo estrella, y el propio Luke lo será también. Luke será el testigo A detrás de una mampara, o Luke Weaver a las claras delante de ella. Será un paria, como lo será Héctor. Y contribuirá a amarrar al mástil a Aubrey Longrigg y sus alegres bandidos, y al infierno con el contrato de cinco años en la academia de instrucción, y la casa agradable con aire marino y buenos colegios cerca para Ben y la pensión incrementada al final del camino, y la posibilidad de alquilar la casa de Londres en lugar de venderla. Dejaría de confundir promiscuidad con libertad. Lo intentaría una y otra vez con Eloise hasta que ella volviese a creer en él, terminaría todas sus partidas de ajedrez con Ben, y encontraría un trabajo que le permitiese volver a casa a una hora razonable, y disponer de fines de semana auténticos para estrechar la relación, y tenía solo cuarenta y tres años, por amor de Dios, y Eloise no había cumplido siquiera los cuarenta.
Fue, pues, con una sensación tanto de inicio como de final que Luke se colocó a la par de Dima, y los tres se colocaron detrás de Ollie, para descender a pie hasta la granja y el jeep.
En cuanto al viaje, Perry, el fervoroso montañero, en un primer momento solo tomó conciencia difusamente: la furtiva ascensión por el bosque a la luz de la luna hacia el Kleine Scheidegg con Ollie al volante y Luke junto a él en el asiento delantero, y el contacto en el hombro del enorme cuerpo de Dima, que lo embestía lánguidamente cada vez que Ollie, sin más alumbrado que las luces de posición, tomaba una de las cerradas curvas, ya que al parecer Dima prefería sentir los golpes a sujetarse, a menos que no le quedara más remedio. Y sí, claro, la sombra negra y espectral de la cara norte del Eiger acercándose cada vez más fue una visión icónica para Perry: al pasar ante el pequeño apeadero de Alpiglen, contempló con veneración la Araña Blanca, trazando ya una ruta para atravesarla, y prometiéndose que, como último acto de independencia antes de casarse con Gail, lo intentaría.
A punto de superar la cima del Scheidegg, Ollie apagó por completo las luces del jeep, y pasaron a escondidas como ladrones ante las moles gemelas del gran hotel. Ante ellos apareció el resplandor del Grindelwald. Iniciaron el descenso, entraron en el bosque y vieron el parpadeo de las luces de Brandegg entre los árboles.
—En adelante es todo camino de tierra —dijo Luke por encima del hombro, por si Dima notaba los efectos del traqueteo.
Pero Dima no lo oyó o se quedó indiferente. Había echado la cabeza atrás y se había metido una mano bajo la pechera, manteniendo el otro brazo extendido sobre el respaldo por detrás de los hombros de Perry.
En medio de la carretera, dos hombres hacen señales con una linterna.
El hombre sin linterna mantiene en alto la mano enguantada en actitud imperiosa. Viste indumentaria de aspecto urbano: un abrigo largo, bufanda, sin sombrero pese a ser medio calvo. El hombre de la linterna lleva uniforme de policía y capote. Ollie ya ha empezado a hablarles alegremente, a voz en grito, mientras se acerca.
—Eh, chicos, ¿qué pasa? —pregunta con un cantarín argot francés suizo que Perry nunca le había oído—. ¿Se ha caído alguien del Eiger? Nosotros ni siquiera hemos visto un conejo.
Según las instrucciones de Luke, Dima es un turco rico. Estaba alojado en el hotel Park, y su mujer, en Estambul, ha contraído una grave enfermedad. Ha dejado el coche en Grindelwald, y nosotros somos un par de huéspedes ingleses haciendo de buenos samaritanos. No resistiría muchas verificaciones, pero podía servir si se usaba una sola vez.
—¿Por qué no ha cogido el turco rico el tren desde Wengen hasta Lauterbrunnen y se ha trasladado luego a Grindelwald en taxi? —había preguntado Perry.
—Era imposible hacerlo entrar en razón —había contestado Luke—. Calcula que así, cruzando la montaña en jeep, ahorra una hora. A las doce de la noche sale un vuelo a Ankara desde Kloten.
—¿Eso del vuelo es verdad?
Pero de momento ninguno de los dos hombres ha pedido una explicación. El policía ilumina con su linterna el adhesivo triangular morado en el parabrisas del jeep. Lleva estampada la letra G. El hombre con indumentaria urbana se encuentra detrás de él, eclipsado por el resplandor de la linterna. Sin embargo, Perry alberga la perspicaz sospecha de que el individuo observa muy detenidamente al conductor del vehículo y sus tres pasajeros.
—¿De quién es este jeep? —pregunta el policía, reanudando su inspección del triángulo morado.
—De Arni Steuri. Fontanero. Amigo mío. No me diga que no conoce a Arni Steuri, de Grindelwald. En la calle mayor, al lado del electricista.
—¿Han bajado desde Scheidegg esta noche? —pregunta el policía.
—Desde Wengen.
—¿Han viajado por carretera desde Wengen hasta Scheidegg?
—¿Cómo, si no? ¿Volando?
—Si ha viajado por carretera desde Wengen hasta Scheidegg, debería llevar un segundo adhesivo, expedido en Lauterbrunnen. El adhesivo de su parabrisas es para el recorrido Scheidegg-Grindewald exclusivamente.
—¿Y en qué bando está usted? —pregunta Ollie, firme en su buen humor.
—Yo soy de Mürren, en realidad —responde el policía estoicamente.
Sigue un silencio. Ollie empieza a tatarear una melodía, que es otra cosa que Perry no le ha oído hacer antes. Tararea y, con la ayuda del haz de la linterna del policía, rebusca entre los papeles embutidos en el bolsillo de la puerta del conductor. Perry nota el sudor que le corre por la espalda, pese a que permanece casi inmóvil junto a Dima. Ninguna cima difícil ni escalada respetable le ha hecho sudar estando sentado. Ollie continúa tarareando mientras busca, pero su tarareo no presenta ya el inicial tonillo atrevido. Me alojo en el hotel Park, se dice Perry. Luke también. Somos los buenos samaritanos de un turco trastornado que no habla inglés y cuya esposa se está muriendo. Podía servir si se usaba una sola vez.
El hombre de paisano ha dado un paso al frente y se inclina sobre el costado del jeep. El tarareo de Ollie es cada vez menos convincente. Al final, con un papel arrugado en la mano, se recuesta como si se diese por vencido.
—En fin, igual esto les vale —comenta, y tiende al policía un segundo adhesivo, este con un triángulo amarillo en lugar de morado, y sin la letra G superpuesta.
—La próxima vez asegúrese de que lleva los dos adhesivos en el parabrisas —aconseja el policía.
Se apaga la linterna. Están otra vez en marcha.
Para la mirada inexperta de Perry, el BMW aparcado parecía reposar plácidamente donde Luke lo había dejado —sin cepos en las ruedas, ninguna notificación descortés bajo el limpiaparabrisas, solo una berlina aparcada—, y lo que Luke buscaba con ayuda de Ollie, fuera lo que fuese, circundando ambos el coche con cautela mientras Perry y Dima permanecían, como se les había indicado, en el asiento trasero del jeep, no lo encontró, porque ahora Ollie abría ya la puerta del conductor y Luke, con gestos, los instaba a apresurarse, y dentro del BMW repetían la formación: Ollie al volante, Luke en el asiento contiguo, Perry y Dima detrás. Durante la parada y la inspección, Dima no se había movido ni hecho seña alguna. Está en actitud de prisionero, pensó Perry. Lo estamos trasladando de una cárcel a otra, y los detalles no son responsabilidad suya.
Lanzó una mirada a los retrovisores laterales en busca de faros sospechosos a sus espaldas, pero no vio ninguno. A veces daba la impresión de que un coche los seguía, pero en cuanto Ollie reducía la velocidad, los adelantaba. Miró a Dima a su lado. Dormitaba. Todavía llevaba el gorro de lana negro para ocultar su calvicie. Luke había insistido en ello. Con o sin traje mil rayas. A veces, cuando Dima se ladeaba contra él, la lana untuosa hacía cosquillas a Perry en la nariz.
Habían llegado a la Autobahn. Bajo las luces de sodio, el rostro de Dima se convirtió en una máscara mortuoria parpadeante. Perry consultó la hora, sin saber por qué, pero necesitando el consuelo del tiempo. Un letrero azul indicaba la salida del aeropuerto de Belp. Tres líneas, dos líneas, giro a la derecha para tomar la salida.
El aeropuerto estaba más oscuro de lo que era normal en un aeropuerto. Eso fue lo primero que sorprendió a Perry. Sí, pasaba de las doce de la noche, pero preveía mucha más iluminación, incluso en un aeropuerto estacional como el de Belp, que nunca había visto del todo confirmado su pleno rango internacional.
Y no hubo formalidades: a menos que se contara como formalidad la breve conversación en privado entre Luke y un hombre de rostro gris y cansado, con mono azul, que parecía la única presencia oficial allí. Ahora Luke enseñaba a aquel hombre cierto documento, demasiado pequeño para ser un pasaporte, eso desde luego. Era pues un carnet, un permiso de conducir, ¿o quizá un pequeño sobre bien repleto?
Fuera lo que fuese, el hombre de rostro gris con mono azul necesitó mirarlo bajo una luz mejor, porque se volvió y se encorvó bajo el haz de una lámpara situada detrás de él, y cuando se volvió de nuevo hacia Luke, lo que fuera que tenía en la mano no estaba ya en su mano, así que o bien se lo había quedado, o se lo había devuelto a Luke y Perry no se había dado cuenta.
Y después del hombre gris —que había desaparecido sin pronunciar una sola palabra en ningún idioma— se encontraron con una barrera de mamparas grises, pero no había nadie para verlos pasar. Y después de la barrera, una cinta de equipaje inmóvil, y un par de pesadas puertas de vaivén eléctricas que se abrieron antes de llegar ellos: ¿ya estaban en la zona de embarque? ¡Imposible! A continuación, un vestíbulo de salidas vacío con cuatro puertas de cristal que daban directamente a la pista: tampoco había nadie que los registrase a ellos o al equipaje, que los obligase a quitarse los zapatos o las chaquetas, que los mirase con expresión ceñuda a través de una ventana de cristal blindado, les exigiese el pasaporte con un chasquido de dedos o les formulase preguntas intencionadamente inquietantes sobre la duración de la estancia en el país y el motivo de la visita.
Así que si toda esa privilegiada falta de atención que recibían era el resultado de los esfuerzos privados de Héctor —como Luke había insinuado a Perry, y el propio Héctor de hecho había confirmado—, Perry lo único que podía hacer era quitarse el sombrero ante Héctor.
Perry tuvo la impresión de que las cuatro puertas de cristal de acceso a la pista estaban cerradas y atrancadas, pero Luke, el buen compañero de cordada, sabía que no era así. Fue directo a la puerta de la derecha y dio un ligero tirón, y la puerta —ver para creer— se deslizó obedientemente por el raíl, permitiendo la entrada de una tonificante corriente de aire fresco en la sala que acarició el rostro a Perry, cosa que él agradeció, ya que estaba inexplicablemente acalorado y sudoroso.
Con la puerta abierta de par en par y atraídos por la noche, Luke apoyó una mano —con delicadeza, no en actitud posesiva— en el brazo de Dima y, apartándolo de Perry, lo condujo a través de la puerta, sin la menor objeción por su parte, hasta la pista, donde, como si lo hubieran avisado previamente, giró de golpe a la izquierda, arrastrando a Dima consigo y dejando a Perry incómodamente rezagado detrás de ellos, como alguien que no sabe del todo si está invitado. Algo en Dima había cambiado. Perry advirtió qué era. Al cruzar la puerta, Dima se había quitado el gorro de lana y lo había tirado a un cubo de basura cercano.
Y cuando Perry dobló tras ellos, vio lo que Luke y Dima debían de haber visto ya: un bimotor, sin ninguna luz encendida y con las hélices en suave rotación, estacionado a cincuenta metros, con dos pilotos espectrales apenas visibles en el cono del morro.
No hubo despedidas.
Si eso era algo de lo que alegrarse o entristecerse, Perry no lo sabía, ni en ese momento ni más tarde. Había habido tantos abrazos, tantos saludos, sinceros o forzados, había habido tal festín de adioses y holas y declaraciones de amor, que en el cómputo total sus encuentros y separaciones estaban ya completos, y quizá no había cabida para una más.
O quizá —siempre quizá— Dima estaba demasiado abstraído para hablar, o para mirar atrás, o para mirarlo a él. Quizá las lágrimas corrían por su cara mientras se encaminaba hacia la avioneta, un pie sorprendentemente pequeño delante del otro, con la misma precisión de quien recorre la pasarela del barco.
Y Luke, ahora a un paso o dos por detrás y a un lado de Dima, como si lo dejara disfrutar de las candilejas y las cámaras ausentes, tampoco dirigió a Perry una sola palabra: era el hombre forjado delante de él en quien Luke tenía puesta la mirada, no en Perry, solo detrás de él. Era en Dima, con aquella exhibición de dignidad: calvo, inclinado hacia atrás, la cojera reprimida pero majestuosa.
Y por supuesto había táctica en la forma en que Luke se había situado respecto a Dima. Luke no sería Luke si no hubiese táctica. Era el pastor sagaz y rápido de los montes cumbrios donde Perry había escalado de joven, instando a su trofeo a subir por la escalerilla hacia el agujero negro de la cabina empleando hasta el último ápice de concentración mental y física que poseía, y atento por si él, en el momento menos pensado, vacilaba o salía corriendo o sencillamente se paraba en seco y se negara a subir.
Pero Dima no vaciló, no salió corriendo ni se paró en seco. Ascendió por la escalerilla con paso firme y penetró en la negrura, y en cuanto la negrura lo engulló, el pequeño Luke subió a brincos para reunirse con él. Y o bien había alguien dentro para cerrar la compuerta, o se encargó el propio Luke: un repentino susurro de bisagras, un doble golpe metálico al asegurarse la puerta desde el interior, y el agujero negro en el fuselaje del avión desapareció.
En cuanto al despegue, Perry tampoco conservaba ningún recuerdo en especial: solo que pensó que debía llamar a Gail y decirle que el Águila había alzado el vuelo o alguna otra frase por el estilo, y luego ir a buscar un autobús o un taxi, o quizá sencillamente volver a pie al pueblo. No tenía una idea muy clara de dónde estaba respecto al centro de Belp, si es que había un centro. Pronto despertó con Ollie de pie a su lado y recordó que tenía resuelto el regreso junto a Gail y a la familia sin padre que permanecía en Wengen.
El avión despegó, Perry no le dirigió un gesto de despedida.
Lo vio elevarse y escorarse de manera extrema, ya que el aeropuerto de Belp tiene muchos montes, grandes y pequeños, con los que lidiar, y los pilotos deben ser muy hábiles. Aquellos pilotos lo eran. Un chárter comercial, en apariencia.
Y no hubo explosión. Al menos que llegara a oídos de Perry. Más tarde lamentó que no la hubiese. Fue solo el ruido sordo de un puño enguantado contra un punching ball y un destello blanco y alargado que acercó de pronto a él los montes negros, y después nada en absoluto, nada que ver ni que oír, hasta que el ululato de la policía y las ambulancias y los bomberos cuando sus luces intermitentes empezaron a responder a la luz que se había apagado.
Por ahora el veredicto semioficial es que se produjo un fallo en los instrumentos. Otro es un fallo de motor. Ha circulado mucho la posibilidad de negligencia por parte del personal de mantenimiento anónimo. El pobre aeropuerto de Belp viene siendo desde hace tiempo el chivo expiatorio de los expertos y sus detractores no lo libran del castigo: puede que la culpa fuera también del control de tierra. No ha habido consenso entre dos comités de expertos. Es posible que las aseguradoras retengan el pago hasta que se conozca la causa. Los cadáveres calcinados siguen siendo motivo de desconcierto. Al parecer, los dos pilotos no fueron el problema: pilotos de chárter, sí, pero con amplia experiencia de vuelo, hombres serios, los dos casados, sin el menor rastro de sustancias prohibidas o alcohol, ningún dato adverso en sus expedientes, y sus mujeres eran vecinas y mantenían buenas relaciones en Harrow, donde vivían las familias. Dos tragedias, pues, pero, por lo que a los medios de comunicación se refería, dignas de no más de un día de atención. Ahora bien, ¿por qué demonios un antiguo funcionario de la embajada británica en Bogotá compartía avión con un minigarca ruso de dudosa reputación residente en Suiza? Ni siquiera la prensa amarilla encontró explicación. ¿Era por sexo? ¿Era por drogas? ¿Era por armas? A falta de pruebas, no era nada de todo eso. El terrorismo, el gran cajón de sastre de los últimos tiempos, se consideró otra posibilidad, pero se rechazó de plano.
Ningún grupo reivindicó el hecho.
F I N