Capítulo 16

Para Luke, los días y noches en el pequeño enclave turístico alpino de Wengen estaban misteriosamente preordinados, unos insoportables, otros colmados de esa paz lírica propia de una amplia reunión de familiares y amigos en vacaciones.

El chalet espacioso y feo, construido para alquilar, que Ollie había elegido ocupaba un triángulo de tierra entre dos senderos en el extremo más apacible del pueblo. En los meses de invierno se alquilaba a un club de esquí de la Alemania meridional, pero en verano estaba a disposición de quien quiera que pudiese pagarlo, desde teósofos sudafricanos hasta rastafaris noruegos, pasando por niños pobres del Ruhr. Por tanto, una familia dispar de edades y orígenes incompatibles era justo lo que el pueblo esperaba. Ni una sola cabeza se volvía cuando, en verano, desfilaban por sus calles bandadas de turistas: o eso dijo Ollie, que dedicó muchos minutos libres a vigilar desde detrás de las cortinas de las ventanas de la planta superior.

Desde dentro, el mundo era hermoso. Al mirar hacia abajo desde el piso de arriba, se disfrutaba de una vista del legendario valle de Lauterbrunnen; al mirar hacia arriba, se alzaba ante uno el monte Jungfrau en todo su esplendor. Por detrás se extendían, intactos, los prados y las estribaciones boscosas. Desde fuera, en cambio, era un vacío arquitectónico: grande y lúgubre, sin personalidad, anónimo y sin la menor afinidad con el entorno, con paredes blancas de estuco y elegantes detalles rústicos que servían solo para poner de relieve sus aspiraciones de periferia urbana.

También Luke había vigilado. Cuando Ollie salía en busca de provisiones y chismes locales, era Luke, con su propensión a preocuparse, quien se apostaba como vigía, atento a cualquier transeúnte sospechoso. Pero por más que vigiló, ninguna mirada curiosa se posó en las dos niñas pequeñas que se ejercitaban en el jardín con sus combas nuevas bajo la supervisión de Gail, o cogían prímulas en la pradera inclinada detrás de la casa, para conservarlas eternamente en tarros de sagú seco comprados por Ollie en el supermercado.

Ni siquiera suscitaba comentarios la mujer menuda, sentada en el balcón, inmóvil como una muñeca, con las manos en el regazo y gafas de sol: una señora de cierta edad, vestida de luto, con las mejillas empolvadas y los labios pintados. Los pueblos suizos acogen a gente así desde los inicios del negocio turístico. Y si por una de esas casualidades un transeúnte alcanzaba a ver entre las cortinas a un hombre corpulento con gorro de lana inclinado sobre un tablero de ajedrez frente a dos adversarios adolescentes —con Perry en función de árbitro y Gail y las niñas en otro rincón viendo DVD adquiridos en Photo Fritz—… bueno, si esa casa no había alojado antes a una familia de fanáticos del ajedrez, había alojado de todo lo demás. ¿Cómo iban a saber, o por qué había de importarles, que el blanqueador de dinero número uno del mundo, enfrentado al intelecto conjunto de sus precoces hijos, podía aún superarlos?

Y si al otro día se veía a esos mismos adolescentes, vestidos con ropa concienzudamente distinta, trepar por el escarpado sendero rocoso que discurría desde el jardín trasero hasta la cresta del Männlichen, precedidos y apremiados por Perry, jurando Alexei que iba a partirse el cuello de un momento a otro, joder, e insistiendo Viktor en que acababa de avistar abajo un ciervo adulto aun cuando fuera una gamuza… bueno, ¿qué tenía eso de especial? Perry incluso formó una cordada con ellos. Descubrió cerca de allí un saliente aceptable, alquiló botas y compró cuerda —siendo la cuerda para el montañero, explicó con severidad, algo a la vez íntimo y sacrosanto— y les enseñó a quedar suspendidos sobre un abismo, por más que el abismo tuviera solo cuatro metros de profundidad.

En cuanto a las dos mujeres jóvenes —una de unos dieciséis y la otra quizá diez años mayor, las dos hermosas— tumbadas con sus libros en hamacas bajo un arce de amplias ramas que por alguna razón había escapado al bulldozer del constructor… bueno, un hombre suizo tal vez las mirase y luego simulase no haber mirado, o si era italiano, tal vez las mirase y aplaudiese. Pero no correría al teléfono para informar en voz baja a la policía de que acababa de ver a dos mujeres sospechosas leyendo a la sombra de un arce.

O eso se decía Luke, y eso se decía Ollie, y en eso coincidían Perry y Gail en tanto miembros incorporados a la vigilancia del barrio —¿qué iban a hacer, si no?—, lo cual no significaba que ninguno de ellos, ni siquiera las niñas, acabara de librarse del todo de la sensación de que estaban escondiéndose y viviendo a contrarreloj. Cuando Katia preguntó en el desayuno, con los crepes, el beicon y el jarabe de arce preparados por Ollie: «¿Hoy nos vamos a Inglaterra?» —o Irina, más quejumbrosamente: «¿Por qué no hemos ido todavía a Inglaterra?»—, hablaban en nombre de todos los presentes en la mesa, empezando por el propio Luke, el héroe del grupo por el hecho de llevar la mano derecha escayolada después de caerse por la escalera del hotel en Berna.

—¿Vas a ponerle un pleito a ese hotel, Dick? —preguntó Viktor con actitud agresiva.

—Consultaré a mi abogado al respecto —contestó Luke, dirigiendo una sonrisa a Gail.

En lo que se refería a cuándo viajarían a Londres exactamente: «Bueno, quizá hoy no, Katia, pero puede que mañana, o pasado —aseguró Luke—. Todo depende de cuándo lleguen vuestros visados. Y ya sabemos lo que son los apparatchiks, incluso los ingleses, ¿no?».

Pero ¿cuándo, ay, cuándo?

Luke se planteaba esa misma pregunta cada hora del día o la noche que pasaba despierto o medio dormido conforme se apilaban los entrecortados partes informativos de Héctor: tan pronto un par de frases enigmáticas entre reuniones como una sarta de lamentos ya de madrugada después de otro interminable día. Desconcertado por el aluvión de informes contradictorios, al principio recurrió al pecado oficialmente imperdonable de consignarlos por escrito en un diario a medida que llegaban. Con las pálidas yemas de los dedos de la mano derecha asomando de la escayola, tomaba nota a toda prisa con su extraña taquigrafía en hojas sueltas de DIN A4 compradas por Ollie en la papelería del pueblo, solo por una cara.

Al modo aprobado por la academia de instrucción, extraía el cristal de un marco para escribir encima, limpiándolo con un trapo después de cada hoja, y al final escondía el fruto de sus esfuerzos detrás de una cisterna de inodoro ante la remota posibilidad de que a Viktor, Alexei, Tamara o el propio Dima se les pasara por la cabeza registrar su habitación.

Pero cuando empezaron a abrumarlo el ritmo y la complejidad de los mensajes de Héctor desde el frente, convenció a Ollie para que le consiguiera un dictáfono, muy parecido al de Dima, y lo conectara a su teléfono móvil codificado: otro pecado mortal a ojos de la Sección de Adiestramiento, pero una bendición del cielo cuando, tumbado en la cama en vela, esperaba el siguiente parte idiosincrásico de Héctor:

Pende de un hilo, Lukie, pero estamos ganando.

– Voy a pasar por encima de Billy Boy y hablar directamente con el Jefe. He dicho que tienen que ser horas, no días.

– Dice el Jefe que hable con el Subjefe.

– El Subjefe dice que si Billy Boy no da el visto bueno, tampoco lo dará él. No dará el visto bueno él solo. Ha de tener el respaldo de toda la cuarta planta o no hay acuerdo. He dicho que un carajo.

– No te lo vas a creer, pero Billy Boy está dando el brazo a torcer. Patalea de lo lindo, pero ni siquiera él puede negarse a ver la verdad cuando se la plantas ante las narices.

Todo esto en el espacio de las primeras veinticuatro horas después de mandar Luke rodando escalera abajo al filósofo cadavérico, hazaña que inicialmente Héctor acogió como una pura y simple genialidad, pero, pensándolo mejor, dijo que de momento no importunaría al Subjefe con eso.

—¿Nuestro muchacho llegó a matar a Niki, Luke? —preguntó Héctor con la mayor naturalidad.

—Eso espera él.

—Ya. Bueno, no creo haber oído nada al respecto. ¿Y tú?

—Ni una palabra.

—Eran otros dos individuos, y cualquier parecido es pura coincidencia. ¿Trato hecho?

—Trato hecho.

A media tarde del segundo día, Héctor adoptó un tono de frustración, sin estar aún sumido en el desánimo. La Oficina del Gabinete había dictaminado que finalmente era necesario el quorum del Comité de Atribuciones, explicó. Insistían en que Billy Boy Matlock debía ser plenamente informado —repito «plenamente»— de todos los detalles operacionales que hasta el momento Héctor se había guardado. Se conformarían con un grupo de trabajo de cuatro hombres compuesto por representantes del Foreign Office, el Ministerio del Interior, Hacienda e Inmigración. Los miembros excluidos serían invitados a ratificar las recomendaciones post facto, cosa que, predecía la Oficina del Gabinete, sería una mera formalidad. Con todas las reticencias imaginables, Héctor había aceptado sus condiciones. Y muy de repente —fue la noche de ese mismo día—, cambió el panorama, y la voz de Héctor subió de volumen. El dictáfono ilícito de Luke reprodujo el momento para él:

H: A saber cómo, esos capullos se nos han adelantado. Billy Boy acaba de recibir el soplo de sus fuentes de la City.

L: Se nos han adelantado ¿en qué sentido? ¿Cómo es posible? Nosotros no hemos actuado aún.

H: Según las fuentes de Billy Boy en la City, la Autoridad de Servicios Financieros se dispone a rechazar la solicitud de La Arena para abrir un gran banco, y somos nosotros quienes hemos dado la puñalada.

L: ¿Nosotros?

H: La Agencia. Toda entera. Las grandes instituciones de la City han puesto el grito en el cielo. Treinta diputados independientes en la nómina de los oligarcas están redactando una carta muy desconsiderada para el secretario de Hacienda acusando a la Autoridad de Servicios Financieros de prejuicios contra los rusos y exigiendo que se retire de inmediato todo obstáculo absurdo a la solicitud. Los sospechosos habituales de la Cámara de los Lores han desenterrado el hacha de guerra.

L: ¡Pero eso es una gilipollez absoluta!

H: Tú ve y díselo a la Autoridad de Servicios Financieros. Ellos lo único que saben es que los bancos centrales se niegan a concederse préstamos pese al hecho de que han recibido miles de millones de dinero público para hacer precisamente eso. Y hete aquí que de pronto se presenta La Arena al rescate a lomos de su caballo blanco, ofreciéndose a poner decenas de miles de millones en sus manitas calientes. ¿A quién le importa un carajo de dónde viene el dinero? [¿Esto es una pregunta? Si lo es, Luke no tiene respuesta.]

H [exabrupto]: ¡No hay «obstáculos absurdos», joder! ¡Nadie ha empezado siquiera a poner obstáculos absurdos! En cuanto a anoche, la solicitud de La Arena se pudría en la bandeja de asuntos pendientes de la Autoridad de Servicios Financieros. No se han reunido, no han hablado, apenas han iniciado sus investigaciones reguladoras. Pero nada de ello ha impedido a los oligarcas de Surrey tocar los tambores de guerra, ni que a los directores de la prensa financiera se les notifique que si se rechaza la solicitud de La Arena, la City londinense quedará en cuarto lugar por detrás de Wall Street, Francfort y Hong Kong. ¿Y quién tendrá la culpa? ¡La Agencia, llevada al huerto por un tal Héctor Meredith, el muy canalla!

Siguió otro silencio, tan largo que Luke se vio obligado a preguntar a Héctor si seguía al aparato, ante lo que recibió un cortante «¿Adónde coño te crees que he ido?».

—Bueno, al menos Billy Boy se ha subido al carro en tu defensa —apuntó Luke a fin de ofrecer un consuelo que él no sentía.

—Un cambio radical, gracias a Dios —respondió Héctor con fervor—. No sé dónde estaría sin él.

Luke tampoco lo sabía.

¿Billy Boy Matlock, aliado de Héctor así de pronto? ¿Converso a la causa de Héctor? ¿Su compañero de armas recién hallado? ¿Un cambio radical? ¿Billy?

¿O acaso Billy Boy buscaba cierto reaseguro bajo mano? No era que Billy Boy fuese malo, «malo» en el sentido de «malvado», malo como podía serlo Aubrey Longrigg. No, Luke nunca había pensado eso de él: no era el típico ser taimado, el típico agente doble o triple, saltando furtivamente entre potencias enfrentadas. Billy no era así ni mucho menos. Era demasiado transparente para eso.

¿Cuándo se había producido exactamente esa gran conversión, pues, y por qué?, se preguntó Luke, maravillado. ¿O acaso Billy Boy se había cubierto ya las espaldas de otra manera y ahora estaba dispuesto a ofrecer a Héctor su amplio frente, para acceder así a los secretos en el cofre del tesoro de Héctor?

Por ejemplo, ¿qué había sentido Billy la tarde de aquel domingo al salir de la casa franca de Bloomsbury, escocido por el humillante desaire? ¿Amor por Héctor? ¿O una considerable inquietud por su posición en el panorama futuro?

En los días de dolorosas cavilaciones posteriores a esa reunión, ¿a qué gran eminencia de la City habría invitado a comer —sabidamente tacaño como era— y habría pedido que guardara el secreto, consciente de que desde la óptica de esa gran eminencia un secreto es lo que uno cuenta a los demás solo de uno en uno? ¿Consciente asimismo de que había ganado un amigo si las cosas se ponían feas?

Y de las muchas ondas que podrían propagarse a partir de una piedrecilla lanzada a las turbias aguas de la City, ¿quién sabía cuáles de ellas podían lamer el finísimo oído de Aubrey Longrigg, ese distinguido elemento de la City y parlamentario en alza?

¿O de Bunny Popham?

¿O de Giles de Salis, el maestro de ceremonias del circo mediático?

¿Y de los otros muchos Longrigg, Popham y De Salis de fino oído que aguardaban para saltar al tiovivo de La Arena en cuanto se pusiera en marcha?

Solo que, según Héctor, el tiovivo no se ha puesto en marcha. ¿Por qué saltar, pues?

Luke deseaba con toda su alma tener a alguien con quien compartir estas reflexiones, pero como de costumbre no había nadie. Perry y Gail estaban fuera del círculo, Yvonne estaba fuera de antena. Y Ollie… en fin, Ollie era el mejor factótum del sector, pero no un Einstein en lo que se refería al toma y daca de las intrigas de alto nivel.

Mientras Gail y Perry llevaban a cabo su inestimable labor de padres adoptivos, primeros artistas de la troupe, jugadores de Monopoly y guías turísticos de los niños, Ollie y Luke habían ido descartando las señales de alarma o añadiéndolas a la creciente lista de preocupaciones de Luke.

En el transcurso de una mañana Ollie había visto pasar dos veces por el lado norte de la casa a la misma pareja, luego dos veces por el lado sudoeste. En una de las ocasiones la mujer llevaba un pañuelo amarillo y un abrigo Loden verde, en otra una pamela de ala caída y pantalón. Pero las mismas botas y calcetines, y el mismo bastón de montañismo. El hombre llevaba pantalón corto la primera vez y un pantalón holgado de piel de leopardo la segunda, pero la misma gorra de visera y los mismos andares, con las manos a los lados, apenas moviéndolas al ritmo de los pasos.

Y Ollie había dado clases de observación en la academia de instrucción, y por tanto no era fácil despistarlo.

Ollie también había permanecido atento a la estación de Wengen desde el encuentro de Gail y Natasha con las autoridades suizas en Interlaken Ost. Según un empleado ferroviario con quien Ollie había tomado una cerveza tranquilamente en el Eiger Bar, la presencia policial en Wengen, restringida normalmente a lo necesario para resolver alguna que otra pelea callejera o realizar alguna pesquisa sin gran convicción en busca de traficantes de droga, había aumentado en los últimos días. Ahora controlaban los registros de los hoteles, y se había mostrado subrepticiamente a los empleados de las taquillas en las estaciones de tren y teleférico la fotografía de un hombre calvo de rostro ancho con barba.

—Supongo que Dima nunca se ha dejado la barba, ¿no? En los tiempos en que abría su primera lavandería de dinero en Brighton Beach, tal vez —preguntó a Luke durante un tranquilo paseo por el jardín.

Barba y bigote, admitió Luke, muy serio. Formaban parte de la nueva identidad que adquirió para entrar en Estados Unidos. Se los había afeitado hacía solo cinco años.

Y —quizá fuera pura casualidad, pero Ollie lo dudaba— mientras estaba en el quiosco de la estación, comprando el International Herald Tribune y la prensa local, vio a la misma pareja sospechosa que había visto acechar la casa. Estaban sentados en la sala de espera, mirando la pared. Al cabo de dos horas y varios trenes en ambas direcciones, allí seguían. A Ollie no se le ocurría ninguna otra explicación para su conducta salvo una pifia: el relevo del equipo de vigilancia había perdido el tren, y esos dos esperaban mientras sus superiores decidían qué hacer con ellos, o —teniendo en cuenta la posición elegida, con una buena vista del andén de la vía uno— aguardaban allí para ver quién se apeaba de los trenes procedentes de Lauterbrunnen.

—Además, la buena mujer de la quesería me preguntó a cuánta gente le daba yo de comer, cosa que no me gustó, pero acaso se refiriese a mi barriga, un tanto voluminosa —concluyó él, como para aligerar el peso de la carga de Luke, pero a los dos les costaba tomarse las cosas con humor.

Inquietaba a Luke asimismo el hecho de que la familia incluía a niños en edad escolar. Aún era período lectivo en los colegios suizos. ¿Por qué, pues, nuestros niños no iban al colegio? La enfermera se lo preguntó al ir al ambulatorio del pueblo para que le examinaran la mano. Su pobre respuesta —que las escuelas internacionales tenían un descanso a medio trimestre— no le había parecido muy convincente ni siquiera a él.

Hasta el momento Luke había insistido en recluir a Dima dentro de la casa, y Dima, sintiéndose en deuda, había accedido de mala gana. En la exaltación posterior a la refriega en la escalera del Bellevue Palace, Luke era incapaz de hacer nada mal a ojos de Dima. Pero conforme transcurrieron los días, y Luke tuvo que buscar una explicación tras otra para las dilatorias de los apparatchiks londinenses, el ánimo de Dima degeneró primero en resistencia y luego en franca rebeldía. Cansado ya de Luke, trasladó su queja a Perry con su habitual franqueza.

—Si quiero llevar a Tamara de paseo, la voy a llevar —gruñó—. Si veo una montaña bonita, quiero enseñársela a ella. No estamos en el puto Kolyma. Dígaselo a Dick, ¿me oye, Catedrático?

Para el ligero ascenso por el camino de cemento hasta los bancos con vistas al valle, Tamara decidió que necesitaba una silla de ruedas. Mandaron a Ollie a por una. Con el pelo teñido de henna, el exceso de carmín en los labios y las gafas de sol semejaba el artefacto de un nigromante, y Dima, con su mono y su gorro de lana, no ofrecía una imagen mucho mejor. Pero en una comunidad acostumbrada a toda suerte de aberración humana, formaban algo así como una pareja de ancianos ideal cuando Dima empujaba a Tamara lentamente cuesta arriba por detrás de la casa para enseñarle la majestuosa vista de la cascada de Staubbach y, más allá, el valle de Lauterbrunnen.

Y si Natasha los acompañaba, como a veces hacía, no era ya como la odiada hija natural engendrada por Dima e impuesta a Tamara cuando salió, medio loca, de la cárcel, sino su afectuosa y obediente hija, sin importar ya si era ilegítima o adoptada. Pero Natasha sobre todo leía sus libros o buscaba la compañía de su padre cuando estaba solo, y entonces lo lisonjeaba, le acariciaba la calva y lo besaba como si fuese su niño.

Mas Perry y Gail eran también una parte esencial de esa familia recién constituida: Gail siempre pensando en nuevas actividades para las niñas, presentándoles a las vacas en los prados, llevándolas a la quesería para ver cómo laminaban el Hobelkäse, buscando ciervos y ardillas en el bosque, y Perry en el papel de admirado jefe de equipo de los chicos y pararrayos de su energía sobrante. Perry solo ponía objeciones cuando Gail proponía jugar a dobles con los chicos por la mañana temprano. Después del endemoniado partido de París, decía él, necesitaba un tiempo para recuperarse.

Ocultar a Dima y su troupe era solo una de las angustias acumuladas de Luke. Mientras dejaba pasar las noches en su habitación del piso de arriba, en espera de los aleatorios partes de Héctor, disponía de tiempo más que suficiente para reunir las pruebas de que su presencia en el pueblo atraía atención no deseada y, en sus muchas horas de insomnio, concebir teorías de la conspiración que poseían un incómodo cariz de realidad.

Le preocupaba su identidad como Brabazon, y si el diligente Herr Direktor del Bellevue habría establecido ya la conexión entre su inspección de las instalaciones del hotel y los dos rusos apaleados al pie de la escalera; y de ahí, con la ayuda de la policía, pasó a cierto BMW aparcado bajo un haya en la estación de Grindelwald Grund.

Su peor panorama era el siguiente:

Uno de los guardaespaldas —probablemente el filósofo cadavérico— consigue subir a rastras por la escalera y aporrear la puerta cerrada.

O quizá la especulativa interpretación de la electrónica de la salida de emergencia había sido finalmente un poco demasiado especulativa.

En cualquier caso, alguien da la voz de alarma y la noticia del altercado llega a oídos de los asistentes mejor informados del apéro ofrecido por La Arena en el Salón d’Honneur. Los guardaespaldas de Dima han sido atacados, Dima ha desaparecido.

Ahora todo vuelve a estar en movimiento. Emilio dell Oro avisa a los Siete Enviados Limpios, que cogen sus móviles y avisan a sus hermanos vory, quienes a su vez alertan al Príncipe.

Emilio alerta a sus amigos en la banca francesa, quienes a su vez alertan a sus amigos en altos cargos de la administración suiza, sin excluir los servicios de policía y seguridad, cuyo primer deber en la vida es preservar la integridad de los sagrados banqueros suizos y detener a cualquiera que lo ponga en duda.

Emilio dell Oro alerta además a Aubrey Longrigg, Bunny Popham y De Salis, que alertan a quienquiera que alerten, véase abajo:

El embajador ruso en Berna recibe perentorias instrucciones desde Moscú, inspiradas por el Príncipe, para que exija la liberación de los guardaespaldas antes de que canten y, más concretamente, para que siga el rastro a Dima y lo devuelva en el acto a su país de origen.

Las autoridades suizas, que hasta el momento habían ofrecido refugio gustosamente a Dima, el acaudalado financiero, promueven la persecución a nivel nacional de Dima, el fugitivo de la justicia.

Pero incluso la historia más lúgubre tiene su giro imprevisto, y Luke, por más que se empeña, no consigue desentrañarlo. ¿Por qué secuencia de circunstancias, sospechas o información secreta pura y dura se personaron los dos guardaespaldas en el hotel Bellevue Palace después de la segunda firma? ¿Quién los envió? Con órdenes de hacer ¿qué? ¿Y por qué?

O dicho con otras palabras: en el momento de la segunda firma, ¿tenían ya el Príncipe y sus hermanos motivos para saber que Dima se proponía quebrantar el juramento inquebrantable de los vory y convertirse así en la «perra» más grande de todos los tiempos?

Pero cuando Luke se aventura a transmitir dichas preocupaciones a Dima —bien que de forma diluida—, este las escucha como si tal cosa. Héctor tampoco se muestra más receptivo. Casi a voz en cuello, contesta: «Si vas por ese camino, estás jodido desde el primer día».

¿Cambiar de casa? ¿Una huida nocturna a Zurich, Basilea, Ginebra? En último extremo, ¿para qué? ¿Para dejar atrás el mar de fondo? ¿Para desconcertar a los comerciantes, los dueños de la finca, la agencia inmobiliaria, y dar pábulo a los rumores en el pueblo?

—Podría conseguirte unas cuantas armas si te interesa —propuso Ollie en otro vano esfuerzo por animar a Luke—. Según he oído, no hay una sola familia en el pueblo que no esté armada hasta los dientes, al margen de lo que diga la normativa. Son para cuando vengan los rusos. Esta gente no sabe a quién tiene aquí…

—En fin, esperemos que no —contestó Luke con una animosa sonrisa.

Para Perry y Gail, su existencia cotidiana tenía algo de idílico, algo de —como diría Dima con nostalgia— puro. Era como si los hubiesen apostado en un remoto bastión de la humanidad, con la misión de ejercer un deber de asistencia a las personas que tenían a su cargo.

En cuanto a Perry, si no andaba por el monte con los chicos —ya que Luke había insistido en que evitasen los caminos más transitados, y Alexei había descubierto que, a fin de cuentas, no padecía de vértigo, sino que sencillamente no le caía bien Max—, daba paseos con Dima al atardecer, o se sentaba con él en un banco al borde del bosque, viéndolo escrutar el valle con la misma intensidad con que, en el exiguo espacio de su atalaya en Las Tres Chimeneas, interrumpía su monólogo y escrutaba la oscuridad, se limpiaba luego la boca con el dorso de la mano, tomaba un trago de vodka y seguía escrutando. A veces exigía quedarse a solas en el bosque con su dictáfono mientras Ollie o Luke vigilaban escondidos a lo lejos. Pero se guardaba los casetes como parte de su póliza de seguros.

Aquellos días, fueran los que fuesen, lo habían envejecido, advirtió Perry. Tal vez estuviese tomando plena conciencia de la magnitud de su traición. Tal vez, mientras contemplaba la eternidad, o musitaba en secreto para su dictáfono, buscaba una especie de reconciliación interior. Eso parecía indicar su efusiva ternura con Tamara. Tal vez un renacido instinto religioso vor había allanado su camino hacia ella: «Cuando mi Tamara se muera, Dios ya se habrá quedado sordo, de tanto como ella le reza», comentó con orgullo, dejando a Perry la impresión de que, por lo que se refería a su propia redención, era menos optimista.

Perry veía también con asombro la tolerancia que Dima mostraba con él, que parecía aumentar en proporción inversa a su desprecio por las medias promesas de Luke, quien tan pronto las hacía como las retiraba, arrepentido de haberlas hecho.

«No se preocupe, Catedrático. Algún día seremos felices, ¿me oye? Dios pondrá remedio a toda esta mierda —declaró, paseando por el sendero con la mano a ratos cerrada afectuosamente en torno al bíceps de Perry, a ratos apoyada sobre su hombro en actitud posesiva—. Viktor y Alexei lo tienen a usted por un puto héroe o algo así. A lo mejor algún día lo nombran vor».

Perry no se dejó engañar por la risotada que siguió a este comentario. Llevaba ya unos días viéndose cada vez más como heredero de la línea de profunda amistad masculina de Dima: con el fallecido Nikita, que lo había hecho hombre; con el asesinado Misha, su discípulo, a quien, para su vergüenza, no había conseguido proteger; y con todos los luchadores y hombres de hierro que habían imperado durante su período de reclusión en Kolyma y después.

Sí fue una sorpresa, en cambio, su inverosímil nombramiento como confesor de medianoche de Héctor. Sabía, como también lo sabía Gail —no era necesario que Luke se lo dijese, bastaba con las evasivas diarias—, que en Londres las cosas no iban tan sobre ruedas como Héctor preveía. Sabían por el lenguaje corporal que también en Luke la tensión emocional era grande, por más que intentase esconderlo.

Así las cosas, cuando sonó la melodía codificada del móvil de Perry a la una de la madrugada, impulsándolo a él a incorporarse de inmediato y a Gail, sin esperar a saber quién llamaba, a alejarse rápidamente por el pasillo para echar una ojeada a las niñas dormidas, y oyó la voz de Héctor, pensó primero que iba a pedirle que subiese el ánimo a Luke, o —más acorde con sus deseos— que desempeñase un papel más activo en el secreto traslado de los Dima a Inglaterra.

—¿Te importaría charlar conmigo unos minutos, Milton?

¿De verdad era la voz de Héctor? ¿O era una grabadora, y las pilas estaban agotándose?

—Charlemos.

—Hay un filósofo polaco que leo de vez en cuando.

—¿Cómo se llama?

—Kolakowski. He pensado que quizá lo conozcas.

Perry lo conocía, pero no sintió necesidad de decirlo.

—¿Y qué tiene de especial? —¿Acaso estaba borracho? ¿Demasiado whisky de malta de la isla de Skye?

—Era muy severo en sus opiniones sobre el bien y el mal, ese Kolakowski, opiniones que últimamente tiendo a compartir. El mal es el mal, y punto. No tiene su origen en las circunstancias sociales. No se debe a las privaciones ni a la adicción a las drogas ni a nada. El mal es una fuerza humana por completo independiente. —Un largo silencio—. Me preguntaba si tú tienes alguna postura a ese respecto.

—¿Estás bien, Tom?

—Lo hojeo, ¿sabes? En momentos deprimentes. A Kolakowski. Me sorprende que nunca te hayas tropezado con él. Tenía una ley. Bastante válida en estas circunstancias.

—¿Qué tiene de deprimente este momento?

—La Ley de la Cornucopia Infinita, la llamaba. No es que los polacos tengan artículo determinado. Ni indeterminado, lo cual es revelador, pero así es la cosa. En esencia, la ley afirma que existe un número infinito de explicaciones para cualquier suceso. Ilimitado. O dicho en un lenguaje que tú y yo entendemos, nunca sabrás qué capullo te la jugó ni por qué. Unas palabras reconfortantes, he pensado, en las actuales circunstancias, ¿no crees?

Gail había regresado y estaba de pie en el umbral de la puerta, escuchando.

—Si conociera las circunstancias, probablemente podría formarme una opinión más fundada —dijo Perry, ahora hablando también a Gail—. ¿Puedo ayudarte en algo, Tom? Te noto un poco hundido.

—Hundido… Creo que esa es la solución, Milton, muchacho. Gracias por el consejo. Mañana nos vemos.

¿Nos vemos?

—¿Había alguien con él? —preguntó Gail mientras se metía otra vez en la cama.

—No lo ha mencionado.

Según Ollie, la esposa de Héctor, Emily, no vivía con él en Londres desde el accidente de Adrián. Prefería el chalet gélido en Norfolk, que estaba más cerca de la cárcel.

Luke permanece de pie junto a su cama, rígido, con el móvil al oído, conectado improvisadamente por Ollie a la grabadora colocada a un lado del lavabo. Son las cuatro y media de la tarde. Héctor no ha llamado en todo el día y los mensajes de Luke han quedado sin respuesta. Ollie ha salido a comprar truchas frescas, y milanesas para Katia, a quien no le gusta el pescado. Y patatas fritas caseras para todos. La alimentación se ha convertido en un tema importante. Las comidas han adquirido un cariz ceremonioso, porque cada una podría ser la última de todos ellos juntos. Algunas empiezan con una larga bendición en ruso, musitada por Tamara con muchas señales de la cruz en el pecho. Otras veces, cuando la miran para que inicie su número, ella rehúsa el ofrecimiento, por lo visto para indicar que la compañía no goza del favor divino. Esta tarde, para llenar las horas vacías antes de la cena, Gail ha decidido llevar a las niñas a Trümmelbach para ver las aterradoras cascadas en el interior de la montaña. Perry no está muy contento con el plan. Sí, de acuerdo, se llevará el móvil, pero en lo hondo de la montaña, ¿qué cobertura va a tener?

A Gail le trae sin cuidado. Irán de todos modos. En el prado campanillean los cencerros. Natasha lee bajo el arce.