Capítulo 15

Entre sus compañeros de escalada, Perry tenía fama de ser un hombre de acción resuelto y con la mente clara en las situaciones de peligro, y él se enorgullecía de ver poca diferencia entre lo uno y lo otro. Temía por Gail, era consciente de la precariedad de la operación, y lo entristecía tanto el embarazo de Natasha como el hecho de que Gail hubiera considerado necesario ocultárselo. Al mismo tiempo respetaba sus razones y se culpaba a sí mismo de ello. La imagen de Tamara reconcomida por los celos a Natasha, como una arpía en una novela de Dickens, le repugnaba y se sumaba a su preocupación por Dima. Al verlo por última vez en la sala de masaje se conmovió de un modo que escapaba a su comprensión: un eterno delincuente sin reformar, asesino confeso y blanqueador de dinero número uno es mi responsabilidad y mi amigo. Por mucho que respetara a Luke, lamentaba que Héctor se hubiese visto obligado a dejar el trabajo in situ en manos de su segundo en un momento en que la operación apuntaba hacia la meta o el desastre.

Y sin embargo, su reacción ante esta tormenta perfecta fue la misma que podría haber tenido si la cuerda se hubiese roto por debajo de él en una pared rocosa: mantente firme, evalúa el riesgo, cuida de los participantes más débiles, busca un camino. Y eso hacía ahora, en cuclillas dentro del remolque con los hijos naturales y adoptivos de Dima alrededor en un compartimento y la sombra contumaz de Tamara proyectándose en listas a través de las lamas de la mampara. «Tienes a tu cargo a dos niñas rusas de corta edad, dos adolescentes rusos y una mujer rusa mentalmente inestable, y tu misión es llevarlos a lo alto de la montaña sin que nadie se dé cuenta. ¿Qué haces?». Respuesta: sigues adelante sin más.

Viktor, en un arrebato de gallardía, se había ofrecido a acompañar a Gail allí a donde fuera, a cualquier sitio, tanto le daba. Alexei se había mofado de él, insistiendo en que Natasha solo quería llamar la atención de su padre y que Viktor solo aspiraba a la de Gail. Las niñas se negaban a irse sin Gail. Se quedarían en la casa y la protegerían hasta que ella regresara con Natasha. Entretanto Igor velaría por ellas. Ante sus ruegos, Perry, el líder de grupo nato, había repetido la misma respuesta, paciente pero categórica:

—El deseo de Dima es que vengáis con nosotros inmediatamente. No, es un viaje sorpresa. Ya os lo ha dicho él. Sabréis adónde vamos cuando lleguemos, pero es un sitio apasionante y no habéis estado nunca. Sí, él se reunirá con nosotros esta noche. Viktor, coge estas dos maletas, tú Alexei, esas dos. No es necesario cerrar la casa, Katia, gracias; Igor llegará de un momento a otro. Y el gato se queda. Los gatos se encariñan con los lugares más que con las personas. Viktor, ¿dónde están los iconos de tu madre? En la maleta. Bien. ¿De quién es ese oso? De acuerdo, él también ha de venir con nosotros, ¿no? Igor no necesita un oso, y tú sí. Y por favor, id todos al baño ahora, queráis o no.

Dentro del remolque, al principio las niñas estaban mudas; de pronto empezaron a animarse y alborotar, en gran medida gracias a Ollie y su sombrero de ala ancha, que se quitó con ademán solemne para indicarles que entraran en la carroza real. Todos tenían que levantar la voz por encima del bullicio para hacerse oír. Los remolques para caballos traqueteantes no están insonorizados.

¿Adónde vamos?, gritaron las niñas.

Es un secreto: Perry.

¿De quién es el secreto?

De Dima, tonta: Viktor.

¿Cuánto tardará Gail?

No lo sé. Depende de Natasha: Perry.

¿Llegarán allí antes que nosotros?

No lo creo: Perry.

¿Por qué no podemos asomarnos por detrás?

—¡Porque la ley suiza lo prohíbe terminantemente! —contestó Perry levantando mucho la voz, y aun así las niñas tuvieron que inclinarse hacia él para oírlo bien—. ¡Los suizos tienen leyes para todo! ¡Asomarse desde la parte de atrás de un remolque en movimiento es un delito especialmente grave! ¡A los que lo hacen los mandan a la cárcel durante mucho tiempo! ¡Mejor será que miréis qué os ha puesto Gail en las mochilas!

Los chicos se mostraron menos dóciles.

—¿Tenemos que jugar con estas cosas de niños pequeños? —bramó Viktor con incredulidad por encima del ruido del viento, señalando un frisbee que asomaba de una mochila.

—¡Esa era la idea!

—Pensaba que íbamos a jugar al criquet —otra vez Viktor.

—¡Lo intentaremos!

—Entonces no vamos a la montaña.

—¿Por qué no?

—¡En la puta montaña no se puede jugar al criquet! No hay sitios planos. Los campesinos se cabrean. Así que vamos a un sitio llano, ¿no?

—¿Os dijo Dima que es un sitio plano?

—¡Dima es como tú! ¡Misterioso! ¡A lo mejor está metido en la mierda hasta el cuello! ¡A lo mejor lo persigue la policía! —exclamó Viktor, al parecer muy entusiasmado con la idea.

Pero Alexei estaba fuera de sus casillas:

—¡Eso no se pregunta! No queda bien. Joder, da vergüenza preguntar una cosa así sobre tu padre, gilipollas.

Viktor sacó el frisbee y, pensándose mejor su anterior protesta, simuló que comprobaba el equilibrio del disco en una corriente de aire.

—¡Vale, pues no he preguntado nada! —exclamó—. ¡Lo retiro totalmente! Nuestro padre no está metido en la mierda hasta el cuello y la policía lo adora. La pregunta ha sido retirada, ¿vale? La pregunta nunca se ha hecho. ¡Es una ex pregunta! —Comentarios que, pese a las bromas, llevaron a Perry a plantearse si los chicos no habían sido trasladados a escondidas ya alguna otra vez, quizá en la época de asesinatos de Perm, cuando Dima se abría aún camino hacia arriba a uñas y dientes.

—¿Os puedo pedir una cosa, caballeretes? —preguntó, indicándoles con una seña que se acercaran casi hasta rozar con sus cabezas la de él—. Vamos a pasar un tiempo juntos. ¿Vale?

—Vale.

—¿Sería posible, pues, que cortaseis ya con tanto «joder» y tanto «mierda» delante de vuestra madre y las niñas? Y también delante de Gail.

Se consultaron mutuamente e hicieron un gesto de indiferencia. Vale. Así sea. ¿Y a mí qué? Pero Viktor no desistió. Con las manos ahuecadas en torno a la boca, susurró a Perry al oído para que las niñas no lo oyeran:

—¿Sabes el gran funeral? ¿Ese al que fuimos en Moscú? ¿La tragedia? Miles de personas llorando, ¿sí?

—Sí, ¿qué pasa?

—Al principio fue un accidente de coche, ¿vale? «Misha y Olga murieron en un accidente de coche». Y una mierda. No fue un accidente de coche. Los mataron a tiros. ¿Y quién los mató? Una pandilla de chechenos locos que no robó nada y se gastó una fortuna en balas de Kaláshnikov. ¿Por qué? Porque odian a los rusos. Y una mierda. ¡No fueron los putos chechenos!

Alexei lo aporreaba e intentaba taparle la boca con la mano, pero Viktor lo apartó de un empujón.

—Ve a Moscú y pregunta a cualquiera que se entere un poco. Pregúntale a mi amigo Piotr. A Misha se lo cargaron. Se había vuelto contra la mafia. Por eso se lo quitaron del medio. Y a Olga lo mismo. Ahora intentarán quitarse del medio a mi padre antes de que la policía llegue a él. ¿Verdad, mamá? —gritó a Tamara entre las lamas—. ¡Lo que ellos consideran una pequeña advertencia para demostrar quién manda! Mi madre sabe de qué va. Lo sabe todo. Cumplió dos años en la cárcel de Perm por chantaje y extorsión. La interrogaron durante setenta y dos horas sin parar, cinco veces. Le dieron una paliza de muerte. Piotr ha visto su historial. «Se emplearon métodos severos». Versión oficial. ¿No es así, mamá? Por eso ya no habla con nadie más que con Dios. Le quitaron las ganas de hablar a palos. ¡Eh, mamá! ¡Te queremos!

Tamara retrocede aún más en la penumbra. Suena el móvil de Perry. Luke, tenso y muy reservado.

—¿Todo bien? —pregunta Luke.

—De momento sí. ¿Cómo está tu amigo? —pregunta Perry, refiriéndose a Dima.

—Contento y sentado aquí en el coche, a mi lado. Te envía recuerdos.

—Lo mismo digo —responde Perry con cautela.

—A partir de ahora, siempre que sea posible, iremos en grupos pequeños. Son más fáciles de trasladar y más difíciles de identificar. ¿Pueden vestirse los chicos de otra manera?

—¿Cómo?

—Basta con que se los vea distintos el uno del otro. Para que no parezcan gemelos idénticos.

—De acuerdo.

—Y coged un tren que vaya lleno. Podéis dispersaros. Un chico en cada vagón, tú y las niñas en otro. Dile a Harry que os compre los billetes en Interlaken para no tener que hacer cola todos en la misma ventanilla. ¿Entendido?

—Entendido.

—¿Se sabe algo de Doolittle?

—Aún es pronto. Acaba de marcharse.

Era la primera vez que hablaban claramente de la espantada de Gail.

—En fin, está haciendo lo que debe. Procura que no vaya a pensar lo contrario. Díselo.

—Eso haré.

—Esa mujer es una bendición del cielo y nos conviene que la maniobra le salga bien. —Luke hablando mediante acertijos. No le queda más remedio. Dima está sentado «aquí en el coche, a mi lado».

Pasando con dificultad junto a las niñas, Perry da unas palmadas en el hombro a Ollie y le grita al oído.

Katia e Irina han encontrado sus rollitos de queso y sus patatas fritas. Cabeza con cabeza, mastican y tararean. De vez en cuando se vuelven para mirar el sombrero de Ollie y se echan a reír. En una ocasión Katia alarga el brazo para tocarlo, pero le falta valor. Los gemelos han optado por el tablero de ajedrez de bolsillo y los plátanos.

—¡Siguiente parada, Interlaken, niños y niñas! —grita Ollie por encima del hombro—. Aparcaré en la estación y cogeré el primer tren con madame y el equipaje. Mientras tanto vosotros, ricuras, os dais un buen paseo, os coméis unas salchichas, por decir algo, y ya subiréis a la montaña cuando os venga en gana. ¿Contentos con el arreglo, Catedrático?

—Contentos —confirma Perry después de consultar con las niñas.

—¡Pues nosotros no estamos nada contentos! —exclama Alexei en un gañido de protesta, y se reclina en los cojines con los brazos extendidos—. ¡Estamos deprimidos… palabrota!

—¿Por alguna razón en particular? —pregunta Perry.

—¡Por todas las razones en particular! ¡Vamos a Kandersteg, lo sé! ¡No pienso volver a Kandersteg nunca! ¡No pienso escalar, no soy una puta mosca, tengo vértigo y no me gusta la compañía de Max!

—Te equivocas en todo —dice Perry.

—¿Quieres decir que no vamos a Kandersteg?

—Exacto.

Pero Gail sí, piensa otra vez, consultando su reloj.

A las tres, gracias a un oportuno enlace ferroviario en Spiez, Gail había encontrado la casa. No fue difícil. Preguntó en la oficina de correos: ¿alguien conoce a un profesor de esquí llamado Max, un monitor privado, no de la Escuela de Esquí Suiza oficial? Los padres tienen un hotel. Como la corpulenta mujer del guichet no estaba muy segura, consultó con el hombre flaco sentado tras la mesa de clasificación, que creía conocerlo pero, por si acaso, consultó con el chico que cargaba los paquetes en un carrito amarillo, y la respuesta volvió siguiendo el camino inverso: el hotel Róssli, en la calle mayor, a la derecha, su hermana trabaja allí.

En la calle mayor, el temprano sol impropio de la temporada deslumbraba y la bruma envolvía las montañas a ambos lados. Una familia de perros de color miel reposaba en la acera disfrutando del calor o se resguardaba bajo los toldos de los comercios. Los excursionistas, con bastones y gorras, ojeaban los escaparates de las tiendas de souvenirs, y en la terraza del hotel Róssli unos cuantos, sentados en torno a las mesas, comían trozos de pastel bañado en nata y bebían café con hielo en vasos altos mediante pajitas.

Solo atendía una joven pelirroja con el traje típico suizo, desbordada por el trabajo, y cuando Gail le dirigió la palabra, la interrumpió para decirle que se sentara y esperara su turno, así que ella en lugar de marcharse en el acto, que habría sido su reacción normal, se sentó dócilmente, y cuando la muchacha se acercó, primero le pidió un café que no quería y luego le preguntó si por casualidad era hermana de Max, el gran guía de montaña, ante lo cual la chica desplegó una radiante sonrisa y dispuso de todo el tiempo del mundo.

—Bueno, aún no es guía, en realidad, no oficialmente, y en cuanto a «gran», no sabría qué decir. Primero tiene que pasar el examen, que es muy difícil —explicó, orgullosa de su inglés y complacida de practicarlo—. Por desgracia, Max empezó un poco tarde. Antes quería ser arquitecto, pero no le gustaba la idea de marcharse del valle. De hecho, es todo un soñador, pero ahora, crucemos los dedos, parece que por fin ha sentado la cabeza, y el año que viene tendrá el título. ¡Esperemos! Es posible que hoy esté en la montaña. ¿Quieres que llame a Barbara?

—¿Barbara?

—Es una chica muy agradable. Todos opinamos que lo ha transformado por completo. ¡Y ya era hora, te diré!

«Blüemli» anotó la hermana de Max para Gail en una doble página arrancada de su bloc de notas.

—En alemán suizo significa «florecilla», pero también puede significar «flor grande», porque a los suizos les gusta llamar «pequeño» a todo aquello que aprecian. Es el último chalet nuevo a la izquierda pasado el colegio. El padre de Barbara lo construyó para ellos. La verdad es que creo que Max ha tenido mucha suerte.

Blüemli era la casa idílica para una joven pareja, flamante, de madera de pino, con flores rojas en macetas decorando las ventanas, cortinas rojas de guinga y un sombrerete rojo a juego en la chimenea, y una inscripción labrada a mano en letra gótica bajo el tejado dando gracias a Dios por sus dones. Césped recién cortado cubría el jardín delantero, donde se veía un balancín nuevo, una barbacoa nueva y una piscina hinchable novísima, y leña bien cortada e impecablemente apilada junto a una puerta que bien podría haber sido la de los siete enanitos.

Si hubiese sido una casa virtual en lugar de real, Gail no se habría sorprendido, pero en realidad no se sorprendía. La situación no se había alterado radicalmente; solo se había agravado, pero no era peor que las muchas situaciones que había imaginado durante el viaje hasta allí en tren, y que imaginaba ahora mientras tocaba el timbre y oía a una mujer contestar alegremente: En Momant bitte, d’Barbara chunt grad!, lo que, si bien no sabía ni alemán ni alemán suizo, le indicaba que Barbara la atendería enseguida. Y Barbara cumplió su palabra: una mujer alta, arreglada, en forma, atractiva, muy agradable, solo un poco mayor que Gail.

Grüessech —dijo, y viendo la sonrisa de disculpa de Gail, pasó a un inglés un tanto entrecortado—: ¡Hola! ¿Puedo ayudarte en algo?

Por la puerta abierta, Gail oyó el lloriqueo quejumbroso de un bebé. Tomó aire y sonrió.

—Eso espero. Me llamo Gail. ¿Eres Barbara?

—Sí, soy yo.

—Busco a una chica alta, con el pelo negro, que se llama Natasha, rusa.

—¿Es rusa? No lo sabía. A lo mejor eso explica algunas cosas. ¿No serás médico?

—Pues no. ¿Por qué?

—En fin, la chica está aquí. No sé por qué. ¿Quieres pasar, por favor? Tengo que ocuparme de Anni. Está saliéndole el primer diente.

Entrando con paso enérgico en la casa detrás de ella, Gail percibió el aroma dulce y limpio del bebé recién empolvado. Una hilera de zapatillas de fieltro con ojos de conejo, suspendidas de ganchos de latón, la invitó a quitarse los zapatos sucios. Mientras esperaba a Barbara, se puso un par.

—¿Cuánto tiempo lleva aquí? —preguntó Gail.

—Una hora. Quizá más.

Gail la siguió a un salón espacioso y bien ventilado con puertas halconeras que daban a un segundo jardín, no tan grande. En medio del salón había un parque, y sentada en el parque, una niña muy pequeña con rizos dorados y un chupete en la boca, rodeada de un amplio despliegue de juguetes nuevos. Y contra la pared, en un taburete bajo, estaba Natasha, con las manos entrelazadas, la cabeza gacha y la cara oculta entre el pelo.

—¿Natasha?

Gail se arrodilló junto a ella y puso una mano ahuecada en su nuca. Natasha dio un respingo, pero no le apartó la mano. Gail volvió a pronunciar su nombre. Sin resultado alguno.

—Menos mal que has venido, te diré —comentó Barbara con un cantarín dejo suizo, y cogiendo a Anni en brazos, se la apoyó en el hombro para que eructase—. Iba a avisar al doctor Stettler. O puede que a la policía, no sé. Era un problema. De verdad.

Gail acariciaba el pelo a Natasha.

—Va y llama al timbre cuando estaba dando de comer a Anni, no con biberón, sino como ha de ser. En la puerta tenemos una mirilla porque hoy día nunca se sabe. He mirado, con Anni en el pecho, y me he dicho: ah, bueno, hay una chica normal y corriente ante mi puerta, y muy guapa, debo decir, quiere entrar, no sé por qué, a lo mejor para concertar una cita con Max, él tiene muchos clientes, sobre todo jóvenes, por esa manera de ser suya tan interesante. Así que va y entra, mira, ve a Anni, me pregunta en inglés… yo no sabía que era rusa, eso ni se te pasa por la cabeza, aunque de un tiempo a esta parte es desde luego una posibilidad. Más bien he pensado que era judía o italiana… «¿Es usted la hermana de Max?». Y le he dicho que no, no soy su hermana, soy Barbara, su mujer, ¿y tú quién eres, y puedo ayudarte en algo? Soy una madre ocupada, como puedes ver. ¿Quieres organizar algo con Max? ¿Eres montañera?

¿Cómo te llamas? Y me dice que se llama Natasha, pero la verdad es que yo ya empezaba a mosquearme.

—A mosquearte ¿por qué?

Gail acercó otro taburete y se sentó al lado de Natasha. Echándole un brazo al hombro, atrajo su cabeza hacia sí con delicadeza hasta que las sienes de ambas quedaron en contacto.

—Bueno, por las drogas. Los jóvenes de hoy día… la verdad es que nunca se sabe —dijo Barbara con cierto tono de indignación, como una mujer del doble de su edad—. Y con los extranjeros, sobre todo con los ingleses, pues… francamente, las drogas están a la orden del día, o pregúntaselo al doctor Stettler. —La niña lanzó un chillido y ella la tranquilizó—. Y también los que van con Max, los jóvenes. Dios mío, incluso en los refugios de montaña se drogan. O sea, con alcohol, por lo que tengo entendido. Con tabaco no, claro. Le he ofrecido café, té, agua mineral. Quizá no me ha oído, no lo sé. Quizá tiene un «mal viaje», como dicen los hippies. Pero con la niña aquí, sinceramente, no me gusta decirlo, pero incluso me ha dado un poco de miedo.

—Pero ¿no has llamado a Max?

—¿A la montaña? ¿Cuando tiene clientes? Eso sería un desastre para él. Se pensaría que está enferma, vendría inmediatamente.

—¿Pensaría que Anni está enferma?

—¡Pues claro! —Guardó silencio por un momento y se replanteó la pregunta, cosa, sospechó Gail, poco habitual en ella—. ¿Has pensado que Max vendría por Natasha? ¡Pero qué absurdo!

Cogiendo a Natasha del brazo, Gail la obligó a ponerse en pie con suavidad. Cuando estuvo del todo erguida, la abrazó. Luego la condujo hasta la puerta, la ayudó a ponerse los zapatos, se cambió los suyos y la guió a través de aquel césped perfecto. En cuanto cruzaron la verja, telefoneó a Perry.

Lo había llamado una vez desde el tren, otra al llegar al pueblo. Había prometido llamarlo casi minuto a minuto, porque Luke no podía hablar con ella personalmente, con Dima pegado a él en algún sitio, así que por favor utiliza a Perry como intermediario. Y ella supo que la situación era tensa, lo percibió en la voz de Perry. Cuanto más sereno se mostraba, tanto mayor era la tensión, como ella sabía, y dio por supuesto que había surgido alguna complicación. Así que ella también habló con serenidad, y probablemente transmitió a Perry la misma señal a la inversa.

—Ella está bien. Perfectamente, ¿vale? La tengo aquí conmigo, sana y salva, y vamos para allá. Ahora mismo nos dirigimos a la estación. Necesitamos un poco de tiempo, solo eso.

—¿Cuánto?

Ahora era Gail quien debía vigilar lo que decía, porque llevaba a Natasha cogida del brazo.

—Lo justo para repararnos el alma y empolvarnos la nariz. Ah, otra cosa.

—¿Qué?

—No debe preguntarse a nadie dónde ha estado, ¿de acuerdo? Hemos tenido una pequeña crisis, pero ya ha pasado. La vida continúa. Esto vale no solo para cuando lleguemos. A partir de ese momento, en adelante: ni una pregunta a la parte afectada. Las niñas no pondrán ningún problema. En cuanto a los chicos, no sabría decirte.

—Ellos tampoco. Ya me encargaré yo. Dick dará saltos de alegría. Voy a decírselo ahora mismo. No tardéis.

—Lo intentaremos.

En el tren abarrotado de regreso al valle no tuvieron oportunidad de hablar, y no importaba porque Natasha tampoco se mostraba muy predispuesta; estaba conmocionada, y a veces daba la impresión de que no advertía la existencia de Gail. Pero en el tren desde Spiez, por efecto de las tiernas y persuasivas palabras de Gail, empezó a despertar. Iban sentadas una al lado de la otra en un vagón de primera clase, con la vista al frente, igual que en Las Tres Chimeneas bajo la improvisada tienda de campaña. Anochecía deprisa y eran las únicas pasajeras.

—Me siento tan… —prorrumpió Natasha, cogiéndole la mano, pero no pudo terminar la frase.

—Esperaremos —dijo Gail con firmeza, hablándole a la cabeza agachada de Natasha—. Tenemos tiempo. Dejemos los sentimientos aparcados, disfrutemos de la vida y esperemos. No tenemos que hacer nada más, ni tú ni yo. ¿Me oyes?

Un gesto de asentimiento.

—Pues siéntate erguida. No hace falta que me sueltes la mano, solo atiéndeme. Dentro de unos días estaréis en Inglaterra. No estoy muy segura de si tus hermanos lo saben, pero saben que es un viaje sorpresa, y empezará cualquier día de estos. Antes haréis un breve alto en Wengen. Y en Inglaterra te llevaremos a una doctora muy buena, la mía, y veremos cómo estás, y entonces decidirás tú misma. ¿Vale?

Un gesto de asentimiento.

—Entretanto, ni siquiera pensaremos en eso. Sencillamente nos lo quitaremos de la cabeza. Deshazte de ese absurdo blusón que llevas —tirándole afectuosamente de la manga—. Vístete con ropa ajustada y preciosa. No se te nota nada, te lo prometo. ¿Lo harás?

Lo haría.

—Todas las decisiones esperarán hasta Inglaterra. No son malas decisiones: son sensatas. Las tomarás con calma. Cuando llegues a Inglaterra, no antes. Tanto por el bien de tu padre como por el tuyo. ¿Sí?

—Sí.

—Dilo otra vez.

—Sí.

¿Habría hablado igual Gail si Perry no hubiese dicho que así era como Luke quería que hablase? ¿Que ese era el peor momento de todos con diferencia para darle a Dima una noticia tan devastadora?

Por suerte, sí, lo habría hecho. Habría pronunciado el mismo discurso palabra por palabra, y con convicción. Ella había pasado por lo mismo. Sabía de qué hablaba. Y mientras se decía eso a sí misma en la estación de Interlaken Ost, donde debían hacer transbordo para seguir en otro tren por el valle hasta Lauterbrunnen y Wengen, advirtió que un policía suizo con un elegante uniforme de verano recorría el andén vacío hacia ella, y que un hombre de expresión apagada con traje gris y lustrosos zapatos marrones caminaba junto a él, y que el policía exhibía la clase de sonrisa triste que, en cualquier país civilizado, te indica que no tienes muchas razones para sonreír.

—¿Hablan ustedes inglés?

—¿Cómo lo ha adivinado? —devolviéndole la sonrisa.

—Quizá por el color de la piel —contestó él, y a Gail el comentario se le antojó descarado para un policía suizo corriente—. Pero la joven no es inglesa —lanzando una mirada al pelo negro y el aspecto ligeramente asiático de Natasha.

—Pues en realidad podría serlo, ¿sabe? Hoy día somos un poco de todo —respondió Gail con el mismo tono desenfadado.

—¿Tienen pasaporte británico?

—Yo sí.

El hombre de expresión apagada también sonreía, cosa que a Gail le resultó escalofriante. Y su inglés era también excesivamente bueno.

—Departamento de Inmigración suizo —anunció—. Llevamos a cabo controles aleatorios. Por desgracia en estos tiempos, con las fronteras abiertas, encontramos a ciertos individuos que deberían llevar visado y no lo llevan. No a muchos, pero sí algunos.

El de uniforme tomó otra vez la palabra:

—Billetes y pasaportes, por favor, si no les importa. Y si les importa, las llevaremos a la comisaría y haremos el control allí.

—No nos importa, claro que no. ¿Verdad, Natasha? Ojalá todos los policías fueran igual de educados, ¿verdad? —respondió Gail animadamente.

Rebuscando en su bolso, sacó su pasaporte y los billetes y se los entregó al policía de uniforme, que los examinó con esa parsimonia excesiva que se enseña a los policías de todo el mundo para elevar el nivel de tensión de los ciudadanos honrados. El hombre del traje gris miró por encima del hombro uniformado; luego cogió él mismo el pasaporte y repitió el proceso exactamente igual antes de devolvérselo y dirigir su sonrisa a Natasha, quien para entonces tenía ya el pasaporte a punto en la mano.

Y lo que el hombre de traje gris hizo a continuación fue, tal como contó Gail después a Ollie, Perry y Luke, una acción inepta o muy astuta. Se comportó como si el pasaporte de una menor rusa tuviese para él menos interés que el pasaporte británico de una adulta. Pasó a la hoja de los visados, pasó a la fotografía, la comparó con la cara de Natasha, desplegó una sonrisa de aparente admiración, se detuvo un momento en el nombre en alfabeto latino y cirílico, y le devolvió el documento con un desenvuelto «gracias, señorita».

—¿Se quedarán mucho tiempo en Wengen? —preguntó el policía de uniforme, entregando los billetes a Gail.

—Una semana o así.

—¿Según el tiempo, tal vez?

—Ah, nosotros los ingleses estamos tan acostumbrados a la lluvia que ni la notamos.

Y encontrarían su siguiente tren esperándolas en la vía número dos, con salida al cabo de tres minutos, el último enlace de esa noche, así que mejor no perderlo o tendrían que quedarse en Lauterbrunnen, aconsejó el educado policía.

Solo cuando se hallaban a medio camino montaña arriba en ese último tren, Natasha habló de nuevo. Hasta entonces había permanecido absorta en sus cavilaciones, en apariencia iracunda, con la mirada fija en la ventana ennegrecida, empañándola con su aliento como un niño y limpiándola airadamente. Pero si su enfado se debía a Max, o al policía y su amigo del traje gris, o a ella misma, Gail no lo sabía. Pero de pronto levantó la cabeza, y era a Gail a quien miraba a la cara:

—¿Dima es un criminal?

—Creo que es un hombre de negocios con mucho éxito, ¿no? —contestó la hábil abogada.

—¿Por eso vamos a Inglaterra? ¿A eso se debe el «viaje sorpresa»? —Al no obtener respuesta—: Desde Moscú para la familia todo han sido… todo han sido crímenes. Pregúntaselo a mis hermanos. Es su nueva obsesión. Solo hablan de crímenes. Pregúntaselo a su gran amigo Piotr, que dice que trabaja para el KGB. Ya no existe, ¿verdad?

—No lo sé.

—Ahora es el FSB. Pero Piotr todavía dice KGB. Así que a lo mejor miente. Piotr lo sabe todo sobre nosotros. Ha visto todos nuestros historiales. Mi madre también fue una criminal, su marido era un criminal, Tamara era una criminal, a su padre lo mataron a tiros. Para mis hermanos, cualquiera salido de Perm es un criminal absoluto. Tal vez por eso la policía quería mi pasaporte. «A ver, Natasha, por favor, ¿es usted de Perm?». «Sí, señor policía, soy de Perm. Y demás estoy embarazada». «Pues en ese caso es una criminal. ¡Debe venir a la cárcel de inmediato!».

Para entonces tenía la cabeza apoyada en el hombro de Gail, y el resto lo dijo en ruso.

Oscurecía sobre los maizales y oscurecía también en el BMW de alquiler, porque coincidían en la conveniencia de mantener apagadas las luces, dentro y fuera. Luke había aportado una botella de vodka para el viaje, y Dima se había bebido la mitad; Luke, en cambio, no se había permitido siquiera olerlo. Había ofrecido a Dima un dictáfono para grabar sus recuerdos de la firma en Berna mientras los conservaba aún frescos, pero Dima lo había desechado:

—Lo sé todo. No hay problema. Tengo duplicados. Tengo memoria. En Londres, yo lo recordaré todo. Dígaselo a Tom.

Después de salir de Berna, Luke había circulado únicamente por carreteras secundarias, avanzando un trecho, buscando un lugar donde ocultarse para que sus perseguidores, si existían, pasasen de largo. Sin lugar a dudas le ocurría algo en la mano derecha —aún no había recuperado la sensibilidad—, pero mientras empleara la fuerza del brazo y no pensara en la mano, conducir no le representaba el menor problema. Debía de haberse hecho algo al sacudirle al filósofo cadavérico.

Hablaban en ruso, en voz baja como dos fugitivos. ¿Por qué bajamos la voz?, se preguntó Luke. Pero así era. Volvieron a detenerse en el linde de un pinar, y esta vez entregó a Dima un mono azul de obrero y un grueso gorro de lana negro para taparse la calva. Para él, se había comprado unos vaqueros, un anorak y un gorro con borla. Dobló el traje de Dima y lo guardó en una bolsa de viaje en el maletero del BMW. Ya eran las ocho de la tarde y refrescaba. Al acercarse a la aldea de Wilderswil, en la boca del valle de Lauterbrunnen, volvió a detener el coche mientras escuchaban las noticias suizas y Luke intentaba descifrar el semblante de Dima en la penumbra, porque, para su frustración, no sabía alemán.

—Han encontrado a esos cabrones —gruñó Dima entre dientes, en ruso—. Dos capullos rusos, borrachos, han tenido una pelea en el hotel Bellevue Palace. Nadie sabe por qué. Se han caído por una escalera y se han hecho daño. Uno sigue en el hospital; el otro ya está bien. El del hospital ha quedado bastante tocado. Ese es Niki. A ver si el muy mamón la diña. Ha contado un montón de patrañas que la policía suiza no se traga; cada uno ha contado mentiras distintas. La embajada rusa quiere meterlos en un avión y mandarlos de vuelta a casa. La policía suiza dice: «No tan deprisa, queremos saber un par de cosas más de estos capullos». El embajador ruso está que trina.

—¿Por esos dos hombres?

—Por los suizos. —Sonrió, echó otro trago de vodka y ofreció la botella a Luke, que la rehusó con un gesto—. ¿Quiere saber cómo se manejan estos asuntos? El embajador ruso llama al Kremlin: «¿Quiénes son esos tarados?». El Kremlin llama al Príncipe, la perra: «¿Qué coño hacen esos dos gilipollas tuyos dándose de hostias en un hotel de campanillas de Berna, Suiza?».

—¿Y qué dice el Príncipe? —preguntó Luke, sin compartir el desenfado de Dima.

—El Príncipe, la perra, llama a Emilio. «Emilio. Amigo mío. Mi sabio consejero. ¿Qué coño hacen mis dos buenos chicos dándose de hostias en un hotel de campanillas de Berna?».

—¿Y Emilio qué dice? —persistió Luke.

El ánimo de Dima se ensombreció.

—Emilio dice: «Ese mierda de Dima, el blanqueador de dinero número uno del mundo, ha desaparecido del puto planeta».

Pese a que lo suyo no eran las intrigas, Luke se hizo sus cábalas. Primero los dos supuestos policías árabes de París. ¿Quién los envió? ¿Por qué? Luego los dos guardaespaldas en el Bellevue Palace: ¿por qué habían ido al hotel después de la firma? ¿Quién los envió? ¿Por qué? ¿Quién sabía qué? ¿Cuándo?

Llamó a Ollie.

—¿Todo en orden, Harry? —con lo que quería decir: ¿quién ha llegado ya ahí, a la casa segura, y quién no? Lo que quería decir: ¿voy a tener que lidiar también con la desaparición de Natasha?

—Dick, nuestras dos rezagadas han fichado hace unos minutos, te complacerá saber —informó Ollie con tono tranquilizador—. Han llegado aquí por su propio pie, sin mayores complicaciones, y todo va requetebién. ¿Qué tal si quedamos a eso de las diez al otro lado de la montaña? Para entonces ya será muy de noche.

—A las diez me parece bien.

—En el aparcamiento de la estación de Grund. Un bonito Suzuki rojo. Estaré justo a la derecha, nada más entrar y lo más lejos posible de los trenes, pues.

—Conforme. —Y como Ollie no colgaba—: ¿Qué problema hay, Harry?

—Verás, se ha observado cierta presencia policial en la estación de Interlaken Ost, por lo que he oído.

—Cuenta.

Luke escuchó, no dijo nada y volvió a guardarse el móvil en el bolsillo.

Al decir «al otro lado de la montaña», Ollie se refería al pueblo de Grindelwald, situado en la falda de la ladera opuesta del Eiger. El acceso a Wengen desde el valle de Lauterbrunnen por cualquier medio que no fuera el ferrocarril era imposible, había informado Ollie: la pista transitable en verano podía servirle a una gamuza o algún que otro motorista temerario, pero no a un vehículo de cuatro ruedas con tres hombres a bordo.

Pero Luke —al igual que Ollie— había tomado la firme determinación de que Dima, fuera cual fuese su indumentaria, no se viera expuesto a las miradas de los empleados ferroviarios, los revisores o los demás pasajeros durante el viaje a su escondrijo: menos aún a esas horas de la noche, cuando los pasajeros del ferrocarril eran pocos y más visibles.

Así las cosas, cuando llegaron al pueblo de Zweilütschinen, Luke se desvió a la izquierda por una tortuosa carretera paralela al río hasta el término de Grindelwald. El aparcamiento de la estación de Grund estaba lleno de coches abandonados por turistas alemanes. Al entrar, Luke, para su alivio, vio a Ollie con un anorak acolchado y una gorra con visera y orejeras sentado al volante de un jeep Suzuki rojo con las luces de posición encendidas.

—Y aquí están las mantas para cuando refresque —anunció Ollie en ruso mientras indicaba apresuradamente a Dima que ocupara el asiento contiguo. Luke, después de aparcar el BMW bajo un haya, se acomodó detrás—. La circulación por la pista forestal está prohibida, pero no para los lugareños con trabajo que hacer, como fontaneros, empleados del ferrocarril y demás. Así que si nos paran, ya hablaré yo. No es que sea lugareño, pero el jeep sí lo es. Y el dueño me ha aleccionado sobre lo que debo decir.

Qué dueño y qué debía decir solo lo sabía Ollie. Era poco comunicativo respecto a sus fuentes.

Una estrecha carretera de cemento se adentraba en la negrura de la montaña. Un par de faros descendieron hacia ellos, se detuvieron y, marcha atrás, se metieron entre los árboles: un camión de una constructora, descargado.

—El que baja es el que ha de retroceder —comentó Ollie en un susurro con tono de aprobación—. Aquí es la norma.

De pie, en medio de la carretera, había un policía de uniforme. Ollie aminoró la marcha para permitirle echar un vistazo al adhesivo triangular amarillo en el parabrisas del Suzuki. El policía se apartó. Ollie levantó la mano en un relajado saludo. Atravesaron una urbanización de chalets bajos bien iluminada. El humo de la leña se mezclaba con el olor a pino. Un letrero fluorescente rezaba brandegg. La carretera se convirtió en una pista forestal de tierra. Riachuelos de agua descendían hacia ellos. Ollie encendió los faros y cambió de marcha. El motor empezó a emitir un zumbido más agudo y lastimero. Los camiones pesados habían dejado hondas roderas en la pista y el Suzuki tenía una amortiguación muy dura. Encaramado en su asiento trasero, Luke se agarró a los costados para no caerse mientras el vehículo se sacudía y giraba. Delante de él, viajaba la figura arrebujada de Dima con su gorro de lana, aleteando la manta como el capote de un cochero en torno a sus hombros por efecto del viento, cada vez más recio. A su lado, y no mucho más pequeño, Ollie, en una postura tensa, permanecía inclinado sobre el volante, conduciendo el Suzuki a través de una pradera y espantando a un par de gamuzas, que corrieron a buscar refugio entre los árboles.

El aire se enrareció y enfrió. A Luke se le agitó la respiración. A causa del relente, empezó a formársele una gélida película de humedad en la frente y las mejillas. Notó que le brillaban los ojos y se le aceleró el corazón con el olor a pino y la emoción del ascenso. El bosque los envolvió otra vez. Desde su espesura, destellaban los ojos encarnados de los animales, pero si estos eran grandes o pequeños, Luke no tuvo ocasión de averiguarlo.

Habían dejado atrás el linde del bosque y salido de nuevo a campo abierto. Unas nubes vaporosas cubrían el cielo estrellado y en el mismísimo centro se alzaba un vacío negro, sin estrellas, ora comprimiéndolos contra la ladera de la montaña, ora empujándolos hacia el borde del mundo. Circulaban bajo la cornisa de la cara norte del Eiger.

—¿Has estado en los Urales, Dick? —preguntó Dima a Luke en inglés, levantando la voz y volviéndose hacia él.

Luke asintió vigorosamente y respondió con una sonrisa de asentimiento.

—¡Como en Perm! ¡En Perm tenemos montañas como esta! ¿Han estado en el Cáucaso?

—Solo en la zona de Georgia —respondió Luke en voz alta.

—Esto me encanta, ¿me oye, Dick? Me encanta. Y usted también, ¿eh?

Brevemente —aunque seguía preocupado por el policía—, Luke pudo disfrutar de aquello, y siguió disfrutándolo mientras ascendían hacia el collado del Kleine Scheidegg y atravesaban el arco de luces anaranjadas proyectadas por el gran hotel que lo dominaba.

Iniciaron el descenso. A su izquierda, bañadas por la luz de la luna, se elevaban las nervudas sombras de un glaciar, de un color negro azulado. A lo lejos, al otro lado del valle, alcanzaron a ver las luces de Mürren, y de vez en cuando, a través de la espesura del bosque cuando volvió a rodearlos, las luces titilantes de Wengen.