Capítulo 14

Luke recogió a Gail y Perry en el aeropuerto de Zurich-Kloten a las cuatro de la tarde del día siguiente, martes, después de pasar estos una noche intranquila en el piso de Primrose Hill, los dos en vela, preocupados por asuntos distintos: Gail sobre todo por Natasha —¿a qué se debía aquel repentino silencio?—, pero también por las niñas. Perry por Dima y la inquietante idea de que a partir de ese momento Héctor dirigiría las operaciones desde Londres, y Luke tendría el mando y el control in situ con el respaldo de Ollie y, en su defecto, de él mismo.

Desde el aeropuerto, Luke los llevó en coche a un Gasthof de un antiguo pueblo enclavado en un valle a unos kilómetros al oeste del núcleo urbano de Berna. El Gasthof era encantador. El valle, en su día idílico, era ahora un deprimente complejo urbanístico formado por anodinos bloques de apartamentos, letreros de neón, torres de alta tensión y un sex-shop. Luke esperó a que Perry y Gail se registraran y luego se tomó una cerveza con ellos en un rincón discreto del Gaststube. Poco después se reunió con ellos Ollie. En lugar de la boina, llevaba un sombrero de fieltro de ala ancha, garbosamente sesgado sobre un ojo, pero por lo demás exhibía la personalidad incontenible de siempre, dispuesto a informarlos de los últimos detalles organizativos.

Pero antes los informó Luke de la parte que a él le atañía. Con Gail, tuvo un trato tenso y distante, nada más lejos del coqueteo. La opción preferida de Héctor, anunció a los reunidos, era inviable. Tras los primeros sondeos en Londres —no mencionó a Matlock delante de Perry y Gail—, Héctor no veía la menor posibilidad de conseguir autorización para trasladar a Dima y familia a Inglaterra inmediatamente después de la firma del día siguiente, y por tanto había puesto en marcha su plan alternativo, a saber, una casa franca dentro de las fronteras de Suiza hasta recibir luz verde. Héctor y Luke se habían devanado los sesos para encontrar el lugar idóneo, llegando a la conclusión de que, dada la complejidad de la familia, «remoto» no era sinónimo de «secreto».

—Y creo, Ollie, que esa es también tu opinión, ¿no?

—Total y absolutamente, Luke —contestó Ollie con su cockney un tanto dudoso, enturbiado por un leve dejo extranjero.

Suiza disfrutaba de un verano prematuro, prosiguió Luke. Mejor, pues, conforme al principio maoísta, refugiarse entre la multitud que dar la nota en un pueblo pequeño donde toda cara desconocida es objeto de curiosidad, tanto más si la cara en cuestión es la de un ruso calvo e imperioso acompañado de dos niñas pequeñas, dos gemelos bulliciosos en plena pubertad, una hija adolescente de una belleza devastadora y una esposa medio ausente.

La distancia tampoco ofrecía protección alguna a juicio de los planificadores descalzos: todo lo contrario, ya que el pequeño aeropuerto de Berna-Belp era ideal para el despegue discreto de un avión privado.

Después de Luke le tocó a Ollie, y Ollie, como Luke, estaba en su elemento, siendo su estilo informativo parco y meticuloso. Una vez analizadas varias posibilidades, explicó, había optado por un chalet moderno, construido para alquilar, en una ladera cercana al popular pueblo turístico de Wengen, en el valle de Lauterbrunnen, a sesenta minutos en coche y a quince minutos en tren de donde se hallaban en ese momento.

—Y sinceramente, si alguien se para a mirar dos veces ese chalet, no se me pasará por alto —concluyó con tono desafiante, dando un tirón al ala de su sombrero negro.

Acto seguido Luke, siempre eficaz, les entregó una sencilla tarjeta con el nombre y la dirección del chalet y el número del teléfono fijo para llamadas imprescindibles e inocuas en caso de que surgiera algún problema con los móviles, si bien, informó Ollie, en el propio pueblo la cobertura era impecable.

—¿Y cuánto tiempo van a estar los Dima inmovilizados allí? —preguntó Perry en su papel de amigo de los reclusos.

No preveía una respuesta aclaratoria pero, para su sorpresa, Luke estuvo muy comunicativo, o desde luego más de lo que Héctor habría estado en circunstancias similares. Era inevitable pasar por una serie de aros en Whitehall, explicó Luke: Inmigración, Ministerio de Justicia, Ministerio del Interior, por nombrar solo tres. De momento Héctor concentraba todos sus esfuerzos en soslayar el mayor número posible de dichos aros hasta que Dima y familia se hallaran sanos y salvos en Inglaterra.

—A ojo, calculo que serán tres o cuatro días. Menos con un poco de suerte, más en caso contrario. A partir de ese punto la logística empieza a ocluirse un poco.

—¡Ocluirse! —exclamó Gail con incredulidad—. ¿Cómo una arteria?

Luke se sonrojó. Pero enseguida se echó a reír con ellos e hizo el esfuerzo de explicarse. En operaciones como esa —y no es que hubiera dos iguales—, el proceso debía revisarse continuamente, dijo. Cuando Dima desapareciera de la circulación —a eso de las doce del día siguiente, Dios mediante—, se produciría cierto revuelo para localizarlo, aunque nadie sabía exactamente qué forma adquiriría dicho revuelo.

—Solo quiero decir, Gail, que a partir de mañana al mediodía, el reloj se pondrá en marcha, y tendremos que estar preparados para adaptarnos a corto plazo según convenga. Podemos hacerlo. Es lo nuestro. Para eso nos pagan.

Después de instar a los tres a irse a dormir temprano y llamarlo a cualquier hora en caso de necesidad, Luke regresó a Berna.

—Y si me llamáis a través de la centralita del hotel, no olvidéis que soy John Brabazon —les recordó con una sonrisa tensa.

Solo en su habitación de la primera planta del rutilante hotel Bellevue Palace de Berna, con el río Aar bajo su ventana y los picos del Oberland bernés a lo lejos, negros contra el cielo anaranjado, Luke intentó ponerse en contacto con Héctor y oyó su voz codificada decir «a menos que esté hundiéndose el mundo, deja un mensaje, maldita sea», y si la cosa era así de grave, tanto servía el criterio de Luke como el de Héctor, «así que haz lo que tengas que hacer y no te quejes», lo que arrancó a Luke una carcajada, y confirmó de paso sus sospechas: Héctor se había enzarzado en un duelo burocrático a vida o muerte en el que no cabía respetar los horarios de trabajo convencionales.

Tenía un segundo número al que llamar en caso de urgencia, pero como, por lo que él sabía, no existía tal urgencia, dejó un festivo mensaje en el contestador informando de que el mundo aún seguía en pie, Milton y Doolittle permanecían en sus puestos y con la moral alta, y Harry llevaba a cabo un trabajo impecable, y besos a Yvonne. Luego se dio una larga ducha y se puso su mejor traje antes de bajar con la idea de iniciar el reconocimiento del hotel. Se sentía aún más liberado, si cabe, que en el Club des Rois. Era Luke descalzo, montado en una nube: sin instrucciones de última hora desde la cuarta planta por efecto del pánico, sin incontrolable sobrecarga de observadores, escuchas, helicópteros sobrevolando la zona, ni toda esa dudosa parafernalia propia de las operaciones secretas modernas; y sin ningún señor de la guerra, cocainómano para más señas, que lo encadenase en una empalizada en la selva. Solo Luke descalzo y su pequeño pelotón de soldados leales —incluida una de la que estaba enamorado, como de costumbre—, y Héctor en Londres luchando por una buena causa y dispuesto a respaldarlo incondicionalmente.

—Ante la duda, déjate de dudas. Es una orden. No le des vueltas, actúa sin más —lo había instado Héctor ante un apresurado whisky de despedida en el aeropuerto Charles de Gaulle la tarde del día anterior—. No pagaré el pato. El puto pato soy yo. Aquí no hay un segundo premio. Salud y que Dios nos ayude.

En ese momento algo se había agitado dentro de Luke: una mística sensación de unión, de afinidad con Héctor que iba más allá de lo gremial.

—¿Y qué tal está Adrián? —preguntó, recordando la gratuita intromisión de Matlock y deseando reconducirla.

—Ah, mejor, gracias. Mucho mejor —respondió Héctor—. Los psiquiatras creen que han acertado con la combinación de fármacos. En seis meses tendría que estar fuera. Si se comporta. ¿Y Ben qué tal?

—Muy bien. Francamente bien. Y lo mismo Eloise —contestó Luke, arrepintiéndose de haber preguntado.

En el mostrador del hotel, una recepcionista alemana y chic a más no poder informó a Luke de que en esos momentos Herr Direktor, alemán, llevaba a cabo su habitual ronda entre los clientes en el bar. Luke fue derecho a él. Esas cosas se le daban bien cuando tenía que hacerlas. No era tal vez el factótum nato, como Ollie, sino más bien el caradura inglés con desparpajo, sin el menor empacho.

—¿Caballero? Me llamo Brabazon. John Brabazon. Es la primera vez que me alojo aquí. ¿Me permite que le diga una cosa?

Herr Direktor se lo permitió, y sospechando que era una mala noticia, se preparó para oírla.

—Este es sencillamente uno de los hoteles modernistas… supongo que no emplearán la palabra eduardiano… más exquisitos, mejor conservados que he encontrado en mis viajes.

—¿Es usted hostelero?

—Pues no, lamento decir. Soy solo un vulgar periodista. Del Times, Londres. Sección de viajes. Me presento sin previo aviso, lamento decir. Por un asunto privado…

—… y este es nuestro salón de baile, que llamamos Salón Royal… y esta es nuestra pequeña sala de banquetes, que llamamos Salón du Palais… y este es nuestro Salón d’Honneur, donde celebramos los cócteles. Nuestro chef se enorgullece de sus aperitivos. Y este, claro está, es nuestro restaurante, La Terrasse, para los días con buen tiempo como hoy, y de hecho el lugar de encuentro obligado para todos los berneses elegantes, pero también para nuestros huéspedes internacionales. Aquí han comido muchas personas destacadas, incluso actores de cine. Podemos ofrecerle una considerable lista, y también la carta.

—¿Y las cocinas? —preguntó Luke, porque no quería dejar nada al azar—. ¿Me permite echar una ojeada si los cocineros no tienen inconveniente?

—Al contrario, se sentirán honrados, señor Brabazon.

Y cuando Herr Direktor, de manera exhaustiva, le hubo enseñado todo lo que había por enseñar, y cuando Luke hubo mostrado el debido asombro y tomado abundantes notas, y para su propia satisfacción unas cuantas fotografías con el móvil si a Herr Direktor no le importaba, aunque, como era natural, el periódico enviaría un verdadero fotógrafo si el hotel accedía —accedía—, regresó al bar y, después de obsequiarse con un sándwich Club exquisito y una copa de Dole, añadió unos cuantos toques finales a su visita periodística, que incluyeron detalles tan banales como los aseos, las escaleras de incendios, las salidas de emergencia, los aparcamientos y el proyectado gimnasio en la azotea, actualmente en construcción, antes de retirarse a su habitación y telefonear a Perry para asegurarse de que seguían bien. Gail dormía, Perry esperaba hacer eso mismo de un momento a otro. Al colgar, Luke pensó que había estado lo más cerca de Gail en la cama que probablemente estaría nunca. Telefoneó a Ollie.

—Todo de maravilla, Dick, gracias. Y lo del transporte, por si te preocupaba, a pedir de boca. Por cierto, ¿qué conclusiones has sacado en cuanto a esos policías árabes?

—No sabría decirte, Harry.

—Yo también tengo mis dudas. Pero no te fíes nunca de un policía, como yo digo. Por lo demás, ¿todo bien, pues?

—Hasta mañana.

Y por último Luke telefoneó a Eloise.

—¿Estás pasándotelo bien, Luke?

—Sí, la verdad es que sí, gracias. Berna es una ciudad preciosa. Deberíamos venir juntos alguna vez. Traer a Ben.

Así es como hablamos siempre: por el bien del niño. Para que se beneficie al máximo de unos padres felices y heterosexuales.

—¿Quieres hablar con él? —preguntó ella.

—¿Aún no se ha acostado? ¿No me digas que todavía está haciendo las tareas de español?

—Allí es una hora más, Luke.

—Ah, sí, claro. Entonces sí, por favor. Si es posible. Hola, Ben.

—Hola.

—Estoy en Berna, para mi castigo. Berna, en Suiza. La capital. Aquí hay un museo fantástico. El museo Einstein, uno de los mejores que he visto en la vida.

—¿Has ido a un museo?

—Solo media hora. Anoche cuando llegué. Inauguraban una exposición a última hora. Está enfrente del hotel, al otro lado del puente. Y fui.

—¿Por qué?

—Porque me apetecía. Me lo recomendó el conserje y fui.

—¿Así sin más?

—Sí. Así sin más.

—¿Qué más te recomendó?

—¿A qué te refieres?

—¿Has comido fondue de queso?

—No es muy divertido si estás solo. Os necesito a mamá y a ti. Os necesito a los dos.

—Ya, claro.

—Y con un poco de suerte estaré de vuelta para el fin de semana. Iremos al cine o algo así.

—Tengo que hacer una redacción de español, si no te importa.

—Claro que no me importa. Que te vaya bien. ¿De qué trata?

—La verdad es que no lo sé. Cosas españolas. Adiós.

—Adiós.

«¿Qué más te recomendó el conserje?». ¿He oído bien? Como si preguntara: «¿Te mandará el conserje a una fulana?». ¿Qué ha estado contándole Eloise de mí? ¿Y por qué demonios le he dicho que estuve en el museo Einstein si solo vi el folleto en recepción?

Se fue a la cama, puso la BBC World News y enseguida apagó el televisor. Medias verdades. Una cuarta parte de verdades. Lo que el mundo sabe realmente de sí mismo no se atreve a decirlo. Desde lo de Bogotá había descubierto que a veces le faltaba valor para afrontar su soledad. Tenía la sensación de que había estado manteniendo unidas por la fuerza muchas partes de sí mismo durante demasiado tiempo, y ahora empezaban a desarmarse. Fue al minibar, se sirvió un whisky con soda y lo dejó al lado de la cama. Uno solo, y se acabó. Echó de menos a Gail, y luego a Yvonne. ¿Estaría Yvonne quemándose las pestañas con las muestras comerciales de Dima, o acaso yacía en los brazos de su marido perfecto? Si es que este existía, cosa que a veces Luke dudaba. Tal vez se lo había inventado para ahuyentarlo. Volvió a pensar en Gail. ¿También Perry era perfecto? Probablemente sí. Excepto Eloise, todo el mundo tenía un marido perfecto. Pensó en Héctor, padre de Adrián. Héctor visitando a su hijo en la cárcel todos los miércoles y los sábados, seis meses con suerte. Héctor el Savonarola secreto, como lo había llamado algún ingenioso, el fanático obsesionado con la reforma de la Agencia que veneraba, consciente de que perderá la batalla aunque la gane.

Sabía que de un tiempo a esa parte el Comité de Atribuciones disponía de su propia sala de crisis. Parecía lógico: debía de estar en algún lugar muy, muy secreto, suspendida de cables o a treinta metros bajo tierra. En fin, él había estado en salas como esa: en Miami y Washington cuando intercambiaba información con sus chers collégues de la CIA, o de la Agencia Contra la Droga, o de la Agencia para el Control del Alcohol, las Armas y el Tabaco, y otras agencias, a saber cuáles. Y en su ponderada opinión, eran lugares donde el delirio colectivo estaba garantizado. Había visto cómo se alteraba el lenguaje corporal conforme los adoctrinados abandonaban su identidad y su sentido común para integrarse en aquel mundo virtual.

Pensó en Matlock, que iba de vacaciones a Madeira y no sabía qué era un «hotel negro». Matlock arrinconado por Héctor, sacándose del bolsillo el nombre de Adrián y disparándolo a quemarropa. Matlock sentado ante su ventanal con vistas al Padre Támesis enumerando soporíferamente sus torpes sutilezas, primero el palo, luego la zanahoria, luego los dos juntos.

En fin, Luke no había mordido el anzuelo ni agachado la cabeza. No es que poseyera una gran astucia, como él mismo reconocía: era «insuficientemente manipulador», según rezaba en uno de sus informes anuales confidenciales, y en el fondo le complacía. No se consideraba manipulador. Lo suyo era más bien la tenacidad. Persistía. Se aferraba a una misma nota contra viento y marea: «no, no y no», ya fuera encadenado en una empalizada o sentado en la otra butaca del confortable despacho de Matlock en la Lubyanka-sur-Thamise, tomándose su whisky y esquivando sus preguntas. Solo con escucharlas, uno podía abstraerse en sus pensamientos.

«Un contrato de tres años ampliable a cinco en una academia de instrucción, Luke, incluida una bonita vivienda para tu mujer, cosa que contribuirá a mejorar las cosas después de los conflictos que no es necesario mencionar, un plus por cambio de residencia, agradable aire marino, buenos colegios en el barrio… No tendrías que vender tu casa de Londres si no quisieras, no ahora que los precios han caído… Alquílala, ese es mi consejo, disfruta de la renta. Ve a hablar con contabilidad en la planta baja, diles que te mando yo… No estamos al nivel de Héctor en cuestiones inmobiliarias, pocos lo están. —Un silencio para aparentar honrada preocupación—. Confío en que Héctor no vaya a arrastrarte a algo que te venga grande, Luke, siendo como eres un tanto promiscuo en tus lealtades, si me permites decirlo… Me han contado que Ollie Devereux ha caído bajo su hechizo, dicho sea de paso, cosa que considero una imprudencia por su parte. A jornada completa está Ollie, por lo visto, ¿no? ¿O es más bien una colaboración informal?».

Y repitiéndolo todo para Héctor una hora después.

—¿En estos momentos Billy Boy está con nosotros o contra nosotros? —había preguntado Luke a Héctor ante la misma copa de despedida en el aeropuerto Charles de Gaulle cuando, gracias a Dios, pasaron a temas menos personales.

—Billy Boy irá allí donde crea que está su título de caballero. Si tiene que elegir entre los guardabosques y los cazadores furtivos, elegirá a Matlock. Así y todo, un hombre que odia a Aubrey Longrigg tanto como él no puede ser del todo malo —añadió Héctor como si acabara de concebir la idea.

En otras circunstancias Luke habría puesto en duda tan feliz afirmación, pero no era el momento, no en vísperas de la decisiva batalla de Héctor con las fuerzas de las tinieblas.

A saber cómo, era ya jueves por la mañana. A saber cómo, Gail y Perry habían dormido un poco y despertado con el ánimo bien dispuesto para el desayuno con Ollie, que después se marchó en busca de la carroza real, como él la llamaba, mientras ellos preparaban la lista de la compra e iban al supermercado a por alguna que otra cosa para los niños. Como no fue raro, eso les recordó una expedición parecida a St. John’s la tarde que Ambrose los acompañó hasta el nacimiento del fragoso sendero que conducía hasta Las Tres Chimeneas a través del bosque, pero esta vez la selección fue mucho más prosaica: agua, con y sin gas, refrescos —bueno, vale, les dejaremos beber Coca-Cola (Perry)—, cosas para picar —los niños por lo general prefieren lo salado a lo dulce, aunque no lo sepan (Gail)—, pequeñas mochilas para todos, da igual si no son de comercio justo; un par de pelotas de goma y un bate de béisbol, que era lo más cercano al criquet que podían conseguir allí pero, si es necesario, les enseñaremos a jugar al pichi, o más probablemente, como los chicos juegan al béisbol, nos enseñarán ellos a nosotros.

La carroza real de Ollie era un viejo remolque para caballos de siete metros con los laterales de madera y el techo de lona. Tenía compartimentos para dos caballos, separados por una mampara, y en el suelo había cojines y mantas para seres humanos. Gail se sentó con cuidado en los cojines. Perry, complacido ante la perspectiva de un viaje rústico, subió de un salto declara la finalidad del sombrero negro de ala ancha: era Ollie el alegre gitano, camino de la feria de caballos.

Estuvieron en marcha quince minutos según el reloj de Perry y se detuvieron con una sacudida en tierra blanda. Nada de travesuras ni de asomarse, había advertido Ollie. Soplaba un viento cálido y el techo de lona encima de ellos se hinchaba como un spinnaker. Según los cálculos de Ollie, estaban a diez minutos de su objetivo.

«Luke Solo», lo llamaban sus profesores de primaria, como el intrépido héroe de una novela de aventuras olvidada hacía mucho tiempo. Al pensar que a los ocho años manifestaba ya la misma sensación de soledad que lo asediaba a los cuarenta y tres, siempre le parecía injusto.

Pero Luke Solo había seguido siendo, y Luke Solo era en ese momento, con sus gafas de montura de concha y su corbata de la Rusia roja, tecleando ante un portátil plateado, sentado bajo el dosel de cristal espléndidamente iluminado del gran vestíbulo del hotel Bellevue Palace, con una gabardina azul colgada, muy visible, en el brazo de una butaca de piel a medio camino entre las puertas de cristal de la entrada y el Salón d’Honneur, con columnas, escenario del apéro que está a punto de ofrecer a mediodía el Consorcio Internacional La Arena, véase el hermoso poste indicador de bronce que señala el camino a los invitados. Era Luke Solo, atento a quienes entraban por las muchas y muy elegantes puertas con espejo, allí en espera para evacuar sin ayuda de nadie a un candente desertor ruso.

Durante los últimos diez minutos había contemplado con cierto asombro pasivo la aparición deliberadamente discreta primero de Emilio dell Oro y los dos banqueros suizos, inmortalizados por Gail como Pedro y el Lobo, seguidos de un grupo de hombres con traje gris, luego dos jóvenes saudíes, a juzgar por su aspecto, luego una mujer china y un individuo moreno de hombros anchos a quien Luke atribuyó arbitrariamente un origen griego.

A continuación, en aburrido tropel, los Siete Enviados Limpios en persona, sin más protección que la de Bunny Popham con un clavel en la solapa, y Giles de Salis, lánguidamente encantador, provisto de un bastón de empuñadura de plata a juego con su traje insultantemente perfecto.

Aubrey Longrigg, ¿dónde estás ahora que te necesitan?, quiso preguntarle Luke. ¿Escondiendo la cabeza? Un hombre sensato. Un escaño seguro en el Parlamento y una entrada gratis para el Abierto francés es una cosa, como lo es un soborno offshore y unos cuantos diamantes más para tu lerda esposa, amén de un cargo de director no ejecutivo en un buen banco nuevo de la City con miles de millones recién blanqueados para jugar. Pero una firma de gala en un banco suizo bajo los focos ya es pasarse de la raya: o eso pensaba Luke cuando la figura desgarbada, calva e irascible de Aubrey Longrigg, diputado, ascendió parsimoniosamente por la escalinata —él en carne y hueso, no ya un retrato—, con Dima, el blanqueador de dinero número uno del mundo, a su lado.

Cuando Luke se hundió un poco más en su butaca de piel y levantó un poco más la tapa de su portátil plateado, supo que si en su vida había existido algo parecido a un momento Eureka era precisamente ese, y nunca habría otro igual, dando gracias una vez más a los dioses en los que no creía por no haber puesto jamás los ojos en Aubrey Longrigg en sus muchos años al servicio de la Agencia, y por que Longrigg, que Luke supiese, no los hubiera puesto en él.

Aun así, solo cuando tuvo la seguridad de que los dos hombres habían pasado camino del Salón d’Honneur —Dima casi lo había rozado— se atrevió Luke a alzar la cabeza y, con una rápida ojeada a los espejos, determinó los siguientes datos de interés para la operación:

Dato uno: Dima y Longrigg no estaban hablando entre sí. Y con toda probabilidad tampoco hablaban entre sí al llegar. Simplemente, por casualidad, habían coincidido en la escalinata. Los seguían otros dos hombres —los típicos contables suizos, de mediana edad y aspecto formal—, y lo más seguro, a juicio de Luke, era que Longrigg hubiera estado hablando con uno de ellos o con los dos, no con Dima. Y si bien la conclusión era endeble —cabía la posibilidad de que hubieran hablado entre sí antes—, Luke tuvo la cautela de buscar consuelo en ello, porque nunca es agradable descubrir, justo cuando la operación cristaliza, que el topo tiene una relación personal que desconocías con uno de los elementos principales. Por lo demás, en lo que se refería a Longrigg, lo asaltó un único pensamiento, exultante, obvio: «¡Está aquí! ¡Lo he visto! ¡Soy el testigo!».

Dato dos: Dima ha decidido marcharse a tambor batiente. Para la gran ocasión se ha puesto un traje milrayas azul a medida de chaqueta cruzada, y para sus delicados pies unos mocasines negros italianos de becerro con borlas, no el calzado ideal, en la efervescente cabeza de Luke, para salir de estampía, pero aquí no vamos a salir de estampía, aquí vamos a replegarnos ordenadamente. A Luke le asombró la actitud de Dima, tratándose de alguien que, según pensaba él mismo, acababa de firmar su propia sentencia de muerte. Quizá estuviera saboreando anticipadamente la venganza: el honor de un viejo vor que pronto se vería restablecido, y el asesinato de un discípulo que quedaría desagraviado. Quizá, en medio de todas sus angustias, sencillamente se alegraba de poner fin a las mentiras, las evasivas y la simulación, y pensaba ya en la Inglaterra verde y apacible que lo esperaba a él y su familia. Luke conocía bien ese sentimiento.

El apéro está en marcha. Un borboteo grave sale del Salón d’Honneur, sube el volumen y vuelve a bajar. Un invitado honorable pronuncia una alocución, primero en un ruso indistinto, después en un inglés indistinto. ¿Pedro? ¿El Lobo? ¿De Salis? No. Es Emilio dell Oro; Luke reconoce su voz porque la recuerda del club de tenis. Aplausos. Un silencio de iglesia mientras se hace un honorable brindis. ¿Por Dima? No, por el honorable Bunny Popham, que es quien responde; Luke conoce también esa voz, y las risas lo confirman. Consulta su reloj, saca el móvil, pulsa el botón preasignado a Ollie:

—Veinte minutos si es puntual —dice, y una vez más se concentra en su portátil plateado.

Ay, Héctor. Ay, Billy Boy. Ya veréis cuando os diga con quién me he tropezado hoy.

«¿Te importa que pontifique un poco, Luke, aquí de manera improvisada?», pregunta Héctor, y apura su whisky en el aeropuerto Charles de Gaulle.

A Luke no le importa en absoluto. Los temas de Adrián, Eloise y Ben han quedado atrás. Héctor acaba de pronunciar su dictamen acerca de Billy Boy Matlock. Han anunciado la salida de su vuelo.

«En la planificación operacional, solo hay dos circunstancias en las que es válida la flexibilidad. ¿Me sigues, Luke?».

Te sigo, Héctor.

«Una, cuando elaboras el plan. Eso ya lo hemos hecho. Dos, cuando el plan se va al garete. Hasta ese momento, cíñete como una malla a lo que hemos decidido, o la has cagado. Y ahora venga esa mano».

He aquí, pues, la duda que asaltó a Luke mientras, a falta de cero minutos, esperaba con la mirada fija en la incoherente verborrea de la pantalla de su portátil plateado a que Dima abandonase, solo, el Salón d’Honneur: ¿el recuerdo del sermón de despedida de Héctor acudió a su memoria antes de ver a Niki el cara de niño y el filósofo cadavérico apostarse en las dos sillas de respaldo alto a los lados de las puertas de cristal? ¿O fue inducido por el sobresalto de verlos allí?

Y a propósito, ¿quién fue el primero en llamarlo «filósofo cadavérico»? ¿Perry o Héctor? No, fue Gail. Muy propio de Gail. ¿Quién, si no?

¿Y por qué justo en el momento en que descubrió la presencia de esos dos hombres el murmullo en el Salón d’Honneur fue en aumento hasta convertirse en barullo y las grandes puertas —de hecho solo una, advirtió— se abrieron para dejar salir a Dima, totalmente solo?

La desorientación de Luke no solo fue temporal, sino también espacial. Mientras Dima se acercaba desde atrás, Niki y el filósofo cadavérico se pusieron de pie delante de él, dejando a Luke encorvado a medio camino entre uno y otro, sin saber hacia dónde mirar.

Una colérica sarta de obscenidades en ruso por encima de su hombro derecho le anunció que Dima se había detenido junto a él:

—¿Qué coño queréis de mí, comemierdas? ¿Quieres saber qué voy a hacer, Niki? Voy a mear. ¿Quieres verme mear? Lárgate de aquí. Vete a mearte en el Príncipe, esa perra.

Detrás del mostrador, el conserje levantó la cabeza discretamente. La recepcionista alemana y chic a más no poder se dio media vuelta para echar un vistazo. Quizá ella misma era rusa. Resueltamente sordo a todo ello, Luke tecleó letras sin sentido en su portátil plateado. Niki y el filósofo cadavérico permanecieron allí de pie. Ninguno de los dos se había movido. Quizá sospechaban que la intención de Dima era salir corriendo hacia la calle por las puertas de cristal. En lugar de eso, con un ahogado «me cago en vuestras putas madres», se puso de nuevo en marcha y cruzó el vestíbulo hasta el corto pasillo que llevaba al bar. Dejó atrás el ascensor y se acercó a lo alto de la escalera de piedra que descendía a los aseos del sótano. Para entonces ya no estaba solo. Niki y el filósofo lo seguían, y a unos pasos por detrás de Niki y el filósofo se hallaba el pequeño Luke, dócil e inadvertido, con el portátil bajo el brazo y la gabardina azul encima, necesitando ir al baño.

El corazón ya no le late vigorosamente; se siente los pies y las rodillas prestos y ligeros. Oye y piensa con claridad. Se recuerda a sí mismo que él conoce el terreno y los guardaespaldas no, y Dima también lo conoce, mayor razón para que los guardaespaldas, si es que necesitan motivación extra, se queden detrás de Dima en lugar de situarse delante.

Luke está tan sorprendido por la imprevista aparición de esos dos hombres como a todas luces lo está Dima. No alcanza a comprender, como tampoco Dima, que acosen así a alguien que ya no les sirve de nada y que, según los cálculos de él mismo y probablemente también de ellos, no tardará en estar muerto. Pero no morirá aquí y ahora. No a plena luz del día, a la vista de todo el hotel, con los Siete Enviados Limpios, un distinguido diputado británico y otros dignatarios acabándose el champán y los canapés a veinte metros de allí. Además, como se sabe, el Príncipe es muy puntilloso con sus asesinatos. Le gustan los accidentes, o los atentados terroristas de malhechores chechenos perpetrados indiscriminadamente.

Pero tales reflexiones han de quedar para mejor momento. Si el plan «se ha ido al garete», en palabras de Héctor, este es un momento en que recurrir a la flexibilidad, un momento «no para darle vueltas, sino para actuar sin más», por citar otra vez a Héctor, un momento para recordar todo aquello que le han inculcado machaconamente en los sucesivos cursos de combate sin armas a lo largo de los años, pero que nunca se ha visto en la necesidad de poner en práctica salvo aquella vez en Bogotá, y su actuación fue entre regular y mediocre a lo sumo: unos cuantos golpes a bulto y luego oscuridad.

Pero en esa ocasión fueron los sicarios del magnate de la droga quienes se beneficiaron del factor sorpresa, y ahora era Luke quien lo tenía a su favor. No disponía de unas tijeras para papel, ni de un puñado de calderilla, ni de los cordones de las botas atados, ni de ninguno de esos absurdos artefactos caseros para matar que tanto entusiasmaban a los instructores, pero sí tenía a su disposición un ordenador portátil plateado y, gracias sobre todo a Aubrey Longrigg, una ira extrema. Había acudido a él como un amigo en una situación de necesidad, y en ese momento fue para él un amigo mejor que el valor.

Hacia la mitad de la escalera de piedra Dima alarga el brazo para empujar la puerta.

Niki y el filósofo cadavérico permanecen detrás de él, muy cerca, y Luke permanece detrás de ellos, pero no tan cerca como ellos respecto a Dima.

Luke se siente cohibido. Para un hombre, descender a unos aseos es un asunto íntimo, y Luke valora mucho su intimidad. Así y todo, experimenta un momento de lucidez espiritual único en la vida. Por una vez, la iniciativa la tiene él y nadie más que él. Por una vez, él es el agresor legítimo.

La puerta ante la que se detienen se cierra a veces con llave por motivos de seguridad, como bien señaló Dima en París, pero hoy no está cerrada. Existe la total certeza de que va a abrirse, y eso es porque Luke lleva la llave en su bolsillo.

Por tanto, la puerta se abre, mostrando, más abajo, el hueco de escalera exiguamente iluminado. Dima encabeza aún la marcha, pero esa situación cambia de pronto cuando Luke, de un golpe de portátil ciertamente colosal, manda al filósofo cadavérico rodando escalera abajo sin una queja, más allá de Dima, haciendo perder el equilibrio a Niki y permitiendo así a Dima agarrar por el cuello a su odiado guardaespaldas rubio, el muy renegado, tal como en sus fantasías, según Perry, se proponía asesinar al marido de la difunta madre de Natasha.

Con una mano aún en torno a su cuello, Dima estampa la cabeza del atónito Niki a izquierda y derecha contra la pared más cercana hasta que su cuerpo musculoso e inútil se desploma bajo él y cae sin habla a los pies de Dima, incitando a Dima a asestarle repetidos y violentos puntapiés, primero en la entrepierna y luego a un lado de la cabeza, con la puntera de su inadecuado zapato italiano derecho.

Para Luke, todo esto sucede muy despacio y como lo más natural del mundo, de una manera un poco descoordinada pero con un efecto catártico y misteriosamente triunfal. Coger un portátil con las dos manos, levantarlo por encima de la cabeza tanto como permitan los brazos y descargarlo como el hacha de un verdugo contra el cuello del guardaespaldas cadavérico, situado oportunamente un par de peldaños por debajo, equivalía a resarcirse de todas las afrentas de que había sido objeto a lo largo de los últimos cuarenta años, desde la infancia a la sombra de un padre militar tiránico, o la sucesión de aborrecidos colegios de pago e internados, o las docenas de mujeres con quienes se había acostado para acabar arrepintiéndose, hasta el bosque colombiano donde había estado recluido y el gueto diplomático de Bogotá donde había cometido el más estúpido y compulsivo de todos los pecados de su vida.

Pero a la postre fue sin duda la idea de devolvérsela a Aubrey Longrigg por traicionar la confianza de la Agencia lo que, por irracional que pudiera parecer, le proporcionó el mayor impulso, porque Luke, como Héctor, quería a la Agencia. La Agencia era su madre y su padre y también, un poco, su Dios, aun cuando sus caminos fuesen a veces inescrutables.

Alguien debería estar gritando, pero no es así. Al pie de la escalera yacen los dos hombres, uno encima del otro, en aparente desafío al código homófobo de los vor. Dima sigue asentando patadas a Niki, que está debajo, y el filósofo cadavérico abre y cierra la boca como un pez fuera del agua. Dándose media vuelta, Luke retrocede con cautela escalera arriba hasta la puerta, echa la llave, se guarda esta otra vez en el bolsillo y se une nuevamente a la tranquila escena que se desarrolla más abajo.

Después de coger por el brazo a Dima —que tiene la necesidad de dar un último puntapié antes de marcharse—, Luke lo obliga a seguir, y juntos dejan atrás los aseos, suben por otra escalera y atraviesan una zona de recepción en desuso hasta llegar a una puerta blindada de reparto donde se lee el rótulo salida de emergencia. Esta puerta no requiere llave pero en su lugar dispone de un dispositivo montado en la pared, una caja verde metálica con tapa de vidrio y, dentro, un botón rojo de alarma para situaciones de emergencia como incendios, inundaciones o atentados terroristas.

En las últimas dieciocho horas Luke ha estudiado detenidamente esta caja verde con su botón para situaciones de emergencia, y también se ha tomado la molestia de hablar con Ollie de sus posibles propiedades. A sugerencia de Ollie ha aflojado previamente los tornillos que sujetan el cristal a la carcasa metálica y cortado un cable rojo de aspecto siniestro que se adentra en las entrañas del hotel, conectando el botón con el sistema central de alarma del establecimiento. En la especulativa opinión de Ollie, después de cortar el cable rojo, el botón permitirá abrir esa salida de emergencia sin provocar un éxodo entre el personal y los huéspedes del hotel.

Tras desprender el cristal ya suelto con la mano izquierda, Luke se dispone a pulsar el botón rojo con la derecha, y descubre que tiene la mano derecha temporalmente inutilizada. Vuelve a usar, pues, la mano izquierda, la puerta se abre con eficacia suiza, tal como Ollie, en sus especulaciones, ha pronosticado, y ahí está la calle, ahí está el día soleado, llamándolos.

Luke insta a Dima a precederlo y —bien por cortesía al hotel o por el deseo de parecer un par de honorables ciudadanos berneses trajeados que casualmente salen a la calle—, se detiene a cerrar la puerta y al mismo tiempo constata, con un sentimiento de gratitud hacia Ollie, que no resuena en el hotel a sus espaldas ninguna sirena de evacuación general.

En la otra acera, a cincuenta metros, hay un aparcamiento subterráneo llamado, curiosamente, Parking Casino. En la primera planta, encarando ya la salida, aguarda el BMW que Luke ha alquilado para la ocasión, y en su entumecida mano derecha se encuentra la llave electrónica que abre las puertas del coche antes de llegar hasta ellas.

—Dios santo, Dick, lo adoro, ¿me oye? —susurra Dima con la respiración entrecortada.

Con la mano derecha entumecida, Luke busca a tientas el móvil bajo el forro caliente de la chaqueta, lo extrae y, con el índice izquierdo, aprieta el bolón asignado a Ollie.

—Es el momento de actuar —ordena con un tono de majestuosa serenidad.

El remolque de caballos volvía a descender por una empinada pendiente y Ollie anunciaba a Perry y Gail que había llegado el momento de actuar. Después de un rato de espera en un área de descanso, habían subido por una tortuosa carretera de montaña, oído cencerros y olido heno. Habían parado, cambiado de sentido y desandado el camino, y ahora esperaban de nuevo, pero solo mientras Ollie levantaba el portón trasero, cosa que hizo lentamente para evitar el ruido, quedando él a la vista poco a poco hasta llegar al sombrero negro de ala ancha.

Detrás de Ollie había un establo, y detrás un cercado y un par de caballos jóvenes de buena planta, zainos, que se acercaron al trote para echarles un vistazo y volvieron a alejarse. Junto al establo se alzaba una gran casa moderna de madera, pintada de rojo oscuro, con los aleros muy prominentes. Tenía un porche delantero y otro lateral, los dos cerrados. El porche delantero daba a la calle y el lateral no, así que Perry eligió el lateral y dijo: «Voy yo delante». Habían acordado que Ollie, como la familia no lo conocía, se quedaría en la furgoneta hasta que lo llamasen.

Mientras Perry y Gail avanzaban, repararon en dos cámaras de televisión de circuito cerrado orientadas hacia ellos, una en el establo y otra en la casa. Responsabilidad de Igor, supuestamente, pero a Igor lo habían enviado de compras.

Perry tocó el timbre y al principio no oyeron nada. A Gail le pareció anormal aquel silencio, y volvió a llamar ella misma. Quizá el timbre no funcionaba. Lo pulsó largamente una vez y luego varias veces más, en toques cortos, para que todos se apresuraran. Y resultó que sí funcionaba, porque oyeron acercarse unos pies jóvenes e impacientes, descorrerse unos pasadores y girar una llave en la cerradura, y asomó uno de los hijos rubios de Dima: Viktor.

Pero en lugar de saludarlos con una sonrisa blanca como el marfil extendiéndose por toda aquella cara pecosa, que era lo que esperaban, Viktor los miró con expresión de desconcierto y nerviosismo.

—¿Ella viene con vosotros? —preguntó en su inglés americano internacional.

Se dirigía a Perry, no a Gail, ya que para entonces Katia e Irina habían cruzado la puerta, y Katia se había aferrado a una pierna de Gail y apretaba la cabeza contra ella mientras Irina alzaba los brazos hacia Gail para que la estrechase.

—A mi hermana, Natasha —vociferó Viktor a Perry con impaciencia, mirando con recelo el remolque como si ella pudiera estar escondida dentro—. Por Dios, ¿has visto a Natasha?

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó Gail, desprendiéndose de las niñas.

Siguieron a Viktor por un pasillo revestido de madera, con olor a alcanfor, hasta un salón de techo bajo y vigas vistas, dividido en dos niveles, con puertas halconeras a través de las que se veía el jardín y, más allá, el cercado. Sentada en el rincón más oscuro, encajonada entre dos maletas de cuero, se hallaba Tamara, que llevaba un sombrero negro con un velo alrededor. Cuando se acercaba a ella, Gail vio, bajo el velo, que se había teñido el pelo con henna y puesto colorete en las mejillas. Tradicionalmente los rusos se sientan antes de un viaje, había leído Gail en algún sitio, y quizá por eso Tamara estaba sentada en ese momento, y por eso permaneció sentada cuando Gail se plantó ante ella con la mirada fija en su rostro rígido y repintado.

—¿Qué le ha pasado a Natasha? —preguntó Gail.

—No lo sabemos —contestó Tamara al vacío.

—¿Y eso?

Los gemelos asumieron la responsabilidad, y Tamara quedó olvidada temporalmente.

—Se ha ido a clase de equitación y aún no ha vuelto —explicó Viktor a la vez que su hermano, Alexei, entraba en el salón ruidosamente detrás de él.

—No, no ha ido; solo ha dicho que iba a clase de equitación. Solo lo ha dicho, gilipollas. Natasha miente, ya lo sabes.

—Alexei.

—¿Cuándo ha ido a clase de equitación? —terció Gail.

—Esta mañana. ¡Temprano! ¡A eso de las ocho! —exclamó Viktor, adelantándose a Alexei—. Había quedado allí, en la escuela. Para una demostración de doma o algo así. Papá había llamado unos diez minutos antes para decirnos que estuviésemos listos a mediodía. Natasha ha dicho que ya había quedado en la escuela de equitación, que tenía que ir por fuerza.

—¿Y ha ido?

—Claro. La ha llevado Igor en el Volvo.

—¡Chorradas! —otra vez Alexei—. ¡Igor la ha llevado a Berna! ¡Joder, no ha ido a la escuela de equitación, pedazo de idiota! ¡Natasha ha mentido a mamá!

Gail, la abogada, los obligó a dar marcha atrás.

—¿Igor la ha dejado en Berna? ¿Adónde la ha llevado?

—¡A la estación! —exclamó Alexei.

—¿A qué estación, Alexei? —preguntó Perry con severidad—. Ahora tranquilo. ¿En qué estación de Berna ha dejado Igor a Natasha?

—¡En la estación central! ¡La estación internacional, por Dios! Salen trenes a todas partes. ¡A París! ¡Budapest! ¡Moscú!

—Papá le ha dicho que fuera allí, Catedrático —insistió Viktor, bajando la voz para crear un intencionado contrapunto respecto a la histeria de Alexei.

—¿Se lo ha dicho Dima, Viktor? —Gail.

—Dima le ha pedido que fuera a la estación. Eso ha dicho Igor. ¿Quiere que llame a Igor otra vez y habla usted con él?

—¡No puede, gilipollas! ¡El Catedrático no habla ruso! —Alexei, ya al borde del llanto.

Otra vez Perry, con igual firmeza que antes:

—Viktor… espera un momento, Alexei… Viktor, vuelve a decirme eso… despacio. Alexei, seré todo tuyo en cuanto haya escuchado a Viktor. Ya, Viktor.

—Según Igor, eso es lo que le ha dicho ella, y por eso él la ha dejado en la estación central. «Dice mi padre que tengo que ir a la estación central».

—¡Igor es también un gilipollas! ¡No ha preguntado para qué! —vociferó Alexei—. También es un imbécil de mierda. Le tiene tanto miedo a mi padre que ha dejado a Natasha en la estación, y adiós muy buenas. No le ha preguntado para qué. Se ha ido de compras. Si Natasha no vuelve, no es culpa de él. Mi padre se lo ha ordenado, y él lo ha hecho, o sea que la culpa no es suya.

—¿Cómo sabes que no ha ido a la demostración de doma? —preguntó Gail una vez sopesados los testimonios de ambos.

—Por favor, Viktor —se apresuró a decir Perry antes de que Alexei metiera baza otra vez.

—Primero nos han llamado de la escuela de equitación: ¿dónde está Natasha? —respondió Viktor—. Sale a ciento veinticinco la hora, no ha anulado la clase. Se supone que tiene que ir a esa mierda, la doma. Tienen el caballo ensillado y esperando. Y llamamos a Igor, al móvil. ¿Dónde está Natasha? En la estación, dice, por orden de vuestro padre.

—¿Cómo iba vestida Natasha? —Gail, volviéndose hacia el angustiado Alexei por consideración.

—Llevaba unos vaqueros anchos. Y una especie de blusón ruso. Como un kulak. Ahora Natasha está en la onda nada de formas. Dice que no le gusta que los chicos le miren el culo.

—¿Tiene dinero? —todavía a Alexei.

—Mi padre la da lo que sea. La malcría. Nosotros recibimos cien al mes; ella, quinientos. Para libros, ropa, zapatos, que son su locura; el mes pasado mi padre le compró un violín. Los violines cuestan millones.

—¿Y habéis intentado llamarla a ella? —Gail, ahora a Viktor.

—Una y otra vez —dice Viktor, quien se perfila ya claramente como el hombre sereno, maduro—. Todos. Con el móvil de Alexei, con el mío, con el de Katia, con el de Irina. No contesta.

Gail a Tamara, recordando su presencia:

—¿Usted ha intentado llamarla?

Tampoco Tamara contestó.

Gail a los cuatro niños:

—Me parece que deberías ir todos a otra habitación mientras yo hablo con Tamara. Si Natasha llama, tengo que hablar con ella yo primero. ¿Os queda claro a todos?

Como en el rincón oscuro de Tamara no había otra silla, Perry acercó una banqueta de madera sostenida por dos osos tallados, y ambos tomaron asiento allí, observando a Tamara, que desplazaba de uno a otro sus ojos pequeños, como botones, sin posarlos en ninguno.

—Tamara —dijo Gail—. ¿Por qué a Natasha le da miedo ver a su padre?

—Debe de estar embarazada.

—¿Eso se lo ha dicho ella?

—No.

—Pero usted lo ha notado.

—Sí.

—¿Cuánto hace que se le nota?

—Eso no viene al caso.

—Pero ¿ya en Antigua?

—Sí.

—¿Ha hablado de eso con ella?

—No.

—¿Y con su padre?

—No.

—¿Por qué no ha hablado de eso con Natasha?

—La odio.

—¿Ella la odia a usted?

—Sí. Su madre era una puta. Ahora Natasha es una puta. No es de extrañar.

—¿Qué pasará cuando su padre se entere?

—Puede que la quiera más. Puede que la mate. Dios dirá.

—¿Sabe quién es el padre de la criatura?

—Puede que sean muchos los padres. De la escuela de equitación. De la escuela de esquí. Puede que sea el cartero, o Igor.

—¿Y no tiene ni la menor idea de dónde está ahora?

—Natasha no confía en mí.

Fuera, en el patio del establo, había empezado a llover. En el cercado, los dos hermosos zainos se daban suaves testarazos. Gail, Perry y Ollie permanecían a la sombra del remolque. Ollie había hablado con Luke por el móvil. Luke no había podido hablar abiertamente porque Dima iba en el coche con él. Pero el mensaje transmitido ahora por Ollie no admitía discusión. Seguía hablando con aparente serenidad, pero su cockney, de por sí imperfecto, se enmarañó más aún a causa de la tensión:

—Tenemos que salir de aquí por piernas ya mismo. Se han producido sucesos muy graves, y el convoy no puede esperar más por un solo barco. Natasha tiene sus números de móvil, y ellos tienen el de ella. Luke no quiere que nos crucemos con Igor, y por tanto eso no va a pasar, maldita sea. Dice que los metáis a todos en el remolque ya, Perry, por favor, y que nos larguemos ya, ¿entendido?

A medio camino de la casa, Gail llevó aparte a Perry.

—Sé dónde está Natasha —dijo.

—Pareces saber muchas cosas que yo desconozco.

—No tantas. Las suficientes. Voy a buscarla. Necesito tu respaldo. No voy de heroína, ni es cosa de mujercitas. Ollie y tú os lleváis a la familia, y yo os seguiré con Natasha en cuanto la encuentre. Eso voy a decirle a Ollie, y necesito saber que cuento con tu apoyo.

Perry se llevó las manos a la cabeza como si se hubiera olvidado algo; al cabo de un momento las dejó caer a los lados en un gesto de rendición.

—¿Dónde está?

—¿Dónde está Kandersteg?

—Ve a Spiez, coge el tren de Simplón para subir a la montaña. ¿Tienes dinero?

—De sobra. De Luke.

Perry dirigió una mirada de impotencia a la casa, y luego a Ollie, que, impaciente, aguardaba con su sombrero de fieltro junto al remolque. Por último, otra vez a Gail.

—Por el amor de Dios —susurró, atónito.

—Lo sé —dijo ella.