Capítulo 13

Mientras Perry Makepiece subía al Mercedes con chófer de Emilio dell Oro que, para indignación de Madame Mere, mantenía cortado el tráfico en la calle frente a su hotel desde hacía diez minutos —¡y el cretino del conductor no se dignaba siquiera bajar la ventanilla para oír sus insultos!—, lo acuciaban preocupaciones que en modo alguno habría reconocido ante Gail, quien para la ocasión iba de punta en blanco: lucía el conjunto de Vivienne Westwood con bombachos comprado el día que ganó su primer caso. «Si van a estar presentes esas busconas de altos vuelos, necesitaré toda la ayuda posible», había informado a Perry a la vez que, de pie sobre la cama, en precario equilibrio, intentaba verse en el espejo del lavamanos.

La noche anterior, al volver al Quinze Anges después de la cena, Perry había sorprendido a Madame Mere mirándolo con sus ojos pequeños y saltones desde su guarida detrás del mostrador de recepción.

—¿Por qué no usas el lavamanos tú primero, y yo enseguida subiré? —propuso él, y Gail, con un bostezo de agradecimiento, obedeció.

—Dos árabes —susurró Madame Mere.

—¿Árabes?

—Policía árabe. Hablaban árabe entre ellos, y en francés conmigo. Francés árabe.

—¿Qué querían saber?

—Todo. Dónde estabais. Qué hacíais. Vuestros pasaportes. Tu dirección en Oxford. La dirección de la señora en Londres. Todo sobre vosotros.

—¿Y usted qué les ha dicho?

—Nada. Que eres un huésped de toda la vida, que pagas, que eres correcto, que no bebes, que nunca tienes más de una mujer a la vez, que habéis ido a la Île invitados por una artista y llegaríais tarde, pero tenéis llave, sois de confianza.

—¿Y nuestras direcciones inglesas?

Madame Mere era una mujer menuda, y por eso mismo su gesto gálico de indiferencia pareció aún mayor.

—Todo lo que escribisteis en la ficha se lo han llevado. Si no querías que tuvieran tu dirección, deberías haber puesto una falsa.

Tras arrancarle la promesa de que no le diría nada de eso a Gail —¡Dios mío, ni se me pasaría por la cabeza, también ella era mujer!—, Perry contempló la posibilidad de telefonear a Héctor de inmediato, pero, siendo Perry como era, y más aún después de una considerable dosis de calvados añejo, decidió, por razones pragmáticas, que nadie podía hacer nada que no fuese mejor hacer a la mañana siguiente, y se acostó. Al despertar con el olor a café y cruasanes recién hechos, le sorprendió ver a Gail en bata, sentada a los pies de la cama, examinando su móvil.

—¿Pasa algo? —preguntó él.

—El bufete. Para confirmar.

—Confirmar ¿qué?

—Tenías pensado mandarme a casa esta noche, ¿es que no te acuerdas?

—¡Claro que me acuerdo!

—Pues no me voy. He mandado un mensaje al bufete y le pasarán el caso Samson contra Samson a Helga para que la pifie.

¿Helga, su bête noiret? ¿Helga, la devoradora de hombres con medias de redecilla, la que hacía bailar a su son a los togados varones del bufete?

—¿Cómo demonios se te ha ocurrido hacer una cosa así?

—En parte, el culpable eres tú. Por alguna razón no me convence dejarte colgado de las cejas en una cima peligrosa. Y mañana te acompañaré a Berna, que, supongo, es adonde irás a continuación, aunque todavía no me lo has dicho.

—¿No hay nada más?

—¿Por qué iba a haberlo? Si estoy en Londres, te preocuparás por mí igualmente. Mejor que me tengas donde puedes verme, pues.

—Y no te has parado a pensar que quizá me preocupe más si estás conmigo.

El comentario fue poco amable por su parte: él lo sabía, y también ella. Como atenuante, se sintió tentado de contarle su conversación con Madame Mere, pero temió reforzar con eso su determinación de permanecer junto a él.

—En medio de tanto ajetreo de adultos, parece que te has olvidado de los niños —dijo ella, moderando el tono para que sonara a reproche.

—¡Gail, eso es absurdo! Hacemos todo lo que podemos, tanto yo como nuestros amigos, para conseguir… —Era mejor no acabar la frase. Era mejor hablar en alusiones. Después de sus tres semanas de «familiarización», solo Dios sabía quién estaba escuchando, y cuándo—. Los niños son mi principal preocupación, y siempre lo han sido —prosiguió, aunque no con total sinceridad, y notó que se sonrojaba—. Ellos son la razón por la que estamos aquí —insistió—. Los dos. No solo tú. Sí, me importa Dima y que todo salga bien. Y sí, esto me fascina. Todo junto. —Titubeó, avergonzado de sí mismo—. Se trata de estar en contacto con el mundo real. Y los niños son parte de eso. Una parte enorme. Lo son ahora y lo serán cuando hayas vuelto a Londres.

Si Perry esperaba que ella se rindiese ante su grandilocuente declaración de propósitos, juzgaba mal a su público.

—Pero los niños no están aquí, ¿eh que no? Ni en Londres —replicó ella, implacable—. Están en Berna. Y según Natasha, en pleno duelo por Misha y Olga. Los gemelos se pasan el día en el campo de fútbol; Tamara está en comunión con Dios; todos saben que se cuece algo serio, pero no saben qué.

—¿Según Natasha? ¿De qué me hablas?

—Somos amigas por SMS.

—¿Natasha y tú?

—Exacto.

—¡No me lo habías dicho!

—Y tú no me habías dicho nada de tus planes para Berna, ¿eh que no? —besándolo—. ¿Eh que no? Por mi protección. Pues de ahora en adelante nos protegeremos mutuamente. Allí donde va uno, vamos los dos. ¿Trato hecho?

Trato hecho solo en la medida en que ella se preparase mientras él iba a Printemps bajo la lluvia para comprar el equipo de tenis. El resto de la discusión, por lo que a Perry se refería, era un no rotundo.

Y la causa de su malestar no eran solo los visitantes nocturnos de Madame Mere. Era la clara conciencia del inminente e imprevisible riesgo a que había dado paso la euforia de la noche anterior. Ya en el vestíbulo de Printemps, Perry, empapado de agua, llamó a Héctor. Comunicaba. Al cabo de diez minutos, ya con una flamante bolsa de tenis que contenía una camiseta, un pantalón corto, calcetines, un par de zapatillas y —comprarla había sido un puro desvarío— una visera para el sol, volvió a probar y esta vez sí consiguió hablar con él.

—¿Alguna descripción de esos hombres? —preguntó Héctor después de escucharlo, con un tono en exceso lánguido para el gusto de Perry.

—Árabes.

—Bueno, quizá eran árabes. Quizá eran también policías franceses. ¿Le enseñaron su documentación?

—No me lo ha dicho.

—¿Y tú no se lo has preguntado?

—No. Estaba un poco entonado.

—¿Y si mando a Harry para que tenga una charla con ella?

¿Harry? Ah, sí, Ollie.

—Me parece que ya hemos tenido dramatismo más que suficiente, pero gracias de todos modos —respondió Perry con frialdad.

No sabía cómo seguir. Tal vez Héctor tampoco:

—Por lo demás, ¿alguna fluctuación?

—¿Fluctuación?

—Dudas. Cambios de idea. Nervios del Día D. Yuyu, por Dios —aclaró Héctor con impaciencia.

—Por mi parte, ninguna fluctuación. Solo estoy esperando a que autoricen el pago con la puta tarjeta de crédito. —No era así. Eso era mentira, y no se explicaba por qué demonios lo había dicho, a menos que buscase la comprensión que no estaba recibiendo.

—¿Doolittle también conserva la moral alta?

—Eso cree ella. Yo lo dudo. Ha insistido en venir a Berna. Yo estoy absolutamente convencido de que no conviene. Ya ha hecho su papel… magníficamente, como tú mismo dijiste anoche. Quiero que dé el trabajo por concluido, vuelva a Londres esta noche según lo previsto, y se quede allí hasta que yo regrese.

—Pero no va a hacerlo, ¿verdad que no?

—¿Por qué no?

—Porque me ha telefoneado hace diez minutos y me ha dicho que llamarías, y que ni a tiros cambiará de idea. Doy por hecho, pues, que no hay vuelta de hoja, y te aconsejo que hagas lo mismo. Si no puedes vencerlo, carga con ello. ¿Sigues ahí?

—No del todo. ¿Qué le has contestado?

—Me he alegrado por ella. Le he dicho que forma parte del equipamiento básico. Dado que es decisión suya y por nada del mundo cambiará idea, te recomiendo que tomes el mismo camino. ¿Quieres oír las últimas noticias desde el frente?

—Adelante.

—Todo sigue según lo previsto. La banda de los siete ha salido de su gran firma con nuestro muchacho, todos con cara de pocos amigos, pero eso quizá fuese por la resaca. Ahora mismo va de regreso a Neuilly bajo protección armada. Una comida para veinte ya reservada en el Club des Rois. Los masajistas en espera. Así que no hay cambio de planes, salvo que, después de volver a Londres ce soir, volaréis los dos a Zurich, mañana, pasaje electrónico en el aeropuerto. Luke os recogerá. No irás tú solo como habíamos planeado. Iréis los dos. ¿Estamos?

—Supongo.

—Te noto de mal talante. ¿Estás que te caes por los excesos de anoche?

—No.

—Pues mejor así. Nuestro muchacho te necesita en plena forma. Y nosotros también.

Perry había dudado si mencionar a Héctor la amistad por SMS entre Gail y Natasha, pero se impuso el sentido común, si podía llamárselo así.

El Mercedes apestaba a tabaco. En el respaldo del asiento contiguo al conductor asomaba una botella medio vacía de Perrier. El chófer era un gigante de cabeza esférica. No tenía cuello, sino solo unas cuantas marcas rojas laterales, como cortes de cuchilla, entre el pelo rapado. Gail iba sentada junto a Perry.

Lucía su traje de chaqueta y pantalón de seda, que parecía a punto de desprendérsele de un momento a otro. Perry nunca la había visto tan guapa. Gail había dejado a un lado su larga gabardina blanca de Bergdorf Goodman, Nueva York, otro derroche anterior. La lluvia golpeteaba como granizo el techo del automóvil. El limpiaparabrisas gemía y sollozaba en su esfuerzo por dar abasto.

El gigante de cabeza esférica sentado al volante del Mercedes se desvió en una salida, paró ante un elegante edificio y dio un bocinazo. Un segundo coche se detuvo detrás de ellos. ¿Un coche que los perseguía? «Ni se os pase por la cabeza», había dicho Héctor. Un hombre orondo y jovial, protegido con un chubasquero y un sombrero impermeable de ala ancha, salió al trote de la portería y se plantificó en el asiento del acompañante. Volviéndose, apoyó el antebrazo en el respaldo y la papada en el antebrazo.

—Bueno, y quién va a jugar al tenis, me pregunto yo —dijo con voz chirriante, arrastrando las palabras—. El mismísimo Monsieur le Professeur, sin ir más lejos. Y usted, querida, es su cara mitad, cómo no. Carísima, si me permite decirlo —mirándola con descaro—. Me propongo acapararla durante todo el partido.

—Gail Perkins, mi prometida —terció Perry, tenso.

¿Su prometida? ¿De verdad lo era? No habían hablado de ello. Quizá Milton y Doolittle sí.

—Pues yo soy el doctor Popham, Bunny para todo el mundo, la laguna jurídica andante al servicio de los asquerosamente ricos —prosiguió, saltando sus ojillos rosados de uno a otro con expresión voraz como si intentase decidir con cuál quedarse—. Recordarán que esa bestia de Dima tuvo la desfachatez de insultarme ante un público multitudinario, pero yo me lo sacudí de encima con un golpe de mi pañuelo de encaje.

Como Perry no parecía dispuesto a contestar, intervino Gail:

—¿Qué relación tiene usted con Dima, Bunny? —preguntó alegremente cuando el coche se incorporaba de nuevo a la circulación.

—Corazón mío, apenas tenemos relación, gracias a Dios. Considéreme un viejo amigo de Emilio, que se suma al grupo para dar apoyo. En qué berenjenales se mete, el pobre desdichado. La última vez fue un hatajo de príncipes árabes, oligofrénicos todos, en una orgía de compras. Esta vez es un pelotón de soporíferos banqueros rusos. Emilio los tuvo ayer todo el día y toda la noche, a ellos y a sus queridas señoras —bajando la voz para el comentario en confianza—, y en la vida he visto señoras más queridas. —Posó en Perry sus voraces ojos con adoración—. Pero más pena me da nuestro pobre Catedrático. —En sus ojos rosados, fijos aún en Perry, aparece una expresión trágica—. ¡Vaya una obra de caridad! Dios se lo pagará en el cielo, de eso ya me encargo yo. Pero, claro, ¿cómo iba a resistirse al pobre bruto viéndolo tan afectado por ese espantoso asesinato? —Miró a Gail—. ¿Va a quedarse mucho tiempo en París, señorita Gail Perkins?

—Ojalá pudiera. Por desgracia, he de volver al tajo, llueva o truene. —Una mirada irónica al aguacero que caía sobre el parabrisas—. ¿Y usted, Bunny?

—Ah, yo revoloteo. Soy un revoloteados Eso no se lo digo a cualquiera. Un pequeño nido aquí, un pequeño nido allá. Me poso, pero no por mucho tiempo.

Un indicador señalaba el desvío al Centre Hippique du Touring, otro a un Pavillion des Oiseaux. La lluvia remitía un poco. El coche perseguidor continuaba detrás de ellos. A su derecha apareció una verja cerrada, muy barroca. Frente a la verja había un apartadero, donde el chófer estacionó el Mercedes. El siniestro coche de detrás aparcó junto a ellos. Ventanillas de cristales tintados. Perry aguardó a que se abriera alguna de las puertas. Lentamente, una se abrió. Salió una anciana, seguida de un perro alsaciano.

Cent metres —gruñó el chófer, señalando la verja con un dedo mugriento.

—Ya lo sabemos, tonto —dijo Bunny.

Juntos, recorrieron los cent metres a pie, Gail al abrigo del paraguas de Bunny Popham y Perry con la nueva bolsa de tenis sujeta contra el pecho y la lluvia corriéndole por la cara. Llegaron a un edificio blanco de baja altura.

En lo alto de la escalinata, bajo un toldo, aguardaba Emilio dell Oro, que vestía una gabardina con cuello de piel, larga hasta las rodillas. En un corrillo aparte se hallaban tres de los adustos jóvenes ejecutivos del día anterior. Un par de chicas daban caladas desconsoladamente a cigarrillos que no podían fumar dentro de la casa club. Junto a Dell Oro había un hombre alto, de pelo cano, con pantalón de franela gris y americana, agresivamente británico, de las clases privilegiadas, que les tendió una mano con manchas de vejez.

—Giles —explicó—. Nos conocimos ayer en un palco abarrotado de gente. No espero que se acuerde de mí. Estaba de paso en París, y Emilio me pescó, prueba de que uno, por si las moscas, nunca debe telefonear a los amigos. Pero la verdad es que anoche nos corrimos una buena, lo admito. Lástima que ustedes dos no pudieran venir. —Ahora a Perry—: ¿Habla ruso? Yo un poco, por suerte. Me temo que, en cuanto a lenguas, nuestros honorables invitados no tienen mucho más que ofrecer.

Entraron todos juntos, encabezados por Dell Oro. Un mediodía de lunes lluvioso, día poco propicio para la presencia de socios. A la izquierda de Perry, en un rincón, se hallaba Luke, con gafas, encorvado sobre una mesa. Llevaba un auricular inalámbrico en la oreja y permanecía absorto en la pantalla de un llamativo ordenador portátil plateado, con toda la apariencia de un hombre de negocios ocupándose de algún asunto.

«Si por casualidad veis a alguien que se parece vagamente a uno de nosotros, será un espejismo», los había prevenido Héctor la última noche.

Pánico. Una sacudida en el pecho. ¿Dónde demonios está Gail? Con crecientes náuseas, Perry la buscó alrededor, hasta localizarla en el centro de la sala, charlando con Giles, Bunny Popham y Dell Oro. Mantén la calma y mantente a la vista, le dijo mentalmente. Mantén el control, no te dispares, mantén la serenidad. Dell Oro preguntaba a Bunny Popham si era demasiado pronto para el champán, y Bunny respondió que eso dependía de la cosecha. Todos prorrumpieron en carcajadas, pero las de Gail fueron las más sonoras. A punto de acudir en su ayuda, Perry oyó el ya familiar bramido «¡Catedrático, por todos los santos!» y, al volverse, vio subir tres paraguas por la escalinata.

Bajo el paraguas central, Dima con una bolsa de tenis de Gucci.

A su izquierda y su derecha, Niki y el hombre a quien Gail había bautizado ya para siempre como el «filósofo cadavérico».

Los tres habían llegado al último peldaño.

Dima cerró bruscamente su paraguas y se lo endosó a Niki. Acto seguido, entró solo por las puertas de vaivén.

—¿Veis esa puñetera lluvia? —preguntó a todos los presentes en actitud agresiva—. ¿Veis el cielo? ¡Diez minutos, y saldrá el sol! —Y a Perry—: ¿Quiere ir a ponerse el equipo de tenis, Catedrático, o voy a tener que darle una paliza con ese puñetero traje?

Risas apáticas entre el público. Estaba a punto de iniciarse el segundo pase de la pantomima surrealista del día anterior.

Perry y Dima descienden por una escalera de madera oscura con sus bolsas de tenis. Dima, en tanto socio del club, precede a Perry. Olor a vestuario. Esencia de pino, vapor antiguo, ropa sudada.

—¡Traigo raquetas, Catedrático! —brama Dima hacia atrás en la escalera.

—¡Estupendo! —contesta Perry con un bramido igual de estridente.

—¡Unas seis! ¡Las putas raquetas de Emilio! Juega de pena, pero tiene buenas raquetas.

—¡Seis de las treinta, pues!

—¡Exacto, Catedrático! ¡Exacto!

Dima está anunciando su llegada a los de abajo. No tiene por qué saber que Luke ya los ha avisado. Al pie de la escalera, Perry mira hacia atrás por encima del hombro. Ni rastro de Niki, ni del filósofo cadavérico, ni de Emilio, ni de nadie. Entran en un vestuario sombrío, revestido de madera al estilo sueco. Sin ventanas. Iluminación económica. Detrás de unos cristales esmerilados se duchan dos viejos. Una puerta de madera con el rótulo WC. Otras dos con los rótulos MASAJE. En los tiradores de las dos puertas se lee OCCUPÉ. «Llamas a la puerta de la derecha, pero no hasta que él esté listo. Ahora repítemelo».

—¿Qué tal se lo pasó anoche, Catedrático? —pregunta Dima mientras se desviste.

—Muy bien. ¿Y usted?

—Fue una mierda.

Perry deja caer su bolsa de tenis en el banco, abre la cremallera y empieza a cambiarse. Dima, desnudo, permanece de espaldas a él. Un tablero del juego serpientes y escaleras, en azul, abarca desde la nuca hasta las nalgas, estas incluidas. En los paneles centrales de su espalda, unas fieras, gruñendo, asaltan a una chica en un bañador de los años cuarenta. Rodea con los muslos un árbol de la vida: las raíces nacen en el trasero de Dima y las ramas se extienden por encima de sus omóplatos.

—Tengo que ir a mear —anuncia Dima.

—Está usted en su casa —dice Perry en broma.

Dima abre la puerta del lavabo y, una vez dentro, echa el pestillo. Sale al cabo de un momento con un objeto tubular en la mano. Es un condón con un nudo en la abertura; contiene un lápiz de memoria. Delante, Dima tiene representado un minotauro de cuerpo entero. El vello púbico le llega hasta el ombligo. La polla y los huevos son de un tamaño considerable, como era de prever. En un lavabo, limpia el condón bajo el grifo y se acerca a su bolsa de tenis de Gucci. Con unas tijeras de uñas, corta el extremo del condón, lo desprende y entrega las dos partes a Perry para que las haga desaparecer. Perry se las mete en el bolsillo lateral de la chaqueta y por un instante se imagina a Gail encontrándolas allí pasado un año y preguntándole para cuándo espera el niño.

A la velocidad meteórica de un recluso, Dima se enfunda un suspensorio y unas bermudas de tenis azules, se guarda el lápiz de memoria en el bolsillo derecho de las bermudas, se pone una camiseta de manga larga, los calcetines y las zapatillas. Todo ello le ha llevado apenas unos segundos. Se abre la puerta de una ducha. Sale un anciano obeso con una toalla ceñida a la cintura.

Bonjour tout le monde!

Bonjour.

El anciano obeso abre su taquilla, deja caer la toalla a sus pies, saca una percha. Se abre la puerta de la segunda ducha. Sale un segundo anciano.

Quelle horreur, la pluie! —se queja el segundo anciano.

Perry coincide con él. La lluvia: un verdadero horror. Llama vigorosamente a la puerta de la sala de masaje de la derecha. Tres golpes cortos pero firmes y secos. Dima está detrás de él.

C’est occupé —advierte el primer anciano.

Pour moi, alors —dice Perry.

Lundi, c’est tout fermé —informa el segundo anciano.

Ollie abre la puerta desde dentro. Al entrar, pasan junto a él rozándolo. Ollie cierra la puerta y da a Perry una tranquilizadora palmada en el brazo. Se ha quitado el pendiente y alisado el pelo hacia atrás. Viste una bata blanca de médico. Es como si se hubiese despojado de un Ollie y se hubiese puesto otro.

Héctor también lleva bata blanca, pero se la ha dejado desabrochada, al desgaire. Es el masajista jefe.

Ollie encaja unas cuñas de madera en el marco de la puerta, dos abajo, dos a un lado. Como siempre le ocurre con Ollie, Perry tiene la sensación de que ya ha hecho todo eso antes. Héctor y Dima se miran a la cara por primera vez, Dima echándose hacia atrás, Héctor hacia delante, uno avanzando, el otro retrocediendo. Dima es el viejo presidiario esperando la siguiente dosis de castigo; Héctor, el alcaide de la prisión. Héctor tiende la mano. Dima se la estrecha; luego se la retiene cautiva con la izquierda mientras hunde la derecha en el bolsillo. Héctor entrega el lápiz de memoria a Ollie, que se lo lleva a una mesa lateral, abre la cremallera de la bolsa de masajista, extrae un ordenador portátil plateado, levanta la tapa y conecta el lápiz de memoria, todo ello en un único movimiento. Con su bata blanca, Ollie parece más alto que nunca, y sin embargo el doble de diestro.

Dima y Héctor no han cruzado una sola palabra. El momento recluso-alcaide ha pasado. Dima ha recuperado su inclinación hacia atrás, Héctor sus hombros cargados. La ecuánime mirada gris de este es desprejuiciada e imperturbable, pero también inquisitiva. No se trasluce en ella el menor asomo de posesión, de conquista, de triunfo. Podría ser un cirujano decidiendo cómo operar, o si operar.

—¿Dima?

—Sí.

—Soy Tom. Soy su apparatchik británico.

—¿El Número Uno?

—El Número Uno le manda saludos. Yo estoy aquí en su representación. Ese es Harry —señalando a Ollie—. Hablaremos en inglés y el Catedrático aquí presente velará por el juego limpio.

—Vale.

—Sentémonos, pues.

Se sientan. Cara a cara, con Perry, el responsable del juego limpio, al lado de Dima.

—Arriba hay otro colega nuestro —continúa Héctor—. Está sentado en el bar, solo, frente a un ordenador portátil plateado como el de Harry. Se llama Dick. Lleva gafas y una corbata roja de militante del partido. Cuando salga del club al final del día, Dick se pondrá de pie y cruzará lentamente el vestíbulo por delante de usted, cargado con su ordenador plateado y poniéndose su gabardina de color azul oscuro. Haga el favor de recordarlo para ocasiones futuras. Dick habla con mi misma autoridad y con la autoridad del Número Uno. ¿Entendido?

—Entendido, Tom.

Héctor consulta su reloj, y mira luego a Ollie.

—He calculado siete minutos hasta el momento en que usted y el Catedrático suban arriba. Dick nos avisará si se requiere su presencia antes. ¿Es de su gusto, el plan?

—¿De mi gusto? ¿Está usted como una puta cabra?

Se inició el ritual. Perry jamás habría imaginado que tal ritual existía, y sin embargo los dos hombres parecían reconocer su necesidad.

Primero Héctor:

—¿Está usted en estos momentos, o ha estado alguna vez, en contacto con algún otro servicio de inteligencia exterior?

Turno de Dima:

—Juro por Dios que no.

—¿Ni siquiera con el ruso?

—No.

—¿Sabe de alguien de su círculo que haya estado en contacto con algún otro servicio de inteligencia?

—No.

—¿O de alguien que venda información similar en otra parte? ¿A cualquiera, la policía, una empresa, un particular, en cualquier lugar del mundo?

—No conozco a nadie así. Quiero a mis hijos en Inglaterra. Ya. Quiero cerrar el trato de una puta vez.

—También yo quiero cerrarlo. Eso mismo quieren Dick y Harry. Y eso quiere el Catedrático. Estamos todos en el mismo bando. Pero primero tiene que convencernos. Y yo tengo que convencer a los otros apparatchiks de Londres.

—El Príncipe va a matarme, joder.

—¿Eso se lo ha dicho él?

—Claro. En el puto funeral: «No estés triste, Dima. Pronto te reunirás con Misha». En broma. Una broma pesada.

—¿Cómo ha ido la firma esta mañana?

—Estupendamente. Ya se me ha ido media vida de las putas manos.

—Entonces estamos aquí para organizar la otra media, ¿no?

Por una vez Luke sabe exactamente quién es y qué hace aquí. También lo sabe la directiva del club. Es monsieur Michel Despard, un hombre de buena posición, y espera a su anciana y excéntrica tía, la famosa artista que vive en la Île Saint-Louis y de quien nadie ha oído hablar. Lo ha invitado a comer, y el secretario de ella ha reservado ya una mesa para los dos, pero como excéntrica tía que es, quizá no se presente. Michel Despard sabe que es muy capaz de eso, y como el club también lo sabe, un maître comprensivo lo ha acompañado a un rincón tranquilo del bar, donde, dado que es lunes y llueve, puede esperar tanto como quiera y de paso despachar algún que otro asunto… y gracias por su amabilidad, caballero, muchísimas gracias: con cien euros la vida resulta un poco más fácil.

¿De verdad la tía de Luke es socia del Club des Rois? ¡Claro que sí! Estamos en París. O lo era su difunto protector, el Comte, ¿qué más da? O eso les ha contado Ollie bajo la identidad de secretario de la tía de Luke. Y Ollie, como Héctor bien ha observado, es el mejor factótum del sector, y la tía confirmará cuanto sea necesario confirmar.

Y Luke se siente a gusto. Como parte activa de una operación, no podría estar más a sus anchas, más relajado. Puede que sea un simple cliente tolerado en el salón del club, aislado en un rincón. Provisto de unas gafas con montura de concha, un auricular inalámbrico y un portátil abierto frente a él, puede que su aspecto sea el de cualquier ejecutivo ajetreado un lunes por la mañana, poniéndose al día con el trabajo que debería haber hecho el fin de semana.

Aun así, muy dentro de él, está en su elemento: tan satisfecho y liberado como nunca. Es la voz ecuánime en medio del fragor insonoro del combate. Es el puesto de observación avanzado, que transmite los partes al cuartel general. Es el microgestor, el hombre propenso a las preocupaciones pero constructivo, el edecán con buen ojo para los detalles vitales que su agobiado comandante pasa por alto o prefiere no ver. Para Héctor, esos dos «policías árabes» eran fruto de la exacerbada inquietud de Perry por la seguridad de Gail. Si de verdad existían, eran «un par de polis franceses sin nada mejor que hacer un domingo por la noche». Pero para Luke eran datos operacionales pendientes de verificación, que no debían corroborarse ni descartarse aún, pero sí mantener en reserva hasta disponer de información complementaria.

Consulta su reloj, y luego la pantalla. Hace seis minutos desde que Perry y Dima han bajado por la escalera de los vestuarios. Cuatro minutos y veinte segundos desde que Ollie ha comunicado su entrada en la sala de masajes.

Elevando su campo visual, evalúa la escena que se desarrolla frente a él: primero los Enviados Limpios de los Siete Hermanos, con expresión hosca, engullendo canapés y champán, sin molestarse mucho en conversar con sus acompañantes de lujo. Su jornada de trabajo ha terminado. Han firmado. Están ya a medio camino de Berna, su siguiente parada. Están aburridos, resacosos e inquietos. Sus mujeres de anoche han sido decepcionantes, o eso imagina Luke. ¿Y cómo era que Gail llamaba a esos dos banqueros suizos solos en un rincón, bebiendo agua con gas? Pedro y el Lobo.

Perfecto, Gail. Todo en ella es perfecto. Mírala, trabajándose a los presentes como el que más. Cuerpo fluido, caderas deliciosas, piernas interminables, un encanto curiosamente maternal. Gail con Bunny Popham. Gail con Giles de Salis. Gail con los dos. Emilio dell Oro, atraído como una polilla, se suma al grupo. Lo mismo hace un ruso extraviado que no puede apartar los ojos de ella. Es el gordinflón. Ha abandonado el champán y empezado a pegarle al vodka. Emilio enarca las cejas a la vez que deja caer una pregunta ocurrente que Luke no oye. Gail replica con una agudeza. Luke la ama perdidamente, que es como Luke ama. Siempre.

Emilio lanza miradas hacia la puerta del vestuario por encima del hombro de Gail. ¿A eso aludía el festivo intercambio anterior? Emilio ha dicho: «¿Qué harán ahí abajo esos chicos? ¿Acaso debo ir a ponerles freno?». Y Gail ha respondido: «Ni se le ocurra, Emilio, seguro que se lo están pasando en grande», que es lo que ella diría.

Luke por el micrófono:

—Se acabó el tiempo.

Si pudieras verme ahora, Ben, ver lo mejor de mí, no siempre lo malo. La semana pasada Ben le insistió en que leyese un Harry Potter. Y Luke lo intentó, lo intentó de verdad. Al llegar a casa agotado a las once de la noche, o tendido en vela junto a su irrecuperable esposa, lo intentó. Sin avanzar apenas. Para él, la fantasía no tenía sentido; comprensiblemente, podía aducir, dado que su vida entera, incluso su heroísmo, era pura fantasía. Pues ¿qué había de valeroso en que lo atraparan a uno y después le permitieran huir?

—Es buena, ¿eh? —preguntó Ben, harto ya de esperar la respuesta de su padre—. Te ha gustado, papá. Reconócelo.

—Me ha gustado, sí: es genial —dijo Luke por cumplir.

Una mentira más, y los dos lo sabían. Otro paso que lo alejaba de quien más quería en el mundo.

—¡Silencio en la sala! ¡Inmediatamente, por favor! ¡Gracias! —Bunny Popham, la reina del cotarro, se dirige a la plebe—. Nuestros valientes gladiadores han accedido por fin a honrarnos con su presencia. ¡Pasemos todos de inmediato a la arena! —Risotadas de complicidad ante la palabra «arena»—. Hoy no hay leones, a excepción de Dima. Tampoco hay cristianos, a menos que el Catedrático lo sea, circunstancia de la que no puedo dar fe. —Más risas—. Es lunes y todo está cerrado. Gail, querida, tenga la bondad de precedernos. A lo largo de mi vida he visto prendas magníficas, pero ningunas, debo decir, tan bien lucidas.

Perry y Dima encabezan el grupo; Gail, Bunny Popham y Emilio dell Oro los siguen. Tras ellos, un par de enviados limpios y sus chicas. ¿Cómo de limpios pueden llegar a ser? Luego el gordinflón, sin más compañía que el vaso de vodka. Luke los ve desaparecer a través de una arboleda. Un haz de sol ilumina el sendero florido y se apaga.

Roland Garros una vez más: aunque solo fuera en el sentido de que ni en un caso ni en el otro Gail tuvo conciencia consecutiva del gran partido de tenis bajo la lluvia que con tal diligencia presenciaba. A ratos se preguntaba si los jugadores sí la tenían.

Sabía que Dima había ganado el lanzamiento de moneda porque siempre ganaba. Sabía que había renunciado al saque, optando por quedarse de espaldas a la dirección en que avanzaban las nubes.

Recordaba haber pensado que al principio los jugadores hicieron una aceptable exhibición de rivalidad y después, como los actores cuando decae su concentración, olvidaron que supuestamente participaban en un duelo a vida o muerte por el honor de Dima.

Recordaba haber temido que Perry fuera a patinar en la resbaladiza cinta mojada que delimitaba la pista. ¿Haría algo tan estúpido como torcerse el tobillo? Y haber temido luego que a Dima pudiera pasarle lo mismo.

Y si bien, igual que el público francés del día anterior, muy deportivo, aplaudía escrupulosamente tanto los golpes de Perry como los de Dima, era a Perry a quien no quitaba ojo: en parte para protegerlo, en parte convencida de que era capaz de adivinar, por su lenguaje corporal, qué les había deparado la suerte abajo en el vestuario con Héctor.

Recordaba asimismo el ligero chasquido de la pelota ralentizada al botar en la tierra batida húmeda, y como de vez en cuando se dejaba transportar al último tramo de la final del día anterior y tenía que reubicarse en el presente.

Y cómo las pelotas estaban cada vez más pesadas conforme avanzaba el juego. Y cómo Perry, distraído, se precipitaba al golpear esas pelotas tan lentas, bien lanzándolas fuera, o bien —en un par de ocasiones, para vergüenza suya— sin llegar siquiera a pegarle.

Y cómo Bunny Popham, en un momento dado, se inclinó junto a su hombro para preguntarle si prefería escapar antes del siguiente aguacero o quedarse al lado de su hombre y hundirse con el barco.

Y cómo aprovechó esa invitación a modo de excusa para escabullirse al baño y consultar el móvil, por si casualmente Natasha había añadido algún detalle a su comunicación más reciente. Pero no era así. Lo que significaba que las cosas continuaban en el mismo punto que a las nueve de esa mañana, expresado mediante las agoreras palabras que se sabía ya de memoria, incluso mientras las releía:

Esta casa no es soportable Tamara solo está con Dios Katia e Irina son trágicas mis hermanos solo juegan al fútbol sabemos que nos aguarda a todos un mal destino nunca volveré a mirar a mi padre a la cara Natasha.

Botón verde, el sonido del vacío, fin de la llamada.

Gail también era consciente de que, tras el segundo chaparrón —¿o era ya el tercero?—, empezaron a aparecer boquetes en la cancha embebida, que obviamente estaba ya saturada, razón por la cual apareció un caballero, un encargado del club, y discutió con Emilio dell Oro, señalando el estado de la pista e indicándole «no más» con un gesto inequívoco: las palmas de las manos hacia abajo y un movimiento horizontal de dentro afuera.

Pero Emilio dell Oro debía de poseer unas dotes de persuasión únicas, porque cogió al encargado del brazo en actitud de confianza y lo llevó bajo un haya, y al final de la conversación, el encargado se marchó corriendo a la casa club como un colegial escarmentado.

Y en medio de todas estas observaciones y recuerdos dispersos, estaba la omnipresente abogada que llevaba dentro, otra vez en la brecha, sufriendo por la «membrana de verosimilitud», que, desde el principio, parecía a punto de romperse de un momento a otro, lo que no significaba forzosamente el fin del mundo libre tal como lo conocemos, siempre y cuando ella tuviera ocasión de acceder a Natasha y las niñas.

Y de pronto, mientras deja vagar así la mente, hete aquí que Dima y Perry se estrechan las manos y dan el partido por concluido: un apretón no de adversarios reconciliados, a ojos de Gail, sino de cómplices en un engaño tan flagrante que los escasos supervivientes finales acurrucados en las gradas deberían abuchear en lugar de aplaudir.

Y en algún punto en medio de todo esto —puesto que las incongruencias del día no tienen límites— aparece el ruso gordinflón, que ha estado siguiéndola de aquí para allá, y de buenas a primeras le dice que le gustaría echar un polvo con ella. Así tal cual: «Me gustaría echar un polvo contigo», y se queda esperando a oír sí o no. Es un treintañero de ciudad, muy serio él, con la piel deslucida, los ojos inyectados en sangre y un vaso de vodka vacío en la mano.

En un primer momento Gail pensó que había oído mal. Reinaba un gran barullo tanto dentro como fuera de su cabeza. De hecho, la muy incauta le pidió que lo repitiera. Pero esta vez a él le faltó el valor, y se limitó a seguirla a cinco metros de distancia, motivo por el que gustosamente se puso al amparo de Bunny Popham, la opción menos mala a su alcance.

Y así fue a su vez como acabó confesándole que también ella era abogada, momento que siempre temía, porque daba pie a odiosas comparaciones. Pero Bunny Popham aprovechó la excusa solo para armar escándalo:

—¡Dios santo! —alzando la vista al cielo—. ¡Esta sí que es buena! Pues le cedo mis casos cuando quiera, no sé qué más decir.

Le preguntó en qué bufete, y ella, como es natural, se lo dijo. ¿Qué iba a hacer?

Dio muchas vueltas a la perspectiva de marcharse. También eso lo recordaba. Cosas como si utilizaría la nueva bolsa de tenis de Perry para la ropa sucia, y otras cuestiones de igual de trascendencia relacionadas con abandonar París y echarse al camino en busca de Natasha. Perry había reservado la habitación una noche más para poder recoger el equipaje a última hora del día antes de tomar el tren de regreso a Londres, cosa que en el mundo en que habían entrado era la manera normal de viajar a Berna cuando acaso uno está bajo vigilancia y no debe ir allí.

En la sala de masajes proporcionaban albornoces. Perry y Dima los llevaban puestos. Estaban los tres sentados otra vez a la mesa, donde llevaban ya doce minutos según el reloj de Perry. Ollie, con su bata blanca, permanecía inclinado sobre su portátil en el rincón con la bolsa de masajista a los pies, y de vez en cuando anotaba algo y se lo entregaba a Héctor, que lo añadía a la pila ante él. El ambiente claustrofóbico recordaba al sótano de Bloomsbury, sin olor a vino, y los ruidos de la vida real alrededor resultaban igual de tranquilizadores: el borboteo de las cañerías, las voces en el vestuario, la cadena de un inodoro, el petardeo de un aire acondicionado defectuoso.

—¿Cuánto recibe Longrigg? —pregunta Héctor tras echar un vistazo a una de las notas de Ollie.

—La mitad del uno por ciento —contesta Dima con voz apagada—. El día que concedan a La Arena la licencia de operaciones bancarias, Longrigg cobrará el primer pago. Un año después, el segundo. Al año siguiente, el último.

—Pagaderos ¿dónde?

—En Suiza.

—¿Sabe el número de cuenta?

—No conoceré ese número hasta después de Berna. A veces solo me dan el nombre. A veces solo me dan el número.

—¿Y Giles de Salis?

—Una comisión especial. Solo sé eso, sin confirmación. Emilio me dijo: De Salis recibe una comisión especial. Pero es posible que se la quede Emilio. Después de Berna lo sabré con toda seguridad.

—Una comisión especial ¿de cuánto?

—Cinco millones limpios. Puede que no sea verdad. Emilio es un zorro. Lo roba todo.

—¿Dólares americanos?

—Claro.

—Pagaderos ¿cuándo?

—Igual que Longrigg pero una cantidad fija, no condicionada, y en dos años, no en tres. La mitad al fundarse oficialmente el banco La Arena, la otra mitad después de un año de operaciones. Tom.

—¿Qué?

—Atiéndame, ¿vale? —Su voz vuelve a cobrar vida—. Después de Berna lo tendré todo. Para firmar, tengo que ser parte voluntaria, ¿me oye? No firmo nada de lo que no sea parte voluntaria, tengo ese derecho. Ustedes llevan a mi familia a Inglaterra, ¿vale? Yo voy a Berna, firmo, ustedes se llevan a mi familia, ¡y yo se lo doy todo, mi corazón, mi vida! —Se vuelve hacia Perry—. Usted ha visto a mis hijos, Catedrático. Dios santo, ¿quién carajo se piensan que soy ahora? ¿Están ciegos o qué? Mi Natasha ha enloquecido, no come nada. —Se dirige de nuevo a Héctor—. Usted lleve a mis hijos a Inglaterra ya, Tom. Luego cerramos el trato. En cuanto mi familia esté en Inglaterra, yo lo sabré todo. ¡Me importa una mierda!

Pero si Perry se ha dejado conmover por este ruego, en los aquilinos rasgos de Héctor se advierte aún una rígida expresión de rechazo.

—Ni hablar —replica Héctor. Y pasando por alto las protestas de Dima, añade—: Su mujer y su familia deberán quedarse donde están hasta después de la firma del jueves. Si desaparecen de su casa antes de la firma en Berna, se ponen en peligro ellos mismos, y lo ponen en peligro a usted, y ponen en peligro el trato. ¿Tiene un guardaespaldas en casa, o el Príncipe se lo ha quitado?

—Igor. Algún día lo haremos vor. Lo aprecio mucho. Tamara lo aprecia. Los niños también.

«¿Lo haremos vo?», repite Perry para sí. Cuando Dima esté instalado en su palacio de Surrey, en las afueras, con Natasha en Roedean y sus hijos en Eton, ¿hará vor a Igor?

—En estos momentos lo custodian dos hombres. Niki y uno nuevo.

—Están al servicio del Príncipe. Van a matarme.

—¿A qué hora firma en Berna el jueves?

—A las diez. De la mañana. En Bundesplatz.

—¿Estaban presentes Niki y su amigo en la firma esta mañana?

—Qué va. Se han quedado fuera esperando. Son un par de idiotas.

—¿Y en Berna? ¿Tampoco estarán presentes?

—Qué va. A lo mejor se quedan en la sala de espera. Por Dios, Tom…

—Y después de la firma el banco tiene prevista una recepción para celebrar el acontecimiento. En el hotel Bellevue Palace, nada menos.

—A las once y media. Una recepción a lo grande. Todo el mundo lo celebrará.

—¿Has tomado nota, Harry? —pregunta Héctor a Ollie, que sigue en su rincón, y Ollie levanta el brazo en respuesta—. ¿Asistirán Niki y su amigo a la recepción?

Si Dima empieza a perder la calma, la actitud de Héctor ha adquirido una intensidad compulsiva.

—¿Mis putos vigilantes? —protesta Dima incrédulamente—. ¿Que si quieren ir a la puta recepción? ¿Está mal de la cabeza? El Príncipe no va a liquidarme en el puto hotel Bellevue. Esperará una semana. Puede que dos. Puede que antes liquide a Tamara, liquide a mis hijos. ¿Yo qué coño sé?

La colérica mirada de Héctor permanece inalterable.

—Solo para confirmarlo —insiste—: está seguro de que esos dos vigilantes, Niki y su amigo, no asistirán a la recepción en el Bellevue.

Encorvando los enormes hombros, Dima se sume en una especie de desesperación física.

—¿Seguro? No estoy seguro de nada. A lo mejor sí vienen a la recepción. ¡Por Dios, Tom!

—Supongamos que van. Por si acaso. Pero no lo seguirán cuando vaya a mear.

No hay respuesta, ni Héctor la espera. Se dirige parsimoniosamente al rincón de la sala, donde se coloca detrás del hombro de Ollie y escruta la pantalla del ordenador.

—A ver qué le parece este plan. Tanto si Niki y su amigo lo acompañan al Bellevue Palace como si no, hacia la mitad de la recepción… pongamos a eso de las doce del mediodía, lo más cerca de esa hora que le sea posible… usted se va a mear. Muéstrame la planta baja —a Ollie—. El Bellevue tiene dos aseos para los clientes en la planta baja: uno a la derecha según se entra en el vestíbulo, al otro lado de recepción. ¿No es así, Harry?

—Tal cual, Tom.

—¿Sabe a qué aseos me refiero?

—Claro que sí.

—A esos aseos no irá. Para llegar a los otros, dobla a la izquierda y baja por una escalera. Están en el sótano y se usan poco porque caen más a trasmano. La escalera está justo al lado del bar. Entre el bar y los ascensores. ¿Sabe a qué escalera me refiero? Al bajar, hacia la mitad, hay una puerta que se abre empujando cuando no está cerrada con llave.

—He bebido muchas veces en ese bar. Conozco esa escalera. Pero por la noche la cierran. Quizá a veces también de día.

Héctor vuelve a su asiento.

—El jueves por la mañana la puerta no estará cerrada con llave. Usted baje por la escalera. Dick, el que está arriba, lo seguirá. En el sótano, hay una salida lateral a la calle. Dick tendrá allí un coche. Lo llevará a un sitio u otro en función de cómo organicemos las cosas en Londres esta noche.

Dima recurre de nuevo a Perry, esta vez con lágrimas en los ojos:

—Quiero a mi familia en Inglaterra, Catedrático. Dígaselo a este apparatchik: usted los conoce. Manden primero a los niños, yo iré después. Por mí no hay inconveniente. El Príncipe no me liquidará si mi familia está en Inglaterra. ¿A quién coño le importa?

—A nosotros —replica Héctor con vehemencia—. Los queremos a usted y a toda su familia. Lo queremos a usted sano y salvo en Inglaterra, cantando como un ruiseñor. Lo queremos contento. Estamos en medio del trimestre escolar suizo. ¿Tiene algo previsto para los niños?

—Después del funeral de Moscú les dije: a la mierda el colegio, a lo mejor nos vamos de vacaciones. Volveremos a Antigua, tal vez a Sochi, para pasarlo bien, para ser felices. Después de Moscú, les conté una bola detrás de otra. Dios mío.

Héctor no se inmuta.

—Están en casa, pues, no en el colegio, esperando a que usted vuelva, pensando que es posible que usted se los lleve a algún sitio, pero sin saber adonde.

—Unas vacaciones sorpresa, les dije. Como un secreto. A lo mejor se lo creyeron. A lo mejor.

—El jueves por la mañana, mientras usted esté en el banco y celebrando en Bellevue, ¿qué hará Igor?

Dima se frota la nariz con el pulgar.

—A lo mejor va de compras a Berna. A lo mejor lleva a Tamara a la iglesia rusa. A lo mejor lleva a Natasha a la hípica. Si no está leyendo.

—El jueves por la mañana Igor tiene que ir de compras a Berna. ¿Puede decírselo a Tamara por teléfono sin que quede raro? Su mujer debe darle a Igor una larga lista de la compra. Provisiones para cuando vuelvan de sus vacaciones sorpresa.

—Vale. Veremos.

—¿Solo «veremos»?

—Vale. Se lo diré a Tamara. Está un poco mal de la cabeza. Lo hará. Seguro.

—Mientras Igor hace la compra, Harry y el Catedrático recogerán a su familia en la casa para llevarlos a esas vacaciones sorpresa.

—A Londres.

—O a un lugar seguro. Lo uno o lo otro, según cuánto tardemos en organizar su traslado a Inglaterra. Si, en virtud de la información que usted nos ha dado hasta ahora, logro convencer a mis apparatchiks para que se fíen de que el resto ya les llegará, sobre todo la información que está a punto de obtener en Berna, los llevaremos a usted y su familia el jueves por la noche a Londres en un avión especial. Prometido. Con el Catedrático como testigo. Si no, los trasladaremos a usted y su familia a un lugar seguro y cuidaremos de ustedes hasta que mi Número Uno diga «venid a Inglaterra». Esa es la realidad de la situación tal como yo la veo. Perry, tú puedes confirmarlo.

—Sí.

—Durante la segunda firma en Berna, ¿cómo registrará la información que reciba?

—Eso no es problema. Primero estaré solo con el director del banco. Tengo derecho. Quizá le diga: hazme unas copias de esta mierda. Necesito copias antes de firmarlo. Es amigo mío. Si no acepta, da igual. Tengo buena memoria.

—En cuanto Dick lo saque del hotel Bellevue Palace, le dará una grabadora y deberá grabar todo lo que haya visto y oído.

—Nada de fronteras.

—No cruzará ninguna frontera hasta que llegue a Inglaterra. Eso también se lo prometo. Perry, tú me has oído.

Perry lo ha oído, y aun así, por un momento, con la mirada perdida, se abisma en sus cavilaciones, juntando en la frente sus largos dedos.

—Tom dice la verdad, Dima —admite por fin—. A mí también me ha dado su palabra. Yo le creo.