Capítulo 12

Instalándose al lado de Perry en la duodécima fila de la grada oeste del estadio de Roland Garros, Gail contempla con incredulidad la banda de la Garde Républicaine de Napoleón, con sus cascos de latón, escarapelas rojas, ajustados calzones blancos y botas hasta el muslo, mientras preparan sus timbales y dan los últimos clarinazos antes de que el director suba a la tribuna de madera, deje las blancas manos enguantadas en suspenso por encima de la cabeza, extienda los dedos y los agite como un diseñador de moda. Perry le dice algo a Gail pero tiene que repetirlo. Ella vuelve la cabeza hacia él y se apoya en su hombro para tranquilizarse, porque está temblando. Y Perry, a su manera, también tiembla, porque Gail oye la palpitación de su cuerpo: bum bum.

—¿Esto es la final masculina de individuales o la batalla de Borodino? —vocifera él alegremente, señalando las tropas napoleónicas. Ella lo obliga a repetirlo, suelta una carcajada y le aprieta la mano para poner ambos los pies en tierra otra vez.

—Va todo sobre ruedas —le grita ella al oído—. ¡Has estado de maravilla! ¡Eres una estrella! ¡Y los asientos son una pasada! ¡Bien hecho!

—Lo mismo digo. Dima tenía un aspecto estupendo.

—Estupendo. ¡Pero los niños están en Berna!

—¿Qué?

—¡Tamara y los niños están en Berna! ¡Y Natasha también! ¡Creía que estarían todos juntos!

—Yo también.

Pero la desilusión de Perry es de menor magnitud que la de ella.

La banda de Napoleón es muy estridente. Regimientos enteros podrían desfilar al son de su música y no regresar jamás.

—¡Tiene muchas ganas de jugar al tenis contigo otra vez, el pobre! —dice Doolittle, levantando la voz.

—Ya me he dado cuenta. —Amplios gestos de asentimiento. Sonrisas de Milton.

—¿Tendrás tiempo, mañana?

—Imposible. Demasiados compromisos —contesta Milton con un rotundo cabeceo.

—Me lo temía. Una pena.

—Desde luego —coincide Milton.

¿Están comportándose como niños o es que el temor de Dios se ha apoderado de ellos? Llevándose la mano de Perry a los labios, Gail se la besa y luego se la acerca a la mejilla porque él, sin darse cuenta, la ha conmovido casi hasta el llanto.

¡Precisamente en un día como ese, que debería poder disfrutar al máximo, y no va a ser así! Para Perry, ver a Federer en la final del Abierto francés es como ver a Nijinsky en La siesta de un fauno. ¿Cuántas conferencias de Perry no habrá oído Gail, acurrucada felizmente a su lado ante el televisor en Primrose Hill, sobre el tema de Federer, el deportista perfeccionado que a Perry le encantaría ser? Federer el hombre forjado, Federer el hombre que al correr parece danzar, acortando y alargando la zancada a fin de doblegar a esa pelota voladora y ganar la insignificante milésima de segundo que necesita para encontrar el ritmo y el ángulo, con esa estabilidad del tronco tanto si retrocede como si avanza como si se desplaza de costado, esa capacidad de anticipación sobrenatural que no es sobrenatural en absoluto, Gail, sino la cima de la coordinación ojo-cuerpo-cerebro.

—De verdad quiero que disfrutes del día de hoy —le grita Gail al oído en un último mensaje—. Aparta todo lo demás de tu cabeza. Te quiero: ¡he dicho que te quiero, tonto!

Gail lleva a cabo un inocente reconocimiento de los espectadores cercanos a ellos. ¿De quién son? ¿De Dima? ¿De los enemigos de Dima? ¿De Héctor? «Vamos descalzos».

A la izquierda, una rubia de mandíbula férrea con una cruz suiza en el sombrero de papel y otra en la amplia blusa.

A su derecha, un pesimista de mediana edad con una gorra y una capa impermeables, resguardándose de la lluvia que todos los demás fingen no notar.

En la fila de atrás, una francesa canta con sus hijos una animada versión de La Marsellesa, quizá en la errónea idea de que Federer es francés.

Con la misma despreocupación, Gail pasea la mirada por la multitud acomodada en las gradas descubiertas frente a ellos.

—¿Ves a alguien en particular? —vocifera Perry al oído de Gail.

—La verdad es que no. Pensaba que a lo mejor había venido Barry.

—¿Barry?

—¡Uno de nuestros togados!

Está diciendo sandeces. En el bufete hay un Barry, pero detesta el tenis y detesta a los franceses. Tiene hambre. No solo se han ido del Museo Rodin sin tomarse los cafés. De hecho, se han olvidado de comer. Al caer en la cuenta, le viene a la memoria una novela de Beryl Bainbridge en la que la anfitriona de una cena difícil olvida dónde ha dejado el postre. Levanta la voz para dirigirse a Perry, necesitando compartir la broma:

—¿Cuánto hacía que tú y yo no perdíamos realmente el almuerzo?

Pero por una vez Perry no capta la alusión literaria. Observa una hilera de ventanales en la franja central de las gradas al otro lado de la pista. A través del cristal ahumado se distinguen manteles blancos y camareros en espera, y Perry se pregunta qué ventana pertenece al palco de Dima. Gail vuelve a sentir la presión de los brazos de Dima en torno a ella, y la entrepierna contra su muslo en un gesto de una inconsciencia infantil. ¿Los efluvios eran del vodka de la noche anterior o del de esa mañana? Se lo pregunta a Perry.

—Solo quería ponerse al par —contesta Perry.

—¿Cómo dices?

—¡Al par!

Las tropas napoleónicas han huido del campo de batalla. Se impone un silencio tenso. Por encima de la pista una cámara se desliza mediante cables a través del feo cielo negro. Natasha. ¿Lo está o no lo está? ¿Por qué no ha contestado a mi mensaje de texto? ¿Lo sabe Tamara? ¿Por eso se la ha llevado a toda prisa a Berna? No. Natasha toma sus propias decisiones. Natasha no es hija de Tamara. Y Tamara, bien sabe Dios, no se corresponde con la idea que pueda tener nadie de una madre. ¿Un mensaje para Natasha?

Acabo de tropezarme con tu padre. Viendo Federer. ¿Embarazada? Besos, Gail.

No lo hagas.

El estadio entra en erupción. Primero Robin Soderling, después Roger Federer con un aspecto favorecedoramente modesto y seguro de sí mismo, como solo es posible en Dios. Perry alarga el cuello, aprieta los labios. Se halla en la presencia.

Peloteo. Federer falla un par de reveses; las devoluciones de Soderling son excesivamente virulentas para un intercambio amistoso. Federer ejercita el saque un par de veces, por su cuenta. Soderling hace lo mismo, por su cuenta. Se acabó el calentamiento. Las chaquetas se desprenden de ellos como vainas de espada. En el rincón azul claro, Federer, con un destello rojo debajo del cuello de la camiseta y una marca roja a juego en la cinta del pelo. En la esquina blanca, Soderling, con destellos amarillos fosforescentes en las mangas y el pantalón.

La mirada de Perry se desvía otra vez hacia las ventanas de cristales ahumados, y por tanto Gail hace lo mismo. ¿Es eso que ve una americana de color crema con un ancla dorada en el bolsillo, flotando en la neblina marrón detrás del cristal? Si ha existido un hombre con quien no conviene subirse al asiento trasero de un taxi, ese es el señor Emilio dell Oro, desea decir Gail a Perry.

Pero silencio: han empezado el partido y el júbilo de la multitud, y Federer, de un modo demasiado repentino para Gail, ha roto el servicio de Soderling y ganado el suyo. Ahora saca otra vez Soderling. Una bonita recogepelotas rubia con coleta le entrega una pelota, hace una reverencia y retrocede al trote. El juez de línea aúlla como si lo hubiera picado una abeja. Empieza a llover. Soderling ha cometido una doble falta; se ha iniciado la marcha triunfal de Federer hacia la victoria. La cara de Perry se ilumina de simple veneración y Gail descubre que su amor por él vuelve a partir de cero: su valor sin afectación, su firme determinación de hacer lo correcto aunque no esté bien, su necesidad de ser leal y su rechazo a caer en la autocompasión. Ella es su hermana, su amiga, su protectora.

Un sentimiento análogo debe de haberse adueñado de Perry, porque le coge la mano y se la retiene. Soderling aspira a ganar el Abierto de Francia. Federer aspira a pasar a la historia, y Perry está con él. Federer ha ganado el primer set por 6-1. Le ha bastado con menos de media hora.

El comportamiento del público francés es ciertamente exquisito, decide Gail. Federer es el héroe de todos ellos, como lo es de Perry. Pero conceden sus elogios a Soderling escrupulosamente siempre que los merece. Y Soderling es agradecido, y lo demuestra. Corre riesgos, lo que a la vez implica que provoca errores en el contrario, y Federer acaba de cometer uno. Para compensarlo, realiza una dejada letal desde tres metros por detrás de la línea de fondo.

Cuando Perry ve tenis al más alto nivel, entra en un plano superior y más puro. Después de un par de golpes, es capaz de prever hacia dónde apunta el peloteo y quién lo controla. Gail no es así. Lo suyo es el golpe básico: raquetazo, y a ver qué pasa, ese es su lema. A su nivel de juego, da un resultado excelente.

Pero de pronto Perry ya no sigue el partido. Tampoco mira hacia las ventanas de cristales ahumados. De repente se ha levantado y, plantándose delante de ella, en apariencia para protegerla, exclama «¡Pero qué pasa aquí!» sin esperanza de obtener respuesta.

Abandonando también su asiento, cosa nada fácil porque ahora todo el mundo está de pie y vocifera «¡Pero qué pasa aquí!» en francés, suizo-alemán, inglés o el idioma que les salga de manera natural, lo primero que espera ver es un par de faisanes muertos a los pies de Federer: uno de izquierda y uno de derecha. Eso se debe a que confunde el bullicio del público al levantarse con el alboroto de las aves aterrorizadas al alzar el vuelo con cierta dificultad, como aviones obsoletos, para ser abatidas por su hermano y los amigos ricos de este. Su segunda idea, igualmente descabellada, es que Dima ha sido tiroteado, probablemente por Niki, y ha salido lanzado por las ventanas de cristales ahumados.

Pero el hombre desgalichado que ha aparecido como un ave roja de plumaje raído en el extremo de la pista de tenis que ocupa Federer no es Dima, y no está muerto ni mucho menos. Luce el gorro rojo preferido de Madame Guillotine, y largos calcetines de color rojo sangre. Lleva un manto de color rojo sangre sobre los hombros y charla con Federer por detrás de la línea de fondo desde la que el tenista estaba sacando.

Federer, un tanto perplejo, parece no saber qué decir —salta a la vista que no se conocen—, pero conserva sus buenos modales en pista, pese a vérselo un poco irritado de una manera un tanto rezongona, suiza, que nos recuerda que su célebre armadura tiene algún resquicio. Al fin y al cabo, está aquí para hacer historia, no para perder el tiempo con un hombre desgalichado, de rojo, que irrumpe en la pista y se presenta a él.

Mas la conversación entre ellos ha terminado y el hombre de rojo corretea hacia la red, agitando codos y faldones. Unos cuantos caballeros en traje negro, muy lentos, emprenden la cómica persecución, y la multitud ya no despega los labios: es un público deportivo, y eso es un deporte, aunque no de muy alto nivel. El hombre de rojo salta la red, pero no limpiamente: hay un leve roce en la cinta. Y el manto ya no es un manto. Nunca lo ha sido. Es una bandera. Otros dos trajes negros han aparecido al otro lado de la red. La bandera es la bandera de España —l’Espagne—, pero eso solo según la mujer que cantaba La Marsellesa, y su opinión es rebatida por un hombre de voz ronca situado varias filas por encima, que insiste en que es de «le Club Football de Barcelona».

Uno de los individuos con traje negro derriba por fin al hombre bandera mediante un placaje de rugby. Otros dos se abalanzan sobre él y, juntos, se lo llevan en volandas hacia la oscuridad de un túnel. Gail, atónita, mira a la cara a Perry, pálido como nunca lo ha visto.

—Dios mío, qué cerca ha estado —susurra ella.

¿Cerca de qué? ¿A qué se refiere? Perry coincide: sí, cerca.

Dios no suda. El polo celeste de Federer permanece inmaculado salvo por una mancha semejante a una única huella de neumático entre los omóplatos. Sus movimientos parecen un poco menos fluidos, pero nadie sabe si se debe a la lluvia o al endurecimiento de la tierra batida o al impacto nervioso del hombre bandera. Se oscurece el sol, se abren los paraguas en torno a la pista, el segundo set se ha puesto de algún modo en 3-4, Soderling se recupera, y se ve a Federer un poco desanimado. Solo quiere pasar a la historia y volver a su querida Suiza. Y ay, cielos, es un tie-break, solo que lo es escasamente, porque los primeros saques de Federer entran como exhalaciones uno tras otro, como ocurre a veces con los de Perry pero al doble de velocidad. Es el tercer set y Federer ha roto el servicio de Soderling, ha recobrado su ritmo perfecto, y al final el hombre bandera ha perdido.

¿Está llorando Federer incluso antes de ganar?

Da igual. Ya ha ganado: tan simple y natural como eso. Federer ha ganado y puede deshacerse en llanto, y Perry también parpadea para despejar alguna que otra lágrima masculina. Su ídolo ha hecho historia como era su propósito, y el público se pone en pie ante aquel que ha hecho historia, y Niki, el guardaespaldas con cara de niño, se abre paso hacia ellos ante la hilera de gente feliz; los aplausos se han convertido en un redoble coordinado.

—Soy el que los llevó al hotel en Antigua, ¿se acuerdan? —dice sin llegar a sonreír.

—Hola, Niki —saluda Perry.

—¿Les ha gustado el partido?

—Muchísimo —contesta Perry.

—Ha estado bien, ¿eh? ¿Federer?

—Soberbio.

—¿Quieren hacerle una visita a Dima?

Perry mira a Gail con expresión dubitativa: «te toca a ti».

—La verdad, Niki, es que vamos un poco justos de tiempo. Hay tanta gente en París que quiere vernos…

—Déjeme decirle una cosa, Gail —responde Niki, apesadumbrado—. Si no vienen a tomar una copa con Dima, es muy capaz de caparme.

Gail deja que sea Perry, y no ella, quien oye este comentario.

—Tú decides —insiste Perry, todavía a Gail.

—Bueno, solo una copa, ¿qué te parece? —propone Gail, aparentando rendirse a su pesar.

Niki les indica que lo precedan y los sigue, que es, supone Gail, lo que aprenden a hacer los guardaespaldas. Pero Perry y Gail no tienen intención de huir. En la explanada principal, las trompas suizas interpretan atronadoramente un conmovedor canto fúnebre ante un enjambre de paraguas. Guiados por Niki desde atrás, suben por una escalera de piedra desnuda y entran en un abigarrado pasillo, cada puerta pintada de un color distinto, como las taquillas en el gimnasio del colegio de Gail, solo que las identifican, en lugar de nombres de niñas, nombres de empresas: puerta azul para MEYER-AMBROSINI GMBH; rosa para SEGURA-HELLENIKA & CÍE, amarilla para EROS VACANCIA S. A. Y roja para PRIMERA ARENA CHIPRE, que es donde Niki abre la tapa de una caja negra montada en el marco, introduce un número y aguarda a que desde dentro unas manos amigas abran la puerta.

Después de la orgía: esa fue la irreverente impresión de Gail cuando entró en el palco alargado, de techo bajo, con su pared inclinada de cristal y, al otro lado, la pista de tierra batida, tan cerca y tan bien iluminada que si Dell Oro se hubiese apartado, Gail habría podido alargar la mano y tocarla.

Ante sí tenía una docena de mesas con cuatro o seis comensales en cada una. Pasando por alto las normas del estadio, los hombres habían encendido sus cigarrillos poscoitales y reflexionaban acerca de sus proezas o la ausencia de estas, y unos cuantos la miraban de arriba abajo, preguntándose si ella habría sido un polvo mejor. Y con ellos estaban las chicas guapas, ya no tan guapas después de tanto como se habían visto obligadas a beber… aunque probablemente habían fingido. En su trabajo, eso era lo que una hacía.

La mesa más cercana a ella era la mayor, pero también la que reunía a un público más joven, y estaba en alto, por encima de las demás, para otorgar a sus ocupantes un rango superior al de las personas de las otras mesas, más humildes, circunstancia confirmada por Dell Oro cuando acompañó a Gail y Perry hacia allí para satisfacción de sus siete gerentes, hombres de semblante aburrido, mirada dura y cuerpo musculoso, con sus botellas y sus chicas y su tabaco prohibido.

—Catedrático. Gail. Saluden, si son tan amables, a nuestros anfitriones, los señores del consejo de dirección y sus esposas —propone Dell Oro con distinguido encanto, y lo repite en ruso.

En torno a la mesa, los saludan con hoscas inclinaciones de cabeza y algún que otro hola. Las chicas despliegan sus sonrisas de azafata.

—¡Eh! ¡Amigo!

¿Quién llama? ¿A quién? Es un joven de cuello grueso con el pelo a cepillo y un puro, y se dirige a Perry.

—¿Usted es el Catedrático?

—Así me llama Dima, sí.

—¿Le ha gustado el partido?

—Mucho. Un partido estupendo. Me he sentido un privilegiado.

—Usted también juega bien, ¿eh? ¡Mejor que Federer! —vocifera el del cuello grueso, exhibiendo su inglés.

—Bueno, no tanto.

—Que tengan un buen día. ¿Vale? ¡Pásenlo bien!

Dell Oro los guía por un pasillo. Al otro lado de la pared inclinada de cristal, unos dignatarios suecos luciendo sombreros de paja con cintas azules bajan por la escalera mojada procedentes de la tribuna presidencial para afrontar la ceremonia de clausura. Perry ha cogido a Gail de la mano. Seguir a Emilio dell Oro entre las mesas exige algún que otro empujón, encogerse entre las cabezas y decir «perdone, uy, hola, qué tal, sí, un partido excelente» a una sucesión de rostros masculinos, ahora árabes, ahora indios, ahora otra vez blancos.

Ahora toca una mesa de británicos, miembros de la comentocracia, que necesitan levantarse de pronto todos a una: «Soy Bunny, es usted encantadora», «Yo soy Giles, hola, mucho gusto… Catedrático, es usted un hombre de suerte». Todo un tanto desbordante para una chica, en realidad, pero ella hace lo que puede.

A continuación reclaman el apretón de manos dos hombres, con sombreros de papel suizos, uno gordo y ufano, el otro flaco: Pedro y el Lobo, piensa Gail absurdamente, pero el recuerdo de ellos perdura.

—¿Lo has visto ya? —pregunta Gail a Perry, y justo en ese momento ella misma lo localiza: Dima, encorvado al otro extremo del palco, solo y taciturno en una mesa para cuatro, con una botella de vodka Stolichnaya delante; y de pie detrás de él un filósofo cadavérico, con muñecas largas y pómulos salientes, que a todas luces vigila la entrada a la cocina. Emilio dell Oro susurra a Gail al oído como si la conociera de toda la vida:

—La verdad es que nuestro amigo Dima está un poco deprimido, Gail. Ya conocerá usted, claro, la tragedia del doble funeral de Moscú… sus queridos amigos brutalmente asesinados por unos psicópatas… Eso ha tenido un precio. Ya lo verá.

Gail en efecto lo ve. Y se pregunta qué parte de lo que ve es real: un Dima serio, sin alegrarse apenas de su presencia, un Dima sumido en un estado de melancolía avivado por el vodka, que no se molesta en ponerse en pie para saludarlos cuando se acercan, sino que los mira con expresión ceñuda desde el rincón al que ha sido relegado con sus dos vigilantes, ya que ahora el rubio Niki ha montado guardia al lado del filósofo cadavérico, y hay algo de escalofriante en la manera en que los dos hombres permanecen ajenos el uno al otro a la vez que conceden su atención al prisionero.

—Acérquese, Catedrático. ¡No se fíe de ese puñetero Emilio! Gail. La quiero. Siéntense. Garçon! Champán. Carne de Kobe. Ici.

Fuera, en la pista, la Guardia Republicana de Napoleón ha vuelto a sus puestos.

Federer y Soderling se suben a una tribuna. Los acompaña Andre Agassi, trajeado.

—¿Han hablado con los puñeteros mandamases de aquella mesa, la que está en alto? —preguntó Dima, huraño—. ¿Quieren conocer a unos cuantos banqueros, abogados, contables? ¿A la gente que jode el mundo? Tenemos franceses, alemanes, suizos. —Levantó la cabeza y gritó hacia el otro extremo del palco—: ¡Eh, saludad todos al Catedrático! ¡Este hombre me trató como a un maricón en el tenis! Esta es Gail. Él va a casarse con esta chica. Si no se casa con ella, ella se casará con Roger Federer. ¿No es así, Gail?

—Creo que me conformaré con Perry —contestó Gail.

¿Lo escuchaba alguien? Desde luego no los jóvenes de mirada dura en la mesa grande ni sus chicas, que se arrimaron más entre sí efusivamente al levantar Dima la voz. También en las mesas cercanas predominó la indiferencia.

—¡E ingleses, tenemos! Hombres que juegan limpio. ¡Eh, Bunny! ¡Aubrey! ¡Bunny, ven aquí! ¡Bunny! —Sin respuesta—. ¿Saben lo que significa «Bunny»? «Conejo». Anda y que se joda.

Volviéndose animadamente para compartir la broma, Gail llegó a tiempo de identificar a un caballero regordete con barba y patillas anchas, y si su apodo no era Bunny, debería serlo. Pero al tal Aubrey lo buscó en vano, a menos que fuese el hombre alto y medio calvo, cargado de espaldas, de expresión inteligente, con unas gafas montadas al aire, que en ese momento recorría briosamente el pasillo en dirección a la puerta con la gabardina colgada del brazo, como quien de pronto recuerda que tiene que coger el tren.

El atildado Emilio dell Oro, con su espléndido pelo gris plata, había ocupado el asiento libre al otro lado de Dima. ¿Era ese pelo auténtico o era una peluca?, se preguntó Gail. Últimamente están tan bien hechas.

Dima propone un partido de tenis para el día siguiente. Perry inventa excusas, disculpándose con Dima como un viejo amigo, que es en lo que de algún modo se ha convertido en esas tres semanas desde que se conocen.

—Dima, de verdad que lo veo imposible —sostiene Perry—. Nos hemos comprometido con un sinfín de gente. No he traído el equipo. Y le he dado mi palabra a Gail de que esta vez veremos los nenúfares de Monet. En serio.

Dima toma un trago de vodka, se enjuga la boca. Coge un pepinillo de la mesa, se lo come.

—Jugaremos —insiste, presentándolo como hecho consumado—. Club des Rois. Mañana a las doce. Ya he reservado la pista. Después nos darán un puto masaje.

—¿Un masaje bajo la lluvia, Dima? —pregunta Gail en tono jocoso, echándole un capote a Perry—. No me diga que ha descubierto un vicio nuevo.

Dima no le presta atención.

—Tengo una reunión en el puto banco, a las nueve, para firmar un montón de papeles. A las doce juego la puta revancha con usted, ¿me oye? ¿Va a rajarse?

Perry empieza a protestar de nuevo. Dima hace caso omiso.

—Pista número seis. La mejor. Jugamos una hora, nos dan un masaje, comemos. Pago yo, joder.

Interponiéndose finalmente con cortés desenvoltura, Dell Oro opta por causar una distracción:

—¿Y dónde se alojan en París, si me permite preguntarlo, Catedrático? ¿En el Ritz? Espero que no. Aquí hay hotelitos maravillosos, si uno sabe dónde buscar. Si me hubiese enterado antes, les habría dado el nombre de media docena.

«Si os preguntan, no os andéis con tonterías: contestad a las claras —había dicho Héctor—. Es una pregunta inocente; recibe una respuesta inocente». Como se vio, Perry se había tomado la recomendación muy en serio, porque ya estaba riéndose:

—En un sitio tan cutre que ni se lo creería —exclamó.

Pero Emilio sí se lo creyó, y le gustó tanto el nombre que lo anotó en un cuaderno de piel de cocodrilo que guardaba en el forro azul marino de la americana de color crema con su emblema en el bolsillo. Y después se dirigió a Dima con toda la fuerza de su persuasivo encanto:

—Si es tenis lo que estás proponiendo para mañana, Dima, creo que Gail tiene toda la razón. Te has olvidado por completo de la lluvia. Ni siquiera nuestro amigo el Catedrático puede darte una satisfacción bajo un aguacero. Los partes para mañana eran incluso peores que los de hoy.

—¡A mí no me jodas!

Dima había descargado tal golpe de puño en la mesa que los vasos se volcaron y una botella de borgoña hubiera acabado vertida en la alfombra a no ser porque Perry la cazó al vuelo y la volvió a colocar derecha. Junto a la pared inclinada de cristal, dio la impresión de que todos habían ensordecido por la explosión de una bomba.

Con un amable ruego, Perry devolvió la apariencia de calma:

—Tranquilo, Dima. Ni siquiera tengo raqueta, por Dios.

—Dell Oro tiene veinte puñeteras raquetas.

—Treinta —corrigió Dell Oro con tono glacial.

—¡Vale, pues!

Vale ¿qué? ¿Vale que Dima volverá a golpear la mesa? Tiene el rostro tenso y bañado en sudor, con el mentón al frente, y cuando se levanta, tambaleante, echa atrás el torso, coge a Perry por la muñeca y tira de él para obligarlo a ponerse también en pie.

—¡Vale! ¡Atentos todos! —anuncia a voz en cuello—. Mañana, el Catedrático y yo jugaremos la revancha y lo voy a hacer papilla. A las doce, en el Club des Rois. Quien quiera venir a verlo que traiga un puñetero paraguas. Después habrá comida. Paga el ganador. O sea, Dima. ¿Me oís?

Algunos lo oyen. Uno o dos incluso sonríen, y un par aplauden. Desde la mesa central al principio nada; finalmente un único comentario en ruso, un susurro, seguido de una risotada poco cordial.

Gail y Perry se miran, sonríen y se encogen de hombros. Ante fuerza tan irresistible y situación tan embarazosa, ¿cómo van a negarse? Previendo su rendición, Emilio dell Oro intenta impedirla:

—Dima, opino que presionas demasiado a tus amigos. Tal vez puedas programar un partido para más adelante este mismo año, ¿no?

Pero llega tarde, y Gail y Perry pecan de compasivos.

—En fin, Emilio —dice Gail—, si tantas ganas tiene Dima de jugar y si Perry está dispuesto, ¿por qué no dejamos que los chicos se diviertan? Si tú quieres, Perry, por mí no hay problema. ¿Cariño?

Eso de «cariño» es nuevo, más por Milton y Doolittle que por ellos.

—Pues vale. Pero con una condición —otra vez Dell Oro, en pugna por llevar la ventaja—: esta noche vienen ustedes a mi fiesta. Tengo una casa magnífica en Neuilly, les encantará. A Dima le encanta, es nuestro invitado. Nuestros honorables colegas de Moscú se alojan con nosotros. Ahora mismo mi esposa, la pobre, está supervisando los preparativos. ¿Qué les parece si mando un coche a su hotel a las ocho? Vistan como les apetezca, por favor. Somos gente muy informal.

Pero la invitación de Dell Oro cae en tierra yerma. Perry se ríe y contesta que es del todo imposible, Emilio, la verdad. Gail afirma que sus amigos parisinos nunca se lo perdonarían, y no, desde luego no puede llevarlos a ellos también, han organizado su propia fiesta, y Gail y Perry son los invitados de honor.

Quedan, pues, en que el coche de Emilio los recogerá en su hotel a las once de la mañana del día siguiente para jugar al tenis bajo la lluvia, y si las miradas matasen, Dell Oro estaría en ese momento matando a Dima, pero según Héctor no podrá hacerlo hasta después de Berna.

—Los dos formáis un reparto absolutamente pasmoso —exclamó Héctor—. ¿No te parece, Luke? Gail, con esa adorable intuición. Tú, Perry, joder, con esa extraordinaria agilidad mental tuya. Y no es que Gail sea obtusa precisamente. Muchísimas gracias por llegar tan lejos. Por ser tan valientes en la guarida del león. ¿Hablo como un jefe de scouts?

—Diría que sí —respondió Perry, tendido con absoluto abandono en un diván bajo la gran ventana en arco que daba al Sena.

—Me alegro —dijo Héctor, complacido, arrancando exultantes risas.

Solo Gail, sentada en un taburete junto a la cabeza de Perry, peinándole el pelo pensativamente con los dedos, parecía un tanto alejada de la celebración.

Estaban en la Île Saint-Louis, recién cenados. El espléndido apartamento en el último piso de la antigua fortaleza pertenecía a la tía artista de Luke. Su obra, que ella nunca se había rebajado a vender, permanecía apilada contra las paredes. Era una mujer hermosa, divertida, de setenta años cumplidos. Como de joven había combatido en la Resistencia contra los alemanes, se sentía cómoda en el papel asignado en la pequeña intriga de Luke.

—Tengo entendido que somos amigos desde hace mucho tiempo —había dicho a Perry hacía un par de horas, tocándole con delicadeza la mano en un gesto de saludo y apartando enseguida la suya—. Nos conocimos en el salón de una querida amiga mía cuando era usted un estudiante con un insaciable deseo de pintar. Su nombre, si desea uno, era Michelle de la Tour, ya fallecida desgraciadamente. Le permití quedarse a mi sombra. Era usted demasiado joven para ser mi amante. ¿Le bastará con eso o necesita más?

—Basta y sobra, gracias —dijo Perry, y se rió.

—A mí no me basta. Nadie es demasiado joven para ser mi amante. Luke le servirá confit de pato y Camembert. Le deseo una velada agradable. Y usted, querida, es exquisita —a Gail— y demasiado buena para este artista fracasado suyo. Lo digo en broma. Luke, no te olvides de Shiba.

Shiba, su gata siamesa, ahora sentada en el regazo de Gail.

En la mesa, durante la cena, Perry —todavía muy exaltado— había sido el alma de la fiesta, ya fuera encomiando atropelladamente a Federer o reviviendo el encuentro ingeniado por Dima, o el tour de forcé de Dima en el palco de cortesía. Para Gail, era como oírlo distenderse después de una peligrosa escalada o una reñida carrera campo a través. Y Luke y Héctor eran el público perfecto: Héctor, arrobado y anormalmente mudo, interrumpiendo solo para arrancarles otro fragmento de descripción —en cuanto al posible Aubrey, ¿cuál era su estatura, calculaban? ¿Y Bunny estaba borracho?—; Luke, que iba una y otra vez a la enorme cocina o llenaba las copas con cierto exhibicionismo, prestando especial atención a la de Gail, o atendía alguna llamada de Ollie, pero en esencia seguía siendo miembro del equipo.

Solo cuando la cena y el vino obraron su terapia, y el ánimo aventurero de Perry dio paso a un sobrio silencio, Héctor volvió a las palabras exactas empleadas por Dima para invitarlos al partido de tenis en el Club des Rois.

—Suponemos, pues, que el mensaje está en el masaje —afirmó—. ¿Alguien tiene algo que añadir al respecto?

—El masaje prácticamente formaba parte del desafío —convino Perry.

—¿Luke?

—Para mí está claro como el agua. ¿Cuántas veces?

—Tres —contestó Perry.

—¿Gail? —preguntó Héctor.

Despertando de sus distracciones, Gail se mostró menos segura que los hombres:

—Yo solo me pregunto si Emilio también lo vería claro como el agua —dijo, procurando eludir la mirada de Luke.

Héctor también se lo había preguntado.

—Sí, bueno, la cuestión es, supongo, que si Dell Oro se huele que aquí hay gato encerrado, suspenderá el partido de tenis de inmediato, y entonces estamos jodidos. Se acabó el juego. Ahora bien, según los últimos partes de Ollie, todo apunta en dirección contraria, ¿no, Luke?

—Ollie ha estado frecuentando una reunión informal de chóferes frente al chutean de Dell Oro —explicó Luke, con su bruñida sonrisa—. El partido de tenis corre a cargo de Emilio, a modo de celebración después de la firma. Sus caballeros de Moscú ya han visto la torre Eiffel y no tienen ningún interés en el Louvre, así que se han convertido en una pesada carga para Emilio.

—¿Y el mensaje sobre el masaje? —instó Héctor.

—Es que Dima ha reservado dos sesiones paralelas para Perry y para él inmediatamente después del partido. Ollie también ha averiguado que el Club des Rois, si bien proporciona tenis a algunos de los clientes más deseables del mundo, se enorgullece de ser un refugio seguro. No está bien visto que los guardaespaldas correteen detrás de sus protegidos por los vestuarios, las saunas o los salones de masaje. Se los invita a quedarse sentados en el vestíbulo del club o en sus limusinas blindadas.

—¿Y los masajistas del club? —preguntó Gail—. ¿Qué harán ellos mientras los chicos celebran su consejo?

Luke ya tenía la respuesta, y su sonrisa especial.

—El lunes es su día libre, Gail. Solo están disponibles para citas concertadas. Ni siquiera Emilio sabrá que mañana no están.

En el Hôtel des Quinze Anges era la una de la madrugada y Perry por fin había conciliado el sueño. Yendo de puntillas al cuarto de baño, al final del pasillo, Gail entró, cerró la puerta y, bajo la exigua luz de la bombilla con menos vatios del mundo, releyó el mensaje de texto que había recibido a las siete de esa tarde, justo antes de marcharse a cenar en la Île.

Mi padre dice que estás en París. Un médico suizo me informa estoy embarazada 9 semanas. Max está escalando montañas y no contesta. Gail.

¿Gail? ¿Ha firmado con mi nombre? ¿Está tan enloquecida que se ha olvidado del suyo? ¿O quiere decir «Gail, por favor, te lo suplico»? ¿Será esa clase de «Gail»?

Con una parte de la cabeza medio dormida, seleccionó la opción de llamada al remitente y, sin darse cuenta de lo que hacía, pulsó el botón verde y salió un servicio de contestador suizo. Asustada, cortó la comunicación y, ya del todo despierta, decidió mandarle un mensaje de texto:

No hagas nada de nada hasta que hablemos. Tenemos que vernos y charlar. Con cariño, Gail.

Regresó al dormitorio y se metió bajo el edredón de pelo de caballo. Perry dormía como un tronco. ¿Debía decírselo o no? ¿Él ya tenía mucho entre manos? ¿Su gran día, mañana? ¿O mi juramento de silencio a Natasha?