Capítulo 11

Entre las muchas emociones que Gail había previsto sentir al coger el Eurostar de las 12.29 con destino a París en la estación de St. Paneras la nublada mañana de un sábado de junio, el alivio era casi la última. Sin embargo fue alivio lo que sintió, bien que condicionado por las más diversas salvedades y reservas, y eso mismo sentía Perry a juzgar por su cara, allí sentado frente a ella. Si el alivio implicaba claridad, si implicaba el restablecimiento de la armonía entre ellos, y reanudar el contacto con Natasha y las niñas y enjugarle la frente a Perry mientras vivía su particular versión de Tierra y Libertad… pues bien, en ese caso Gail sentía alivio; aunque no por eso había tirado por la borda sus facultades críticas, ni estaba tan fascinada como obviamente lo estaba Perry en su papel de espía.

La conversión de Perry a la causa no la había cogido por sorpresa, si bien era necesario conocer a Perry para advertir el alcance de su transformación: había pasado de un rechazo fundado en elevados principios al franco compromiso con lo que Héctor describía como El Trabajo. A veces, cierto era, Perry manifestaba residuales reservas éticas o morales, incluso dudas: ¿de verdad es esta la única manera de resolverlo? ¿No hay un camino más sencillo para llegar al mismo fin? Pero era capaz de plantearse esa misma pregunta a medio camino del ascenso por una cornisa rocosa de trescientos metros.

Las semillas iniciales de su conversión, como ahora comprendía Gail, no las había sembrado Héctor, sino Dima, quien desde Antigua había adquirido la dimensión de buen salvaje rousseauniano, por usar el léxico de Perry: «Imagínate lo que seríamos nosotros si hubiéramos nacido en su piel, Gail. No puedes eludir este hecho: ser elegido por él es casi una insignia de honor. Además, piensa en esos niños».

Y Gail pensaba en los niños, eso desde luego. Pensaba en ellos día y noche, y pensaba muy especialmente en Natasha, que era una de las razones por las que no había dicho a Perry que Dima, aislado en una península de Antigua con el temor de Dios metido en el cuerpo, no tenía precisamente mucho dónde elegir a la hora de designarlo a él mensajero, confesor o amigo del preso, o lo que quiera que Perry hubiese sido designado, o se hubiese autodesignado. Gail siempre había sabido que él llevaba dentro, en estado latente, a un romántico en espera de ser despertado cuando se presentase la oportunidad de actuar con entrega desinteresada, y si se olía en el aire un tufillo de peligro, tanto mejor.

Solo faltaba otro fanático que hiciera sonar el clarín: entra Héctor, el eterno litigante, ingenioso, encantador, falsamente relajado, o así era como ella lo veía, el clásico cliente obsesionado con la justicia que se había pasado la vida demostrando que las tierras donde estaba construida la abadía de Westminster eran de su propiedad. Y probablemente si el bufete dedicaba cien años a su caso, quedaría demostrado que tenía razón y los tribunales fallarían a su favor. Pero mientras tanto la abadía permanecería donde estaba, y la vida seguiría como siempre.

¿Y Luke? Bueno, Luke era Luke, por lo que a Perry se refería, un elemento fiable, sin lugar a dudas, un buen profesional, concienzudo, despierto. Aun así, Perry se había quedado más tranquilo, debía admitirlo, al descubrir que Luke no era, como al principio supusieron, el jefe del equipo, sino el lugarteniente de Héctor. Y como Héctor, a ojos de Perry, no podía hacer nada mal, ese era obviamente el mejor papel posible para Luke.

Gail no lo veía tan claro. A lo largo de las dos semanas de «familiarización», cuanto mejor conocía a Luke más tendía a considerarlo —pese a su nerviosismo y su exagerada cortesía y la preocupación que asomaba a su rostro cuando creía que nadie miraba— el elemento más fiable; y a Héctor, con sus audaces afirmaciones y su descarado ingenio y desbordantes dotes de persuasión, el elemento incontrolado.

El hecho de que Luke, además, estuviera enamorado de ella no la sorprendía ni la turbaba. Los hombres se enamoraban de ella continuamente. Saber hacia dónde apuntaban sus sentimientos le daba seguridad. El hecho de que Perry no fuera consciente de eso tampoco la sorprendía. Su inconsciencia le daba también seguridad.

Lo que más la inquietaba era el fervor del compromiso de Héctor: la sensación de que era un hombre con una misión, la misma sensación que fascinaba a Perry.

«Bueno, yo sigo en el banco de pruebas —había declarado Perry en una de esas autodenuncias que dejaba caer de pasada y a las que era tan aficionado—. Héctor es el hombre forjado», distinción a la que aspiraba en todo momento y era tan reacio a otorgar.

¿Héctor era un Perry en versión forjada? ¿Héctor el hombre de acción en estado puro que hacía todo aquello de lo que Perry solo hablaba? Bueno, ¿y quién estaba ahora en el frente? Perry. ¿Y quién se dedicaba a hablar? Héctor.

Y a Perry no solo lo había cautivado Héctor, sino también Ollie. Perry, que se enorgullecía de su buen ojo a la hora de decidir quién podía llegar a ser un buen compañero de cordada, sencillamente no había sido más capaz que Gail de adivinar que Ollie, tan torpe y en mala forma, tan chapado a la antigua, con su único pendiente y su extrema inteligencia, y ese escondido acento extranjero que ella no acababa de detectar y sobre el que no preguntaba por cortesía, era el modelo de educador nato: meticuloso, elocuente, empeñado en que cada lección fuese divertida y cada lección quedase bien grabada en la cabeza.

Daba igual si los privaban de sus preciados fines de semana o si era última hora de la tarde tras una agotadora jornada en el bufete o el juzgado; o si Perry había pasado todo el día en Oxford asistiendo a insoportables ceremonias de graduación, despidiéndose de sus alumnos, recogiendo sus cosas en el estudio. En cuestión de minutos caían bajo el hechizo de Ollie, ya estuvieran emparedados en el sótano o sentados en una concurrida cafetería de Tottenham Court Road, con Luke en la acera y el gran Ollie en su taxi con la boina puesta, mientras probaban los juguetes de su museo negro particular: estilográficas, botones de americana y alfileres de corbata capaces de escuchar, transmitir, grabar, o todo a la vez; y para las chicas, bisutería.

«A ver, Gail, ¿cuáles nos pegan más?», había preguntado Ollie cuando le tocó a ella el turno de equiparse. Y cuando Gail contestó: «Si te soy sincera, Ollie, no me pondría nada de eso ni muerta», se fueron de inmediato a Liberty’s en busca de algo que le «pegara» más.

Aun así, las posibilidades de llegar a verse obligados a utilizar los juguetes de Ollie eran, como él le aseguró con especial insistencia, prácticamente nulas: «¿Héctor? No te dejaría ni acercarte a esos artefactos para el gran acontecimiento, guapa. Son solo para él “por si acaso”. Para cuando de repente vayas a oír algo extraordinario que nadie esperaba, y no exista riesgo para la vida ni para la propiedad ni para nada, y solo queremos comprobar que sabéis cómo funcionan».

En retrospectiva, Gail tenía sus dudas a este respecto. Sospechaba que en realidad los juguetes de Ollie eran material didáctico para originar una dependencia psicológica en las personas a quienes enseñaban a jugar con ellos.

—Seguirán el curso de familiarización como más cómodo les sea a ustedes, no a nosotros —les había informado Héctor, hablando a la tropa recién reclutada en su primera tarde con un tono pomposo que Gail no volvió a oírle nunca más, así que quizá también él estaba intranquilo—. Perry, si una reunión imprevista, o lo que sea, lo retiene en Oxford, quédese y háganos una llamada. Gail, sean cuales sean sus obligaciones en el bufete, no tiente a la suerte. El mensaje es: actúen con naturalidad y aparenten que están muy ocupados. Cualquier alteración en el estilo de vida de uno u otro despertará recelos y será contraproducente. ¿Entendido?

Acto seguido, en atención a Gail, reiteró la promesa hecha a Perry:

—Les contaremos lo mínimo necesario, pero lo que les contemos será verdad. Son un par de inocentes en tierra extraña. Así es como Dima los quiere, y así es como los quiero yo, y también Luke y Ollie. Lo que no sepan no podrán estropearlo. Cada cara nueva tiene que ser para ustedes una cara nueva. Cada primera vez tiene que ser una primera vez. El plan de Dima es blanquearlos a ustedes tal como blanquea el dinero. Blanquearlos para introducirlos en su paisaje social, convertirlos en moneda de cambio respetable. En rigor, estará bajo arresto domiciliario allí a donde vaya, y lo habrá estado desde Moscú. Ese es su problema y le habrá dado muchas vueltas para intentar resolverlo. Como siempre, la iniciativa recaerá en el pobre desgraciado que esté in situ. Le toca a Dima demostrarnos qué es capaz de hacer, cuándo y dónde. —Y en uno de sus característicos añadidos, como si acabara de ocurrírsele, dijo—: Soy un malhablado. Me relaja, me obliga a poner los pies en la tierra. Luke y Ollie, aquí presentes, son un par de mojigatos, así que la balanza queda en equilibrio.

Y después la homilía:

—Esto no es, repito, no es un período de adiestramiento. Resulta que no disponemos de dos años, sino de unas horas repartidas en un par de semanas. Se trata, pues, de familiarización, se trata de infundir seguridad, se trata de crear confianza contra viento y marea. De ustedes en nosotros, de nosotros en ustedes. Ustedes no son espías. Así que, por favor, no intenten serlo. No se les ocurra siquiera pensar que pueden estar bajo vigilancia. No son personas conscientes de una posible vigilancia. Son una pareja joven disfrutando de una escapada a París. Así que por nada del mundo anden entreteniéndose en los escaparates, mirando por encima del hombro o escabullándose por callejones. Otra cosa son los móviles —prosiguió sin la menor pausa—. ¿Han utilizado los móviles delante de Dima o su gente?

Habían empleado los móviles desde la terraza de su bungalow, Gail para llamar al bufete en relación con Samson contra Samson, Perry para llamar a su casera de Oxford.

—¿Alguien del grupo de Dima oyó sonar sus móviles alguna vez?

No. Categóricamente.

—¿Conocen Dima o Tamara el número de teléfono de alguno de sus móviles?

—No —contestó Perry.

—No —coincidió Gail, aunque sin tanto aplomo.

Natasha tenía el número de Gail y Gail tenía el de Natasha. Pero sus respuestas, desde todos los ángulos, habían sido veraces.

—En ese caso puedes facilitarles nuestros aparatos codificados, Ollie —dijo Héctor—. Azul para Gail, plateado para él. Y ustedes sean tan amables de entregarle a Ollie sus tarjetas SIM, y él hará lo necesario. Sus nuevos teléfonos estarán codificados solo para las llamadas entre nosotros cinco. Nos encontrarán a los tres en la agenda como Tom, Dick y Harry. Yo soy Tom. Luke es Dick. Ollie es Harry. Perry, usted es Milton, como el poeta. Gail es Doolittle, como Eliza. Ya consta en la agenda. Todo lo demás en los teléfonos funciona como de costumbre. ¿Sí, Gail?

Gail, la abogada.

—¿De ahora en adelante escucharán nuestras llamadas, si es que no han estado escuchándolas ya?

Risas.

—Solo escucharemos las líneas codificadas programadas.

—¿Ninguna más? ¿Seguro?

—Ninguna más. Es la pura verdad.

—¿Ni siquiera cuando telefonee a mis cinco amantes secretos?

—Ni siquiera entonces, por desgracia.

—¿Y los mensajes de texto personales?

—No, en absoluto. Es una pérdida de tiempo, y a nosotros esas cosas no nos interesan.

—Si las líneas programadas entre nosotros están codificadas, ¿para qué necesitamos esos nombres absurdos?

—Porque la gente en los autobuses se mete donde no la llaman. ¿Alguna otra pregunta de la fiscal? Ollie, ¿dónde está el puñetero whisky de malta?

—Aquí mismo, jefe. De hecho, ya he comprado otra botella —con esa voz irritantemente ilocalizable.

—¿Y la familia, Luke? —había preguntado Gail en la cocina ante la sopa y una botella de tinto una noche antes de marcharse a casa, aunque solo fuera para recordarle que estaba casado.

La asombraba no habérselo preguntado antes. Tal vez —un pensamiento siniestro— había preferido no hacerlo, optando por tenerlo a su merced. Era evidente que Luke sentía igual asombro, porque de pronto se llevó la mano a la frente para dar alivio a una cicatriz pequeña y amoratada que parecía aflorar y ocultarse por voluntad propia. ¿Fruto de la culata de la pistola de otro espía? ¿O el sartenazo de una esposa colérica?

—Solo un hijo, lamento decir, Gail —contestó como si debiera disculparse por no tener más—. Un chico. Un chaval maravilloso. Ben, lo llamamos. Me ha enseñado todo lo que sé sobre la vida. Además me gana al ajedrez, me enorgullece decir. Sí. —Un tic en un párpado descontrolado—. El problema es que nunca conseguimos acabar una partida. Esto me desborda.

¿Esto? ¿Qué lo desbordaba? ¿La bebida? ¿El espionaje? ¿Enamorarse?

Al principio Gail sospechó que entre Yvonne y él había algo, sobre todo por la discreta actitud maternal con que ella lo trataba. Pero enseguida vio que no eran más que un hombre y una mujer que trabajaban juntos: hasta una noche en que lo sorprendió mirando a ratos a Yvonne, a ratos a ella misma, como si las dos fueran seres superiores, y pensó que no había visto una cara más triste en toda su vida.

Es la última noche. Es el final del trimestre. Es el final del curso. Ya nunca se repetirán dos semanas como esas. En la cocina, Yvonne y Ollie preparan una lubina a la sal. Ollie canta un fragmento de La Traviata, bastante bien, y Luke le hace aprecio, sonriendo a todos y cabeceando en un gesto de exagerada admiración. Héctor ha traído una magnífica botella de Meursault, en realidad, dos. Pero antes necesita hablar con Perry y Gail a solas en la coquetona sala de estar, decorada al más tradicional estilo británico. ¿Nos sentamos o nos quedamos de pie? Héctor permanece en pie, y por consiguiente Perry, siempre tan formal a su pesar, también se queda de pie. Gail elige una silla de respaldo recto bajo una reproducción de una pintura de Roberts, una imagen de Damasco.

—Bien —dice Héctor.

Bien, coinciden ellos.

—Últimas palabras, pues. Sin testigos. El Trabajo es peligroso. Ya os lo he dicho antes pero lo repito ahora. Es muy peligroso. Aún podéis bajaros del tren, y no habrá reproches. Si os quedáis a bordo, os mimaremos en la medida de lo posible, pero el apoyo logístico del que disponemos es nulo. O como decimos en el gremio, vamos descalzos. No hace falta que os despidáis. Olvidaos del pescado de Ollie. Coged los abrigos del vestíbulo, salid a la calle, y aquí no ha pasado nada. Último aviso.

El último de muchos, aunque él no lo sabía. Perry y Gail han dado vueltas a ese mismo asunto todas las noches durante los últimos catorce días. Perry está empeñado en que Gail conteste por los dos, y ella eso hace:

—Estamos de acuerdo. Lo hemos decidido. Lo haremos —dice con un tono más heroico de lo que pretendía.

Y Perry, con un lento y amplio gesto de asentimiento, añade:

—Sí, de todas —respuesta que tampoco parece propia de él, y debe de darse cuenta, porque al instante se vuelve hacia Héctor y pregunta—: ¿Y vosotros qué? ¿Nunca tenéis dudas?

—Ah, nosotros estamos jodidos en cualquier caso —contestó Héctor con despreocupación—. Esa es la cuestión, ¿no? Si hay que acabar jodido, mejor que sea por una buena causa.

Lo que, naturalmente, fue bálsamo para los puritanos oídos de Perry.

Y a juzgar por la expresión en el rostro de Perry mientras el tren entraba en la Gare du Nord, ese mismo bálsamo surtía aún efecto, porque destilaba una contenida apariencia de «Soy Gran Bretaña» que era totalmente nueva para Gail. Solo cuando llegaron al Hotel des Quinze Anges —una elección muy propia de Perry: un edificio estrecho, decrépito y roñoso de cinco plantas, habitaciones pequeñas, camas individuales del tamaño de una tabla de planchar, y a un paso de la rué du Bac— sintieron el pleno impacto de aquello en lo que se habían metido. Era como si las sesiones en la casa de Bloomsbury con su ambiente de camaradería —una agradable hora con Ollie, otra con Luke, Yvonne se ha pasado por aquí, Héctor viene de camino para tomarse una última copa antes de retirarse— los hubiese imbuido de una sensación de inmunidad que de pronto, ahora que estaban solos, se había evaporado.

Descubrieron asimismo que habían perdido el don de hablar con naturalidad y conversaban como una pareja ideal en un anuncio de televisión.

—Lo de mañana me hace muchísima ilusión, ¿a ti no? —dice Doolittle a Milton—. Nunca he visto a Federer en carne y hueso. Estoy emocionadísima.

—Espero que el tiempo aguante —contesta Milton, lanzando una ojeada de preocupación a la ventana.

—Lo mismo digo —coincide Doolittle, muy seria.

—¿Y si deshacemos las maletas y salimos a buscar un sitio donde comer un bocado? —sugiere Milton.

—Buena idea —dice Doolittle.

Pero lo que de verdad piensan es: si se suspende el partido por la lluvia, ¿qué demonios hará Dima?

Suena el móvil de Perry. Héctor.

—Hola, Tom —contesta Perry como un idiota.

—¿Habéis llegado bien al hotel, Milton?

—Sí, bien, muy bien. Hemos tenido un buen viaje. Todo ha ido a la perfección —responde Perry con entusiasmo suficiente por los dos.

—Esta noche estáis solos, ¿vale?

—Como ya dijiste.

—¿Doolittle está en condiciones?

—Como una rosa.

—Llama si necesitáis algo. Servicio las veinticuatro horas.

Al salir, en el minúsculo vestíbulo del hotel, Perry comenta sus inquietudes acerca del tiempo a una mujer de armas tomar llamada Madame Mere, por la madre de Napoleón. La conoce desde sus tiempos de estudiante, y Madame Mere, si ha de dársele crédito, quiere a Perry como a un hijo. Con sus zapatillas de andar por casa, mide un metro veinte como mucho y, según Perry, nadie la ha visto nunca sin un pañuelo tapándole los rulos. A Gail le encanta oír a Perry parlotear en francés, pero su fluidez siempre ha sido un misterio para ella, quizá porque él se muestra poco comunicativo respecto a sus primeras profesoras.

En un tabac de la rué de l’Université, Milton y Doolittle comen unos filetes con patatas fritas mediocres y una ensalada más bien mustia y coinciden en que es la mejor comida del mundo. Como no se terminan el litro de tinto de la casa, se lo llevan al hotel.

«Haced lo que haríais normalmente —les había dicho Héctor como si tal cosa—. Si tenéis amigos residentes en París y queréis quedar con ellos, ¿por qué no?».

Porque no estaríamos haciendo lo que hacemos normalmente, por eso. Porque no queremos quedar con nuestros amigos residentes en París en un café de Saint-Germain cuando tenemos a un elefante llamado Dima sentado en nuestras cabezas. Y porque no queremos mentirles cuando nos pregunten de dónde hemos sacado las entradas para la final de mañana.

De vuelta en su habitación, apuran el tinto con los vasos del cuarto de baño y hacen el amor intensamente y con adoración, sin pronunciar una sola palabra, la mejor manera. Cuando llega la mañana, Gail se queda dormida hasta tarde por puro nerviosismo y, al despertar, ve a Perry contemplar la lluvia que salpica la ventana mugrienta, otra vez preocupado por cómo se las arreglará Dima si se suspende el partido. Y si se aplaza hasta el lunes, piensa Gail en ese momento, ¿tendrá que llamar al bufete y salir otra vez con el cuento chino del dolor de garganta, que en el lenguaje cifrado del bufete equivale a una regla difícil?

De pronto todo se vuelve lineal. Después de los cruasanes y el café servidos junto a la cama por Madame Mere —con un ponderativo susurro a Gail: «Quel titán alors»— y una llamada ociosa de Luke sin más objetivo que preguntarles si han dormido bien y si están preparados para el tenis —pero también para decir implícitamente «Te quiero, Gail» en un furtivo subtexto—, tendidos en la cama, hablan de lo que harán antes de las tres, la hora prevista para el comienzo del partido, dejando tiempo de sobra para trasladarse al estadio, localizar sus asientos y acomodarse.

Decidido el plan, se turnan para usar el pequeño lavamanos y se visten; luego se encaminan al paso de Perry hacia el Musée Rodin. Una vez allí se incorporan a una cola de colegiales, llegan a los jardines a tiempo de mojarse bajo la lluvia, buscan cobijo entre los árboles, se refugian en la cafetería del museo y escrutan el cielo a través de la puerta intentando deducir hacia dónde se desplazan las nubes.

Abandonando sus cafés por mutuo acuerdo, aunque incapaces de explicarse la razón, deciden explorar los jardines de los Campos Elíseos, pero los encuentran cerrados por motivos de seguridad. Michelle Obama y sus hijos están en la ciudad, según Madame Mere, pero es un secreto de Estado, así que solo lo saben Madame Mere y todo París.

Resulta, no obstante, que los jardines del teatro Marigny están abiertos y vacíos, salvo por dos ancianos árabes con traje negro y zapatos blancos. Doolittle escoge un banco; Milton aprueba la elección. Doolittle fija la mirada en los castaños; Milton en un plano.

Perry conoce París y, por supuesto, ha elaborado ya con toda exactitud la mejor ruta posible para desplazarse hasta el estadio de Roland Garros: metro hasta aquí, autobús hasta allá, con un amplio margen prudencial para asegurarse de que cumplen el plazo impuesto por Tamara.

Aun así, a él le parece lógico abstraerse en el estudio del plano, pues ¿qué va a hacer si no una joven pareja durante una escapada a París, sentados ambos, como dos idiotas, en el banco de un parque bajo la lluvia?

—¿Todo sigue su curso, Doolittle? ¿No ha surgido ningún problema menor que podamos ayudaros a resolver? —Esta vez Luke directamente a Gail, hablando como el médico de la familia Perkins, compuesta solo por hombres, cuando ella era adolescente: «¿Te duele la garganta, Gail? ¿Por qué no te quitas la ropa y echamos un vistazo?».

—Ningún problema, no necesitamos nada, gracias —responde ella con tono cortante—. Milton me comenta que nos pondremos en marcha dentro de media hora. —Y no me pasa nada en la garganta.

Perry dobla el plano. Después de hablar con Luke, Gail está de mal humor y se siente observada. Se le ha secado la boca, así que esconde los labios y se los lame desde dentro. ¿Cuánto más enloquecedor va a ser esto? Vuelven a la acera vacía y enfilan la cuesta hacia el Arco del Triunfo, adelantándose Perry a ella como hace cuando quiere estar solo y no puede.

—¿Qué coño estás haciendo? —le susurra ella al oído.

Perry se ha metido en unas galerías comerciales mal ventiladas con música rock a todo volumen. Escudriña un escaparate a oscuras como si fuera a revelarle el futuro. ¿Está jugando a espías, y de paso saltándose a la torera la orden de Héctor: no buscar perseguidores imaginarios?

No. Está riéndose. Y poco después, a Dios gracias, también se ríe Gail mientras, echándose mutuamente el brazo al hombro, contemplan incrédulos un auténtico arsenal de juguetes para espías: relojes de pulsera de marca con cámara fotográfica por diez mil euros, maletines con equipo de escucha y emisores de interferencias telefónicas, gafas de visión nocturna, las más diversas armas aturdidoras, fundas de pistola con cinturón antideslizante como extra opcional y balas de pimienta, pintura o goma a elegir: bienvenidos al museo del crimen de Ollie para ejecutivos paranoicos sin nada con que entretenerse.

Ningún autobús los había llevado hasta allí.

No habían cogido el metro.

El pellizco en el trasero que le había dado un pasajero con edad suficiente para ser su abuelo al bajarse del vagón no formaba parte de la operación.

Se vieron transportados hasta allí como por arte de magia, y fue así como acabaron en una cola de corteses ciudadanos franceses a la izquierda de la puerta oeste del estadio de Roland Garros exactamente doce minutos antes de la hora indicada por Tamara.

También fue así como Gail se abrió paso ingrávidamente a fuerza de sonrisas ante los benévolos porteros uniformados, quienes con mucho gusto le devolvieron la sonrisa, y avanzó poco a poco con la multitud por una avenida flanqueada de tiendas en pabellones entre el chinchín de una banda invisible, los mugidos de las trompas suizas y las recomendaciones ininteligibles de una voz masculina por el sistema de megafonía.

Pero fue Gail, la abogada litigante de mente fría, quien descartó los nombres de los patrocinadores en los escaparates: Lacoste, Slazenger, Nike, Head, Reebok. ¿Y cuál decía Tamara en su carta? No pretendas hacerme creer que te has olvidado.

—Perry —tirándole del brazo—, dijiste que me regalarías unas zapatillas de tenis decentes, me diste tu palabra. Mira.

—¿Ah, sí? Sí, es verdad —concede Perry alias Milton, a la vez que aparece sobre su cabeza un bocadillo de cómic donde reza: ¡SE ACUERDA!

Y con más convicción de la que ella habría esperado en él, alarga el cuello para examinar lo último de… Adidas.

—Y ya va siendo hora de que te compres también algo para ti y tires las viejas, que apestan y tienen verdín en el empeine —dice Doolittle con cierto tonillo de marimandona.

—¡Catedrático! ¡Alabado sea Dios! ¡Amigo mío! ¿No se acuerda de mí?

La voz les llega sin previo aviso: la voz incorpórea de Antigua bramando por encima de los tres vientos.

Sí, me acuerdo de usted, pero el Catedrático no soy yo.

Es Perry.

Así que seguiré mirando lo último en zapatillas de tenis de Adidas y dejaré que Perry se acerque primero antes de volver yo la cabeza con la pertinente cara de satisfacción y mayúsculo asombro, como diría Ollie.

Perry se acerca primero. Gail siente cómo se separa de ella y se vuelve. Calcula el tiempo que él tardará en dar crédito a sus ojos.

—¡Cielo santo, Dima! ¡Dima, de Antigua! ¡Increíble!

Sin pasarse, Perry, con moderación…

—Por Dios, ¿qué hace aquí? ¡Gail, mira!

Pero no miro. No de inmediato. Estoy viendo calzado, ¿recuerdas? Y cuando veo calzado, estoy siempre distraída, estoy, de hecho, en otro planeta, aunque sea calzado deportivo. Absurdamente, como les pareció en su momento, habían ensayado esa escena en una tienda de deportes de Camden Town especializada en calzado, y de nuevo en Golder Green, primero con Ollie en el papel de Dima dando palmadas en la espalda, exageradamente, y Luke en el papel de transeúnte inocente, y luego invirtiendo los papeles. Pero ahora ella se alegraba: conocía el guión, aunque las frases fueran improvisadas.

Así que espera, escúchalo, despierta, date la vuelta. Después pon cara de satisfacción y mayúsculo asombro.

—¡Dima! ¡Vaya! ¡Usted por aquí! ¡Hay que ver! Esto es absolutamente… ¡Esto es extraordinario! —A lo que sigue su chillido de éxtasis, el que usa para abrir los regalos en Navidad, mientras observa a Perry disolverse contra el enorme torso de un Dima cuya satisfacción y asombro no son menos espontáneos que los de ella.

—¿Qué hace aquí usted, Catedrático, un tenista de tres al cuarto?

—No, Dima, ¿qué hace usted? —ahora Perry y Gail juntos, un coro de agudas exclamaciones en distintos tonos mientras Dima sigue hablando con su vozarrón.

¿Está cambiado? Se lo ve más pálido. Ha perdido ya el moreno del sol caribeño. Medias lunas amarillentas bajo los atractivos ojos castaños. Arrugas descendentes más marcadas en las comisuras de los labios. Pero el mismo porte, la misma inclinación hacia atrás como diciendo «ven a por mí si eres valiente». Los pequeños pies en la característica postura de Enrique VIII.

Y el hombre tiene un don natural para las tablas. Basta con oír esto:

—¿Cree que Federer va a tomar a ese Soderling por maricón, como hizo usted conmigo? ¿Cree que va a hacer tongo y perder el puñetero partido por amor al juego limpio? ¡Gail, Dios bendito, venga aquí! ¡Tengo que abrazar a esta chica, Catedrático! ¿Se ha casado ya con ella? ¡Usted está mal de la cabeza! —Dicho todo esto mientras la atrae hacia su enorme pecho y la estrecha contra su cuerpo, todo su cuerpo, empezando por una mejilla pegajosa, humedecida por las lágrimas, y siguiendo por el pecho y el bulto de la entrepierna hasta que incluso las rodillas se tocan; a continuación, la aparta para los tres obligados besos de la Trinidad en la cara, lado izquierdo, lado derecho, lado izquierdo otra vez.

Entretanto Perry recita:

—En fin, debo decir que esta es una coincidencia del todo absurda, totalmente inconcebible.

Expresado esto con más distanciamiento académico del que Gail considera apropiado: un poco falto de espontaneidad, en su opinión, e intenta compensarlo ella misma con un estallido de emotividad, ensartando demasiadas preguntas seguidas.

—Y dígame, mi apreciado Dima, ¿cómo están Katia e Irina? ¡Pienso en ellas a todas horas! —Eso es verdad—. ¿Juegan los gemelos al criquet? ¿Cómo está Natasha? ¿Dónde han estado todos? Ambrose nos dijo que se habían marchado a Moscú. ¿Fue así? ¿Para el funeral? Tiene muy buen aspecto. ¿Cómo está Tamara? ¿Cómo están todos aquellos amigos y familiares tan encantadores y raros que lo acompañaban?

¿Realmente ha pronunciado estas últimas palabras? Sí. Y mientras las pronuncia, y recibe a cambio en respuesta fragmentos intermitentes de conversación, empieza a tomar conciencia, aunque solo en un encuadre borroso, de la proximidad de hombres y mujeres de elegante indumentaria, que se han detenido a contemplar el espectáculo: otro club de seguidores de Dima, al parecer, pero estos de una generación más joven, con más estilo, muy distintos del casposo grupo reunido en Antigua. ¿Es aquel que acecha entre ellos Niki el Cara de Niño? Si lo es, se ha comprado un traje veraniego de Armani de color beige con llamativos puños. ¿Se ocultan debajo la cadena y el reloj de submarinista?

Dima continúa hablando y Gail oye lo que no quiere oír: Tamara y los niños han viajado directamente de Moscú a Zurich; sí, Natasha también, a la puñetera no le gusta el tenis, quiere volver a casa, a Berna, leer y montar a caballo. Relajarse. ¿A Gail le ha parecido entender asimismo que Natasha no se encontraba muy bien, o son imaginaciones suyas? Todo el mundo interviene en tres conversaciones a la vez:

—¿Es que ya no da clase a sus puñeteros alumnos, Catedrático? —Fingida indignación—. ¿Es que ahora va a dar clase a los chicos franceses para que algún día sean caballeros ingleses? Díganme, ¿dónde tienen los asientos? En el gallinero, en la última grada, ¿no?

Seguido, supuestamente, de una versión en ruso de la misma ocurrencia por encima del hombro. Pero la gracia debió de perderse en la traducción, porque entre los espectadores de elegante indumentaria son pocos los que sonríen, salvo por un hombrecillo situado en el centro, muy atildado, como un bailarín. A primera vista, Gail lo toma por un guía turístico o algo así, ya que lleva un paraguas carmesí y una americana náutica de color crema, muy visible, con un ancla de hilo dorado en el bolsillo, y esto, unido a la mata de pelo gris echado hacia atrás, lo convierte en una persona localizable al instante por cualquier elemento extraviado en medio de una multitud. Gail capta su sonrisa, después capta su mirada. Y cuando vuelve a fijar la vista en Dima, sabe que ese individuo sigue pendiente de ella.

Interesado aún en saber qué asientos ocupan, Dima les ha pedido que le enseñen las entradas. Como Perry tiene por costumbre perder las entradas, las lleva Gail. Se sabe los números de memoria, también Perry. Pero eso no le impide no saberlos ahora, ni adoptar una expresión de dulce vaguedad cuando se las entrega a Dima, que deja escapar un resoplido de desdén:

—¿Ha traído el telescopio, Catedrático? ¡Joder, a esas alturas van a necesitar oxígeno!

Vuelve a repetir el chiste en ruso, pero de nuevo el grupo circunstante detrás de él parece estar esperando más que escuchando. ¿Y esa respiración anhelante? ¿Es nueva o la tenía ya en Antigua? ¿O nueva hoy? ¿Es un problema de corazón? ¿O un problema de vodka?

—Tenemos un puñetero palco de cortesía, ¿me oye? Esas gilipolleces de las empresas. Cosas de los jóvenes con los que trabajo. Los invitados de Moscú. Gente de la empresa. Y chicas guapas. ¡Mírenlas!

De hecho, un par de ellas captan la mirada de Gail: chaquetas de cuero, faldas tubo y botines. ¿Esposas guapas? ¿O fulanas guapas para los invitados de Moscú? Si lo son, son gama alta.

—Treinta asientos de primera, comida para morirse —brama Dima—. ¿Quiere, Gail? ¿Quiere venir con nosotros? ¿Ver el partido como una señora? ¿Beber champán? Hay de sobra. Vamos, Catedrático. ¿Por qué no, joder?

Porque Héctor le ha dicho que se haga de rogar, por eso, joder. Porque cuanto más se haga de rogar, mayor será el esfuerzo para persuadirlo, y a mí con él, y mayor será nuestra credibilidad ante los invitados de Moscú. Arrinconado, Perry interpreta bien su papel de Perry: frunciendo el entrecejo, aparenta timidez e incomodidad. Para un total principiante en el arte del disimulo, su actuación es más que aceptable. Así y todo, es momento de echarle una mano.

—Las entradas son un obsequio, Dima, hágase cargo —le confía ella con gentileza, tocándole el brazo—. Nos las regaló un buen amigo nuestro, un caballero muy querido. Por afecto. Seguramente le disgustaría que no ocupásemos nuestros asientos, ¿no? Si llegara a enterarse, le dolería —que era la respuesta que habían fraguado con Luke y Ollie una noche ante la última copa de whisky.

Dima, decepcionado, mira a uno y otro alternativamente mientras reordena sus pensamientos.

Desasosiego en las filas a sus espaldas: ¿podemos acabar con esto de una vez?

«La iniciativa recaerá en el pobre desgraciado que esté in situ».

¡Solución!

—Pues entonces… escuche, Catedrático. A ver. Escúcheme una sola vez —hincando el dedo en el pecho de Perry—. A ver —repite, moviendo la cabeza en un amenazador gesto de asentimiento—. Después del partido. ¿Me oye? En cuanto acabe el puñetero partido, vendrán a visitarnos al palco de cortesía. —De pronto se vuelve hacia Gail, retándola a alterar su gran plan—. ¿Me oye, Gail? Traiga a este Catedrático a nuestro palco. Y tómese una copa de champán con nosotros. El partido no acaba cuando acaba. Allí en la pista tienen que hacer las puñeteras presentaciones, los discursos, todo ese rollo. Federer ganará de calle. ¿Quiere apostar cinco de los grandes, en dólares, a que pierde, Catedrático? Le doy tres contra uno. Cuatro contra uno.

Perry se echa a reír. Si tuviera un dios, sería Federer. Ni hablar, Dima, lo siento, dice. Ni siquiera cien contra uno. Pero aún no ha escapado de las redes de Dima.

—Mañana jugará conmigo al tenis, Catedrático, ¿me oye? La revancha. —Hundiendo todavía el dedo en el pecho de Perry—. Mandaré a alguien a buscarlos después del partido, vendrán a visitarnos al palco y organizaremos la revancha, y nada de tratarme como a un maricón. Voy a darle una paliza de aúpa, y después lo invitaré a un masaje. Lo necesitará, ¿me oye?

Perry no tiene tiempo para más protestas. Con el rabillo del ojo, Gail ha visto al guía turístico de la melena gris y el paraguas rojo separarse del grupo y aproximarse a la espalda indefensa de Dima.

—¿No vas a presentarnos a tus amigos, Dima? No puedes guardarte para ti solo a una hermosa dama como esta, deberías saberlo —dice con una voz sedosa, teñida de cierto reproche, en un inglés perfecto en el que se advierte solo un levísimo acento italiano—. Dell Oro —anuncia—, Emilio dell Oro. Un viejo amigo de Dima, desde hace mucho, mucho tiempo. Encantado. —Y da la mano a los dos, primero a Gail con una galante inclinación de cabeza, y luego a Perry, sin inclinación. A Gail le recuerda a un calavera de salón, un tal Percy, que interrumpió su baile con el mejor novio que tuvo a los diecisiete años y casi la violó en la pista.

—Y yo soy Perry Makepiece, y ella Gail Perkins —se presenta Perry. Y una acotación desenfadada que impresiona a Gail—: En realidad no soy catedrático, así que no se alarme. Es solo la manera que ha elegido Dima para despistarme cuando jugamos al tenis.

—Pues en ese caso bienvenidos al estadio de Roland Garros, Gail Perkins y Perry Makepiece —responde Dell Oro con una sonrisa radiante que, empieza a sospechar Gail, es permanente—. Me alegra saber que tendremos el placer de verlos después del histórico encuentro. Si hay partido —añade, alzando las manos en un gesto teatral y lanzando una mirada de reproche al cielo gris.

Pero Dima tiene la última palabra:

—Mandaré a alguien a buscarlos, ¿me oye, Catedrático? Mañana le daré una paliza de aúpa. Adoro a este hombre, ¿me oyen? —exclama, dirigiéndose a los arrogantes jóvenes de sonrisa aguada reunidos detrás de él, y después de envolver a Perry en un último abrazo de desafío se coloca junto a ellos a la vez que reanudan la marcha.