Capítulo 10

Por una vez Héctor ha hecho voto de silencio: lo que quiere decir que, liberado de sus sentimentales preocupaciones técnicas, se reclina en la silla y deja su trabajo en manos del locutor de noticiario ruso con voz de barítono. Al igual que Luke, Héctor es un converso a la lengua rusa y, con reservas, al alma rusa. Al igual que Luke, cada vez que ve esa película, queda atónito, como él mismo confiesa, ante la presencia de la clásica, eterna, descarada y colosal mentira rusa.

Y los servicios informativos de televisión con sede en Moscú se las arreglan muy bien solos, sin ayuda de Héctor ni de nadie. La voz de barítono está más que capacitada para transmitir repulsión ante la escalofriante tragedia de la que informa: el tiroteo absurdo desde un coche, la arbitraria eliminación de una radiante pareja rusa de Perm, un hombre y una mujer muy unidos, en la flor de la vida. Poco sabían las víctimas, cuando decidieron visitar su querida tierra natal desde la lejana Italia, donde residían, que su viaje espiritual terminaría allí, en el camposanto cubierto de hiedra del antiguo seminario que siempre habían venerado, con sus cúpulas bulbiformes y sus tuyas, enclavado en una ladera de las afueras de Moscú, junto a un bosque en lenta expansión:

En esta lúgubre tarde de mayo, tan poco acorde con la estación, todo Moscú se viste de luto por dos rusos libres de toda culpa, y por sus dos hijas de corta edad, que, gracias a Dios, no viajaban en el coche cuando sus padres fueron aniquilados a balazos por elementos terroristas de nuestra sociedad…

Véanse las ventanillas hechas añicos y las puertas acribilladas, el chasis calcinado de un Mercedes, antes majestuoso, volcado entre los abedules, la sangre rusa inocente mezclándose con la gasolina sobre el asfalto en un brutal primer plano, y los rostros desfigurados de las propias víctimas.

Esta atrocidad, nos asegura el locutor, ha suscitado la justificada ira de todos los ciudadanos con sentido de la responsabilidad. ¿Cuándo terminará esta amenaza?, preguntan. ¿Cuándo podrán circular libremente por sus calles los rusos honrados sin ser abatidos por bandas de forajidos y maleantes chechenos decididas a propagar el terror y el caos?

Mijaíl Arkadievich, próspero empresario internacional en los sectores del petróleo y el metal. Olga L’vovna, comprometida desinteresadamente en el esfuerzo de proporcionar alimentos por caridad a los necesitados de Rusia. Amorosos padres de las pequeñas Katia e Irina. Rusos puros, añoraban la Madre Patria que ya nunca abandonarán.

Mientras se oye de fondo la filípica cada vez más airada del locutor, una lenta columna de limusinas negras sigue cuesta arriba por la boscosa ladera a una especie de zanfona con los costados de cristal hasta llegar ante la verja del seminario. El cortejo se detiene, se abren las puertas de los coches, y jóvenes con trajes de diseño oscuros se apresuran a salir y formar filas para escoltar los ataúdes. La imagen salta a un subjefe de policía de semblante adusto, con uniforme de gala y condecoraciones, que posa rígidamente tras un escritorio de taracea, entre distintivos honoríficos y fotografías del presidente Medvédev y el primer ministro Putin.

Sirva al menos de consuelo saber que uno de los chechenos ya ha confesado voluntariamente el crimen, nos dice, y la cámara muestra su rostro el tiempo necesario para que compartamos su rabia.

Volvemos al camposanto, y suenan los acordes de un lamento fúnebre gregoriano mientras un coro de jóvenes sacerdotes ortodoxos con gorros en forma de maceta y sedosas barbas desciende por la escalinata del seminario, con iconos en alto, hacia una doble tumba donde aguardan los principales dolientes. La imagen se detiene y se amplía en cada doliente a la vez que afloran debajo los subtítulos de Yvonne:

TAMARA, esposa de Dima, hermana de Olga, tía de Katia e Irina: Tamara permanece erguida como una estaca, bajo un ancho sombrero de apicultor.

DIMA, marido de Tamara: bajo la calva, su rostro atormentado, con una forzada sonrisa, se ve tan enfermizo que bien podría estar muerto también él, pese a la presencia de su querida hija.

NATASHA, hija de Dima: el largo cabello le cae por la espalda formando un río negro, el cuerpo esbelto queda oculto bajo capas y capas de informe ropa de luto.

IRINA Y KATIA, hijas de OLGA Y MISHA: inexpresivas, las niñas se aferran cada una a una mano de Natasha.

El locutor recita los nombres de las personalidades ilustres que han acudido a presentar sus respetos. Incluyen a representantes de Yemen, Libia, Panamá, Dubai y Chipre, aunque ninguno de Gran Bretaña.

La cámara enfoca un montículo cubierto de hierba a media ladera, a la sombra de las tuyas. Seis —no, siete— jóvenes bien trajeados de entre veinte y treinta años o un poco más permanecen allí arracimados. Sus rostros imberbes, algunos tirando ya a gordos, miran hacia la tumba abierta a veinte metros pendiente abajo, donde se encuentra la figura erguida de Dima, solo, el torso echado atrás en la postura marcial que prefiere y la mirada fija, no en la tumba, sino en los siete hombres con traje reunidos en el montículo.

¿Está la imagen detenida o en movimiento? Dima se halla totalmente inmóvil, así que no es fácil saberlo. Igual de quietos están los hombres reunidos en el montículo por encima de él. Con cierto retraso, aparece el subtítulo de Yvonne:

LOS SIETE HERMANOS

La cámara ofrece primeros planos de todos, uno por uno.

Luke ha renunciado hace tiempo a intentar juzgar a la gente por su cara. Ha examinado esos rostros un sinfín de veces, y aun así no ve nada en ellos que no fuera a ver al otro lado de la mesa en cualquier agencia inmobiliaria de Hampstead, o en cualquier reunión de hombres de negocios con traje negro y maletín negro en el bar de cualquier hotel elegante de Moscú a Bogotá.

Ni siquiera cuando aparecen sus larguísimos nombres rusos, junto con los patronímicos, alias y apodos del mundo del hampa, consigue ver en esas caras nada más interesante que una versión como cualquier otra de los prototipos extraídos de las filas uniformadas de los cuadros intermedios.

Pero si uno sigue atento, advierte que seis de ellos, ya sea a propósito o por azar, forman un círculo protector en torno al séptimo, situado en el centro. Si uno observa con mayor detenimiento aún, ve que el hombre a quien resguardan es de la misma edad que el resto y que su rostro terso exhibe la expresión de felicidad propia de un niño en un día soleado, que no es precisamente la cara que uno espera ver en un funeral. Ofrece tal imagen de buena salud que uno, en opinión de Luke, casi se siente obligado a presuponer la buena salud mental que se esconde detrás del rostro. Si su dueño se presentase sin previo aviso ante la puerta de Luke un domingo por la noche con una historia desafortunada que contar, le costaría quitárselo de encima. ¿Y cuál es su subtítulo?

EL PRÍNCIPE

De pronto dicho Príncipe se separa de sus hermanos, baja al trote por la pendiente cubierta de hierba y, sin acortar la zancada ni aminorar el paso, avanza con los brazos abiertos hacia Dima, que se ha vuelto de cara a él, con los hombros atrás, el pecho hinchado, el mentón al frente en orgullosa actitud de desafío. Pero sus manos cerradas, tan delicadas en contraste con el resto de él, parecen incapaces de despegarse de sus costados. Quizá, piensa Luke cada vez que ve la escena, quizá Dima se plantea que esta es la ocasión de hacer con el Príncipe lo qu la soñado hacer con el marido de la madre de Natasha: «¡Con estas, Catedrático!». Si es así, al final se imponen planes más sensatos y tácticos.

Gradualmente, aunque un poco tarde, sus manos se elevan de mala gana para el abrazo, que empieza de manera vacilante pero después, por el deseo de ambos o por su mutuo aborrecimiento, se convierte en el estrecho abrazo de dos amantes.

El beso a cámara lenta: mejilla derecha con mejilla izquierda, vor viejo a vor joven. El protector de Misha besa al asesino de Misha.

El segundo beso a cámara lenta: mejilla izquierda con mejilla derecha.

Y después de cada beso, una breve pausa para la conmiseración mutua y la reflexión, y esas ahogadas palabras de pésame entre dolientes afligidos que, si es que llegan a pronunciarse, nadie oye aparte de ellos.

El beso en la boca a cámara lenta.

Por la grabadora que se halla entre las manos inertes de Héctor, Dima explica a los apparatchiks ingleses por qué se prestó a abrazar al hombre a quien deseaba ver muerto más que nada en el mundo.

¡Claro que estamos apenados, le digo! ¡Pero como buenos vory entendemos por qué ha sido necesario asesinar a mi Misha! «¡Ay, este Misha! ¡Se volvió demasiado codicioso, Príncipe!», le diremos. «¡Ay, este Misha! ¡Te robó, Príncipe! ¡Era demasiado ambicioso, demasiado crítico!». No decimos: «Príncipe, no eres un auténtico vor, eres una perra corrupta». No decimos: «¡Príncipe, estás a las órdenes del Estado!». No decimos: «Príncipe, pagas un tributo al Estado». No decimos: «Aceptas asesinatos a sueldo por encargo del Estado, vendes el corazón ruso al Estado». No. Nos mostramos humildes. Lo lamentamos. Lo aceptamos. Somos respetuosos. Decimos: «Príncipe, te queremos. Dima acepta la sabia decisión de matar a su discípulo de sangre Misha».

Héctor apaga la grabadora y se vuelve hacia Matlock.

—Aquí en realidad habla de un proceso que venimos observando desde hace tiempo, Billy —comenta casi en tono de disculpa.

—«Venimos» ¿quiénes?

—Los observadores del Kremlin, los criminólogos.

—Y tú.

—Sí. Nuestro equipo. También nosotros.

—¿Y cuál es ese proceso que tu equipo ha seguido tan de cerca, Héctor?

—A medida que las hermandades del crimen estrechan lazos en interés del negocio, el Kremlin estrecha lazos con las hermandades del crimen. El Kremlin llamó a capítulo a los oligarcas hace diez años: como no entréis en vereda, os machacaremos a impuestos o acabaréis entre rejas, o las dos cosas.

—Creo que yo mismo leí eso en algún sitio, Héctor —dice Matlock, quien se complace en lanzar los dardos con una sonrisa especialmente cordial.

—Pues ahora repiten eso mismo a las hermandades —prosigue Héctor sin inmutarse—. Organizaos, haceos un lavado de cara, no matéis a menos que os lo ordenemos nosotros, y enriquezcámonos juntos. Y he aquí otra vez a tu irrefrenable amigo.

Se reanuda el noticiario. Héctor detiene la imagen, selecciona un ángulo y lo amplía. Mientras Dima y el Príncipe se abrazan, más arriba, en mitad de la cuesta, el hombre que ahora se hace llamar Emilio dell Oro, vistiendo un abrigo negro de corte diplomático con cuello de astracán, contempla la escena con aprobación. Entretanto, la grabadora reproduce la voz de Dima leyendo el guión de Tamara en un ruso entrecortado:

El principal organizador de los numerosos pagos secretos del Príncipe es Emilio dell Oro, un corrupto súbdito suizo con muchas identidades anteriores que se ha ganado la confianza del Príncipe con malas artes. Dell Oro asesora al Príncipe en numerosas y delicadas cuestiones criminales para las que el Príncipe, corto de luces como es, no está preparado. Dell Oro tiene muchos contactos corruptos, también en Gran Bretaña. Cuando deben realizarse pagos especiales para dichos contactos británicos, el traspaso se lleva a cabo por recomendación de esa víbora, Dell Oro, previa aprobación personal del Príncipe. Una vez aprobada la recomendación, corresponde a aquel a quien llaman Dima abrir cuentas en bancos suizos para esos británicos. En cuanto estén confirmadas las honorables garantías británicas, aquel a quien llaman Dima proporcionará también los nombres de británicos corruptos que ocupan altos cargos en el Estado.

Héctor volvió a apagar la grabadora.

—¿No sigue, pues? —se quejó Matlock con tono sarcástico—. ¡Sabe tentar, eso hay que reconocerlo! No hay nada que no vaya a contarnos, si le concedemos todo lo que quiere y luego un poco más. Aunque tenga que inventárselo.

Pero no estaba claro si lo que pretendía Matlock era convencerse a sí mismo. Aun cuando así fuera, la respuesta de Héctor debió de resonar como una condena a muerte en sus oídos:

—Entonces quizá también se ha inventado esto, Billy. Hoy hace una semana la sede en Chipre del Consorcio Internacional La Arena presentó una solicitud formal a la Autoridad de Servicios Financieros para la fundación de un nuevo banco comercial en la City londinense, que operará con el nombre de Primer Banco Comercial La Arena City, conocido en adelante y ya para siempre por las siglas PBCAC S. L., o S. R. L., o S. A., o como coño sea. Los solicitantes sostienen que cuentan con el apoyo de tres importantes bancos de la City y unos activos garantizados por valor de quinientos millones de dólares, más unos activos no garantizados de varios miles de millones. Se muestran evasivos respecto a la suma exacta por miedo a asustar a los caballos. La solicitud tiene el respaldo de varias augustas instituciones financieras, nacionales y extranjeras, y de una impresionante alineación de nombres ilustres de ámbito local. Casualmente tu antecesor Aubrey Longrigg y nuestro viceministro en espera están entre ellos. Los acompaña en su papel de representación el habitual contingente de carroñeros de la Cámara de los Lores. Entre los diversos asesores legales contratados por La Arena para defender su caso ante la Autoridad de Servicios Financieros se encuentra el distinguido doctor Bunny Popham de Mount Street, Mayfair. El capitán De Salis, antes en la Marina Real, se ha ofrecido generosamente como punta de lanza de la ofensiva de relaciones públicas de La Arena.

Matlock ha dejado caer hacia delante su enorme cabeza. Por fin habla, sin levantarla:

—Tú no ves nada de malo en tirar piedras sobre el propio tejado, ¿verdad, Héctor? Ni tu amigo Luke, aquí presente. ¿Y qué hay del prestigio de la Agencia? Tú ya no eres la Agencia. Tú eres Héctor. ¿Y qué hay de la externalización de nuestras necesidades de información a empresas amigas, bancos inclusive, claro está? Esto nuestro no es una cruzada, Héctor. No estamos aquí para hundir el barco. Estamos aquí para ayudar a llevar el timón. Realizamos un servicio.

Encontrando poca comprensión en la mirada adusta de Héctor, Matlock opta por un tono más personal:

—Yo siempre he sido defensor del statu quo, Héctor, y jamás me he avergonzado de ello. Doy gracias si este gran país nuestro amanece un día más sin desgracia alguna, así soy yo. Pero eso para ti no vale, ¿verdad que no? Es como aquel viejo chiste de soviéticos que nos contábamos en los tiempos de la Guerra Fría: no habrá guerra, pero en la lucha por la paz no quedará piedra sobre piedra. Un absolutista, eso eres, Héctor, a esa conclusión he llegado. Es por ese hijo tuyo que tanto dolor te ha causado. Te ha trastocado la cabeza, ese Adrián.

Luke contuvo la respiración. Ese era terreno sagrado. Ni una sola vez, en todas las horas de intimidad que Héctor y él habían pasado juntos —ante las sopas de Ollie y el whisky de malta en la cocina a altas horas de la noche, enclaustrados los dos viendo las imágenes robadas por Yvonne o escuchando una vez más la diatriba de Dima—, Luke se había atrevido a mencionar, siquiera de pasada, al hijo de Héctor. Por pura casualidad había sabido a través de Ollie que no se podía molestar a Héctor los miércoles o sábados por la tarde, salvo en casos de máxima urgencia, porque esos eran los horarios de visita a Adrián en la cárcel en régimen abierto de East Anglia.

Pero dio la impresión de que Héctor no había oído las ofensivas palabras de Matlock, y si las había oído, las pasó por alto. Y en cuanto a Matlock, su indignación era tal que muy probablemente ni siquiera tenía conciencia de haberlas pronunciado.

—Y otra cosa, Héctor —brama—: a fin de cuentas, si nos paramos a pensar, ¿qué hay de malo en convertir dinero negro en blanco? Sí, de acuerdo, ahí fuera existe una economía alternativa. Y de consideración. Todos lo sabemos. No nacimos ayer. Más negras que blancas, son las economías de algunos países, eso también lo sabemos. Fíjate en Turquía. O fíjate en Colombia, el coto de Luke. Sí, de acuerdo, fíjate también en Rusia. Así las cosas, ¿dónde preferirías ver ese dinero? ¿Negro y circulando por ahí? ¿O blanco y depositado en Londres, en manos de hombres civilizados, disponible para fines legítimos y por el bien público?

—Siendo así, quizá deberías dedicarte tú mismo al blanqueo, Billy —dice Héctor en voz baja—. Por el bien público.

Ahora es Matlock quien se hace el sordo. Súbitamente cambia de táctica, estratagema que ha perfeccionado con el tiempo.

—Y por cierto, ¿quién es ese Catedrático del que hemos oído hablar? —pregunta, mirando a Héctor a la cara—. ¿O del que no hemos oído hablar? ¿Es tu informante en todo esto? ¿Por qué me llegan continuamente fragmentos sueltos, no datos sólidos? ¿Por qué no nos habéis pedido autorización? No recuerdo haberme encontrado en la mesa nada sobre ningún catedrático.

—¿Quieres ser tú su supervisor, Billy?

Matlock fija en Héctor una mirada larga y silenciosa.

—Por mí, adelante, Billy —insta Héctor—. Quédate con él, quienquiera que sea. Quédate con el caso entero, Aubrey Longrigg incluido. O ponlo en manos de Crimen Organizado si lo prefieres. Avisa a Scotland Yard, los servicios de seguridad y la división acorazada, ya puestos. Puede que el Jefe no te dé las gracias, pero otros sí te las darán.

Matlock nunca se rinde. Aun así, su pugnaz pregunta tiene el tono inconfundible de una concesión:

—De acuerdo. Hablemos claro por una vez. ¿Qué quieres? ¿Durante cuánto tiempo, y en qué cantidad? Tiremos de la manta, y a ver qué aparece debajo.

—Esto es lo que quiero, Billy: quiero reunirme con Dima cara a cara cuando vaya a París dentro de tres semanas. Quiero que me enseñe unas muestras, que es lo que exigiríamos a cualquier disidente valioso: nombres de su lista, números de cuenta y un vistazo a su mapa… perdón, gráfico de flechas. Quiero permiso por escrito, el tuyo, para poner el asunto en marcha partiendo de la base de que si Dima puede proporcionar lo que, según él, puede proporcionar, compramos en el acto, a precio de mercado, y no nos andamos con tonterías mientras él intenta venderse a los franceses, los alemanes, los suizos o, Dios no lo quiera, los americanos, a quienes bastará una ojeada al material para confirmar su ya negativa opinión actual acerca de esta Agencia, este gobierno y este país. —Alza un huesudo dedo en el aire y ahí lo deja a la vez que el fervor ilumina una vez más sus ojos grises y muy abiertos—. Y quiero ir descalzo. ¿Me sigues? O sea, nada de avisar a la delegación de París de que estoy allí, y nada de apoyo operacional, económico o logístico de la Agencia a ningún nivel hasta que yo lo pida. Lo mismo en Berna. No quiero la menor fuga de información sobre el caso, y la lista de difusión debe permanecer cerrada a cal y canto. No más signatarios, nada de cuchicheos en el pasillo con los compinches. Llevaré el caso por mi cuenta, a mi manera, utilizando a Luke, aquí presente, y cualquier otro recurso que yo elija. Venga, adelante, ya puede darte el ataque.

Así que Héctor sí lo había oído, pensó Luke con satisfacción: Billy Boy ha utilizado a Adrián contra ti, y tú lo has obligado a pagar el precio.

La indignación de Matlock se mezclaba con su sincera incredulidad.

—¿Sin contar siquiera con la palabra del Jefe? ¿Sin la aprobación de la cuarta planta? ¿Héctor Meredith volando otra vez en solitario? ¿Cogiendo información de fuentes sin verificar por propia iniciativa y para sus propios fines? No estás en el mundo real, Héctor. Nunca lo has estado. No mires lo que ofrece tu hombre. ¡Mira lo que pide! Reasentamiento para toda su tribu, identidades nuevas, pasaportes, residencias seguras, amnistías, garantías… ¿acaso hay algo que no pida? Necesitarías el respaldo, por escrito, de todo el Comité de Atribuciones para que yo firme eso. No me fío de ti. Nunca me he fiado. No te conformas con nada. Ni ahora ni nunca.

—¿De todo el Comité de Atribuciones? —preguntó Héctor.

—Tal como se constituyó según la normativa del Tesoro. El Comité de Atribuciones al completo, en sesión plenaria, sin subcomités.

—Es decir, un hatajo de abogados del Estado, un reparto estelar de jerarcas del Foreign Office, la Oficina del Gabinete, el Tesoro, por no hablar ya de nuestra cuarta planta. ¿Crees que puedes evitar filtraciones, Billy? ¿En ese contexto? ¿Y por qué no también a los de Supervisión Parlamentaria? Esos sí son para echarse a reír. ¿Las dos cámaras, todos los partidos, con Aubrey Longrigg a la cabeza, y el coro bien remunerado de mercenarios parlamentarios al servicio de De Salis, todos entonando el himno, leyendo del mismo cantoral?

—El tamaño y la constitución del Comité de Atribuciones es flexible y regulable, Héctor, como tú bien sabes. No todos los elementos tienen que estar presentes en todo momento.

—¿Y eso es lo que propones antes de que yo hable siquiera con Dima? ¿Quieres un escándalo antes de estallar el escándalo? ¿En eso te empeñas? ¿En hacer correr la voz, echar a perder la fuente antes de permitirle siquiera enseñar qué tiene a la venta, y al carajo con las consecuencias? ¿De verdad es eso lo que sugieres? ¿Dejarás que todo el mundo acabe manchado antes de que la mierda empiece siquiera a salpicar, y únicamente por guardarte las espaldas? Y luego hablas del bien de la Agencia.

Luke tuvo que reconocer el mérito de Matlock. Ni en ese momento relajó su hostilidad.

—¡Así que por fin es el interés de la Agencia lo que estamos protegiendo! Vaya, vaya. Me alegra oírlo. Más vale tarde que nunca. ¿Y tú qué propones?

—Aplaza la reunión del comité hasta después de París.

—¿Y entretanto?

—Aunque lo consideres un error y vaya en contra de todo lo más sagrado para ti, como por ejemplo tu propio culo, concédeme un permiso de operación temporal, dejando así el asunto en manos de un agente inconformista que puede ser repudiado en cuanto la operación se vaya al garete: yo. Héctor Meredith tiene sus virtudes, pero es un elemento incontrolado, como todo el mundo sabe, y ha ido más allá de las instrucciones recibidas. Medios de comunicación, por favor, tomen nota.

—¿Y si la operación no se va al garete?

—Reúnes al Comité de Atribuciones en la versión menor posible.

—Y les hablarás tú.

—Y tú estarás de baja por enfermedad.

—Eso no es justo, Héctor.

—No era esa la intención, Billy.

Luke nunca supo qué era el papel que Matlock sacó de lo más hondo de su chaqueta, qué decía ni qué no decía, si lo firmaron los dos o solo uno, si había copia y, en tal caso, quién la guardó y dónde, porque Héctor le recordó, no por primera vez, que tenía una cita, y había abandonado la sala para acudir a ella cuando Matlock extendió su género sobre la mesa.

Pero recordaría toda su vida el regreso a pie a Hampstead bajo el sol de última hora de la tarde, pensando en pasar de camino por el piso de Perry y Gail en Primrose Hill e instarlos a huir ahora que aún estaban a tiempo de salvar el pellejo.

Y a partir de ahí, como le sucedía muy a menudo, su pensamiento, sin él proponérselo, se desvió hacia el señor de la droga colombiano, un sesentón borracho que, por razones que nunca comprenderían ni Luke ni él, decidió no proporcionarle más información secreta —cosa que venía haciendo desde hacía dos años— y encerrarlo tras una empalizada apestosa en la selva durante un mes, abandonándolo a los tiernos cuidados de sus lugartenientes, para llevarle por fin una muda de ropa limpia y una botella de tequila e invitarlo a regresar junto a Eloise si es que encontraba el camino.