Capítulo 9

No hubo formalidades entre Héctor y Matlock, ni cordiales ni de ningún otro tipo, y quizá nunca las había habido: solo el gesto de saludo y el silencioso apretón de manos propios de dos veteranos contrincantes preparándose para otro asalto. Matlock llegó a pie, después de acercarlo su chófer hasta la esquina.

—Una moqueta Wilton muy bonita, Héctor —comentó, y con parsimonia echó una ojeada alrededor, confirmando al parecer sus peores sospechas—. Wilton es insuperable, sobre todo en lo que se refiere a la relación calidad/precio. Buenos días, Luke. Estáis solo vosotros dos, ¿no? —entregando el abrigo a Héctor.

—El resto del personal se ha ido a las carreras —contestó Héctor mientras lo colgaba.

Matlock el Matón era un hombre de espaldas anchas —un auténtico gorila, como inducía a pensar su apodo—, frente amplia y aspecto a primera vista paternal, siempre medio contraído e inclinado hacia delante, en una postura que a Luke le recordaba la de un delantero de rugby entrado en años. Su acento de las Midlands, según los chismorreos de la planta baja, era más perceptible desde la llegada del Nuevo Laborismo, pero empezaba a remitir ante la perspectiva de derrota electoral.

—Trabajaremos en el sótano, si no tienes inconveniente, Billy —dijo Héctor.

—¿Inconveniente? No me queda otra elección, Héctor, pero gracias por preguntarlo —respondió Matlock, ni cortés ni groseramente, y los precedió escalera abajo—. Por cierto, ¿cuánto pagamos por esta casa?

—No la pagáis vosotros. De momento, corre de mi cuenta.

—Eres tú quien está en la nómina de la Agencia, no al revés.

—En cuanto des luz verde a la operación, presentaré la factura.

—Y yo la comprobaré —dijo Matlock—. Conque te has dado a la bebida, ¿eh?

—Antes esto era una bodega.

Ocuparon sus lugares. Matlock se situó a la cabecera de la mesa. Héctor, por lo general un tecnófobo recalcitrante, se situó a la izquierda de Matlock con la intención de ponerse delante de una grabadora y una consola de control. Y a la izquierda de Héctor se sentó Luke. Así, los tres veían bien la pantalla de plasma que Ollie, ahora ausente, había instalado la noche anterior.

—¿Has tenido tiempo de revisar todo el material que te endilgamos, Billy? —preguntó Héctor con tono jovial—. Ah, y perdona si por culpa de eso has tenido que privarte de tu golf.

—Si con eso de «todo», te refieres a lo que me mandaste, sí, Héctor, lo he revisado, gracias —contestó Matlock—. Aunque tratándose de ti, como he podido ver con el tiempo, la palabra «todo» es un término un tanto relativo. Por cierto, no juego al golf, y no me apasionan los resúmenes, si puedo evitarlos. Y menos aún los tuyos. Habría preferido un poco más de materia prima y un poco menos de presión.

—En ese caso, ¿qué tal si te enseñamos ahora parte de esa materia prima, y en paz? —propuso Héctor con igual gentileza—. Aún hablamos ruso, supongo, ¿no, Billy?

—A no ser que el tuyo se haya oxidado mientras te dedicabas a amasar fortuna, sí, creo que lo hablamos.

Son un viejo matrimonio, pensó Luke, mientras Héctor pulsaba el botón de reproducción de la grabadora. Cada discusión entre ellos es repetición de otra anterior.

Para Luke, el mero sonido de la voz de Dima ejercía el mismo efecto que el principio de una película en tecnicolor. Cada vez que escuchaba la cinta introducida en el país dentro de un neceser por el ingenuo de Perry, se representaba a Dima en cuclillas entre los árboles del bosque que rodeaba Las Tres Chimeneas, sosteniendo un dictáfono firmemente en la mano, tan delicada contra todo pronóstico, a distancia suficiente de la casa para eludir los micrófonos reales o imaginarios de Tamara, pero relativamente cerca con la idea de volver corriendo si ella reclamaba a gritos su presencia para atender el teléfono una vez más.

Oía los tres vientos pugnar sobre la calva reluciente de Dima. Veía agitarse las copas de los árboles por encima de él. Oía el fragor del follaje y un borboteo de agua, y sabía que era la misma lluvia tropical bajo la que se había calado él en los bosques colombianos. ¿Habría grabado Dima esa cinta en una sola sesión o en varias? ¿Tuvo que fortalecerse a golpe de vodka entre sesiones para vencer sus inhibiciones de vor? De pronto su bramido ruso pasa al inglés, quizá para recordarse quiénes son sus confesores. De pronto apela a Perry. De pronto a un puñado de Perrys:

¡Caballeros ingleses! ¡Por favor! ¡Ustedes practican el juego limpio, ustedes tienen un país de ley! ¡Ustedes son puros! Confío en ustedes. ¡Ustedes también confiarán en Dima!

Luego vuelta a su ruso materno, pero tan atento a las sutilezas gramaticales, tan exquisito en la elección de palabras y en la vocalización, que el propósito, imagina Luke, es limpiarse de la mancha contraída en Kolyma en previsión de un futuro alterne con los caballeros de Ascot y sus señoras:

El hombre a quien llaman Dima, el número uno en blanqueo de dinero al servicio de los Siete Hermanos, cerebro financiero del retrógrado usurpador que se hace llamar «Príncipe», presenta sus saludos al famoso Servicio Secreto inglés y desea hacer el siguiente ofrecimiento de valiosa información a cambio de garantías fiables por parte del gobierno británico. Ejemplo.

A continuación solo hablan los vientos, y Luke imagina a Dima enjugándose el sudor y las lágrimas con un gran pañuelo de seda —glosa personal de Luke, pero Perry ha mencionado repetidamente un pañuelo— antes de tomar otro trago de la botella y proceder al acto de traición total e irreversible.

Ejemplo. Las operaciones de la organización criminal del Príncipe, ahora conocida como los Siete Hermanos, incluyen:

Uno: importaciones y recalificación de petróleo embargado en Oriente Próximo. Conozco esas transacciones. Hay involucrados muchos italianos corruptos y muchos abogados británicos.

Dos: inyección de dinero negro en multimillonarias compras e inversiones en el sector petrolero. En eso mi amigo Mijaíl, llamado Misha, era el especialista de las siete hermandades de vory. Por eso vivía también en Roma.

Volvió a quebrársele la voz, y quizá brindó en silencio por el difunto Misha, para continuar de inmediato con renovado entusiasmo en un inglés roto:

Ejemplo tres: mercado negro de la madera, África. Primero convertimos la madera negra en madera blanca. Después convertimos el dinero negro en dinero blanco. Es normal. Es sencillo. Muchos, muchos delincuentes rusos en el África tropical. También diamantes negros, un nuevo tráfico muy interesante para las hermandades.

Todavía en inglés:

Cuatro: medicamentos de imitación, fabricados en la India. Pésimos, no curan, provocan vómitos, tal vez matan. El Estado oficial de Rusia tiene relaciones muy interesantes con el Estado oficial de la India. También relaciones muy interesantes entre las hermandades indias y rusas. El que llaman Dima conoce muchos nombres interesantes, también ingleses, en relación con estas conexiones verticales y ciertos acuerdos económicos privados, con base en Suiza.

Luke, con su propensión a las preocupaciones, sufre en nombre de Héctor la crisis de confianza propia de todo representante teatral.

—¿A este volumen te va bien, Billy? —pregunta Héctor a la vez que detiene la cinta.

—Ese volumen es perfecto —responde Matlock, poniendo en la palabra «volumen» justo el énfasis necesario para insinuar que el contenido ya es otro cantar.

—Sigamos, pues —dice Héctor un poco demasiado dócilmente para el gusto de Luke cuando Dima vuelve, agradecido, a su ruso materno:

Ejemplo: en Turquía, Creta, Chipre, en Madeira, en muchos centros turísticos costeros: hoteles negros, sin huéspedes, veinte millones de dólares negros por semana. Este dinero también es blanqueado por el que llaman Dima. Son cómplices algunas supuestas empresas inmobiliarias británicas.

Ejemplo: relación personal corrupta entre funcionarios de la Unión Europea y contratistas deshonestos del sector cárnico. Estos contratistas deben certificar carne italiana de alta calidad, muy cara, para exportar a la República Rusa. Mi amigo Misha también fue responsable personalmente de este acuerdo.

Héctor para otra vez la grabadora. Matlock ha levantado la mano.

—¿En qué puedo ayudarte, Billy?

—Está leyendo.

—¿Qué hay de malo en que lea?

—Nada. Siempre y cuando sepamos de dónde lee.

—Tenemos entendido que su mujer Tamara le escribió parte del texto.

—Ella le indicó lo que debía decir, ¿no? —preguntó Matlock—. Eso no acaba de gustarme, creo. ¿Y quién se lo indicó a ella?

—¿Quieres que haga correr la cinta hacia delante? Aquí solo habla sobre ciertos colegas nuestros de la Unión Europea que envenenan a la gente. Si no cae dentro de nuestras atribuciones, no tienes más que decirlo.

—Ten la amabilidad de continuar como hasta ahora, Héctor. En adelante me reservaré mis comentarios hasta más avanzada la función. No estoy muy seguro de si se nos ha solicitado o no información sobre ventas de carne a Rusia, a decir verdad, pero procuraré averiguarlo, no te quepa duda.

Para Luke, la historia que Dima estaba a punto de contar era una verdadera aberración. No se le habían embotado los sentidos a causa de las experiencias de la vida. Pero era difícil adivinar qué conclusión extraería Matlock de aquello. El arma elegida por Dima es una vez más el inglés de Tamara:

El sistema corrupto es como sigue.

Primero, a través de funcionarios corruptos de Moscú, el Príncipe consigue que cierta carne se clasifique como «carne para la beneficencia».

Para considerarse destinada a la beneficencia, una carne debe distribuirse solo entre los sectores necesitados de la sociedad rusa. Por tanto, la carne dirigida fraudulentamente a la beneficencia no está gravada por los impuestos rusos. Segundo: mi amigo Misha, que está muerto, compra muchas piezas de carne en Bulgaria. Es peligroso comer esa carne, malísima, muy barata. Tercero: mi amigo Misha consigue, por mediación de funcionarios muy corruptos de Bruselas, que todas las piezas de carne búlgara se marquen una por una con el sello de certificación de la Unión Europea, identificándola como carne de alta calidad, excelente, la mejor carne italiana conforme a la normativa europea. Por este servicio delictivo, yo personalmente, Dima, ingreso cien euros por pieza de carne en la cuenta suiza del funcionario de Bruselas muy corrupto, veinte euros por pieza en la cuenta suiza del funcionario de Moscú muy corrupto. Beneficio neto para el Príncipe, una vez deducidos los gastos generales: mil doscientos euros por pieza. A lo mejor, por culpa de esa carne búlgara malísima, enfermaron y murieron cincuenta rusos, incluidos niños. Y eso es solo un cálculo aproximado. Fuentes oficiales desmienten esta información. Sé los nombres de estos funcionarios muy corruptos, también sus números de cuenta en bancos suizos.

Y una tensa posdata, declamada en tono grandilocuente:

Es opinión personal de mi esposa, Tamara L’vovna, que la distribución inmoral de mala carne búlgara por funcionarios europeos y rusos criminalmente corruptos debe ser motivo de preocupación para todo cristiano de buen corazón en el mundo entero. Es la voluntad de Dios.

La inconcebible intervención de Dios en la situación había creado un pequeño paréntesis.

—¿A alguien le importaría aclararme qué es un «hotel negro»? —preguntó Matlock al aire, manteniendo la mirada al frente—. Resulta que yo voy de vacaciones a Madeira, y nunca me ha parecido que mi hotel tenga nada de negro.

Movido por la necesidad de proteger a Héctor en su versión amansada, Luke asumió el papel de ese «alguien» que explicaría a Matlock qué era un hotel negro:

—Verás, Billy. Compras una parcela de tierra de primera, generalmente al lado del mar. Pagas al contado, construyes un complejo hotelero de cinco estrellas. Tal vez varios. Todo al contado. Y añades unos cincuenta bungalows si te queda sitio. Llevas los mejores muebles, cubertería, porcelana, ropa blanca. A partir de ese momento los hoteles y los bungalows están llenos. Solo que allí nunca se aloja nadie, ¿entiendes? Si llama una agencia de viajes: lo sentimos, está todo reservado. Una vez al mes se presenta en el banco un furgón de una compañía de seguridad y descarga todo el dinero recaudado por el alojamiento en habitaciones y bungalows, y en restaurantes, casinos, clubes nocturnos y bares. Al cabo de un par de años, los complejos están en óptimas condiciones para venderse, con un historial comercial excelente.

No hubo respuesta, aparte de una sonrisa paternal en el rostro de Matlock, elevada a su intensidad máxima.

—Y no hablamos solo de los complejos hoteleros. También están esos pueblos vacacionales blancos y extrañamente vacíos… tienes que haberlos visto, esos que descienden por los valles turcos hasta el mar…, y docenas de villas, obviamente. En resumidas cuentas, casi cualquier cosa alquilable. También coches, siempre y cuando sea posible falsear el papeleo.

—¿Cómo te encuentras hoy, Luke?

—Bien, Billy, gracias.

—Estamos pensando en proponerte para una medalla, por un acto de valor más allá del cumplimiento del deber, ¿lo sabías?

—No, primera noticia.

—Pues así es. Una medalla secreta, eso sí; nada público. No podrás lucirla en el pecho el Día de los Caídos, eso no. Sería arriesgado. Además, iría contra la tradición.

—Claro —convino Luke, confuso, pensando por una parte que quizá una medalla fuese lo único que sacase a Eloise de la depresión, y por otra que aquello era una más de las artimañas de Matlock.

Así y todo, se disponía a ofrecer una respuesta adecuada —expresar sorpresa, agradecimiento, satisfacción— cuando advirtió que Matlock había perdido todo interés en él.

—Lo que he oído hasta ahora, Héctor, quitando la paja, como a mí me gusta, es, en mi humilde opinión, una clara muestra de fechoría internacional. De acuerdo, admito que la Agencia, oficialmente, tiene interés en las fechorías internacionales y el blanqueo de dinero. Luchamos por conseguir una parte de ese pastel cuando corrían tiempos difíciles, y ahora nos lo endosan. Me refiero al desafortunado y estéril período entre la caída del Muro de Berlín y el favor que nos hizo Osama bin Laden el 11 de septiembre. Luchamos por una parte del mercado de blanqueo de dinero del mismo modo que luchamos por una tajada mayor en Irlanda del Norte, y por cualquier otro logro discreto para justificar nuestra existencia. Pero eso era antes, Héctor. Y gracias, pero esto es ahora, y a día de hoy, que es donde vivimos, te guste o no, tu Agencia, que es también la mía, tiene cosas mucho mejores que hacer con su tiempo y sus recursos que pillarse los dedos en los complejísimos engranajes de las finanzas de la City londinense.

Matlock se interrumpió, esperando algo —a saber qué, pensó Luke, a menos que fueran aplausos—, pero Héctor, a juzgar por su expresión glacial, no estaba dispuesto ni mucho menos a ofrecérselos, así que Matlock tomó aliento y continuó.

—A día de hoy, además, hay en este país una entidad hermana, muy grande, plenamente integrada y con financiación de sobra, que dedica sus esfuerzos, si es que puede llamárselos así, a delitos graves y al crimen organizado, que deduzco que es lo que pretendes desvelar aquí. Por no hablar ya de la Interpol, o diversos organismos norteamericanos rivales que se pisan mutuamente el terreno al mismo tiempo que se guardan mucho de menoscabar la prosperidad de esa gran nación. A lo que voy, Héctor… y déjame acabar, te lo ruego… a lo que voy es a esto: no entiendo para qué se me ha emplazado aquí casi sin previo aviso. Todos sabemos que el asunto que tienes entre manos es urgente. Pero ¿para quién lo es? De eso ya no estoy tan seguro. Incluso puede que sea verdad. Aun así, ¿nos compete a nosotros, Héctor?

Obviamente era una pregunta retórica, porque prosiguió.

—¿O acaso, Héctor, estás invadiendo, por tu propia cuenta y riesgo, el terreno en extremo espinoso de una organización hermana con la que a lo largo de dolorosos meses mi Secretariado y yo hemos negociado líneas de demarcación, fijadas por fin no sin grandes dificultades? Porque de ser así, te aconsejo lo siguiente: recoge ese material que acabas de enseñarme, y cualquier otro material de la misma índole que se halle en tu poder y, con efecto inmediato, entrégalo a esa organización hermana nuestra con una sentida carta de disculpa por invadir sus sacrosantas áreas de competencia. Y una vez hecho eso, te recomiendo que os concedáis, tú y Luke, y quien quiera que tengáis escondido en el armario, dos semanas de bien merecida baja por enfermedad.

¿Se había agotado por fin la legendaria desfachatez de Héctor?, se preguntó Luke con inquietud. ¿Le había pasado una factura excesiva la tensión de captar a Gail y Perry para la causa? ¿O estaba tan abstraído en los elevados fines de su misión que había perdido el control de la táctica?

Como aletargado, Héctor extendió un dedo, cabeceó y dejó escapar un suspiro, y una vez más hizo avanzar la cinta.

Dima tranquilo. Dima leyendo, le gustase o no a Billy Boy. Dima poderoso y digno, recitando a partir del guión con su mejor ruso ceremonial:

Ejemplo: detalles del pacto muy secreto en Sochi 2000 entre siete hermandades vory en vías de unirse, firmado por los Siete Hermanos y llamado la «Entente». Con arreglo a este pacto, en el que ha mediado personalmente el Príncipe, esa perra usurpadora, con la cercana connivencia del Kremlin, los siete signatarios acuerdan:

Uno: aprovechar y compartir los cauces monetarios de probada eficacia creados por aquel a quien llaman Dima, en adelante blanqueador de dinero número uno al servicio de las siete hermandades.

Dos: todas las cuentas bancarias conjuntas serán gestionadas bajo el código de honor de los vory, y cualquier desviación se castigará con la muerte de la parte culpable, acompañada de la exclusión permanente de la hermandad responsable.

Tres: se establecerá respetabilidad empresarial en las siguientes seis capitales financieras: Toronto, París, Roma, Berna, Nicosia, Londres. Destino final de todo el dinero blanqueado: Londres. Mayor centro de respetabilidad: Londres. Mejores perspectivas para entidad bancaria a largo plazo: Londres. Mejor panorama para ahorrar y conservar: Londres. Esto también forma parte del acuerdo.

Cuatro: la labor de enmascarar los orígenes del dinero negro y encauzarlo hacia paraísos seguros seguirá siendo la principal y única responsabilidad de aquel a quien llaman Dima.

Cinco: para cualquier otro movimiento importante de dinero, este Dima tendrá poderes de primera firma. Cada signatario de la «Entente» nombrará un enviado limpio. Este enviado limpio solo tendrá derechos de segunda firma.

Seis: para realizar cualquier cambio sustancial en el sistema antedicho, se exigirá, conforme a la ley de los vory, que los siete enviados limpios se hallen presentes a la vez.

Siete: se reconoce por tanto la preeminencia de aquel a quien llaman Dima como artífice principal de todas las estructuras de blanqueo de dinero acordadas con arreglo a la «Entente» de Sochi 2000.

—Y amén, podríamos decir —musita Héctor, y una vez más apaga la grabadora y observa a Matlock en espera de una reacción. Luke también lo mira, y se encuentra, cómo no, con la indulgente sonrisa de Matlock.

—¿Sabes qué te digo, Héctor? Una cosa así podría habérmela inventado yo —afirma, moviendo la cabeza en lo que debe interpretarse como un gesto de admiración—. Fantástico, no se me ocurre otra palabra. Fluido, imaginativo, y se sitúa a sí mismo en lo alto. ¿Cómo va a poner alguien en tela de juicio la veracidad de una declaración global tan magnífica? De entrada, le daría un Oscar. ¿A qué se refiere con eso de «enviado limpio»?

—Limpio: en el sentido de pasado limpio. Sin condenas previas, ni penales ni éticas. Contables, abogados, policías pluriempleados y agentes de los servicios de inteligencia, cualquier elemento de la Hermandad que pueda viajar, firmar con su nombre, deba lealtad a la Hermandad y sepa que despertará con los huevos en la boca si mete mano en la caja.

Mostrándose a ojos de Luke más como un abogado de familia agobiado por las preocupaciones que como el hombre irrefrenable que era, Héctor consulta una tarjeta manoseada donde al parecer ha anotado un esquema para la reunión y de nuevo hace correr la cinta.

«Mapa», brama Dima en ruso.

—Mierda, me he pasado —masculla Héctor, y rebobina un poco.

También a condición de unas garantías británicas fiables, se incluirá un «mapa» muy secreto, muy importante.

Continúa Dima leyendo apresuradamente, como antes, del guión en ruso:

En este «mapa» constarán las rutas internacionales de todo el dinero negro bajo el control de aquel a quien llaman Dima, que ahora les habla.

A petición de Matlock, Héctor detiene la cinta de nuevo.

—No está hablando de un mapa, sino de un «diagrama de flechas» —se queja Matlock con el tono de quien corrige las imprecisiones léxicas de Dima—. Y respecto a los «diagramas de flechas», si me permitís, diré solo una cosa. Ya he visto «diagramas de flechas» más que suficientes para toda mi vida. Por lo general, parecen rollos de alambre de espino multicolores que, según mi experiencia, no llevan a ningún sitio conocido. Dicho en otras palabras, son inservibles, o esa es mi opinión —añade ufano—. Los incluyo en la misma categoría que las declaraciones sobre imaginarios congresos criminales celebrados en el año 2000 a orillas del Mar Negro.

Tendrías que ver el «gráfico de flechas» de Yvonne, eso sí es un delirio, querría decirle Luke en un arrebato de pesarosa hilaridad.

Matlock, cuando está en racha ganadora, no abandona así como así. Cabecea y esboza una melancólica sonrisa.

—¿Quieres que te diga una cosa, Héctor? Si me hubieran dado un billete de cinco libras por cada vez que se la han pegado a la Agencia con material de estraperlo procedente de fuentes sin certificar a lo largo de los años… no todas en mi etapa, me complace decir… ahora sería rico. Gráficos de flechas, tramas de Bilderberg, conspiraciones mundiales, ese viejo cobertizo verde de Siberia lleno de bombas de hidrógeno oxidadas… para mí es todo lo mismo. No digo rico a los niveles de sus ingeniosos inventores, quizá, ni al tuyo. Pero para una persona como yo, sería nadar en la abundancia, eso te lo aseguro.

¿Por qué demonios Héctor no pone a Matlock el Matón en su sitio? Pero da la impresión de que Héctor ya no tiene arrestos para contraatacar. Peor aún, para desesperación de Luke, no se toma la molestia de reproducir la última parte del histórico ofrecimiento de Dima. Apaga la grabadora, como diciendo «ya lo he intentado, no ha servido», y con una sonrisa apesadumbrada y un compungido «en fin, tal vez te venga mejor ver unas imágenes, Billy», coge el mando a distancia de la pantalla de plasma y baja la intensidad de la luz.

En la penumbra, una videocámara de aficionado recorre temblorosamente las almenas de una fortaleza medieval; luego desciende al malecón de un puerto antiguo lleno de veleros de lujo. Oscurece, la cámara es de mala calidad, insuficiente para la luz menguante. Un yate de lujo azul y oro, de treinta metros, permanece anclado fuera del puerto. Está decorado con bombillas de colores, y se ve luz en los ojos de buey. Una lejana música de baile nos llega por encima del agua. ¿Será la celebración de un cumpleaños o una boda? En la popa cuelgan las banderas de Suiza, Gran Bretaña y Rusia. En su mástil, un lobo dorado cruza de un salto un campo carmesí.

La cámara se acerca a la proa. El nombre del barco, grabado en elegantes letras doradas, es Princesa Tatiana, en alfabeto latino y en cirílico.

Héctor comenta las imágenes con tono inexpresivo, desapasionado:

—Pertenece a una empresa recién fundada que se llama Primer Banco de Crédito La Arena de Toronto, registrado en Chipre, propiedad de una fundación de Licchtenstein que a su vez es propiedad de una empresa registrada en Chipre —anuncia con voz apagada—. Por tanto, se trata de un sistema de propiedad circular. Se lo das a una empresa y luego lo recuperas de la empresa. Hasta hace poco se llamaba Princesa Anastasia, que era el nombre de la anterior chorba del Príncipe. Su nueva chorba se llama Tatiana: extraigamos, pues, conclusiones. Dado que el Príncipe se encuentra actualmente recluido en Rusia por razones de salud, el barco está alquilado a un consorcio internacional llamado, curiosamente, Primera Arena Internacional de Crédito, una entidad totalmente distinta, registrada, te sorprenderá oír, en Chipre.

—¿Y qué le pasa? —pregunta Matlock con actitud hostil.

—¿A quién?

—Al Príncipe. No digo ninguna tontería, ¿no? ¿Por qué está recluido en Rusia?

—Espera a que los americanos retiren unos cargos nada razonables presentados contra él hace unos años por blanqueo de dinero. La buena noticia es que no tendrá que esperar mucho. Gracias a un poco de cabildeo en los pasillos del poder de Washington, pronto se acordará que no tiene por qué rendir cuentas. Siempre viene bien saber en qué paraísos fiscales guardan su dinero los americanos influyentes.

La cámara salta a la popa. Tripulación de aspecto ruso, con camisa a rayas y gorra de marinero. Un helicóptero a punto de aterrizar. La cámara avanza un poco, desciende con movimiento vacilante hasta el mar a la vez que la imagen se oscurece. Al lado se detiene una lancha rápida con pasajeros a bordo. Estos, engalanados, suben con cautela por la escalerilla del barco, auxiliados por la ajetreada tripulación.

De vuelta a la popa. El helicóptero ha aterrizado pero las hélices todavía giran lentamente. Una mujer elegante, con falda abombada, sujetándose el sombrero, baja por los peldaños, cubiertos con una alfombra roja. La siguen una segunda mujer elegante y, detrás, un grupo de hombres elegantes en americanas de sport y pantalones de dril blanco, seis en total. Confuso intercambio de abrazos. Casi inaudibles exclamaciones de bienvenida por encima de la música de baile.

Salto a una segunda lancha rápida que se detiene junto al yate para hacer entrega de varias chicas guapas. Vaqueros ajustados, faldas con vuelo, muchas piernas y hombros desnudos mientras ascienden por la escalerilla. Un par de trompetistas borrosos, con uniforme de cosaco, prorrumpen en toques de saludo mientras las chicas guapas suben a bordo.

Torpe panorámica de los invitados reunidos en la cubierta principal. Hasta el momento suman dieciocho. Luke e Yvonne los han contado. La filmación se interrumpe y da paso a una serie de primeros planos de avance premioso, muy aumentados por Ollie. El pie dice PEQUEÑO PUERTO ADRIÁTICO CERCA DE DUBROVNIK, 21 de junio de 2008. Es el primero de muchos pies y subtítulos que Yvonne, Luke y Ollie, en comité, han superpuesto a modo de acompañamiento a los comentarios hablados de Héctor.

El silencio en el sótano se masca. Es como si en la sala todo el mundo, incluido Héctor, hubiera contenido el aliento simultáneamente. Quizá haya sido así. Incluso Matlock se ha echado adelante en su silla.

Dos hombres de negocios bien conservados, con trajes caros, conversan. Detrás de ellos, el cuello y los hombros desnudos de una mujer de mediana edad con el pelo recogido y ahuecado, teñido de rubio platino. Está de espaldas y luce un collar de diamantes de cuatro vueltas y pendientes a juego de valor incalculable. A la izquierda de la pantalla asoman la mano blanca enguantada y el puño bordado de un camarero cosaco, que ofrece copas de champán en una bandeja de plata.

Primer plano de los dos hombres de negocios. Uno viste esmoquin blanco. Tiene el pelo negro, mandíbula prominente y aspecto latino. El otro lleva una americana cruzada muy inglesa, de color azul marino, con botones de latón: una «chaqueta de sport», como prefiere llamarla cierto sector de la sociedad británica, y Luke debería saberlo, ya que esa es su procedencia. En comparación con su acompañante, este segundo hombre es joven. También es atractivo, a la manera de los jóvenes del siglo XVIII en los retratos que donaban a la antigua escuela de Luke al abandonarla: frente ancha, entradas en el pelo, altiva mirada semibyroniana de prepotencia sensual, mohín agraciado, y una postura con la que consigue mirarte desde arriba por muy alto que seas.

Héctor aún no ha hablado. La decisión del comité era dejar que los subtítulos dijeran lo que cualquiera sabría a simple vista: que la chaqueta de sport cruzada, de color azul marino y con botones de latón, muy inglesa, pertenece a un destacado miembro de la Leal Oposición de Su Majestad, un ministro en la sombra destinado a un cargo estratosférico después de las próximas elecciones.

Es Héctor, para alivio de Luke, quien rompe el incómodo silencio.

—Su cometido, según comunicado oficial del partido, sería «llevar el comercio británico a una posición puntera en el mercado económico internacional», y que alguien me explique qué significa eso —comenta con causticidad, dejando resurgir levemente su energía de antes—. Además de poner fin a los excesos de la banca, claro está. Pero eso van a hacerlo todos, ¿no? Algún día.

Matlock recupera el habla.

—No es posible hacer negocios sin entablar amistades, Héctor —afirma—. El mundo no funciona así, como tú precisamente deberías saber, después de haberte ensuciado las manos ahí fuera. No puedes condenar a un hombre por el mero hecho de verlo en el barco de otra persona.

Pero ni el tono de Héctor ni la indignación poco convincente de Matlock logran disipar la tensión. Y no es ni mucho menos un consuelo que el esmoquin blanco, según el subtítulo de Yvonne, pertenezca a un marqués francés, un tiburón corrupto estrechamente vinculado a Rusia.

—Veamos, ¿de dónde has sacado esto? —preguntó Matlock de pronto tras un momento de reflexivo silencio.

—¿Qué?

—La película. El vídeo de aficionado. Lo que sea. ¿De dónde lo has sacado?

—Lo encontré debajo de una piedra, Billy. ¿Dónde si no?

—¿Quién lo filmó?

—Un amigo mío. O dos.

—¿Qué piedra?

—Scotland Yard.

—¿De qué hablas? ¿La Policía Metropolitana? Has estado manipulando pruebas policiales, ¿eh? ¿Es eso lo que has estado haciendo?

—Me gustaría pensar que sí, Billy. Pero lo dudo mucho. ¿Quieres oír la historia?

—Si es cierta…

—Una joven pareja de las afueras de Londres ahorró para la luna de miel y contrató un viaje organizado a la costa del Adriático. De excursión por los acantilados, se encontraron con un yate de lujo anclado en la bahía y, al ver que se estaba celebrando una fiesta espectacular, lo filmaron. Mientras examinaban las imágenes en la intimidad de su hogar, allá en, pongamos, Surbiton, identificaron, con asombro y emoción, a ciertos personajes muy conocidos de la vida pública británica, en concreto del mundo de las finanzas y la política. Pensando en recuperar el coste de sus vacaciones, ni cortos ni perezosos enviaron su premio a Sky Televisión News. Y de repente se vieron compartiendo el dormitorio, a las cuatro de la madrugada, con una brigada de policías de uniforme, armados y con chalecos antibalas, y bajo amenaza de procesamiento conforme a la Ley Antiterrorista si no entregaban de inmediato todas las copias de su película a la policía; así que, muy prudentemente, obedecieron. Y esa es la verdad, Billy.

Luke empieza a comprender que ha subestimado la interpretación de Héctor. Héctor puede aparentar ineptitud. Puede que solo sostenga en la mano una tarjeta roñosa. Pero no hay nada de roñoso en el plan que ha articulado en su cabeza. Tiene otros dos caballeros que presentar a Matlock, y cuando el encuadre se amplía para abarcarlos, se pone de manifiesto que todos formaban parte de la conversación. Uno es alto, elegante, de unos cincuenta y cinco años, con cierto porte de embajador. Saca casi una cabeza al viceministro en espera. Tiene la boca abierta en actitud risueña. Su nombre, nos revela el pie de Yvonne, es Giles de Salis, capitán de navío retirado.

Esta vez Héctor se ha reservado para sí la descripción del cargo:

—Punta de lanza entre los grupos de presión de Westminster, traficante de influencias; su clientela incluye a buena parte de los más destacados mierdas de este mundo.

—¿Es amigo tuyo, Héctor? —pregunta Matlock.

—Es amigo de cualquiera dispuesto a aflojar diez de los grandes por un téte-a-téte con alguno de nuestros gobernantes incorruptibles, Billy —replica Héctor.

El cuarto y último elemento del cuadro, pese a la borrosa ampliación, es la esencia misma de la fuerza vital en la alta sociedad. Luce un esmoquin de exquisito corte. Un excelente ribete de seda define las solapas. Conserva una buena mata de pelo plateado, que lleva espectacularmente peinado hacia atrás. ¿Es acaso un gran director de orquesta? ¿O un gran mâitre? Al igual que un bailarín, mantiene en alto el dedo índice, adornado con un anillo, en un jocoso gesto de admonición. Leve e inocuamente, posa la otra delicada mano en el brazo del viceministro en espera. En la pechera plisada de la camisa luce una Cruz de Malta.

¿Una qué? ¿Una Cruz de Malta? ¿Es acaso, pues, un Caballero de Malta? ¿O es puro oropel? ¿O se trata de una orden extranjera? ¿O se la compró en obsequio a sí mismo? A altas horas de la madrugada, Luke e Yvonne dieron muchas vueltas a eso. No, coincidieron: la robó.

«Signor Emilio dell Oro, súbdito italo-suizo, residente en Lugano», reza el subtítulo, redactado en esta ocasión por Luke con una neutralidad absoluta conforme a las rigurosas instrucciones de Héctor. «Hombre de mundo internacional, jinete, traficante de influencias en el Kremlin».

Una vez más Héctor se ha atribuido las mejores frases del diálogo:

—Nombre verdadero, por lo que hemos podido averiguar, Stanislav Auros. Armenio-polaco, ascendencia turca, autodidacta, autoinventado, brillante. En la actualidad, mayordomo, facilitador, factótum, asesor social y cabeza visible del Príncipe. —Y sin detenerse ni alterar la voz—: Billy, ¿por qué no sigues tú a partir de este punto? Tú sabes de él más que yo.

¿Es posible coger desprevenido a Matlock? Por lo visto no, ya que, sin pensárselo dos veces, responde:

—Creo que me he perdido, Héctor. Ten la bondad de refrescarme la memoria, si no te importa.

Héctor lo hace. Se ha reanimado notablemente.

—En nuestra infancia no muy lejana, Billy. Antes de hacernos mayores. Un día de San Juan, si no recuerdo mal. Yo era jefe de delegación en Praga; tú eras jefe de operaciones en Londres. Me autorizaste a dejar en el maletero de un Mercedes blanco aparcado, el automóvil de Stanislav, cincuenta mil dólares en billetes pequeños, ya entrada la noche, sin hacer preguntas. Solo que por aquel entonces no era Stanislav; era monsieur Fabian Lazaar. En ningún momento volvió esa hermosa cabeza suya para dar las gracias. No sé qué hizo para ganarse ese dinero, pero sin duda tú sí lo sabes. Por aquellas fechas se abría camino hacia las alturas. Objetos robados, sobre todo procedentes de Irak. Acompañante de señoras ricas en Ginebra, los gastos a cargo de sus maridos. Venta de conversaciones diplomáticas de alcoba al mejor postor. Quizá era eso lo que comprábamos. ¿Lo era?

—Yo no supervisé a ningún Stanislav ni a ningún Fabian, Héctor, eso te lo aseguro. Ni al señor Dell Oro, o como sea que se llame. No fue topo mío. Cuando le entregaste ese pago, yo era un simple intermediario.

—¿Al servicio de quién?

—De mi predecesor. ¿Te importaría dejar de interrogarme, Héctor? Intentas darle la vuelta a la tortilla, por si no te has dado cuenta. Mi predecesor era Aubrey Longrigg, Héctor, como bien sabes, y seguirá siéndolo, si nos paramos a pensar, mientras yo ocupe el cargo. No me digas que no te acuerdas de Aubrey Longrigg, o pensaré que el doctor Alzheimer te ha hecho una ingrata visita. La lumbrera de la casa, eso fue Aubrey, justo hasta su marcha un tanto prematura. Aunque se pasó de la raya alguna que otra vez, como tú.

En la defensa, recordó Luke, Matlock solo conocía el ataque.

—Y créeme, Héctor —prosiguió, agrupando refuerzos en su avance—, si mi predecesor Aubrey Longrigg necesitaba pagar cincuenta de los grandes a su topo en el momento en que Aubrey abandonaba la Agencia para perseguir metas superiores, y si Aubrey me solicitó a mí llevar a cabo esa tarea en su representación para zanjar cierto acuerdo privado, como así hizo, yo no iba a volverme y decir: «Un momento, Aubrey, mientras consigo autorización especial y verifico tu historia». ¿Iba yo a hacer algo así? ¡No con Aubrey! No tal como eran las relaciones entre Aubrey y el Jefe por aquel entonces, conchabados como estaban, en secreto. No, eso ni loco.

Por fin asomó a la voz de Héctor su antiguo temple:

—Bien, y si le echamos un vistazo a Aubrey tal como es siete años después: subsecretario parlamentario, diputado por uno de los distritos electorales más necesitados de su partido, acérrimo defensor de los derechos de la mujer, apreciado asesor del Ministerio de la Defensa en materia de adquisición de armas y… —con un leve chasquido de dedos y la frente arrugada como si de verdad lo hubiera olvidado— ¿qué más, Luke? Hay algo más, lo sé.

Y Luke, tan pronto como recibe el pie, se oye entonar la respuesta:

—Presidente por designación del nuevo subcomité parlamentario sobre ética bancaria.

—Y no del todo desconectado de nuestra Agencia, ¿supongo? —insinuó Héctor.

—Supongo que no —convino Luke, aunque no acababa de entender por qué demonios lo había considerado a él una autoridad en ese preciso momento.

Quizá sea lógico que nosotros los espías, incluso los retirados, tengamos poca predisposición a dejarnos fotografiar, reflexionó Luke. Quizá alimentamos el temor secreto de que la lente de la cámara traspase la Gran Muralla entre nuestras identidades exterior e interior.

Desde luego esa impresión daba Aubrey Longrigg. Aún captado sin él saberlo mediante una videocámara de escasa calidad, con luz insuficiente y cincuenta metros de mar por medio, Longrigg parecía arrimarse a la escasa sombra disponible en la cubierta del Princesa Tatiana, iluminada con luces de colores.

Tampoco es que el pobre, todo hay que decirlo, tuviese una gran fotogenia natural, admitió Luke, dando gracias al cielo una vez más por que sus caminos no se hubiesen cruzado nunca. Aubrey Longrigg era medio calvo, narigudo y vulgar, como correspondía a un hombre famoso por su intolerancia hacia mentes inferiores a la suya. Bajo el sol del Adriático, su rostro poco agraciado se ha teñido de un rosa poco favorecedor, y las gafas con montura al aire no hacen gran cosa por alterar su apariencia de empleado de banca cincuentón, que es la impresión que uno tiene de él a menos que, como Luke, haya oído hablar de la turbulenta ambición que lo impulsa, del implacable intelecto que en su día transformó la cuarta planta en un vertiginoso invernadero de ideas innovadoras y jefes en conflicto, y de la inconcebible atracción que ejerce en cierta clase de mujeres —las que, cabe suponer, se excitan al sentirse menospreciadas intelectualmente—, siendo el más reciente ejemplo de ello la que se hallaba en ese momento a su lado en la persona de: «Janice (Jay), señora de Longrigg, anfitriona de la alta sociedad y recaudadora de fondos», seguido esto de una breve selección de organizaciones benéficas entre las muchas que tenían motivos para estar agradecidas a la señora de Longrigg.

Luce un vestido sin hombros con mucho estilo. Un pasador de estrás mantiene en su sitio el cuidado cabello negro azabache. Tiene una distinguida sonrisa y ese andar regio, inclinado y un poco oscilante, que solo adquieren las inglesas de cierta clase y prosapia. Y desde la despiadada óptica de Luke, parece indescriptiblemente tonta. A su lado rondan dos hijas prepubescentes con vestidos de noche.

—Esa es la nueva, ¿no? —prorrumpió de pronto Matlock, el imperturbable laborista, con inusitado vigor cuando la pantalla quedó en blanco al pulsar Héctor el botón y las luces del techo se encendieron—. Aquella con la que se casó cuando decidió meterse en política por la vía rápida, ahorrándose todo el trabajo sucio previo. Vaya un laborista de pega está hecho este Aubrey Longrigg, se lo mire desde el viejo laborismo o incluso desde el nuevo.

¿Por qué Matlock se mostraba otra vez tan jovial? ¿Y ahora con aparente sinceridad? Ninguna reacción habría sorprendido tanto a Luke como una franca risotada, cosa que en Matlock era en el mejor de los casos un bien exiguo. Y sin embargo, su gran torso envuelto en tweed se agitaba con callado regodeo. ¿Era quizá porque Longrigg y Matlock, como se sabía, llevaban años a la greña? ¿Porque disfrutar del favor del uno equivalía a granjearse la hostilidad del otro? ¿Porque había llegado a conocerse a Longrigg como el cerebro del Jefe, y a Matlock, insidiosamente, como sus músculos? ¿Porque con la marcha de Longrigg los ocurrentes de la oficina habían comparado la rencilla entre ambos con una corrida de toros de una década de duración en la que el toro había recibido por fin «la puntilla»?

—Sí, bueno, Aubrey siempre picó alto —comentaba como quien recuerda a los difuntos—. Un gran talento para las finanzas, si la memoria no me engaña. No a tu altura, Héctor, me complace decir, pero no muy a la zaga. Los fondos para las operaciones nunca fueron un problema, eso por descontado, no mientras Aubrey estuvo al timón. O sea, ya de entrada, ¿cómo es posible que esté en ese barco? —preguntó el mismo Matlock que solo minutos antes había afirmado que no podía condenarse a un hombre por estar en el barco de cierta persona—. Y encima confraternizando con un antiguo informante después de abandonar la Agencia, circunstancia sobre la que el reglamento es claro y rotundo, máxime cuando dicho informante es un individuo tan escurridizo como… comoquiera que se haga llamar hoy día.

—Emilio dell Oro —apuntó Héctor en actitud servicial—. Ciertamente digno de recordarse, Billy.

—Cabría pensar que se andaría con más cuidado… Aubrey, quiero decir… después de todo lo que le enseñamos, y ahora ahí lo tienes, confraternizando con Emilio dell Oro. Cabría pensar que un hombre tan taimado sería más cauto al elegir sus amistades. ¿Cómo ha acabado ahí? Quizá tenga una buena razón. No deberíamos precipitarnos al juzgarlo.

—Uno de esos felices golpes de suerte, Billy —explicó Héctor—. Aubrey y su más reciente esposa, y las hijas de ella, estaban de camping en las montañas cercanas a la costa adriática. Un amigote de Aubrey, un banquero de Londres de nombre desconocido, lo llamó y le dijo que el Tatiana estaba anclado no muy lejos de allí y había en marcha una fiesta, así que vete para allá en el acto y súmate a la juerga.

—¿En una tienda de campaña? ¿Aubrey? Vamos, hombre, cuéntame otra.

—Pasando incomodidades en un camping, sí. La vida primitiva de Aubrey, el nuevo laborista.

—¿Y tú, Luke? ¿Vas de camping en vacaciones?

—Sí, pero Eloise detesta los campings británicos. Es francesa —contestó, y a él mismo se le antojaron una estupidez aquellas palabras.

—Y cuando vas de camping en vacaciones, Luke, procurando, como es tu caso, evitar los campings británicos, ¿sueles llevarte el esmoquin?

—No.

—¿Y Eloise se lleva sus diamantes?

—De hecho no tiene.

Matlock se quedó pensando.

—Supongo, Héctor, que coincidías con Aubrey a menudo mientras montabas tu lucrativo número circense en la City y los demás seguíamos cumpliendo con nuestro deber. Compartisteis alguna que otra cerveza, Aubrey y tú, ¿verdad que sí? Como hace la gente en la City.

Héctor se encogió de hombros quitándole importancia.

—Coincidimos alguna que otra vez. Pero yo dispongo de poco tiempo para la ambición pura y dura, si he de serte sincero. Me aburre.

Ante lo cual Luke, a quien últimamente ya no le era tan fácil disimular como antes, tuvo que contener el impulso de agarrarse a los brazos de la silla.

¿Coincidir alguna que otra vez? Santo cielo, habían altercado hasta el agotamiento, y luego habían seguido altercando. Según Héctor, de todos los «buitres capitalistas», especuladores, jinetes del alba y ventajistas que han pisado este mundo, Aubrey Longrigg era el más falso, retorcido, deshonesto, recalcitrante y bien relacionado.

Fue Aubrey Longrigg quien, al acecho entre bastidores, había encabezado el asalto contra la empresa de importación de grano perteneciente a la familia de Héctor. Fue Longrigg quien, a través de una red de intermediarios sospechosa pero sagazmente organizada, había engatusado al Servicio de Aduanas de Su Majestad para que irrumpiese en los almacenes de Héctor en plena noche, rajando centenares de sacos, echando abajo puertas y aterrorizando al turno de noche.

Fue la insidiosa red de Longrigg la que había instigado a Sanidad, Hacienda, el Departamento de Bomberos y el Servicio de Inmigración para que acosaran e intimidaran a los empleados de la familia, saquearan sus escritorios, se apropiaran de sus libros de contabilidad y cuestionaran sus declaraciones de renta.

Pero, a ojos de Héctor, Aubrey Longrigg no era un «simple» enemigo —eso habría resultado demasiado sencillo—; era un arquetipo: un síntoma clásico del cáncer que devoraba no solo la City, sino también Whitehall, Westminster y nuestras más preciadas instituciones de gobierno.

Héctor no estaba en guerra con Longrigg a título personal. Probablemente no mentía al asegurar a Matlock que Longrigg lo aburría, porque constituía un pilar esencial de su tesis que los hombres y las mujeres a quienes perseguía eran aburridos por definición: mediocres, banales, insensibles, grises, y diferenciados de otros elementos aburridos solo por su mutuo apoyo encubierto y su insaciable codicia.

Héctor ha dejado caer el comentario muy de pasada. Al igual que un mago procurando que el público no se fije demasiado en ninguna carta, mezcla muy deprisa la baraja de maleantes internacionales que Yvonne ha reunido para él.

Una instantánea de un hombre de muy baja estatura, rechoncho, imperioso, con aire prusiano, mientras se llena el plato en el bufet.

—Conocido en círculos alemanes como Karl der Kleine —señala Héctor sin darle mayor importancia—. Lleva en las venas sangre Wittelsbach, aunque yo no se la veo por ninguna parte. Bávaro, católico a ultranza; estrechos lazos con el Vaticano. Más estrechos aún con el Kremlin. Elegido indirectamente miembro del Bundestag, y director no ejecutivo de varias compañías petrolíferas rusas, muy amigo de Emilio dell Oro. Esquió con él el año pasado en Saint-Moritz, acompañado de su novio español. Los saudíes lo adoran. Y aquí tienes al monín.

Salto demasiado rápido a un hermoso muchacho con barba que viste un resplandeciente esmoquin blanco y mantiene una animada conversación con dos señoronas enjoyadas.

—La última mascota de Karl der Kleine —anuncia Héctor—. Condenado a tres años a la sombra por un tribunal de Madrid el año pasado por agresión con agravantes; se libró por un tecnicismo, gracias a Karl. Nombrado recientemente director no ejecutivo del grupo de compañías La Arena, el mismo consorcio propietario del yate del Príncipe… Ah, y ahora una digna de verse. —Pulsa un botón de la consola—: El «doctor» Evelyn Popham de Mount Street, Mayfair; Bunny para sus amigos. Estudió derecho en Neuchátel y Manchester. Tiene licencia para ejercer en Suiza, cortesano y chulo al servicio de los oligarcas de Surrey, único socio de su floreciente bufete del West End. Internacionalista, bon vivant, excelente abogado. Más turbio que un cenagal. ¿Dónde está su página web? Un momento. Enseguida la encuentro. Déjame a mí, Luke. Ya está. Aquí la tienes.

En la pantalla de plasma, mientras Héctor busca a tientas las teclas y masculla, el doctor Popham (Bunny para sus amigos) sigue sonriendo pacientemente a su público. Es un caballero campechano, voluminoso, mofletudo, con grandes patillas, salido de las páginas de Beatrix Potter. Inconcebiblemente, luce un equipo de tenis y se aferra, no solo a la raqueta, sino también a su agraciada compañera de tenis.

Domina la página de inicio de la web del Doctor Popham Sin Socios, cuando por fin aparece, ese mismo rostro jovial, sonriendo por encima de un escudo de armas casi regio donde se ve representada la balanza de la justicia. Debajo se lee su Declaración de Propósitos:

La experiencia profesional de mi equipo de expertos incluye:

—Y los muy capullos no pueden dejar de jugar al tenis —se queja Héctor a la vez que vuelve a imprimir un ritmo impetuoso a su galería de maleantes.

En un abrir y cerrar de ojos, recorremos los clubes deportivos de Montecarlo, Cannes, Madeira y el Algarve. Recorremos Biarritz y Bolonia. Procuramos leer los pies añadidos por Yvonne sin rezagarnos, y contemplar su álbum de fotografías curiosas obtenidas mediante el saqueo de las revistas del corazón, pero no es fácil, a menos que, como Luke, uno sepa qué esperar y por qué.

Pero por deprisa que pasen las caras y los lugares bajo el imprevisible control de Héctor, por mucha gente guapa que desfile luciendo lo más moderno en equipos de tenis, se imponen cinco personajes:

Se encienden las luces. Cambio de lápiz USB. Las reglas de la casa dictan: un tema, un lápiz. A Héctor le gusta separar los sabores. Es hora de ir a Moscú.