Capítulo 8

A mediodía de un soleado domingo, diez horas después de regresar Perry Makepiece a Primrose Hill para hacer las paces con Gail, Luke Weaver renunció a su sitio en la mesa familiar —su mujer, Eloise, había preparado especialmente para la ocasión un orondo pollo de granja y salsa de miga de pan, y su hijo, Ben, había invitado a un compañero de colegio israelí— y, con sus propias disculpas reverberando aún en los oídos, abandonó la casa adosada de obra vista en Parliament Hill que a duras penas podía permitirse, y partió camino de lo que, creía, era la reunión decisiva de su accidentada carrera en los servicios de inteligencia.

Su destino, o eso se permitía saber a Eloise y Ben, era el horrendo cuartel general de la Agencia en Lambeth, a orillas del río, bautizado por Eloise, de extracción aristocrática francesa, como la Lubyanka-sur-Thamise. Pero en realidad iba a Bloomsbury, como siempre desde hacía tres meses. El medio de transporte escogido, a pesar de la tensión que empezaba a crecer dentro de él o precisamente debido a ella, no fue el metro ni el autobús, sino el coche de san Fernando, costumbre adquirida durante sus etapas en Moscú, donde tres horas pateándose aceras lloviera o tronara eran lo habitual cuando uno tenía que recoger algo en un buzón clandestino o entrar disimuladamente en un portal abierto para realizar una apresurada entrega de efectivo y material durante un tiempo no superior a treinta segundos.

Para llegar a pie a Bloomsbury desde Parliament Hill, paseo al que Luke solía dedicar una hora larga, tenía por norma elegir un camino distinto cada día, en la medida de lo posible, no con la intención de despistar a hipotéticos perseguidores, bien que la idea siempre le rondaba por la cabeza, sino para saborear los vericuetos de una ciudad que deseaba volver a conocer después de años de servicio en el extranjero.

Y aquel día, con el sol y la necesidad de aclararse las ideas ante la inminente acción, había decidido cruzar el Regent’s Park antes de doblar hacia el este y atravesar el centro urbano; con ese fin añadió otra media hora al trayecto. Su estado de ánimo, dominado por la expectación y el entusiasmo, no estaba exento de temor. Apenas había pegado ojo, si es que había llegado a conciliar el sueño en algún momento. Necesitaba enderezar el calidoscopio. Necesitaba ver a personas corrientes, no secretas, ver las flores y el mundo exterior.

«Un “Sí” sin reservas de él, y un “Sí, maldita sea” de ella —había dicho Héctor con entusiasmo por el teléfono codificado—. Billy Boy nos concede audiencia a las dos y hay Dios en el cielo».

Seis meses antes, durante un permiso de Luke en Inglaterra después de tres años en Bogotá, la Reina de Recursos Humanos, conocida en la Agencia con el apodo poco respetuoso de Reina Humana, le anunció que iba camino del paro. Luke no esperaba menos. Así y todo, tardó unos dolorosos segundos en descifrar el mensaje.

—La Agencia sobrevive a la recesión con su proverbial capacidad de recuperación, Luke —le aseguró con tal tono de desenfadado optimismo que podía perdonarse a Luke por imaginar que, lejos de quitárselo del medio, estaban a punto de ofrecerle una Dirección Regional—. La verdad es que en Whitehall nunca nos han tenido en mejor concepto, me complace decir, ni nuestra labor de reclutamiento ha sido nunca más fácil. El ochenta por ciento de nuestra última tanda de jóvenes aspirantes había acabado con sobresaliente cum laude en universidades aceptables y ya nadie se acuerda de Irak. Algunos con sobresaliente cum laude incluso en dos carreras. ¿Te lo puedes creer?

Luke se lo podía creer, pero se abstuvo de comentar que él, con un expediente académico más modesto, se las había arreglado bastante bien durante veinte años.

En la actualidad el único verdadero problema, explicó ella con el mismo tono de resuelta euforia, era que cada día costaba más encontrar un puesto a hombres del calibre y el nivel salarial de Luke, situados ya en su «cota máxima natural». Y a algunos ni siquiera les encontraban puesto, se lamentó. Pero qué iba a hacer ella —díselo— si el joven Jefe prefería un personal sin el lastre de la Guerra Fría a las espaldas. Era una lástima.

Así que lo mejor que podía conseguirle, por desgracia, Luke, pese a su extraordinaria actuación en Bogotá, y tan valiente… y ella, por cierto, no era quién para entrometerse en su vida privada, siempre y cuando esta no incidiese en su trabajo, cosa que no ocurría, a la vista estaba —dicho todo ello atropelladamente a modo de paréntesis—… era una vacante temporal en Administración hasta que la titular se reintegrase una vez cumplida la baja por maternidad.

Entretanto, no sería mala idea que hablara con los del Departamento de Reinserción para ver qué podían ofrecerle en el gran mundo exterior, donde, contrariamente al sinfín de tonterías que se leían en los periódicos, el panorama no era tan negro ni mucho menos. Gracias al terrorismo, y la amenaza de malestar social, el sector de la seguridad privada iba viento en popa. Algunos de sus mejores ex agentes ganaban el doble que en la Agencia, y les encantaba su trabajo. Con un historial de operaciones en el extranjero como el suyo —y su vida privada ya por buen camino, como era el caso, según contaban, aunque eso a ella ni le iba ni le venía—, sin duda Luke sería un valioso elemento para su siguiente jefe.

—¿Y no necesitas terapia postraumática ni nada de eso? —preguntó solícitamente cuando él ya se marchaba.

No de ti, gracias, pensó Luke. Y mi vida privada no va por buen camino.

El Departamento de Administración desarrollaba su aciaga existencia en la planta baja, y Luke tenía el escritorio tan cerca de la calle como podía uno estar sin verse de patas en ella. Después de tres años en la capital mundial del secuestro, no se adaptaba con facilidad a cuestiones como las dietas por kilometraje para el personal de bajo rango destinado en el propio país, pero hacía lo que podía. Por eso mismo fue mayor su sorpresa cuando, transcurrido un mes desde el inicio de su condena, cogió el auricular del teléfono que casi nunca sonaba y oyó la voz de Héctor Meredith, que lo emplazaba para comer con él de inmediato en su club de Londres, conocidamente caduco.

—¿Hoy, Héctor? Vaya.

—Ven temprano y que no se entere ni Dios. Di que te ha venido la regla o algo así.

—¿Qué es temprano?

—Las once.

—¿Las once? ¿Para el almuerzo?

—¿No tienes hambre?

Resultó, no obstante, que la elección de hora y lugar no era tan desatinada como habría podido pensarse. Un día laborable, a las once de la mañana, en un club de Pall Mall en franca decadencia resuenan el zumbido de las aspiradoras, el cantarín parloteo de los inmigrantes mal pagados que preparan las mesas para la comida, y poco más. El vestíbulo con columnas estaba vacío salvo por el decrépito conserje en su garita y una mujer negra que fregaba el suelo de mármol. Héctor, sentado con las largas piernas cruzadas en un viejo trono tallado, leía el Financial Times.

En una Agencia de nómadas comprometidos a guardar sus secretos, siempre era difícil acceder a información sólida sobre un colega. Pero incluso desde esa restringida perspectiva, el otrora subdirector para Europa Occidental, más tarde subdirector para Rusia, más tarde subdirector para África y el sureste asiático y ahora, misteriosamente, director de Proyectos Especiales, era un enigma andante o, como lo habían expresado algunos de sus colegas, un heterodoxo.

Quince años atrás, Luke y Héctor habían compartido durante tres meses un curso de inmersión en el idioma ruso ofrecido por una anciana princesa en su mansión del viejo Hampstead, revestida de hiedra, a menos de diez minutos de donde Luke vivía ahora. Al anochecer, compartían un catártico paseo por el parque. En aquellos tiempos Héctor avanzaba deprisa, física y profesionalmente. Con sus larguísimas piernas, daba tales zancadas que el pequeño Luke a duras penas lograba seguirle el paso. Su conversación, que sazonaba de palabras malsonantes y a menudo, para Luke, era inalcanzable en todos los sentidos, saltaba de los «dos mayores timadores de la historia» —Karl Marx y Sigmund Freud— a la acuciante necesidad de una forma de patriotismo británico acorde con la conciencia contemporánea, y normalmente esto lo remataba con uno de sus característicos giros de ciento ochenta grados, para inquirir qué significaba en todo caso «conciencia».

Después sus caminos se habían cruzado en raras ocasiones. Mientras que la trayectoria de Luke en el extranjero siguió el curso previsible —Moscú, Praga, Amán, otra vez Moscú, con períodos en la Oficina Central entremedias, y finalmente Bogotá—, la rápida ascensión de Héctor a la cuarta planta pareció obedecer a un designio divino, y su distanciamiento, por lo que se refería a Luke, fue absoluto.

Pero con el tiempo el turbulento espíritu de la contradicción que anidaba en Héctor hizo amago de levantar la cabeza. En la Agencia, una nueva hornada de traficantes de influencias empezaba a ejercer presión para hacer oír más su voz en la comunidad de Westminster. Héctor, durante una reunión a puerta cerrada con altos cargos —en la que por lo visto la puerta no estaba tan cerrada como debería—, fustigó a los bufones de la cuarta planta «dispuestos a sacrificar el sagrado deber de la Agencia, esto es, cantar al poder las verdades del barquero».

Cuando apenas se había posado la polvareda, Héctor, a cargo de una borrascosa investigación en torno a una pifia operativa, salió en defensa de los responsables directos de la operación frente a los planificadores de los Servicios Conjuntos, cuya visibilidad, sostuvo, había quedado «anormalmente limitada porque tenían la cabeza metida en el culo americano».

Después, en algún momento de 2003, desapareció, como no era de extrañar. Sin fiesta de despedida, sin necrológica en el boletín mensual, sin condecoración anónima, sin dirección de reenvío. Su firma codificada voló primero de las órdenes operacionales. Luego voló de las listas de distribución. Luego de la libreta de direcciones del circuito cerrado de correo electrónico y, por último, de la guía de teléfonos codificados, lo que equivalía a una esquela mortuoria.

Y en sustitución del hombre de carne y hueso surgieron los inevitables rumores:

Había dirigido una sublevación desde las plantas superiores a causa de Irak y, en agradecimiento por sus molestias, lo habían despachado. Falso, dijeron otros. Fue a causa del bombardeo de Afganistán, y no lo despacharon, dimitió.

En una encarnizada discusión, había insultado a la cara al secretario del Gabinete, llamándolo «cabrón embustero». También falso, dijo un bando distinto. Fue al fiscal general, y los epítetos eran «lameculos y blandengue».

Otros con pruebas más consistentes en que apoyarse lo atribuyeron a la tragedia personal que se había abatido sobre Héctor poco antes de abandonar la Agencia, cuando su descarriado hijo único, Adrián, no por primera vez, tuvo un accidente de circulación al volante de un coche robado, a alta velocidad y bajo los efectos de drogas de clase A. Milagrosamente, la única víctima fue el propio Adrián, con lesiones en el pecho y la cara. Pero una joven madre y su bebé se habían librado por centímetros, y no fue agradable leer HORROR EN LAS CALLES: EL HIJO DE UN ALTO FUNCIONARIO SE DA A LA FUGA EN HIGHSTREET. Se tomaron en consideración varios delitos anteriores. Quebrantado por el suceso, según los rumores, Héctor se retiró del mundo secreto para dar apoyo a su hijo durante su estancia en la cárcel.

Pero si bien podía vérsele algún mérito a esta versión —al menos tenía a su favor una parte de información sólida—, eso por sí solo no lo explicaba todo, porque a los pocos meses después de su desaparición fue el rostro del propio Héctor el que asomó a las páginas de la prensa amarilla, no ya como el apenado padre de Adrián, sino como el intrépido guerrero solitario en lucha por salvar a una empresa familiar con mucha solera de las garras de ciertos individuos a quienes tildó de buitres capitalistas, asegurándose así el máximo sensacionalismo en los titulares.

Durante semanas el público de Héctor se vio obsequiado con conmovedoras historias sobre la antedicha empresa de gran solera, un negocio moderadamente próspero, dedicado a la importación de grano, con sede en los muelles, sesenta y cinco empleados con muchos años de antigüedad, todos accionistas, «desconectados a bote pronto de su máquina de respiración asistida», según Héctor, quien, también a bote pronto, había descubierto un don para las relaciones públicas: «Los especuladores y ventajistas están ante nuestras puertas, y sesenta y cinco de los mejores hombres y mujeres de Inglaterra están a punto de verse arrojados al basurero», informó a la prensa. Y cómo no, en menos de un mes, los titulares proclamaron: MEREDITH AHUYENTA A LOS BUITRES CAPITALISTAS: LA EMPRESA FAMILIAR SE IMPONE EN LA PUJA POR LA COMPRA.

Y al cabo de un año Héctor ocupaba su antiguo despacho de la cuarta planta, en medio de cierto «follón», como a él le gustaba llamarlo.

Qué argumentos había esgrimido Héctor para conseguir la readmisión, si la Agencia se había postrado de rodillas ante él, y en qué consistían, ya puestos, las funciones de un llamado director de Proyectos Especiales eran misterios que Luke no podía por menos que plantearse mientras ascendía a paso de tortuga detrás de él por la esplendorosa escalera de su casposo club, dejando atrás los retratos descascarillados de sus héroes imperiales, y entraba en la casposa biblioteca llena de libros que nadie leía. Y siguió planteándoselo cuando Héctor cerró la gran puerta de caoba, echó la llave, se la metió en el bolsillo, abrió los broches de un viejo maletín marrón y, después de lanzar a Luke un sobre cerrado de la Agencia, sin sellar, se acercó parsimoniosamente a la ventana de guillotina, alta hasta el techo, con vistas al St. James’s Park.

—He pensado que tal vez te convenga más algo así que andar mariconeando en Administración —comentó Héctor despreocupadamente, recortándose su silueta angulosa contra los mugrientos visillos.

El sobre de la Agencia contenía una carta, impresa, de la Reina de Recursos Humanos, la misma que hacía solo dos meses había dictado sentencia contra Luke. En una prosa enerve, lo trasladaba con efecto inmediato y sin explicaciones al puesto de coordinador de un organismo embrionario que se conocería como Grupo de Sondeo de Contraprestaciones, bajo la responsabilidad del director de Proyectos Especiales. Sus atribuciones consistirían en «analizar de manera proactiva qué costes operacionales pueden recuperarse de los departamentos que se han beneficiado sustancialmente del producto de las operaciones de la Agencia». El nombramiento incluía una ampliación de contrato de dieciocho meses, que se sumarían a sus años de servicio con vistas a los derechos de jubilación. Para cualquier duda, escribir a esta dirección de correo electrónico.

—¿Te parece razonable? —preguntó Héctor, aún ante la ventana de guillotina.

Atónito, Luke respondió que lo ayudaría a pagar la hipoteca o algo a este tenor.

—¿Te gusta lo de «proactivo»? ¿Lo de «proactivo» te atrae?

—No mucho —contestó Luke, y se echó a reír, desconcertado.

—A la Reina Humana le encanta eso de «proactivo» —afirmó Héctor—. Solo de oírlo se pone como una moto. Añádele «Sondeo», y la tienes en el bote.

¿Debía Luke seguirle la corriente? ¿Qué demonios se proponía, haciéndolo ir a su espantoso club a las once de la mañana, entregándole una carta que ni siquiera le correspondía a él entregarle, y dejando caer chistes impertinentes sobre el léxico de la Reina Humana?

—He oído que pasaste algún que otro mal rato en Bogotá —dijo Héctor.

—Bueno, tuve mis vaivenes —contestó Luke a la defensiva.

—¿Cómo follarte a la mujer de tu número dos? ¿Te refieres a esa clase de vaivén?

Luke fijó la mirada en la carta, todavía en su mano, y vio que empezaba a temblar pero, en una demostración de dominio de sí mismo, logró permanecer en silencio.

—¿O hablas de la clase de vaivén que se deriva de ser secuestrado a punta de metralleta por un capo de la droga, un mierda que teóricamente era tu topo? —prosiguió Héctor—. ¿Es esa clase de vaivén?

—Diría que los dos —respondió Luke, tenso.

—Dime una cosa, si no te importa: ¿qué fue primero, el secuestro o el folleteo?

—El folleteo, lamentablemente.

—Lamentablemente ¿por qué? ¿Porque mientras estabas a merced de ese capo de la droga tuyo en su reducto de la selva, la buena de tu mujer, allá en Bogotá, se enteró de que habías estado follándote a la vecina?

—Sí, por eso. Se enteró.

—Con lo que cuando huiste de la hospitalidad de ese capo de la droga tuyo y conseguiste volver a casa después de unos días de estrecho contacto con la naturaleza en estado puro, ¿no te recibieron como a un héroe, que era lo que esperabas?

—No, exacto.

—¿Lo contaste todo?

—¿Al capo de la droga?

—A Eloise.

—Bueno, todo, no —contestó Luke, sin saber muy bien por qué le seguía el juego.

—Admitiste todo lo que ella ya sabía, o iba a averiguar con toda seguridad —apuntó Héctor con tono de aprobación—. La declaración parcial presentada como la confesión plena y sincera. ¿Lo he interpretado bien?

—Supongo.

—No estoy hurgando en tu vida, Luke, muchacho. No te juzgo. Solo quiero tener las cosas claras. Cuando corrían tiempos mejores, robamos unos cuantos buenos caballos juntos. Desde mi óptica, eres un buen funcionario y por eso estás aquí. ¿Qué te parece? En conjunto. La carta que tienes en la mano. ¿Y por lo demás?

—¿Por lo demás? Bueno, supongo que estoy un poco perplejo.

—Perplejo ¿por qué exactamente?

—A ver, para empezar, ¿a qué viene tanta urgencia? Sí, bien, es con efecto inmediato, pero el puesto no existe.

—No tiene por qué existir. La narración es de una claridad diáfana: la despensa está en las últimas, así que el Jefe va al Tesoro con el platillo de las limosnas y pide más dinero. El Tesoro no da su brazo a torcer. Estamos a dos velas. Sácaselo a todos esos mamones que han recurrido de balde a tus servicios. A mí me pareció que cuadraba bastante bien, teniendo en cuenta los tiempos que corren.

—No dudo que sea una buena idea —dijo Luke con toda seriedad, a esas alturas más desorientado que nunca desde su regreso no demasiado triunfal a Inglaterra.

—En fin, si a ti no te cuadra, este es el momento de hablar claro, caramba. En esta situación no hay segundas oportunidades, créeme.

—Me cuadra, claro que sí. Y te estoy muy agradecido, Héctor. Gracias por pensar en mí. Gracias por echarme un cable.

—La idea de la Reina Humana, bendita sea, es que tengas tu propia mesa. Unas pocas puertas más allá de Recursos Financieros. En fin, ahí no voy a poner pegas. Además, sería una descortesía por mi parte. Pero mi consejo es que huyas de Recursos Financieros como de la peste. Ellos no quieren que tú curiosees en sus asuntos, y nosotros no queremos que ellos curioseen en los nuestros. ¿Verdad que no queremos?

—Me imagino que no.

—Aunque tampoco pasarás mucho tiempo en la oficina. Andarás de aquí para allá, removiendo cielo y tierra en White-hall, dando la vara en los ministerios con pasta. Te dejas ver un par de veces por semana, me informas sobre tus avances, te sacas de la manga algún que otro gasto de representación, y a eso se reducirá tu tarea. ¿Sigues interesado?

—La verdad es que no.

—¿Por qué no?

—Veamos, para empezar, ¿por qué aquí? ¿Por qué no mandarme un e-mail a la planta baja o llamarme por la línea interna?

Héctor nunca había aceptado bien las críticas, recordó Luke, y no las aceptó en ese momento.

—De acuerdo, maldita sea. ¡Qué coño! Supón, pues, que antes te he mandado un e-mail. O que te he llamado. ¿Entonces sí te interesaría? ¿La oferta de la Reina Humana tal cual la ves ahí, caramba?

Con cierto retraso, un panorama distinto y más alentador empezaba a cobrar forma en la imaginación de Luke.

—Si la pregunta… una pregunta hipotética… es si aceptaría la oferta de la Reina Humana tal como me la presenta en la carta, mi respuesta es sí. Si la pregunta… también hipotética… es si esto me olería a cuerno quemado en caso de encontrar la carta encima de mi mesa en la oficina, o en mi pantalla, la respuesta es no.

—¿Palabra de honor?

—Palabra de honor.

Los interrumpieron unas vehementes sacudidas en el picaporte, seguidas de un airado aporreo. Con un hastiado «¡Ya podrían irse a la mierda!», Héctor indicó a Luke que se perdiera de vista entre las estanterías, descorrió el pestillo y asomó la cabeza por la puerta.

—Perdona, muchacho, pero hoy no, sintiéndolo mucho —lo oyó decir Luke—. Estamos haciendo inventario, extraoficialmente. La putada de siempre. Los socios se llevan libros sin firmar en la ficha. Espero que no seas tú uno de ellos. Prueba el viernes. Diría que es la primera vez en la vida que me alegro de ser el puto bibliotecario honorario —prosiguió, sin molestarse mucho en bajar la voz cuando cerró la puerta y volvió a echar el pestillo—. Ya puedes salir. Y por si acaso piensas que soy el cabecilla de una conspiración septembrista, mejor será que leas también esta otra carta; luego devuélvemela y me la tragaré.

Este era un sobre azul claro, y ostensiblemente opaco. Llevaba en la solapa un león azul y un unicornio rampante, grabados en exquisito relieve, y dentro una hoja de papel de carta azul a juego, de las más pequeñas, con el solemne membrete: De la oficina del secretariado.

Querido Luke:

Esta es para asegurarte que la muy privada conversación que estás manteniendo hoy con nuestro mutuo colega durante el almuerzo en su club tiene lugar con mi aprobación oficiosa.

Siempre tuyo,

Seguía una firma muy pequeña, que parecía arrancada a punta de pistola: William J. Matlock (jefe de secretariado), más conocido como Billy Boy Matlock —o Matlock el Matón, si uno lo prefería, como era el caso de quienes habían entrado en conflicto con él—, el apagafuegos más antiguo e implacable de la Agencia y mano izquierda del mismísimo Jefe.

—Puras gilipolleces, la verdad, pero ¿qué quieres que haga ese pobre capullo? —comentó Héctor mientras devolvía la carta a su sobre y se guardaba el sobre en un bolsillo interior de la raída americana—. Saben que tengo razón, no quieren que la tenga, no saben qué hacer si la tengo. No quieren que mee dentro, ni quieren que mee fuera. Encerrarme a cal y canto y amordazarme es la única solución, pero yo a eso no me presto así como así, ni ahora ni nunca. Tú tampoco, por lo que cuentan… ¿Por qué no te devoraron los tigres o lo que sea que tengan por allí?

—Había sobre todo insectos.

—¿Y sanguijuelas?

—De eso también.

—No te quedes ahí pasmado. Acomoda las posaderas.

Obedientemente, Luke se sentó. Héctor, en cambio, continuó en pie, con las manos hundidas en los bolsillos, los hombros encorvados, mirando ceñudo la chimenea apagada, con sus pinzas y atizadores de latón antiguos y el faldón de cuero agrietado. Y Luke pensó que el ambiente en la biblioteca se había vuelto opresivo, si no amenazador. Y quizá Héctor lo percibía también, porque no exhibía ya el desenfado de antes, y su rostro enfermizo y consumido adquirió una expresión tan lúgubre como la de un enterrador.

—Quiero preguntarte una cosa —anunció de pronto, más a la chimenea que a Luke.

—Adelante.

—¿Qué es lo más brutal, lo más espantoso, que has visto en la puta vida? Donde sea, y dejemos de lado el extremo dañino de un Uzi en manos de un señor de la droga apuntándote a la cara. ¿Los niños famélicos del Congo, con la tripa hinchada y las manos amputadas, enloquecidos de hambre, demasiado cansados para llorar? ¿Padres castrados con la polla metida en la boca, las cuencas de los ojos llenas de moscas? ¿Mujeres con bayonetas clavadas en el chocho?

Como Luke no había servido en el Congo, tuvo que dar por sentado que Héctor describía una experiencia propia.

—Teníamos nuestros equivalentes —dijo.

—¿Cómo por ejemplo? Dime un par.

—El gobierno colombiano en plena orgía. Con ayuda de los americanos, cómo no. Aldeas incendiadas. Violaciones en grupo, torturas, gente descuartizada a hachazos. Todos muertos, menos el único superviviente, y a este lo dejan para que corra la voz.

—Ya. En fin, los dos hemos visto un poco de mundo, pues —admitió Héctor—. No nos la hemos estado meneando.

—No.

—Y alrededor el chapoteo del dinero sucio, los beneficios del dolor… también eso lo hemos visto. Solo en Colombia, miles de millones. Tú eso también lo has visto. Sabe Dios cuánto tendría ese capo tuyo. —No esperó respuesta—. En el Congo, miles de millones. En Afganistán, miles de millones. Una octava parte de la economía de este puto mundo: más negra que la boca de un túnel. Los dos lo sabemos.

—Sí. Lo sabemos.

—Dinero manchado de sangre. A eso se reduce todo.

—Sí.

—No importa dónde. Puede estar en una caja debajo de la cama de un señor de la guerra en Somalia o en un banco de la City en Londres al lado del oporto añejo. No cambia de color. Sigue siendo dinero manchado de sangre.

—Supongo que sí.

—Sin glamour, sin excusas bonitas. Los beneficios de la extorsión, el narcotráfico, el asesinato, la intimidación, las violaciones masivas, la esclavitud. Dinero manchado de sangre. Interrúmpeme si exagero.

—No exageras, eso seguro.

—Solo hay cuatro maneras de acabar con eso. Una: vas a por los individuos que lo hacen. Los capturas, los matas o los enchironas. Si puedes. Dos: vas a por el producto. Lo interceptas, impides que llegue a las calles o al mercado. Si puedes. Tres: atajas los beneficios, llevas a esos cabrones a la quiebra.

Un silencio inquietante mientras Héctor reflexionaba aparentemente sobre asuntos muy por encima de la franja salarial de Luke. ¿Pensaba en los traficantes de heroína que habían convertido a su hijo en adicto y en carne de presidio? ¿O en los «buitres capitalistas» que habían intentado llevar a la quiebra a su empresa familiar, y arrojar al basurero a sesenta y cinco de los mejores hombres y mujeres de Inglaterra?

—Por último, tenemos la cuarta manera, la manera verdaderamente mala —decía Héctor—. La más practicada, la más fácil, la más cómoda, la más habitual y la más discreta. Que les zurzan a los que pasan hambre, a las víctimas de violaciones y torturas, a los adictos que pierden la vida. Al diablo el coste humano. El dinero no huele a nada siempre y cuando haya de sobra y sea nuestro. Pensemos a lo grande, eso ante todo. Cojamos los peces pequeños pero dejemos a los tiburones en el agua. ¿Que resulta que un fulano blanquea un par de millones? Es un condenado sinvergüenza. Llamemos a los reguladores y pongámosle los grilletes. Pero ¿y si son miles de millones? Eso ya son palabras mayores. Miles de millones son una estadística. —Cerrando los ojos mientras se abismaba en sus propios pensamientos, Héctor pareció por un momento su propia máscara mortuoria, o esa impresión tuvo Luke—. No tienes que darme la razón en nada de esto, Luke —dijo afablemente al salir de su ensoñación—. La puerta está abierta de par en par. Con mi reputación, más de uno ya se habría largado.

Luke consideró que esa era una elección de metáfora un tanto irónica, ya que Héctor tenía la llave en su bolsillo, pero se guardó la observación para sí.

—Puedes volver a la oficina después de comer y decirle a la Reina Humana: muchísimas gracias, pero estaré más a gusto si completo mi tiempo de servicio en la planta baja. Recibes tu pensión, te mantienes a distancia de los capos de la droga y de las mujeres de los colegas, y te quedas tumbado escupiendo al techo el resto de tu vida. Y aquí paz y después gloria.

Luke consiguió esbozar una sonrisa.

—Mi problema es que no se me da muy bien escupir al techo —dijo.

Pero era imposible frenar a Héctor en su perorata de vendedor agresivo.

—Estoy ofreciéndote una calle de un solo sentido que no lleva a ninguna parte —insistió—. Si te apuntas, la habrás cagado de todas. Si perdemos, seremos dos soplones fracasados que intentaron ensuciar el propio nido. Si ganamos, seremos los leprosos de la selva de Whitehall-Westminster y todas las estaciones que hay en el medio. Por no hablar de la Agencia que nos esforzamos en amar, honrar y obedecer.

—¿No voy a recibir más información?

—Por tu propia protección y la mía, no. Y ni un solo casquete a menos que pases antes por el altar.

Estaban ante la puerta. Héctor había sacado la llave y se disponía a abrir.

—Y en cuanto a Billy Boy… —dijo.

—¿Qué?

—Va a echarte el brazo al hombro. Por fuerza. El rollo ese del palo y la zanahoria. «¿Qué ha estado contándote ese chiflado de Meredith? ¿Qué se trae entre manos? ¿Dónde? ¿A quién ha contratado?». Si eso llega a ocurrir, antes habla conmigo y después habla conmigo otra vez. En esto nadie es agua clara. Todo el mundo es culpable hasta que se demuestre lo contrario. ¿Conforme?

—Hasta la fecha he salido bastante airoso en las repreguntas —contestó Luke, pensando que había llegado el momento de reafirmarse.

—Es lo mismo —dijo Héctor, aún esperando respuesta.

—¿Va de rusos, por casualidad? —preguntó Luke, esperanzado en lo que después consideró un momento de inspiración. Era rusófilo, y siempre había tenido clavada la espina de verse apartado del circuito a causa de un supuesto exceso de afecto por el objetivo.

—Podría ser. Podría ser cualquier cosa, joder —replicó Héctor mientras en sus grandes ojos grises volvía a prender el fuego del creyente.

¿Acaso Luke dijo que sí a ese trabajo en algún momento? ¿En algún momento dijo —se preguntaba ahora en retrospectiva—: «Sí, Héctor, me subo al tren, con una venda en los ojos y las manos atadas, igual que aquella noche en Colombia, y me incorporo a tu cruzada misteriosa», o algo por el estilo?

No, no lo dijo.

Incluso cuando se sentaron a la mesa para disfrutar de lo que Héctor describió sin mayor empacho como el segundo peor almuerzo del mundo, hallándose aún vacante el primer premio, Luke, para ser sincero consigo mismo, albergaba todavía la duda de si aquello era o no una invitación a unirse a la clase de guerra privada a la que de vez en cuando se veía arrastrada la Agencia a sabiendas de que no le convenía, siempre con resultados catastróficos.

Las iniciales tentativas de Héctor en el plano de la conversación cortés no sirvieron para aplacar esas inquietudes. Sentado en la periferia del sepulcral comedor de su club, en la mesa más cercana al bullicio de la cocina, obsequió a Luke con una clase magistral sobre el uso del discurso indirecto en espacios públicos.

Ante la anguila ahumada, se limitó a interesarse por la familia de Luke, mencionando como de pasada los nombres de su mujer y su hijo, para Luke una señal más de que había leído su expediente. Cuando llegaron al pastel de carne y la típica col hervida de comedor escolar, en un ruidoso carrito plateado que empujaba un viejo negro e irascible con una chaqueta de caza roja, Héctor pasó a hablar del tema más íntimo, pero igualmente inocuo, de los planes nupciales de Jenny —siendo Jenny, como se vio, su querida hija—, a los que había renunciado recientemente, según Héctor, porque el fulano con quien andaba había resultado ser un mierda sin paliativos.

—Por parte de Jenny no era amor, sino adicción… Igual que Adrián, solo que en el caso de ella no eran las drogas, gracias a Dios. El fulano es un sádico; ella tiene poco carácter. El vendedor servicial, la compradora dócil, pensamos. Nos lo callamos. En casos así, ¿qué vas a decir? No sirve de nada. Les compramos una casita encantadora en Bloomsbury, totalmente montada. Ese mamón, el muy hortera, necesitaba una moqueta tupida, de ocho centímetros, y Jenny, claro, la necesitaba también. Yo personalmente la detesto, pero ¿qué le íbamos a hacer? A un par de minutos a pie del Museo Británico, y perfecto para Trotski y el doctorado en filosofía de Jenny. Pero la buena de Jenny se quitó de encima a ese cerdo, a Dios gracias, un sobresaliente para ella. Conseguimos un precio muy razonable gracias a la recesión: el dueño estaba arruinado. No perderé dinero. El jardín es agradable, no muy grande.

El viejo camarero había vuelto con una jarra de crema, más a destiempo imposible. Despedido por Héctor, masculló una imprecación y, arrastrando los pies, se encaminó hacia la mesa contigua, a siete u ocho metros.

—Además, dispone de un buen sótano, cosa que ya no se ve mucho hoy día. Huele un poco. Sin llegar a molestar. Antes alguien guardaba allí sus vinos. No hay paredes medianeras. No es una calle de mucho tráfico. Afortunadamente ese fulano no la dejó preñada. Conociendo a Jenny, seguro que no tomaba precauciones.

—Al final todo ha sido para bien, parece —comentó Luke por cortesía.

—Sí, eso parece, ¿no? —convino Héctor, inclinándose para asegurarse de que Luke lo oía por encima del estrépito de la cocina. A esas alturas, Luke casi empezaba a preguntarse si Héctor realmente tenía una hija—. He pensado que quizá a ti te interesaría ocupar la casa, libre de alquiler, durante un tiempo. Jenny no se acercará por allí, como es comprensible, pero conviene que alguien la habite. Enseguida te daré la llave. Por cierto, ¿te acuerdas de Ollie Devereux? ¿Hijo de un viajante de comercio de la Rusia Blanca establecido en Ginebra y una vendedora de pescado con patatas fritas de Harrow? ¿Uno que parece un crío de dieciséis años que va para cuarenta y cinco? ¿El que te sacó de un apuro cuando la cagaste con aquella escucha en un hotel de San Petersburgo hace ya años?

Luke se acordaba bien de Ollie Devereux.

—Idiomas, francés, ruso e italiano, por si los necesitamos, y el mejor factótum del sector. Le pagarás en efectivo. También te daré parte de eso. Empiezas mañana por la mañana a las nueve en punto. Así tendrás tiempo de recoger las cosas de tu mesa en Administración y llevarte los clips y las grapas al tercer piso. Ah, sí, y se instalará contigo una mujer encantadora que se llama Yvonne, el apellido no viene al caso: un sabueso profesional, parece una mosquita muerta pero los tiene bien puestos.

Reapareció el carrito plateado. Héctor recomendó el pudin de pan con mantequilla del club. Luke dijo que era su postre preferido. Y ahora esa crema de antes sí vendría de perlas, gracias. El carrito se alejó en medio de una nube de ira geriátrica.

—Y te ruego que te consideres uno de los pocos elegidos, desde hace un par de horas —dijo Héctor, limpiándose la boca con una servilleta de damasco apolillada—. Serías el séptimo en la lista, incluido Ollie… si existiera dicha lista, claro. No quiero a un octavo sin mi consentimiento. ¿Trato hecho?

—Trato hecho —contestó Luke esta vez.

Así que quizá había dicho «Sí», a fin de cuentas.

Esa tarde, bajo la mirada glacial de los otros cautivos de Administración, y aún mareado por los efectos del pésimo burdeos del club, Luke recogió lo que Héctor había descrito como «sus clips y sus grapas» y los trasladó al aislamiento del tercer piso, donde una habitación deslucida pero aceptable, con el rótulo SONDEO DE CONTRAPRESTACIONES en la puerta, aguardaba efectivamente a su teórico ocupante. Llevaba una vieja chaqueta de punto, y algo lo indujo a colgarla en el respaldo de la silla, donde aún permanecía a día de hoy, como el fantasma de su otra identidad, allí presente siempre que se dejaba caer por la oficina un viernes por la tarde para saludar alegremente a todo aquel con quien se tropezaba en el pasillo, o presentar sus imaginarios gastos semanales, que una vez saldados ingresaba religiosamente en la cuenta de la casa de Bloomsbury.

Y justo a la mañana siguiente —por entonces empezaba a dormir bien de nuevo— recorrió por primera vez a pie el camino hasta Bloomsbury, exactamente como lo recorría ahora, solo que el día de su primer viaje una lluvia torrencial azotaba Londres, obligándolo a usar ropa impermeable de la cabeza a los pies, además de sombrero.

Empezó por el reconocimiento de la calle, lo que no representó mayor problema con semejante diluvio, pero existen ciertos hábitos operacionales que uno no puede cambiar, por poco que duerma y aunque camine hasta el agotamiento: una pasada de norte a sur, otra desde una calle transversal que desembocaba justo enfrente del objetivo, el número 9.

Y la casa en sí era tan bonita como había prometido Héctor, incluso bajo el aguacero: tres plantas, finales del siglo XVIII, fachada de típico ladrillo rojo londinense, sin voladizos, escalinata blanca pintada no hacía mucho, puerta de color azul real —la pintura también reciente— con un tragaluz semicircular encima, flanqueada por dos ventanas de guillotina, y en el sótano ventanas a ambos lados de la escalinata.

Pero sin escalera independiente para el sótano, advirtió Luke, tomando buena nota, mientras ascendía por los peldaños, hacía girar la llave en la cerradura y entraba. Se detuvo en el felpudo; primero aguzó el oído y luego se quitó la ropa mojada y sacó un par de zapatillas secas de la bolsa que llevaba bajo el impermeable.

El suelo del vestíbulo recién revestido de moqueta de pelo largo, en estridente color bermellón: legado del cerdo que Jenny se quitó de encima justo a tiempo. Una butaca con dosel antigua, retapizada en llamativo cuero verde. Un espejo de época con el baño de oro magníficamente restaurado. Héctor no había reparado en gastos para su querida Jenny, y cabía suponer que después del éxito de su incursión contra los Buitres Capitalistas, todo aquello estaba al alcance de su bolsillo. Dos escaleras, una ascendente, otra descendente, también enmoquetadas. Levantó la voz para preguntar «¿Hay alguien?» y no oyó nada. Abrió la puerta del salón. La chimenea original. Grabados de Roberts, un sofá y sillones con fundas caras. En la cocina, electrodomésticos de gama alta, una mesa de madera de pino envejecida. Abrió la puerta del sótano y volvió a levantar la voz en dirección a los peldaños de piedra: «Hola, disculpen». No hubo respuesta.

Subió a la primera planta sin oír sus propios pasos. En el rellano había dos puertas, la de su izquierda reforzada con una lámina de acero y cerraduras de latón a ambos lados a la altura del hombro. La puerta a su derecha era una puerta corriente. Dos camas individuales, sin hacer, un pequeño cuarto de baño contiguo.

Una segunda llave colgaba del llavero que Héctor le había entregado. Dirigiéndose a la puerta de la izquierda, descorrió los cerrojos y entró en una habitación totalmente a oscuras que olía a desodorante de mujer, el que antes prefería Eloise. Buscó a tientas el interruptor. Tupidas cortinas de terciopelo rojo, que apenas sobresalían, corridas y sujetas entre sí con enormes imperdibles. Sin razón aparente, le recordaron sus semanas de recuperación en el hospital americano de Bogotá. No había cama. En el centro de la habitación, una austera mesa con caballetes, acompañada de una butaca giratoria, un ordenador y una lámpara de lectura. En la pared, frente él, descendían hasta el suelo cuatro persianas negras de hule, acopladas al ángulo del techo.

Regresando al rellano, se inclinó sobre la balaustrada y nuevamente levantó la voz: «¿Hay alguien?». Tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta. Volvió al dormitorio, subió las persianas negras una por una hasta que quedaron enrolladas en sus alojamientos del techo. Al principio, pensó que tenía ante los ojos el plano de un proyecto arquitectónico, dibujado a todo lo ancho de la pared. Pero un proyecto ¿de qué? Luego pensó que debía de ser una interminable sucesión de cálculos. Pero para calcular ¿qué?

Examinó las líneas de colores y leyó la minuciosa letra caligráfica, palabras que inicialmente le parecieron topónimos de poblaciones. Pero ¿cómo podían ser poblaciones con nombres como Pastor, Obispo, Sacerdote y Cura? Líneas de puntos junto a rayas continuas. Trazos negros que se degradaban hasta convertirse en grises y finalmente desaparecer. Líneas de colores malva y azul que convergían en un núcleo situado más o menos al sur del centro, ¿o acaso partían de allí?

Y todas ellas con tantos recovecos, tantas vueltas y revueltas, tantos giros y cambios de dirección, arriba, abajo, a un lado y arriba otra vez, que si su hijo, Ben, en una de sus inexplicables rabietas, se hubiese refugiado en esa misma habitación, cogido una caja de ceras de colores y recorrido la pared con ellas, zigzagueando de aquí para allá, el efecto final no habría sido muy distinto.

—¿Te gusta? —preguntó Héctor, de pie a sus espaldas.

—¿Seguro que está del derecho? —contestó Luke, decidido a no exteriorizar su sorpresa.

—Ella lo llama La anarquía del dinero. En mi opinión, podría exponerse en la Tate Modern.

—¿Ella? ¿Quién?

—Yvonne. Nuestra Dama de Hierro. Viene sobre todo por las tardes. Esta es su habitación. La tuya está arriba.

Juntos subieron a un desván reformado, con vigas vistas y mansardas. Una mesa con caballetes igual que la de Yvonne. A Héctor no le entusiasmaban los escritorios con cajonera. Un ordenador de sobremesa, no un terminal.

—No usamos teléfono fijo, ni codificado ni de ningún tipo —explicó Héctor con la contenida vehemencia que Luke empezaba a esperar de él—. Nada de injustificadas líneas directas a la Oficina Central, nada de conexiones de correo electrónico, ni codificadas, ni decodificadas, ni en vinagre. No hay más documentos que los lápices USB naranja de Ollie. —Sostenía un lápiz de memoria corriente con un «7» escrito en la cubierta de plástico naranja—. Cada lápiz en danza ha de estar localizado en todo momento, ¿queda claro? Control de entrada, control de salida. Ollie organiza el movimiento, lleva el registro. Pasa un par de días con Yvonne y le pillarás el tranquillo. Las demás preguntas ya irán resolviéndose conforme surjan. ¿Algún problema?

—No creo.

—Yo tampoco. Así que relájate, piensa en Inglaterra, no malgastes el tiempo y no la cagues.

Y piensa también en nuestra Dama de Hierro. Sabueso profesional, que los tiene bien puestos y usa el desodorante caro de Eloise.

Era un consejo que Luke había procurado aplicar a rajatabla durante los últimos tres meses, y rezó fervientemente para no apartarse de él tampoco aquel día. En dos ocasiones Billy Boy lo había emplazado ante su presencia, para halagarlo o amenazarlo, o ambas cosas. En las dos ocasiones Luke había contestado con evasivas y circunloquios y mentido conforme a las instrucciones de Héctor, y había sobrevivido. No había sido fácil.

«Yvonne no existe ni en el cielo ni aquí en la tierra —había decretado Héctor desde el primer día—. No existe, ni existirá. ¿Está claro? Ese es el mensaje esencial, y el mensaje accesorio. Y si Billy Boy te cuelga de la araña de luces atado por los huevos, ella sigue sin existir».

¿Que no existe? ¿Que no existe ni existirá esa joven recatada con gabardina oscura larga y capucha en punta, allí de pie en el portal la primerísima noche del primerísimo día de Luke, sin maquillar, sosteniendo una cartera entre los dos brazos como si acabara de rescatarla del diluvio?

—Hola. Soy Yvonne.

—Luke. ¡Pasa, por Dios!

Un chorreante apretón de manos mientras la apremian a entrar en el vestíbulo. Ollie, el mejor factótum del sector, va a buscar una percha donde colgar la gabardina, y luego la deja en el cuarto de baño para que gotee en el suelo de baldosas. Se ha iniciado una relación laboral de tres meses que no existe. Las restricciones de Héctor respecto al uso de papel no se extendían a la voluminosa cartera de Yvonne, como descubrió Luke esa misma noche. Eso era porque todo lo que Yvonne les llevaba allí en su cartera volvía a salir en ella el mismo día. Y también eso se debía a que Yvonne no era una simple investigadora, sino una fuente de información clandestina.

Un día su cartera podía contener una gruesa carpeta del Banco de Inglaterra. Otro día era de la Autoridad de Servicios Financieros, Hacienda, la Agencia contra el Crimen Organizado y los Delitos Graves. Y un trascendental viernes por la noche, inolvidable, fue una pila de seis gruesos volúmenes y dos docenas de cintas de audio, material suficiente para llenar la cartera a reventar, procedentes de los sacrosantos archivos de la mismísima Sede de Comunicaciones del Gobierno. Ollie, Luke e Yvonne se pasaron todo el fin de semana copiando, fotografiando y replicando el material de todas las maneras a su alcance, para que Yvonne pudiera devolverlo a sus legítimos dueños el lunes al despuntar el alba.

Si se hacía con el botín lícita o furtivamente, si lo obtenía mediante el hurto o el engatusamiento de colegas y cómplices, Luke lo ignoraba aún a fecha de hoy. Solo sabía que tan pronto como ella aparecía, Ollie se llevaba rápidamente la cartera a su guarida detrás de la cocina para escanear el contenido, pasarlo a un lápiz USB y devolver la cartera a Yvonne; y a su vez Yvonne, al final del día, regresaba al departamento de Whitehall, cualquiera que fuese, en el que desempeñaba oficialmente sus funciones.

Porque también eso era un misterio, jamás revelado en las largas tardes en que Luke e Yvonne permanecían allí enclaustrados, juntos, cotejando los nombres ilustres de Buitres Capitalistas con transferencias de miles de millones de dólares realizadas a la velocidad de la luz a lo largo y ancho de tres continentes en un solo día; o juntos en la cocina a la hora del almuerzo, ante la sopa de Ollie, siendo la de tomate una de sus especialidades, aunque la de cebolla tampoco le quedaba mal. Y su guiso de cangrejo, que llevaba a la casa en un termo, ya medio cocinado, y acababa de preparar en el fogón de gas, era un milagro por consenso. Pero en lo que se refiere a Billy Boy, Yvonne no existe ni existirá nunca. Semanas de adiestramiento en el arte de resistir bajo interrogatorio así lo dicen; también un mes en cuclillas, esposado, en el reducto de un señor de la droga loco, en plena selva, mientras tu mujer descubre que eres un mujeriego compulsivo.

—¿Qué tenemos aquí en materia de soplones, pues, Luke? —pregunta Matlock a Luke ante una agradable taza de té en el cómodo rincón de su amplio despacho en Lubyanka-sur-Thamise, tras invitarlo a pasarse por allí a charlar, sin necesidad de decírselo a Héctor—. Tú sabes lo tuyo de informantes. Precisamente el otro día pensé en ti cuando se planteó la necesidad de encontrar a un nuevo supervisor jefe para la formación de agentes. Un buen contrato de cinco años, para alguien de tu edad —dice Matlock con su campechano acento de las Midlands.

—Para serte del todo sincero, Billy, sé tan poco como tú —contesta Luke, consciente de que Yvonne no existe, ni existirá, aun cuando Billy Boy lo cuelgue de la araña de luces atado por los huevos, que fue una de las pocas cosas que a los chicos del señor de la droga no se les ocurrió hacerle—. Héctor saca la información de la nada, así sin más, te lo juro. Es asombroso —añade con la debida perplejidad.

Da la impresión de que Matlock no oye la respuesta, o quizá no le interesa oírla, porque la jovialidad desaparece de su voz como si nunca hubiera estado.

—Aunque, ojo, un puesto de supervisor como ese es un arma de doble filo. Buscaríamos a un agente veterano cuya carrera sirviera de modelo a nuestros reclutas, jóvenes e idealistas. Hombres y mujeres, de más está decir. Habría que convencer al Consejo de que el candidato no es susceptible ni remotamente de ser acusado de conducta indebida. Y la responsabilidad de asesorarlo recaería en el Secretariado, como es lógico y natural. En tu caso, quizá tendríamos que plantearnos cierta reestructuración creativa del currículo.

—Eso sería muy generoso, Billy.

—Ya puedes decirlo, Luke —convino Matlock—. Ya puedes decirlo. Y también dependería hasta cierto punto de tu actual comportamiento.

¿Quién era Yvonne? Durante el primero de esos tres meses Luke se había trastocado un poco por ella, ahora podía decirlo, podía reconocerlo. Le atraía su recato y su reserva, que anhelaba compartir. Su cuerpo discretamente perfumado, en el supuesto de que algún día accediera a mostrárselo, debía de rayar en lo clásico, Luke se lo imaginaba perfectamente. Sin embargo podían pasarse interminables horas sentados juntos, codo con codo ante la pantalla del ordenador, o examinando el mural digno de la Tate Modern, percibiendo su mutuo calor corporal, rozándose las manos sin querer. Podían compartir cada giro y cada viraje en la persecución, cada rastro falso, cada callejón sin salida y cada triunfo pasajero; todo a una distancia de escasos centímetros el uno del otro, en el dormitorio de la primera planta de una casa secreta que durante la mayor parte del día ocupaban solo ellos dos.

Y aun así, nada: hasta una noche en que estaban sentados a la mesa de la cocina, exhaustos y solos, disfrutando de un tazón de sopa de Ollie y, a sugerencia de Luke, un trago del whisky de Héctor, el de Islay. Sorprendiéndose a sí mismo, preguntó a Yvonne a bocajarro qué vida llevaba fuera de allí, y si tenía a alguien que le ofreciese apoyo en sus estresantes esfuerzos, a lo que añadió, con aquella sonrisa triste tan suya, de la que se avergonzó de inmediato, que al fin y al cabo el peligro estaba en las respuestas, ¿o no?, nunca en las preguntas, no sé si me explico.

La respuesta tardó un rato en cobrar forma:

—Estoy al servicio de la administración pública —dijo ella con la voz robótica de alguien que habla a la cámara en un concurso—. No me llamo Yvonne. Dónde trabajo no es asunto tuyo. Pero no creo que estés preguntándome eso. Soy un hallazgo de Héctor, como supongo que lo eres tú también. Pero tampoco creo que estés preguntándome eso. Estás preguntándome por mi orientación. Y de paso si quiero acostarme contigo.

—¡Yvonne, no era esa mi intención ni mucho menos! —protestó Luke, faltando a la verdad.

—Y para tu información, estoy casada con un hombre a quien amo, tenemos una hija de tres años, y no ando follando por ahí ni siquiera con personas tan agradables como tú. Así que sigamos con la sopa, ¿quieres? —propuso ella, ante lo que, asombrosamente, los dos prorrumpieron en catárticas carcajadas y, eliminada la tensión, regresaron en paz a sus respectivos rincones.

¿Y Héctor quién era, después de tres meses con él, aunque fuese con presencias esporádicas? ¿Héctor, el de la mirada enfebrecida y las diatribas escatológicas contra los sinvergüenzas de la City, origen de todos nuestros males? Según la rumorología de la Agencia, Héctor, para salvar la vida de su empresa familiar, había recurrido a métodos perfeccionados a lo largo de media vida en la magia negra, y considerados, incluso desde el alevoso punto de vista de la City, sucios. ¿Se inspiraba, pues, en la venganza su actuación contra los malhechores de la City? ¿O en la culpabilidad? A Ollie, que no solía prestarse al chismorreo, no le cabía duda: la experiencia de Héctor con las malas prácticas de la City —y su propia utilización de estas, dijo Ollie— lo había convertido de la noche a la mañana en un ángel vengador. «Es un voto que ha hecho —les confió una noche en la cocina mientras aguardaban una de las apariciones tardías de Héctor—. Va a salvar al mundo antes de abandonarlo aunque le cueste la vida».

Pero la verdad era que Luke siempre se había dejado arrastrar por las preocupaciones. Desde la infancia se preocupaba indiscriminadamente, poco más o menos de la misma manera que se enamoraba.

Podía preocuparse tanto por si su reloj se adelantaba o atrasaba diez segundos como por los derroteros de un matrimonio que estaba anulado en todas las habitaciones excepto la cocina.

Se preocupaba de si las pataletas de Ben escondían algo aparte de los dolores del crecimiento, y de si Ben no quería a su padre por orden de su madre.

Se preocupaba por el hecho de sentirse en paz cuando trabajaba, y de ser un cúmulo de cabos inconexos cuando no trabajaba, incluso en ese momento, mientras caminaba a solas.

Se preocupaba por si debería haberse tragado el orgullo y aceptado el psicólogo ofrecido por la Reina Humana.

Se preocupaba por Gail, y por su deseo hacia ella, o hacia alguna chica como ella: una chica con verdadera luz en la cara en lugar de la sombra que seguía a Eloise a todas partes incluso cuando la iluminaba el sol.

Se preocupaba por Perry y procuraba no envidiarlo. Se preocupaba ante la duda de qué parte de él se impondría en una situación de emergencia operacional: sería el intrépido montañero o el moralista universitario con poco mundo, y en todo caso, ¿había alguna diferencia?

Se preocupaba por el inminente duelo entre Héctor y Billy Boy Matlock, y por cuál de ellos perdería antes los estribos, o lo haría ver.

Al abandonar el refugio del Regent’s Park, se adentró en la muchedumbre de compradores dominicales en busca de alguna ganga. Cálmate, se dijo. Todo saldrá bien. Héctor está al frente, no tú.

Iba tomando nota de los jalones que dejaba atrás. Desde Colombia, los jalones eran importantes para él. Si llegaban a secuestrarlo, esas serían las últimas cosas que vería antes de ponerle la venda en los ojos.

El restaurante chino.

El club nocturno Big Archway.

La librería Gentle Reader.

Este es el café molido que olí mientras forcejeaba con mis agresores.

Esos son los últimos pinos nevados que vi en el escaparate de la tienda de material artístico antes de perder el conocimiento de un golpe.

Este es el número 9, la casa donde volví a nacer, tres peldaños hasta la puerta de entrada y actúa como un vecino cualquiera.