En la calle, por encima del sótano, pasa una ambulancia a toda velocidad, y el ululato de la sirena parece un grito por el dolor del mundo entero.
En la ventosa torrecilla semihexagonal con vistas a la ensenada, Dima se remanga el brazo izquierdo de la camisa de raso. En el inconstante claro de luna al que ha dado paso el sol ya oculto, Perry distingue a una Virgen de pechos desnudos entre voluptuosos ángeles en posturas seductoras. El tatuaje desciende desde el descomunal hombro hasta la cadena de oro de su Rolex con piedras preciosas.
—¿Quiere saber quién me hizo este tatuaje, Catedrático? —susurra con la voz ronca a causa de la emoción—. ¿Una hora al día durante seis puñeteros meses?
Sí, a Perry le gustaría saber quién le tatuó en el colosal brazo una Virgen en topless con su coro femenino y tardó seis meses en hacerlo. Le gustaría saber qué relación guarda Nuestra Señora con las aspiraciones de Dima a una plaza en Roedean para Natasha, o a la residencia permanente en Gran Bretaña para toda su familia a cambio de cierta información vital, pero el profesor de literatura inglesa que lleva dentro también está descubriendo que Dima el narrador tiene su propia línea argumental y que sus tramas se caracterizan por la digresión.
—Esto lo hizo mi Rufina, una zek, como yo. Le dedicaba una hora al día. En el campo de trabajo hacía de fulana. Tenía tuberculosis. Nada más acabarlo, murió. Vivir para ver, ¿eh? Vivir para ver.
Un silencio respetuoso mientras ambos contemplan la obra maestra de Rufina.
—¿Sabe qué es Kolyma, Catedrático? —pregunta Dima, con la voz aún empañada—. ¿Ha oído hablar?
Sí, Perry sabe qué es Kolyma. Ha leído a Solzhenitsin. Ha leído a Shalámov. Sabe que el Kolyma es un río al norte del Círculo Ártico, y que dio nombre a los campos de trabajo más severos del archipiélago Gulag, antes o después de Stalin. También conoce el significado de zek: los reclusos de Rusia, millones y millones.
—A los catorce años ya era un puñetero zek en Kolyma. Preso común, por delincuencia, no por política. La política es una mierda. La delincuencia es pura. Quince años.
—¿Pasó quince años en Kolyma?
—Y tanto, Catedrático. Quince años de condena.
En la voz de Dima la angustia ha dado paso al orgullo.
—Dima, el preso común, tenía el respeto de los otros presos. ¿Y por qué acabé en Kolyma? Por asesinato. Era un buen asesino. ¿A quién asesiné? A un miserable apparatchik soviético de Perm. Nuestro padre se suicidó, se cansó; bebía mucho vodka. Mi madre, para darnos de comer, sopa, tenía que follar con ese apparatchik miserable. En Perm, vivíamos en un apartamento comunal. Treinta personas, ocho habitaciones miserables, una cocina miserable, un cagadero, todo el mundo apestaba y fumaba. A los niños no nos gustaba ese apparatchik miserable que se follaba a nuestra madre. Cuando el apparatchik venía a visitarnos, teníamos que quedarnos fuera, en la cocina, al otro lado de un tabique muy delgado. Traía comida, se follaba a mi madre. Todo el mundo nos miraba: escucha a tu madre, es una puta. Teníamos que taparnos los puñeteros oídos con las manos. ¿Quiere saber una cosa, Catedrático?
Perry sí quiere.
—¿Sabe de dónde sacaba la comida ese fulano, el apparatchik?
Perry no lo sabe.
—¡Era un puto intendente militar! Repartía la comida en el cuartel. Llevaba pistola. Una pistola preciosa, con funda de piel… todo un héroe. Pruebe a follar con una cartuchera alrededor del culo. Habría que ser un acróbata. Ese intendente militar, ese apparatchik, se quitaba los zapatos. Se quitaba esa pistola preciosa. Dejaba la pistola dentro de un zapato. Vale, me digo. Igual ya te has follado a mi madre más que suficiente. Igual no te la follas más. Igual ya nadie sigue mirándonos como a los hijos de una puta. Llamo a la puerta. La abro. Soy educado. «Perdone», digo. «Soy Dima. Perdone, miserable camarada Apparatchik. ¿Puedo coger prestada su preciosa pistola, si no le importa? Tenga la amabilidad de mirarme a la cara una vez. Si no me mira, ¿cómo voy a matarlo? Muchas gracias, camarada». Mi madre me mira. No dice nada. El apparatchik me mira. Lo mato, al muy mamón. De un solo tiro.
Dima se apoya el índice en el puente de la nariz, señalando por dónde entró la bala. Perry recuerda que tocó con ese mismo dedo las narices de sus hijos durante el partido de tenis.
—¿Por qué asesiné a ese apparatchik? —pregunta Dima retóricamente—. Por mi madre, que protegía a sus hijos. Por amor al chiflado de mi padre, que se suicidó. Por el honor de Rusia, por eso lo maté, al muy mamón. Y para acabar con las miradas de los demás en el pasillo, seguramente. Por eso en Kolyma me acogieron bien. Yo era un krutoi, un buen tío: ningún problema, como una seda. Era un buen chico ruso, puro. No era un preso político. Era un preso común. Era un héroe, un luchador. Maté a un apparatchik del ejército, a lo mejor también de la Cheka, seguro. Si no, ¿por qué iban a caerme quince años? Tenía honor. No soy…
Al llegar a este punto de la historia, Perry titubeó, y asomó a su voz un tono de inseguridad.
—«No soy un “pájaro carpintero”. No soy un “perro”, Catedrático» —continuó con incertidumbre, y advirtió que Héctor levantaba la mano.
—Con eso, quería decir «informante» —explicó Héctor—. Pájaro carpintero, perro, gallina: tiene donde elegir. Todo eso significa «informante». Intentaba convencerlo de que no lo es cuando en realidad sí lo es.
Con un gesto de asentimiento para dar a entender que admitía los conocimientos superiores de Héctor, Perry reanudó el relato.
—Un día, pasados tres años, ese buen chico, Dima, se hace hombre. ¿Cómo se hace hombre? Lo convierte en hombre mi amigo Nikita. ¿Quién es Nikita? Nikita es también honorable, también un buen luchador, un gran delincuente. Será un padre para este buen chico, este Dima. Será un hermano para él. Protegerá a Dima. Querrá a Dima. Y el suyo será un amor puro. Un día, un buen día para mí, un día de orgullo, Nikita me lleva ante los vory. ¿Sabe qué son los vory, Catedrático? ¿Sabe qué es vor?
Sí, Perry sabe incluso qué son los vory. También sabe qué es un vor. Ha leído a Solzhenitsin, ha leído a Shalámov. Ha leído que en el Gulag los vory son los árbitros de los presos y los encargados de administrar justicia, una hermandad de delincuentes honorables que han jurado acatar un riguroso código de conducta, renunciar al matrimonio, la propiedad y toda relación servil con el Estado; que los vory veneran el sacerdocio y se deleitan en su mística; y que vor es el singular de vory, forma plural. Y que el orgullo de los vory estriba en ser Delincuentes dentro de la Ley, una aristocracia muy al margen de la chusma callejera que jamás ha conocido una ley.
—Mi Nikita habla con un comité de vory muy importante. Asisten a esa reunión muchos delincuentes importantes, muchos buenos luchadores. Él dice a los vory: «Queridos hermanos míos, os presento a Dima. Dima, hermanos míos, ya está preparado. Aceptadlo». Y ellos aceptan a Dima, lo hacen hombre. Lo convierten en un delincuente honorable. Pero Nikita aún debe proteger a Dima. Porque Dima… es… su…
Mientras Dima el delincuente honorable busca el mot juste, Perry el profesor saliente de Oxford acude en su ayuda:
—¿Discípulo?
—¡Discípulo! ¡Sí, Catedrático! ¡Como los de Jesús! Nikita protegerá a su discípulo Dima. Es lo normal. Es la ley de los vory. Siempre lo protegerá. Es una promesa. Nikita me ha convertido en vor. Por tanto me protege. Pero Nikita muere.
Dima se enjuga la frente calva con el pañuelo, se restriega los ojos con la muñeca, se pinza las aletas de la nariz con el pulgar y el índice como un nadador al salir del agua. Cuando aparta la mano, Perry advierte que llora por la muerte de Nikita.
Héctor ha propuesto un descanso natural. Luke ha preparado café. Perry acepta una taza y, ya puestos, una galleta digestiva de chocolate. El profesor que lleva dentro está en plena exposición, reorganizando datos y observaciones, presentándolos con toda la precisión y exactitud a su alcance. Pero nada puede apagar del todo el brillo de la emoción en sus ojos, el acaloramiento en sus mejillas enjutas.
Y tal vez en su afán de autocorrección toma conciencia de ello y se inquieta, razón por la que, cuando continúa, elige un estilo narrativo sincopado, casi brusco, más en consonancia con la objetividad pedagógica que con el ímpetu de la aventura.
—Nikita cogió el tifus. Era pleno invierno. Sesenta grados bajo cero, más o menos. Morían muchos presos. A los celadores les importaba un carajo. Los hospitales no estaban allí para curar; eran sitios donde morir. Nikita era duro de roer y tardó lo suyo en sucumbir. Dima cuidó de él. Abandonó los trabajos forzados, acabó en la celda de castigo. Cada vez que lo dejaban salir, volvía junto a Nikita al hospital, hasta que se lo llevaban a rastras una vez más. Palizas, hambre, privación de luz, encadenado a una pared a temperaturas bajo cero. Todos esos servicios para los que ustedes subcontratan a países menos escrupulosos, y luego hacen ver que no saben nada —añade Perry en un asomo de hostilidad medio humorístico que no surte el efecto deseado—. Y mientras reconfortaba a Nikita, acordaron que Dima introduciría a su propio protegido en la Hermandad de los vory. Fue un momento solemne, por lo visto: Nikita, moribundo, designando su posteridad por medio de Dima. La transmisión del cáliz en tres generaciones de delincuentes. El protegido de Dima… el discípulo, como ahora se complacía en llamarlo, gracias a mí, me temo… era un tal Mijaíl, alias Misha. —Perry reproduce el momento—: «“Misha es un hombre de honor, ¡como yo!”, les digo», proclama Dima al máximo comité de vory. «Es un preso común, no político. Misha ama a la verdadera Madre Rusa, no a la Unión Soviética. Misha respeta a todas las mujeres. Es fuerte, es puro, no es un informante, no es militar, no es celador, no es del KGB. No es policía. Mata a policías. Desprecia a todos los apparatchiks. Misha es mi hijo. Es vuestro hermano. Vory, aceptad al hijo de Dima como hermano vuestro».
Perry en actitud decididamente profesoral una vez más. Señoras y señores, tomen nota de la siguiente información si son tan amables. El fragmento que voy a leerles representa la versión abreviada de la historia personal de Dima, tal como él la contó, entre trago y trago de vodka, en la atalaya de aquella casa llamada Las Tres Chimeneas:
—En cuanto lo soltaron de Kolyma, volvió de inmediato a Perm y llegó justo a tiempo para enterrar a su madre. Los primeros años de la década de los ochenta fueron de gran prosperidad para los delincuentes. Esa vida a todo tren era peligrosa y breve, pero rentable. Con sus impecables credenciales, Dima fue recibido con los brazos abiertos por los vory locales. Descubriendo que poseía un talento innato para los números, enseguida se involucró en la especulación ilegal de divisas, las estafas a aseguradoras y el contrabando. Un historial de delitos menores en rápido aumento lo lleva a la Alemania del Este comunista, donde se especializa en robo de coches, falsificación de pasaportes y tráfico de divisas. Y de paso aprende a hablar el alemán. Toma a tantas mujeres como se le ponen a tiro, pero su compañera constante es Tamara, metida en el mercado negro, tratante en géneros tan insólitos como la ropa de mujer y los alimentos básicos, residente en Perm. Con la ayuda de Dima y cómplices de orientación similar, Tamara dirige también un negocio paralelo basado en la extorsión, el secuestro y el chantaje. Debido a esto, entra en conflicto con una hermandad rival, que primero la coge prisionera y la tortura, y luego le carga el mochuelo por un delito que no ha cometido y se la entrega a la policía, que la tortura un poco más. Dima explica el «problema» de Tamara: «Nunca canta, Catedrático, ¿me oye? Es una buena delincuente, mejor que un hombre. La meten en la celda de presión. ¿Sabe qué es una celda de presión? La cuelgan cabeza abajo, la violan diez veces, veinte, la muelen a palos, pero ella no canta. Los manda a la mierda. Tamara, una gran luchadora, no una “perra”».
De nuevo Perry dejó caer la palabra con inseguridad, y de nuevo Héctor acudió discretamente en su rescate:
—«Perra» es aún peor que perro o pájaro carpintero. Una perra incumple el código del hampa. A esas alturas Dima se siente ya desbordado por la culpabilidad.
—Entonces quizá por eso se le trabó la lengua al pronunciar la palabra —sugirió Perry, y Héctor coincidió en que quizá así fuera.
Perry otra vez en el papel de Dima:
—Un día la policía se hartó ya tanto de ella que la desnudó y la dejó en la puta nieve. No cantó en ningún momento, ¿me oye? Se volvió un poco loca, eso sí. Habla con Dios. Compra muchos iconos. Entierra dinero en el puto jardín y no lo encuentra, ¿qué más da? Es una mujer leal, ¿me entiende? Nunca la dejaré. A la madre de Natasha la quería, pero a Tamara nunca la dejaré. ¿Me oye?
Perry lo oye.
En cuanto Dima empieza a ganar dinero de verdad, manda a Tamara a una clínica de reposo y rehabilitación en Suiza y luego se casa con ella. Al cabo de un año nacen los gemelos. Poco después de la boda se conoce el compromiso nupcial de Olga, la hermana de Tamara, mucho menor y de una belleza espectacular, una buscona de lujo muy valorada entre los vory. Y el novio no es otro que el querido discípulo de Dima, Misha, que también ha salido ya de Kolyma.
—La unión de Olga y Misha colma de felicidad a Dima —declaró Perry—. En adelante Dima y Misha serían auténticos hermanos. Conforme a la ley de los vory Misha ya era hijo de Dima, pero con ese matrimonio la relación familiar entre ellos era absoluta. Los hijos de Dima serían los hijos de Misha; los hijos de Misha serían los suyos —añadió, y se recostó en actitud concluyente, como si esperase las preguntas del público.
Pero Héctor, que había advertido, sonriente, cómo se refugiaba Perry en su piel académica, prefirió ofrecer un comentario irónico con su propio sello:
—Lo cual no deja de ser una rareza por parte de esos condenados vory, ¿no le parece? Tan pronto reniegan del matrimonio, la política, el Estado y toda la pesca, como los encontramos de tiros largos, pavoneándose por el pasillo de la iglesia al son de las campanas. Tómese otro trago de esto. Solo un dedo. ¿Con agua?
A continuación, el ligero trasiego de la botella y la jarra de agua.
—Eso era, pues, aquella gente, ¿no? —reflexionó Perry a destiempo, y tomó un sorbo del whisky aguado—. Todos aquellos tíos y primos tan raros de Antigua. Eran Delincuentes dentro de la Ley, y estaban allí para expresar sus condolencias por la muerte de Misha y Olga.
De nuevo Perry en resuelta actitud profesoral. Perry en función de historiador capsular, y nada más:
Perm se ha quedado pequeño para Dima o para la Hermandad. El negocio está en expansión. Los sindicatos del crimen forman alianzas. Se llega a acuerdos con mafias extranjeras. Y lo mejor de todo: Dima, la bête intellectuelle de Kolyma sin la menor formación, ha descubierto un don natural para el blanqueo de beneficios procedentes de actividades delictivas. Cuando la Hermandad de Dima decide introducirse en Estados Unidos, lo envía a él a Nueva York para fundar una cadena de blanqueo radicada en Brighton Beach. Dima se lleva a Misha para imponer su ley. Cuando la Hermandad decide inaugurar una rama europea en el negocio de blanqueo de dinero, designa a Dima para el puesto. Antes de aceptar, Dima, como condición, solicita de nuevo el nombramiento de Misha, esta vez como número dos suyo en Roma. Solicitud concedida. Ahora los Dima y los Misha son en efecto una sola familia: operan juntos en los negocios, actúan juntos, intercambian casas y visitas, admiran mutuamente a sus hijos.
Perry tomó otro sorbo de whisky.
—Eso era en los tiempos del Príncipe anterior —dijo casi con nostalgia—. Para Dima, la época dorada. El Príncipe anterior era un auténtico vor. A ojos de Dima, era incapaz de hacer nada malo.
—¿Y qué hay del nuevo Príncipe? —pregunta Héctor con tono provocador—. ¿El joven? ¿Alguna idea de por dónde van los tiros?
Perry no le ve la gracia.
—Usted bien lo sabe —gruñe. Y añade—: El Príncipe es la peor perra de todos los tiempos. El traidor entre todos los traidores. Es el Príncipe que entrega a los vory al Estado, y eso es lo peor que puede hacer un vor. Traicionar a un hombre así es una obligación, no un delito.
—¿Le caen bien esas niñas, Catedrático? —pregunta Dima con un tono de falso distanciamiento, echando atrás la cabeza y fingiendo examinar los paneles desconchados del techo—. ¿Katia? ¿Irina? ¿Le caen bien?
—Claro que sí. Son un encanto.
—¿Y a Gail? ¿También a ella le caen bien?
—Ya sabe usted que sí. Siente mucha lástima por ellas.
—¿Qué le han contado a Gail, las niñas? ¿Sobre la muerte de su padre?
—Que fue un accidente de coche. Hace diez días. En las afueras de Moscú. Una tragedia. El padre y la madre, los dos.
—Claro. Fue una tragedia. Fue un accidente de coche. Un simple accidente de coche. Un accidente de coche normal y corriente. En Rusia hay muchos accidentes de coche así. Cuatro hombres, cuatro Kaláshnikovs, quizá sesenta balas, ¿a quién coño le importa? Eso es un puñetero accidente de coche, Catedrático. Un cadáver, veinte o quizá treinta balas. Mi Misha, mi discípulo, aún joven, cuarenta años. Dima lo presentó ante los vory, lo hizo hombre. —Un arrebato de rabia—: ¿Y por qué no protegí a mi Misha? ¿Por qué le dejé ir a Moscú? ¿Por qué dejé que el Príncipe, esa perra, enviara a sus cabrones a matarlo de veinte o treinta balazos? ¿A matar a Olga, la preciosa hermana de mi mujer, Tamara, madre de las hijas de Misha? ¿Por qué no lo protegí? ¡Usted es catedrático! Hágame el favor de explicarme por qué no protegí a mi Misha.
Si ha sido la rabia, no el volumen, lo que ha conferido a su voz una fuerza ultraterrena, es su carácter camaleónico lo que le permite desprenderse de la rabia en favor de una actitud reflexiva muy eslava, dominada por el desaliento.
—Vale. Es posible que la hermana de Tamara, Olga, no fuese tan puñeteramente religiosa —dice, admitiendo un razonamiento que Perry no ha planteado—. Digo a Misha: «Puede que tu Olga mire aún demasiado a otros hombres, tiene un buen culo. A lo mejor te convendría dejar de andar folleteando por ahí, Misha, quedarte más en casa, como hago yo ahora, ocuparte un poco más de ella». —Vuelve a bajar la voz hasta reducirla de nuevo a un susurro—: Treinta puñeteras balas, Catedrático. El Príncipe, esa perra, tiene que pagar por esos treinta tiros a mi Misha.
Perry se había quedado en silencio. Era como si un timbre lejano hubiera anunciado el final de la clase, y él tomara conciencia con retraso. Por un momento dio la impresión de que se sorprendía de su propia presencia ante aquella mesa. A continuación, sacudiéndose en un respingo su cuerpo largo y anguloso, entró de nuevo en el tiempo presente.
—Pues en esencia a eso se reduce —dijo como para resumir—. Dima se ensimismó durante un rato, volvió en sí, pareció desconcertado al verme allí, molesto por mi presencia, y finalmente decidió que yo no era un problema, volvió a olvidarse de mí, se tapó la cara con las manos y murmuró algo para sí en ruso. Después se levantó, se palpó bajo la camisa de raso y sacó de un tirón el pequeño paquete que he incluido en mi documento —prosiguió—. Me lo entregó, me abrazó. Fue un momento emotivo.
—Para los dos.
—Cada uno lo vivió a su manera, pero sí, para los dos. Eso creo.
De pronto pareció tener prisa por regresar junto a Gail.
—¿Alguna instrucción adjunta, con el paquete? —preguntó Héctor mientras a su lado el pequeño Luke, clase B, sonreía por encima de las manos melindrosamente entrelazadas.
—Claro. «Lleve esto a sus apparatchiks, Catedrático. Un regalo del blanqueador de dinero número uno del mundo. Dígales que quiero juego limpio». Tal como escribí en mi documento.
—¿Tiene idea de qué contenía el paquete?
—Simples conjeturas, la verdad. Estaba envuelto en algodón y film transparente. Como usted ha visto. Supuse que era una casete, de dictáfono o algo así. Al menos esa impresión daba.
Héctor no se dejó convencer.
—Y no intentó abrirlo.
—No, por Dios. Iba dirigido a ustedes. Yo solo me aseguré de que quedara bien sujeto al interior de la tapa del informe.
Pasando despacio las hojas del documento de Perry, Héctor movió la cabeza en un distraído gesto de asentimiento.
—Lo llevaba pegado al cuerpo —prosiguió Perry, sintiendo a todas luces la necesidad de eludir el creciente silencio—. Inevitablemente, pensé en Kolyma, en los trucos que debían de inventar. Para ocultar mensajes y demás. El paquete chorreaba. Tuve que secarlo con una toalla cuando regresé al bungalow.
—¿Y no lo abrió?
—Ya he dicho que no. ¿Por qué iba a abrirlo? No tengo por costumbre leer las cartas de los demás. Ni escucharlas.
—¿Ni siquiera antes de pasar por la aduana en Gatwick?
—Claro que no.
—Pero lo palpó.
—Por supuesto. Acabo de decírselo. ¿A qué viene todo esto? A través del film de plástico. Y el algodón. Cuando me lo dio.
—Y cuando se lo dio, ¿qué hizo usted con él?
—Guardarlo en sitio seguro.
—¿Y eso dónde fue?
—¿Cómo dice?
—Ese sitio seguro. ¿Dónde fue?
—En mi neceser. En cuanto llegamos al bungalow, fui derecho al cuarto de baño y lo dejé allí.
—Al lado de su cepillo de dientes, por así decirlo.
—Por así decirlo.
Otro largo silencio. ¿Se les hizo a ellos tan largo como a Perry? Seguramente no.
—¿Por qué? —preguntó Héctor por fin.
—Por qué ¿qué?
—En el neceser —respondió Héctor con paciencia.
—Pensé que sería lo más seguro.
—¿Cuando pasase por la aduana en Gatwick?
—Sí.
—¿Pensó que es ahí donde todo el mundo guarda sus casetes?
—Solo pensé que… —Se encogió de hombros.
—¿Que llamaría menos la atención en un neceser?
—Algo así.
—¿Lo sabía Gail?
—¿Cómo? Claro que no. No.
—¡Solo faltaría! ¿La grabación está en ruso o en inglés?
—¿Cómo quiere que lo sepa? No la escuché.
—¿Dima no le dijo en qué idioma estaba?
—No me dio descripción alguna, aparte de lo que ya les he dicho. Salud.
Apuró el último trago de whisky muy aguado y plantó el vaso en la mesa con un sonoro golpe, en expresión de perentoriedad. Pero Héctor no compartió sus prisas ni remotamente. Todo lo contrario. Volvió a la página anterior del documento de Perry; luego pasó otro par de hojas hacia delante.
—Una vez más, pues: ¿por qué? —insistió Héctor.
—Por qué ¿qué?
—¿Por qué hizo una cosa así? ¿Por qué pasó a escondidas por la aduana británica un paquete poco fiable para un maleante ruso? ¿Por qué no tirarlo al Caribe y olvidarse de todo?
—Yo diría que es evidente.
—Para mí sí lo es. Pero nunca habría pensado que lo fuese para usted. ¿Por qué lo considera tan evidente?
Perry buscó, pero al parecer no tenía respuesta a esa pregunta.
—¿Porque ahí está, acaso? —propuso Héctor—. ¿No esa la razón por la que escalan los escaladores?
—Eso dicen.
—Gilipolleces, créame. No es por eso: es porque están ahí los escaladores. No le echemos la culpa a la condenada montaña. La culpa es de los escaladores. ¿Coincide conmigo?
—Es posible.
—Son ellos quienes ven la cumbre allí a lo lejos. A la montaña se la trae floja.
—Es posible, sí —una sonrisa poco convincente.
—¿Comentó Dima cuál sería su participación personal, la de usted, en esas negociaciones… si llegaban a producirse? —preguntó Héctor después de lo que a Perry se le antojó una dilación interminable.
—Más o menos.
—¿En qué sentido… más o menos?
—Quería que yo estuviese presente.
—Presente ¿por qué?
—Para velar por el juego limpio, se ve.
—¿El juego limpio? No me joda. El juego limpio ¿de quién?
—El de ustedes, mucho me temo —respondió Perry a su pesar—. Quería que yo mediase para obligarlos a cumplir su palabra. Como quizá hayan notado, siente aversión por los apparatchiks. Quiere admirarlos porque son caballeros ingleses, pero no se fía porque son apparatchiks.
—¿Es esa la impresión que usted tiene? —escrutando a Perry con sus desmesurados ojos grises—. ¿Que somos apparatchiks?
—Es posible —admitió Perry una vez más.
Héctor se volvió hacia Luke, que seguía igual de envarado junto a él.
—Luke, muchacho, se me hace que tienes una cita. No querríamos entretenerte.
—Claro —dijo Luke, y dirigiendo una imperiosa sonrisa de despedida a Perry, abandonó obedientemente la sala.
El whisky de malta era de la isla de Skye. Héctor sirvió dos buenos vasos e invitó a Perry a echarse él mismo el agua.
—En fin, llegó la hora de las preguntas candentes —anunció—. ¿Se siente con ánimos?
¿Cómo no?
—Observamos una discrepancia. Una de padre y muy señor mío.
—Yo no he notado ninguna.
—Yo sí. Tiene que ver con lo que no ha incluido en su óptimo examen escrito, y lo que hasta el momento ha omitido en el oral, por lo demás impecable. ¿Se lo explico yo, o lo hace usted?
Visiblemente incómodo, Perry volvió a encogerse de hombros.
—Usted mismo.
—Será un placer. En ambos ejercicios se ha abstenido de informarnos sobre una cláusula clave en los términos y condiciones tal como se nos transmiten en el paquete que usted, ingeniosamente, pasó a escondidas por el aeropuerto de Gatwick en su neceser o, como decíamos antes, estuche de aseo. Dima insiste… y no «más o menos», como usted sostiene, sino como punto innegociable… y Tamara insiste, lo que, sospecho, es aún más importante pese a las apariencias… en que usted, Perry, esté presente en todas las negociaciones, que se desarrollarán en inglés por consideración a usted. ¿Por casualidad le mencionó Dima esa condición en el transcurso de sus disquisiciones?
—Sí.
—Pero a usted le ha parecido innecesario comentárnoslo.
—Sí.
—¿Eso no se deberá por ventura a que Dima y Tamara especifican asimismo la participación no solo del «Catedrático» Makepiece, sino también de una dama que se complacen en presentar como «madame Gail Perkins»?
—No —respondió Perry, reflejándose la tensión en su voz y su mandíbula.
—¿No? No ¿qué? No, ¿no suprimió usted unilateralmente esa condición en sus exposiciones escrita y oral?
Tan vehemente y precisa fue la respuesta de Perry que resultó obvio que la tenía ya preparada. Pero primero cerró los ojos como si consultase con sus demonios internos.
—Lo haré por Dima. Lo haré incluso por ustedes. Pero lo haré yo solo o no lo haré.
—A pesar de que en esa dispersa diatriba dirigida a nosotros —prosiguió Héctor con un tono ajeno a la efectista declaración de Perry—, Dima hace referencia también a un encuentro programado para el próximo mes de junio en París. El día 7, para ser exactos. Un encuentro no con nosotros los despreciados apparatchiks, sino con usted y Gail, cosa que se nos antoja un tanto insólita. ¿Puede por ventura aclararlo?
Perry no podía o no quería. Contemplaba la penumbra con expresión ceñuda, manteniendo la larga mano ahuecada ante la boca como si cargase un arma por el cañón.
—Por lo visto, propone una cita —continuó Héctor—. O mejor dicho, remite a una cita que ya ha propuesto y a la que, según parece, usted ha accedido. ¿Dónde tendrá lugar?, nos preguntamos. ¿Al pie de la torre Eiffel al sonar las doce de la noche con un ejemplar de ayer de Le Fígaro?
—No, obviamente no.
—Entonces, ¿dónde?
Después de decir entre dientes «A la mierda, pues», Perry hundió la mano en el bolsillo de la chaqueta, sacó un sobre azul y lo dejó ruidosamente, sin miramientos, en la mesa ovalada. No estaba cerrado. Héctor lo cogió, abrió la solapa meticulosamente con las yemas de los dedos blancos y descarnados, extrajo dos tarjetas azules impresas y las desplegó. Luego sacó una hoja de papel blanco, también plegada.
—¿Y para qué son exactamente estas entradas? —dijo tras someterlas, perplejo, a una inspección que en circunstancias normales habría bastado para proporcionar respuesta a su pregunta.
—¿Es que no lo ha leído? Para la final masculina del Abierto francés. Roland Garros, París.
—¿Y cómo han llegado a sus manos?
—Yo estaba pagando la factura del hotel. Gail hacía las maletas. Me las entregó Ambrose.
—¿Junto con esta amable nota de Tamara?
—Así es. Junto con la amable nota de Tamara. Bien deducido.
—La nota de Tamara estaba en el sobre con las entradas, imagino. ¿O iba aparte?
—La nota de Tamara iba en un sobre aparte, que estaba cerrado, y que he destruido —contestó Perry, espesándosele la voz por la ira—. Las dos entradas al estadio de Roland Garros estaban en un sobre sin cerrar. Es el sobre que ahora tiene usted en sus manos. Me deshice del sobre que contenía la carta de Tamara y metí la carta en el sobre de las entradas.
—Fenomenal. ¿Puedo leerla?
La leyó de todos modos:
Lo invitamos y rogamos que venga acompañado de Gail. Será un placer volver a reunimos con ustedes.
—Por el amor de Dios —musitó Perry.
Sean tan amables de estar en la Allée Marcel-Bernard del complejo de Roland Garros quince (15) minutos antes del inicio del partido. En esa allée hay muchas tiendas. Sean tan amables de prestar especial atención al escaparate de Adidas. Haremos ver que es una gran sorpresa encontrarnos allí. Haremos ver que es una coincidencia. Sean tan amables de comentar este asunto con sus funcionarios británicos. Ellos se harán cargo de la situación.
Sean tan amables igualmente de aceptar nuestra hospitalidad en el palco del representante de la compañía La Arena. Conviene que un responsable de la entidad secreta de Gran Bretaña esté en París durante esos días para una conversación muy discreta. Sean tan amables de mediar para que esto sea posible.
En Dios os amamos.
Tamara
—¿Esto es todo?
—Todo.
—Y usted está consternado. Molesto. Cabreado por tener que enseñar sus cartas.
—A decir verdad, estoy que echo las putas muelas —admitió Perry.
—Bien, pues antes de que estalle del todo, permítame ofrecerle cierta información gratis. Puede que no reciba más. —Se había echado hacia delante, inclinándose sobre la mesa, y en sus ojos grises de fanático se observaba un destello de entusiasmo—. Dima tiene previsto firmar en fecha próxima dos convenios de cesión de vital importancia por los que traspasará formalmente todo su sistema de blanqueo de dinero, en extremo ingenioso, a manos más jóvenes: esto es, el Príncipe y su séquito. Hablamos de sumas de dinero astronómicas. La primera firma se celebra en París el lunes, 8 de junio, al día siguiente de ese partido de tenis. La segunda y última firma… terminal, podríamos decir… tendrá lugar en Berna al cabo de tres días, el jueves 11 de junio. En cuanto Dima se haya desprendido de la obra de su vida, o sea, a partir de la firma en Berna el 11 de junio, estará a punto de caramelo para recibir el mismo trato poco cordial ofrecido a su amigo Misha: en otras palabras, mandarlo al otro barrio. Esto lo menciono a modo de paréntesis, para que tome usted conciencia del alcance de los planes de Dima, el desesperado aprieto en que se encuentra y los miles de millones acumulados, literalmente, que hay en juego. Hasta que firme es inmune. Uno no puede pegarle un tiro a su vaca lechera. En cuanto haya firmado, es hombre muerto.
—¿Por qué demonios va a Moscú para el funeral, pues? —objetó Perry con voz distante.
—Bueno, usted y yo no iríamos, ¿verdad que no? —concedió Héctor—. Pero nosotros no somos vory, y la venganza tiene su precio. También la supervivencia lo tiene. Mientras Dima no firme, está blindado. ¿Podemos centrarnos otra vez en usted?
—Si no hay más remedio.
—No, no lo hay. Acaba de comentar que está usted que echa las putas muelas. Bien, pues creo que no le falta razón para echarlas, y es consigo mismo con quien debe enfadarse, porque en cierto plano… en el plano de las relaciones sociales normales… está comportándose… en circunstancias difíciles, sí, todo hay que decirlo… como un machista de mierda. De nada sirve sulfurarse así. Fíjese en la que ha armado. Gail no ha podido subirse al tren, y arde en deseos. No sé en qué siglo se cree que vive, pero ella tiene tanto derecho como usted a tomar sus propias decisiones. ¿De verdad se ha planteado seriamente privarla de una entrada gratis para la final masculina del Abierto francés? ¿A Gail? ¿Su pareja en el tenis, así como en la vida?
Tapándose de nuevo la boca con la mano ahuecada, Perry ahogó un gemido.
—Eso mismo digo yo. En cuanto al otro plano, el de las relaciones sociales anormales, mi plano, el plano de Luke… el de Dima… lo que sí ha comprendido, y muy acertadamente, es que Gail y usted, por puro azar, se han metido en un campo de minas bien sembrado. Y su primer impulso, como corresponde a una persona honrada de su talante, ha sido apartar a Gail, y mantenerla apartada. También ha llegado a la conclusión, si no me equivoco, de que usted personalmente, por escuchar la propuesta de Dima, por transmitírnosla, y por ser designado árbitro, observador o como quiera que él lo llame, es, conforme a la ley de los vory, conforme a la visión de aquellos a quienes Dima se propone denunciar, un caso legítimo para la pena máxima. ¿Está de acuerdo?
De acuerdo.
—Quedaría por verse hasta qué punto Gail es un posible daño colateral. Sin duda usted también ha pensado en eso.
Perry había pensado en eso.
—Así las cosas, enumeremos las grandes preguntas. Gran pregunta número uno: ¿está usted, Perry, moralmente autorizado a no informar a Gail respecto al riesgo que corre? Respuesta, desde mi punto de vista: no. Gran pregunta número dos: una vez informada Gail, ¿está usted moralmente autorizado a privarla de la elección de subirse al tren, habida cuenta de su implicación emocional con las niñas de la familia de Dima, por no hablar ya de sus sentimientos hacia usted? Respuesta, desde mi punto de vista: otra vez no, pero eso podemos discutirlo más tarde. Y la número tres, que resulta un tanto sensiblera pero debe formularse: ¿se siente usted, Perry, se siente ella, Gail, se sienten los dos, como pareja, atraídos por la idea de hacer algo jodidamente peligroso en nombre de su país a cambio de casi nada salvo eso que a grandes rasgos llamamos «honor», muy conscientes de que si alguna vez sueltan prenda, aunque sea a la persona más cercana y querida, los perseguiremos hasta los confines de la tierra? —Introdujo un silencio para dejar hablar a Perry, pero como Perry permaneció callado, prosiguió—: Según consta en su ficha, considera usted que nuestra tierra verde y apacible necesita ser salvada de sí misma con urgencia. Da la casualidad de que esa es una opinión que comparto. He estudiado la enfermedad, he vivido en la ciénaga. Es mi conclusión bien fundada que, como ex gran nación, padecemos de corrupción corporativa a todos los niveles. Y ese no solo es el parecer de un carcamal achacoso. Para mucha gente de mi Agencia, no ver las cosas en blanco y negro es un credo. No me tome por uno de esos. Yo soy un radical tardío y furibundo con cojones. ¿Me sigue?
Un remiso gesto de asentimiento.
—Dima, al igual que yo, le ofrece la oportunidad de hacer algo en lugar de lamentarse y quedarse de brazos cruzados. Usted, por su parte, se muere de ganas y a la vez hace ver que no es así, postura que en esencia considero deshonesta. Por tanto, mi firme recomendación es que telefonee a Gail ahora mismo, acabe con su sufrimiento, le diga que mañana no vaya al trabajo con la excusa de que está enferma o algo así, y cuando usted llegue a Primrose Hill, cuéntele hasta el último detalle, por insignificante que sea, todo lo que le ha escondido hasta ahora. Mañana a las nueve vuelva aquí con ella. Mejor dicho, hoy a las nueve, vista la hora que es. Ollie pasará a recogerlos. Entonces firmarán una declaración aún más draconiana y peor redactada que la que los dos han firmado ya, y nosotros les contaremos el resto de la historia, no todo, sino solo lo estrictamente necesario para no echar a perder sus opciones si, entre los dos, deciden viajar a París, y a la vez lo menos posible por si deciden no ir. Si Gail pone alguna objeción por su cuenta, es asunto de ella, pero le apuesto cien contra nueve a que se subirá al tren y ahí seguirá hasta el final.
Perry levantó por fin la cabeza.
—¿Cómo?
—Cómo ¿qué?
—Salvar a Inglaterra ¿cómo? ¿De qué? Sí, ya, de sí misma. ¿Qué parte de sí misma?
Ahora le tocaba a Héctor reflexionar.
—Sencillamente tendrá que aceptar nuestra palabra.
—¿La palabra de su Agencia?
—De momento, sí.
—¿En virtud de qué? ¿No se supone que son ustedes esos caballeros que mienten por el bien del país?
—Esos son los diplomáticos. Nosotros no somos caballeros.
—Así que mienten para salvar el pellejo.
—Se equivoca otra vez. Esos son los políticos. Un mundo totalmente distinto.