Capítulo 6

—Por cierto, usará el nombre de Héctor —dijo el pequeño Luke, siempre eficiente, apartando la vista de su réplica de la carpeta beige.

—¿Eso es una advertencia o un mandato divino? —preguntó Perry desde detrás de sus manos desplegadas mucho después de renunciar Luke a una respuesta.

En la eternidad transcurrida desde la marcha de Gail, Perry había permanecido inmóvil en la mesa, sin levantar siquiera la cabeza ni cambiar de postura junto a la silla vacía de ella.

—¿Dónde está Yvonne?

—Se ha ido a casa —contestó Luke, otra vez absorto en su carpeta.

—¿Se ha ido o la han mandado?

No hubo respuesta.

—¿Es Héctor su jefe supremo?

—Digamos que yo soy de clase B y él es de clase A —trazando una marca con el lápiz.

—¿O sea que usted está a las órdenes de Héctor?

—Es otra manera de decirlo.

Y otra manera de eludir la respuesta.

A decir verdad, debía reconocer Perry basándose en todas las pruebas disponibles hasta el momento, Luke era una persona con quien podía llevarse bien. No era un hombre de altos vuelos, quizá. Clase B, como él mismo había dicho. Un poco pijo, tal vez, un poco producto de los colegios privados, y aun así fiable en una cordada.

—¿Héctor ha estado escuchándonos?

—Imagino que sí.

—¿Observándonos?

—A veces es mejor solo escuchar. Como una radionovela. —Y después de una pausa—: Una chica imponente, su Gail. ¿Llevan mucho tiempo juntos?

—Cinco años.

—Vaya.

—¿Por qué «vaya»?

—Bueno, opino lo mismo que Dima, supongo. Cásese pronto con ella.

Eso era terreno sagrado, y Perry se planteó decírselo, pero optó por perdonarlo y preguntar:

—¿Cuánto tiempo lleva usted en este trabajo?

—Veinte años, poco más o menos.

—¿Aquí o en el extranjero?

—Sobre todo en el extranjero.

—¿Provoca alguna distorsión?

—¿Cómo dice?

—El trabajo. ¿Le trastorna la mente? ¿Tiene conciencia de alguna… digamos… deformación profesional?

—¿Está preguntándome si soy un enfermo mental?

—Sin llegar a ese extremo. Solo… bueno, ¿cómo le afecta a largo plazo?

Luke mantuvo la cabeza gacha, pero el lápiz había dejado de vagar sobre el papel, y en su inmovilidad se adivinaba cierto desafío.

—¿A largo plazo? —repitió con intencionada perplejidad—. A largo plazo acabaremos todos en la tumba, imagino.

—Solo quería saber cómo lleva uno eso de representar a un país al que no le alcanza para pagar las facturas —explicó Perry, dándose cuenta ya demasiado tarde de que estaba metiéndose en honduras—. Según he leído en algún sitio, la buena labor de los servicios de inteligencia es hoy día lo único que nos asegura un puesto en la mesa del más alto nivel internacional —prosiguió en un torpe intento para salir del paso—. Debe de representar una gran tensión para los responsables directos, solo lo digo por eso. Es como boxear uno por encima de su peso —añadió en una referencia por completo involuntaria, que lamentó de inmediato, a la corta estatura de Luke.

Afortunadamente la espinosa conversación se vio interrumpida por el sonido de unas pisadas lentas y débiles en el techo, como de unas pantuflas, antes de iniciar el cauto descenso por la escalera del sótano. Como si obedeciera a una orden, Luke se puso en pie, se acercó al aparador, cogió una bandeja con whisky de malta, agua mineral y tres vasos y la colocó en la mesa.

Los pasos llegaron al pie de la escalera. La puerta se abrió. Perry se levantó instintivamente. Se produjo entonces una inspección mutua. Los dos hombres eran de la misma estatura, cosa poco habitual para ambos. A no ser por su espalda encorvada, acaso Héctor hubiese sido más alto. Con su frente ancha, bien proporcionada, y una mata de pelo blanco peinado hacia atrás en dos descuidadas ondas, parecía, pensó Perry, uno de esos viejos decanos un tanto excéntricos. Tendría alrededor de cincuenta y cinco años, calculó, pero vestía una eterna americana de sport marrón, raída, con ribetes de cuero en los puños y coderas de cuero. Los deformes pantalones grises de franela podrían haber sido los de Perry. También los rozados Hush Puppies. Las insulsas gafas sin montura podrían haber salido de la caja del padre de Perry en el desván.

Finalmente, pero al cabo de un buen rato, Héctor habló:

—Nada menos que el condenado Wilfred Owen —pronunció con una voz que de algún modo era a la vez vigorosa y reverencial—. Y el condenado Edmund Blunden. Y el condenado Siegfried Sassoon. Y el condenado Robert Graves. Y otros.

—¿Eso a qué viene? —preguntó Perry, desconcertado, sin concederse un momento para pensar.

—¡Hablo de aquel fabuloso artículo que escribió usted sobre todos ellos para la puta London Review of Books el pasado otoño! «El sacrificio de hombres valerosos no justifica la defensa de una causa injusta. P. Makepiece scripsit». ¡Una verdadera maravilla!

—Pues gracias —contestó Perry, inerme, y se sintió como un idiota por no haber establecido antes la conexión.

El silencio se impuso de nuevo mientras Héctor procedía a la admirativa inspección de su trofeo.

—Le diré lo que es usted, señor Perry Makepiece —anunció como si hubiese llegado a la conclusión que ambos esperaban—. Es usted un héroe del copón, eso es —cogiéndole la mano a Perry entre las suyas en un lánguido apretón—, y no estoy dándole coba. Ya sabemos qué piensa de nosotros. Algunos de nosotros pensamos eso mismo, y no nos equivocamos. El problema es que no hay otro sitio dónde agarrarse. El gobierno es una mierda; la mitad de los funcionarios han salido a comer. El Foreign Office no es más útil que un sueño húmedo; el país está en quiebra, y los banqueros se apropian de nuestro dinero y nos hacen un corte de mangas. ¿Y a nosotros qué solución nos queda? ¿Nos quejamos a mamá o lo arreglamos? —Sin esperar la respuesta de Perry, añadió—: Me imagino que cagó sangre antes de acudir a nosotros. Pero acudió. Una pizca —dijo a Luke en referencia al whisky de malta después de soltarle la mano a Perry—. Para Perry, lo mínimo. Mucha agua y el alpiste justo para que se suelte la melena. ¿Le importa si me acomodo al lado de Luke? ¿No quedará muy en plan «Cuándo viste a tu padre por última vez»? Por cierto, aparquemos el rollo ese de «Adam». Me llamo Meredith. Héctor Meredith. Hablamos ayer por teléfono. Piso en Knightsbridge. Mujer y dos vástagos, ya mayores. Un chalet gélido en Norfolk, y mi nombre consta en la guía telefónica en los dos sitios. ¿Y tú, Luke, quién eres cuando no eres uno de esos cerdos? Yo lo sé; él no.

—Luke Weaver, esa es la verdad. Vivimos en Parliament Hill, un poco más allá de Gail. Mi destino anterior fue en Centroamérica. Segundo matrimonio, un hijo común de diez años que acaba de entrar en el University College School, Hampstead, así que encantados de la vida.

—Y nada de preguntas candentes hasta el final —ordenó Héctor.

Luke sirvió tres whiskies minúsculos. Perry volvió a sentarse bruscamente y esperó. Héctor, clase A, tomó asiento justo enfrente de él; Luke, clase B, ligeramente a un lado.

—En fin, joder… —exclamó Héctor con tono jovial.

—Eso digo yo: joder —convino Perry, desconcertado.

Pero lo cierto era que la llamada a la acción de Héctor no habría podido ser más oportuna o tonificante para Perry, ni calcularse mejor el momento de su efusiva entrada. Relegado al agujero negro en que había caído tras la forzada marcha de Gail —forzada por él mismo, independientemente de cuáles fuesen las razones—, su corazón escindido se sumía en el enfado consigo mismo y los remordimientos de la más diversa índole.

Nunca debería haber accedido a ir allí, con o sin ella.

Debería haber entregado el documento y dicho a esa gente: «Eso es todo. Lo dejo en sus manos. Soy, luego no espío».

¿Tenía realmente alguna importancia que se hubiese pasado una noche entera deambulando por la raída alfombra de su cubil de Oxford, abismado en sus cavilaciones acerca del paso que, como bien sabía —aunque no quisiera saberlo—, iba a dar?

¿O que su difunto padre, eclesiástico inconformista, librepensador y pacifista activo, hubiese participado en manifestaciones, escrito y despotricado contra todo mal, desde el armamento nuclear hasta la guerra contra Irak, acabando más de una vez en un calabozo por sus esfuerzos?

¿O que su abuelo paterno, humilde albañil y socialista declarado, hubiese perdido una pierna y un ojo combatiendo con el bando republicano en la guerra civil española?

¿O que Siobhan, la criada irlandesa, el tesoro de la familia Makepiece desde hacía veinte años cuatro horas por semana, bajo intimidación hubiese entregado el contenido de la papelera de su padre a un inspector de la policía de Hertfordshire? Carga tan pesada para ella que un día, deshecha en lágrimas, lo confesó todo a la madre de Perry, y después ya nunca más volvió a dejarse ver en la casa pese a los ruegos de su madre.

¿O que solo un mes antes el propio Perry hubiese puesto un anuncio de una página en el Oxford Times, refrendado por una organización que él mismo había creado precipitadamente, llamada «Académicos contra la Tortura», exhortando a la acción contra el Gobierno Secreto de Gran Bretaña y el furtivo ataque a nuestras libertades civiles, conquistadas con tantos sacrificios?

Pues sí, para Perry tenía una importancia inmensa.

Y seguía teniéndola la mañana posterior a su larga noche de vacilación cuando, a las ocho, con un carpesano bajo el brazo, se obligó a cruzar el patio del antiguo colegio de Oxford que pronto abandonaría para siempre y subir por la escalera de madera carcomida que conducía al apartamento de Basil Flynn, jefe de estudios, doctor en derecho, diez minutos después de solicitar una breve conversación con él sobre un asunto privado y confidencial.

Solo tres años separaban a los dos hombres, pero Flynn, a juicio de Perry, era ya carne de comité universitario en su máxima expresión. «Puedo hacerte un hueco si vienes ahora mismo —había dicho en tono oficioso—. Tengo una reunión con el Consejo a las nueve, y estas cosas suelen alargarse». Vestía un traje oscuro y zapatos negros con hebillas laterales abrillantadas. Solo la melena hasta los hombros, cuidadosamente peinada, lo apartaba del solemne uniforme de la ortodoxia. Perry no se había detenido a pensar cómo dar inicio a la conversación con Flynn, y se precipitó, admitiría ahora, al elegir sus primeras palabras.

—El trimestre pasado abordaste a uno de mis alumnos —prorrumpió apenas cruzar el umbral de la puerta.

—Dices que hice ¿qué?

—A un chico medio egipcio. Dick Benson. Madre egipcia, padre inglés. Hablante de árabe. Quería una beca de investigación, y tú le aconsejaste que, en lugar de eso, se dirigiese a cierta gente que tú conocías en Londres. No entendió qué querías decir. Me pidió consejo.

—¿Y qué le dijiste?

—Que fuera con pies de plomo si esa «cierta gente» de Londres era quien yo creía. Por mí, le habría dicho que ni se acercara a ellos, pero eso no me pareció bien. La decisión dependía de él, no de mí. ¿Tengo razón o no?

—¿En cuanto a qué?

—Te dedicas a reclutar para ellos. A modo de cazatalentos.

—¿Y quiénes son «ellos», exactamente?

—Los espías. Ni el propio Dick Benson sabía cuáles eran en concreto, así que difícilmente podría saberlo yo. No te acuso de nada. Estoy preguntándotelo. ¿Es verdad? ¿Eso de que estás en contacto con ellos? ¿O eran fantasías de Benson?

—¿A qué has venido y qué quieres?

En ese momento Perry estuvo a punto de marcharse de allí. Lamentó no hacerlo. Incluso llegó a darse media vuelta y encaminarse hacia la puerta, pero se detuvo y regresó.

—Necesito que me pongas en contacto con esa cierta gente tuya en Londres —declaró, todavía con el carpesano rojo bajo el brazo y esperando la pregunta «¿Por qué?».

—¿Estás pensando en unirte a ellos? Sé que hoy día aceptan a toda clase de gente, pero ¿a ti? ¡Por Dios!

Perry estuvo a punto de dirigirse hacia la puerta por segunda vez. Y por segunda vez lamentó no hacerlo. Pero no, se contuvo y respiró hondo, y en esta ocasión sí encontró las palabras oportunas:

—Me he topado por casualidad con determinada información. —Dio un golpe seco en el carpesano con sus dedos largos e inquietos, oyéndose un sonido metálico—. Una información no solicitada, no deseada y… —vaciló durante un prolongado momento antes de emplear la palabra— secreta.

—¿Y eso quién lo dice?

—Yo.

—¿Por qué?

—Si es cierta, podría haber vidas en peligro. También podría salvar vidas. No es mi especialidad.

—Tampoco es la mía, me complace decir. Yo soy cazatalentos. Secuestro bebés. Esa cierta gente mía cuenta con una página web absolutamente válida. Además, publican anuncios absurdos en la prensa de más solera. Tienes a tu disposición cualquiera de esas vías.

—Mi material es demasiado urgente para eso.

—¿Urgente además de secreto?

—Si algo puede decirse, es que es muy urgente.

—¿El destino de la nación pende de un hilo? Y eso que llevas bajo el brazo es el Librito Rojo, cabe suponer.

—Es un documento donde constan los hechos.

Se observaron con mutua aversión.

—¿No pretenderás dármelo?

—Pues sí. ¿Por qué no?

—¿Entregarle tus secretos urgentes a Flynn, que les pondrá un sello y se los enviará a esa cierta gente suya en Londres?

—Algo así. ¿Por qué habría yo de saber cómo actuáis?

—¿Mientras tú partes en pos de tu alma inmortal?

—Yo me ocuparé de mis cosas. Ellos se ocuparán de las suyas. ¿Qué tiene eso de malo?

—Lo tiene todo de malo. En este juego, que no es un juego en absoluto, el mensajero es al menos la mitad de importante que el mensaje, y a veces él por sí solo es todo el mensaje. ¿Adónde vas ahora? En este mismo instante, quiero decir.

—Vuelvo a mi estudio.

—¿Tienes teléfono móvil?

—Claro.

—Apúntame aquí el número, por favor —entregándole un papel—. Nunca confío nada a la memoria: falla. ¿En tu estudio tienes una cobertura satisfactoria para tu teléfono móvil, espero? ¿Las paredes no son demasiado gruesas ni nada por el estilo?

—Tengo una cobertura excelente, te lo aseguro.

—Llévate tu Librito Rojo. Vuelve a tu estudio y recibirás una llamada de alguien que se hace llamar Adam. Un señor o señora Adam. Necesitaré un epígrafe.

—Necesitarás ¿qué?

—Algo para ponerlos cachondos. No voy a irles con que «tengo aquí a un bolchevique de salón que cree haber descubierto por casualidad una conspiración internacional». Bien he de decirles qué es lo que hay.

Tragándose la indignación, Perry hizo el primer esfuerzo consciente para concebir un titular.

—Diles que tiene que ver con un banquero ruso de cuidado, que se hace llamar Dima —respondió después de fallarle misteriosamente otros cauces—. Quiere llegar a un acuerdo con ellos. «Dima» es «Dimitri», abreviado, por si no lo saben.

—Irresistible, diría yo —comentó Flynn con sorna a la vez que cogía un lápiz y lo anotaba en el mismo papel.

Perry llevaba solo una hora en su estudio cuando sonó el móvil y oyó la misma voz masculina, guasona y un poco ronca que ahora le hablaba en el sótano.

—¿Perry Makepiece? Fenomenal. Yo, Adam. Acabo de recibir su mensaje. Si no le importa, le haré un par de preguntitas para asegurarme de que roemos el mismo hueso. No hace falta mencionar el nombre de nuestro amigo. Basta con que nos aseguremos de que es el mismo. ¿Tiene mujer, por casualidad?

—Sí.

—¿Una gorda y rubia? ¿Con pinta de camarera?

—Morena y demacrada.

—¿Y las circunstancias exactas de su encuentro casual con nuestro amigo? ¿El cuándo y el cómo?

—En Antigua. En una pista de tenis.

—¿Quién ganó?

—Yo.

—Fenomenal. Vamos a por la tercera preguntita. ¿Cuánto tardaría usted en llegar a Londres, a cargo nuestro, y cuándo podríamos echarle el guante a ese comprometido informe suyo?

—De puerta a puerta, unas dos horas, calculo. No es solo el informe. Hay también un lápiz USB. Lo he pegado a la tapa por dentro.

—¿Bien pegado?

—Eso creo.

—Pues asegúrese. Escriba ADAM en la tapa con letras grandes, en negro. Utilice un rotulador de tinta permanente o algo así. Luego paséese por recepción agitando el informe hasta que alguien se fije en usted.

¿«Un rotulador de tinta permanente»? ¿Era la sugerencia de un viejo solterón? ¿O una astuta alusión al pueblo de origen de Dima?

Ya mejor de ánimo gracias a la presencia de Héctor, repantigado a un metro y medio de él, Perry hablaba con rapidez e intensidad, y no dirigiéndose al vacío, a esa distancia intermedia que es el refugio tradicional del profesor universitario, sino mirando a Héctor a la cara, directamente a aquellos ojos aquilinos, y también, pero no tanto, a Luke, tan peripuesto él, sentado en posición de firmes junto a Héctor.

Sin Gail allí para contenerlo, Perry se sentía libre para sintonizar con los dos hombres. Se confesaba a ellos tal como Dima se había confesado a él: de hombre a hombre, cara a cara. Estaba creando una sinergia de confesión. Recuperaba el diálogo con la precisión con que recuperaba cualquier texto, bueno o malo, sin parar a corregirse.

A diferencia de Gail, a quien nada gustaba tanto como imitar las voces de los demás, él o bien era incapaz de hacerlo, o bien un orgullo absurdo se lo impedía. Pero en su memoria seguía oyendo el marcado acento de Dima, y en su imaginación veía la cara sudorosa tan cerca de la suya que si hubiese estado un poco más cerca, sus frentes se habrían tocado. Olía, a la vez que los describía, los efluvios del vodka en su aliento, y oía su respiración ronca. Observaba a Dima mientras rellenaba el vaso, lo miraba con expresión ceñuda, arremetía y lo vaciaba de un trago. Se sentía resbalar hacia una afinidad involuntaria con él: el vínculo rápido y necesario que nace de la situación de peligro en la pared rocosa del acantilado.

—Pero ¿no llevaba lo que llamaríamos una cogorza como un piano? —insinuó Héctor, y tomó un sorbo de su whisky de malta—. ¿O era más bien el típico bebedor en sociedad a pleno rendimiento, diría usted?

Exacto, coincidió Perry: ni confuso, ni sensiblero, ni arrastrando las palabras, sencillamente a gusto.

—Si hubiésemos jugado al tenis a la mañana siguiente, habría jugado como siempre, seguro. Tiene un motor enorme, y funciona con alcohol. Se enorgullece de eso.

Por como Perry hablaba, daba la impresión de que también él se enorgullecía.

—O por parafrasear al Maestro —resultó que Héctor era otro entusiasta seguidor de P. G. Wodehouse—, ¿era de esos hombres que han nacido con alguna que otra copa bajo par?

—«Tal cual, Bertie» —convino Perry, también en vena Wodehouse, y encontraron un momento para compartir una breve risa, secundada por Luke, clase B, quien, por lo demás, con la llegada de Héctor, había adoptado el papel de convidado de piedra.

—¿Le importa si introduzco aquí una pregunta con relación a la inmaculada Gail? —inquirió Héctor—. No es de las candentes. Templada, solo.

Candente, templada: Perry se puso en guardia.

—Cuando llegaron ustedes a Inglaterra de Antigua… —empezó Héctor—. A Gatwick, ¿no?

A Gatwick, confirmó Perry.

—Se separaron. ¿Me equivoco? Gail volvió a sus responsabilidades jurídicas y su piso en Primrose Hill, y usted a su estudio de Oxford, para plasmar su prosa inmortal.

También correcto, admitió Perry.

—Entonces, ¿a qué acuerdo llegaron los dos en ese punto… o entendimiento, que sería una palabra más bonita… respecto a cómo proceder en adelante?

—Proceder ¿en qué?

—Pues casualmente en cuanto a nosotros.

Sin adivinar la intención de la pregunta, Perry vaciló.

—No existió ningún «entendimiento» propiamente dicho —repuso con cautela—. No explícito. Gail había cumplido ya con su función. A partir de ese momento yo cumpliría con la mía.

—¿Cada uno por su cuenta?

—Sí.

—¿Sin comunicarse?

—Nos comunicamos. Solo que no acerca de los Dima.

—¿Y eso por qué?

—Ella no había oído lo que había oído yo en Las Tres Chimeneas.

—¿Y por lo tanto seguía aún en la inopia?

—En efecto. Sí.

—Y que usted sepa, ahí sigue. Y ahí seguirá mientras de usted dependa.

—Sí.

—¿Lamenta que le hayamos pedido a ella que asista a la reunión de esta tarde?

—Usted me ha dicho que nos necesitaba a los dos. Yo le he dicho a ella que nos necesitaba a los dos. Ella ha accedido a venir —contestó Perry, y la irritación empezó a ensombrecer su rostro.

—Pero ella ha querido venir, cabe suponer. De lo contrario se habría negado. Es una mujer con carácter. No es una persona que obedece ciegamente.

—No, no lo es —coincidió Perry, y sintió alivio al encontrarse con la sonrisa beatífica de Héctor.

Perry describe el minúsculo espacio al que Dima lo llevó para hablar: una cofa, lo llama, de dos metros por dos y medio, en lo alto de una escalera de barco que asciende desde un rincón del comedor, una precaria torrecilla de madera y cristal construida sobre el semihexágono orientado a la ensenada. Por efecto del viento, los tablones temblaban y las ventanas crujían.

—Debía de ser el sitio más ruidoso de la casa. Por eso lo eligió, imagino. Me cuesta creer que exista un micrófono en el mundo capaz de oírnos con semejante estruendo. —Y su voz adquiere poco a poco el tono de perplejidad de un hombre que cuenta un sueño—: Era una casa parlante, sin duda. Tres chimeneas y tres vientos. Y esa caja donde estábamos sentados, cabeza con cabeza.

»La cara de Dima no estaba a más de un palmo de la mía —repite, y se inclina sobre la mesa hacia Héctor como para mostrarle lo cerca que estaban—. Durante una eternidad nos quedamos allí inmóviles, mirándonos. Creo que él dudaba de sí mismo. Y dudaba de mí. Dudaba de si sería capaz de llevar a cabo su propósito, si había elegido al hombre indicado. Y yo quería inducirlo a creer que así era. En fin, no sé si eso tiene sentido.

Para Héctor, todo el sentido del mundo, por lo visto.

—Intentaba superar un obstáculo descomunal en su cabeza, que es lo que pasa en una confesión, supongo. Luego dejó caer por fin una pregunta, aunque parecía más bien una petición: «¿Es usted espía, Catedrático? ¿Un espía inglés?». Al principio pensé que era una acusación. Luego me di cuenta de que él presuponía, incluso esperaba, que dijese que sí. Así que dije: «No, lo siento, no soy espía, nunca lo he sido, nunca lo seré. Solo doy clases, ese es mi único trabajo». Pero a él no le bastó: «Muchos ingleses son espías. Lores. Caballeros. Intelectuales. ¡Me consta! Lo suyo es el juego limpio. Son un país de ley. Tienen buenos espías».

»Tuve que repetírselo: No, Dima, no soy, repito, no soy espía. Soy su compañero de tenis, y un profesor universitario a punto de cambiar de vida. Debería haberme indignado. Pero a esas alturas ¿qué significaba ya “debería”? Yo estaba en un mundo nuevo.

—¡Y totalmente enganchado, seguro! —interviene Héctor—. ¡Yo habría dado cualquier cosa por estar en su piel! ¡Incluso habría empezado a jugar al tenis!

Sí. «Enganchado» es la palabra, concede Perry. Mirar a Dima en la penumbra obedecía a una compulsión. Y escucharlo por encima del viento obedecía a una compulsión.

Candente, templada o fría, la pregunta de Héctor fue formulada con tal despreocupación y cordialidad que podrían haber sido palabras de consuelo:

—Y supongo que, pese a sus fundadas reservas respecto a nosotros, por un momento deseó ser espía, ¿no?

Perry arrugó la frente; incómodo, se rascó la cabeza entre el pelo rizado, y no encontró una respuesta inmediata.

—¿Conoce usted Guantánamo, Catedrático?

Sí, Perry conoce Guantánamo. Calcula que ha hecho campaña contra Guantánamo de todas las maneras posibles que conoce. Pero ¿qué intenta decirle Dima? ¿Por qué de pronto Guantánamo es «tan importante, tan urgente, tan vital para Gran Bretaña», por repetir el mensaje escrito de Tamara?

—¿Conoce los aviones secretos, Catedrático? ¿Esos puñeteros aviones contratados por la CIA, que trasladan terroristas de Kabul a Guantánamo?

Sí, Perry ya sabe qué son esos aviones secretos. Ha enviado un buen dinero a una ONG jurídica que pretende interponer una demanda a las líneas aéreas propietarias por violación de los derechos humanos.

—De Cuba a Kabul, esos aviones no llevan carga, ¿vale? ¿Sabe por qué? Porque de Guantánamo a Afganistán no vuela ni un puto terrorista. Pero yo tengo amigos.

La palabra «amigos» pareció inquietarlo. La repite, se interrumpe, musita algo en ruso para sí y echa un trago de vodka antes de continuar.

—Mis amigos hablan con los pilotos, llegan a un acuerdo, un acuerdo muy privado, sin derecho a reclamaciones, ¿vale?

Vale. Sin derecho a reclamaciones.

—¿Sabe qué transportan en esos aviones vacíos, Catedrático? ¿Sin aduanas, franco de porte, entrega en mano, de Guantánamo a Kabul, pago por adelantado?

No, a Perry no se le ocurre cuál puede ser el cargamento que sale de Guantánamo con destino a Kabul, pago por adelantado.

—¡Langostas, Catedrático! —dándose una palmada en el enorme muslo en un violento ataque de risa—. ¡Puñeteras langostas del golfo de México, un par de miles! ¿Y quién compra las puñeteras langostas? ¡Los señores de la guerra, chiflados del primero al último! La CIA compra prisioneros a los señores de la guerra. La CIA vende las puñeteras langostas a los señores de la guerra. En efectivo. Quizá también por un poco de heroína K para los celadores de la cárcel de Guantánamo. De la mejor calidad. 999. No miento. ¡Créame, Catedrático!

¿Debería Perry asombrarse? Lo intenta. ¿De verdad eso es razón suficiente para arrastrarlo a una precaria atalaya bombardeada por el viento? No lo cree. Tampoco lo cree Dima, sospecha. Esa historia parece más bien un tiro de tanteo para lo que sea que vendrá a continuación.

—¿Sabe qué hacen mis amigos con ese dinero en efectivo, Catedrático?

No, Perry no sabe qué hacen los amigos de Dima con los beneficios del contrabando de langostas trasladadas desde el golfo de México hasta los señores de la guerra afganos.

—Traen a Dima ese dinero en efectivo. ¿Y por qué? Porque confían en Dima. ¡Muchas, muchas redes rusas confían en Dima! ¡Y no solo rusas! ¿Grandes, pequeñas? A mí eso me importa un carajo. Las aceptamos a todas. Diga a sus espías ingleses: ¿tenéis dinero sucio? ¡Dima os lo blanquea, no hay problema! ¿Queréis ahorrar y conservar? ¡Acudid a Dima! A partir de muchos caminos pequeños, Dima hace un camino grande. Dígales eso a sus puñeteros espías, Catedrático.

—Llegados a ese punto, pues, ¿cómo interpreta usted el comportamiento de ese tipo? Suda, alardea, bebe, bromea. Está contándole que es un sinvergüenza y se dedica al blanqueo de dinero y se jacta de sus compinches corruptos… ¿qué ve y oye usted realmente? ¿Qué está pasando dentro de él?

Perry analiza la premisa como si se la hubiera formulado un examinador superior, que es como empezaba a ver a Héctor.

—¿Ira? —sugiere—. ¿Dirigida contra una persona o personas aún no definidas?

—Siga —ordena Héctor.

—Desesperación. También sin definir.

—¿Y odio puro y simple, que nunca está de más?

—Eso ya llegará, sospecho.

—¿Venganza?

—Está presente en algún sitio, por descontado.

—¿Premeditación? ¿Ambivalencia? ¿Astucia animal? ¡Esfuércese! —dicho en broma, pero recibido en serio.

—Todo lo anterior. Sin duda.

—¿Y vergüenza? ¿Asco de sí mismo? ¿No hay nada de eso?

Cogido por sorpresa, Perry reflexiona, frunce el entrecejo, mira alrededor.

—Sí —admite, alargando la palabra interminablemente—. Sí. Vergüenza. La vergüenza del apóstata. Avergonzado del hecho mismo de tratar conmigo. Avergonzado de su traición. Por eso necesitaba jactarse tanto.

—Soy un clarividente de mil demonios —dice Héctor con satisfacción—. Pregúnteselo a cualquiera.

Perry no necesita hacerlo.

Perry describe los largos minutos de silencio, el rostro sudoroso de Dima en la penumbra y las muecas contradictorias, cómo se sirve otro vodka, se lo echa entre pecho y espalda, se enjuga la cara, sonríe, lanza una mirada colérica a Perry, como si cuestionase su presencia, alarga el brazo y lo agarra por la rodilla a fin de retener su atención mientras se explica, retira la mano y vuelve a olvidarse de él. Y cómo al final, en un tono del mayor recelo, plantea con un gruñido una pregunta que requiere una respuesta inequívoca antes de poder proseguir con el asunto que les atañe:

—¿Ha visto usted a mi Natasha?

Perry ha visto a su Natasha.

—¿Es guapa?

Perry puede asegurarle sin la menor sombra de duda que Natasha es, en efecto, muy guapa.

—Diez, doce libros por semana, y ella como si nada. Se los lee todos. Si consigue unos cuantos alumnos así, ya puede estar contento.

Perry responde que ciertamente estaría contento.

—Monta a caballo, hace ballet. Esquía de maravilla, como un puñetero pájaro. ¿Quiere saber una cosa? Su madre… acabó muerta. Yo quería a esa mujer. ¿Vale?

Perry expresa su pesar con un murmullo.

—Puede que en otro tiempo me tirara a muchas mujeres, demasiadas. Algunos hombres necesitan a muchas mujeres. Una buena mujer quiere ser la única. Si vas follando por ahí, se vuelven un poco locas. Es una lástima.

Perry coincide en que es una lástima.

—¡Dios bendito, Catedrático! —Se inclina hacia delante, hincando el dedo índice en la rodilla de Perry—. La madre de Natasha… quiero a esa mujer, la quiero tanto que casi reviento, ¿me oye? Con un amor que es como fuego en las entrañas. La polla, las pelotas, el corazón, el cerebro, el alma… todas las partes de tu cuerpo viven solo para ese amor. —Vuelve a restregarse la boca con el dorso de la mano, dice entre dientes «como su Gail, preciosa», toma un trago de vodka y continúa—: El cabrón de su marido la mató —cuenta en confianza—. ¿Y sabe por qué?

No, Perry no sabe por qué el cabrón del marido de la madre de Natasha mató a la madre de Natasha, pero espera averiguarlo, igual que espera averiguar si en realidad ha ido a parar a un manicomio.

—Natasha es mi hija. Cuando la madre de Natasha se lo dijo al marido, porque era incapaz de mentir, el cabrón la mató.

Puede que un día encuentre a ese cabrón. Pienso matarlo. No con una pistola, no. Con estas.

Levanta las manos, de una delicadeza inverosímil, para someterlas a la inspección de Perry. Este las admira debidamente.

—Mi Natasha irá a Eton, ¿vale? Dígaselo a sus espías. O no hay trato.

Por un breve momento, dentro de un mundo en violenta rotación, Perry se siente en tierra firme.

—No estoy del todo seguro de si Eton acepta ya a chicas —dice con cautela.

—Pagaré bien. Donaré una piscina. No hay problema.

—Aun así, no creo que cambien las normas por ella.

—¿Y dónde ha de estudiar, pues? —pregunta irreflexivamente, como si fuera Perry, y no la escuela, quien ponía pegas.

—Hay un centro que se llama Roedean. En principio es el equivalente a Eton para chicas.

—¿El número uno de Inglaterra?

—Eso dicen.

—¿Para hijas de intelectuales? ¿De lores? ¿La Nomenklatura?

—Es una escuela para el más alto nivel de la sociedad británica, por así decirlo.

—¿Cuesta mucho dinero?

—Muchísimo.

Dima se conforma solo a medias.

—Vale —gruñe—. Cuando lleguemos a un acuerdo con sus espías. Condición número uno: colegio Roedean.

Héctor mira boquiabierto a Perry, luego a Luke, junto a él, y luego otra vez a Perry. Se desliza los dedos por entre la revuelta mata de pelo blanco con sincera incredulidad.

—Hay que joderse —musita—. ¿Y ya puestos por qué no una plaza en la Caballería Real para sus gemelos? ¿Y usted qué le dijo?

—Le prometí que haría lo que estuviese en mis manos —contestó Perry, decantándose hacia el bando de Dima—. Esa es la Inglaterra que él cree venerar. ¿Qué iba a decirle?

—Estuvo usted fenomenal —responde Héctor con entusiasmo. Y el pequeño Luke concuerda con él, siendo la palabra «fenomenal» parte del vocabulario de ambos.

—¿Se acuerda de Mumbai, Catedrático? ¿En noviembre del año pasado? ¿Aquellos paquistaníes chiflados, los que mataron a medio mundo? ¿Aquellos que recibían las órdenes por móvil? ¿Aquella puñetera cafetería que tirotearon? ¿Los judíos que mataron? ¿Los rehenes? ¿Los hoteles, las estaciones de tren? ¿Los niños, las madres, todos muertos? ¿Cómo coño hacen una cosa así, esos chiflados, los muy cabrones?

Perry no tiene respuesta.

—Si mis hijos se hacen un corte en un dedo, si sangran un poco, me entran ganas de vomitar —afirma Dima, indignado—. Yo he causado muertes de sobra en mi vida, ¿me oye? ¿Por qué hacen una cosa así, esos chiflados de mierda?

A Perry el descreído le gustaría decir «lo hacen por Dios», pero calla. Dima se arma de valor y por fin se lanza:

—Vale. Dígaselo una sola vez a sus puñeteros espías ingleses, Catedrático —lo insta en otro arranque de agresividad—. Octubre de 2008. Recuerde esa puta fecha. Me llama un amigo. ¿Vale? ¿Un amigo?

Vale. Otro amigo.

—Un paquistaní. De una red con la que trabajamos. El 30 de octubre, a altas horas de la noche, va y me llama. Estoy en Berna, Suiza, una ciudad de lo más tranquila, mucho banquero. Tamara está ahí, dormida a mi lado. Se despierta. Me da el puñetero teléfono: para ti. Es ese amigo tuyo. ¿Me sigue?

Perry lo sigue.

—«Dima», me dice. «Soy tu amigo, Khalil». De eso nada.

En realidad se llama Mohamed. Khalil es un nombre especial suyo que usa para ciertos movimientos de dinero en los que yo participo… es igual, no viene al caso. «Me ha llegado un soplo de la bolsa, un asunto caliente. Muy grande. Muy caliente. Muy especial. Tenéis que recordar que fui yo quien os pasó el soplo. ¿Os acordaréis?». Vale, digo. Cómo no. Eso a las cuatro de la mañana, joder, y seguro que para una información de mierda sobre la Bolsa de Mumbai. Pero da lo mismo. Le digo: vale, Khalil, nos acordaremos de que fuiste tú. Tenemos buena memoria. Nadie te dejará colgado. ¿Cuál es ese soplo tan caliente?

»Y él me dice: “Dima, tienes que salir por piernas de la bolsa india o pincharás de pleno”. “¿Qué?”, digo. “Pero ¿qué dices, Khalil? ¿Estás mal de la cabeza? ¿Por qué vamos a pinchar en Mumbai? Tenemos negocios respetables a patadas en Mumbai. Inversiones normales y corrientes, más limpias que una puta patena, tardé cinco años en blanquearlas: servicios, té, madera, hoteles tan blancos y grandes que el Papa podría decir misa allí”. Mi amigo no se atiene a razones. “Dima, escúchame, sal por piernas de Mumbai. A lo mejor dentro de un mes puedes asentar la posición otra vez y embolsarte unos cuantos millones. Pero ahora sal por piernas de esos hoteles”.

Dima vuelve a pasarse un puño por la cara, apartándose el sudor a puñetazos. Susurra «Dios bendito» para sí y mira alrededor, como buscando ayuda en la minúscula caja donde se encuentran.

—¿Va a contárselo a sus apparatchiks ingleses, Catedrático?

Perry hará lo que pueda.

—La noche del 30 de octubre de 2008, después de despertarme ese capullo paquistaní, ya no duermo bien, ¿vale?

Vale.

—A la mañana siguiente, el 31 de octubre, llamo a mis puñeteros bancos suizos. «Salgamos por piernas de Mumbai». Servicios, madera, té, tengo posiblemente el treinta por ciento. De los hoteles, el setenta. Al cabo de unas semanas, estoy en Roma. Me telefonea Tamara. «Enciende la puñetera tele». ¿Y qué veo? A esos paquistaníes, esos chiflados de mierda, destrozando Mumbai a tiros, y cesan las operaciones en la bolsa india. Al otro día los hoteles indios han caído el dieciséis por ciento, a cuarenta rupias y bajando. En diciembre habían caído a treinta y uno. Khalil me llama. «Vale, amigo, ya puedes volver. Recuerda que fui yo quien te lo dijo». Así que vuelvo por piernas. —El sudor baña su cara lampiña—. A finales de año, los hoteles indios están a cien rupias. Yo gano veinte millones limpios. Los judíos están muertos, los rehenes están muertos, y yo soy un puto genio. Cuénteselo a sus espías ingleses, Catedrático. Dios bendito.

El rostro sudoroso, una máscara de auto-desprecio. Las tablas podridas crujen a causa del viento. Después de todo lo que ha dicho, ya no hay vuelta atrás para Dima. Perry ha sido observado, puesto a prueba y declarado apto.

Lavándose las manos en el cuarto de baño primorosamente decorado de la planta baja, Perry se mira en el espejo y queda impresionado por la avidez de una cara que empieza a no reconocer. Se apresura a bajar otra vez por la escalera forrada de tupida moqueta.

—¿Otro traguito? —pregunta Héctor, señalando la bandeja de la bebida con un perezoso ademán—. Luke, muchacho, ¿y si nos preparas una cafetera?