—¿La acompaño hasta la puerta, Gail? —preguntó Ollie, volviéndose en su asiento para hablarle a través de la mampara del taxi.
—Gracias, pero estoy perfectamente.
—Nadie lo diría, Gail. No desde donde yo la veo. Parece preocupada. ¿Quiere que entre a tomar una taza de té con usted?
Ese acento.
—No, gracias. Estoy perfectamente. Solo necesito dormir un poco.
—No hay nada como echarse un sueñecito para recomponerse, ¿eh?
—No. No lo hay. Buenas noches, Ollie. Gracias por traerme.
Cruzó la calle y esperó a que Ollie se marchase, pero él se quedó allí.
—¡Se ha olvidado el bolso, guapa!
Así era. Y se enfureció consigo misma. Y con Ollie por esperar a verla llegar hasta la puerta para echar a correr detrás de ella. Entre dientes, volvió a darle las gracias y dijo que era una idiota.
—No se disculpe, Gail. Yo soy mucho peor. Me olvidaría hasta la cabeza si la tuviese suelta. No quiere que me quede, pues. ¿Lo tiene claro, guapa?
Claro no tengo nada, guapo, la verdad. En estos momentos no. No tengo claro si es usted jefe de espías o subalterno. No tengo claro por qué lleva unas gafas de culo de botella para conducir hasta Bloomsbury a plena luz del día, y en cambio no se pone gafas en el viaje de regreso, cuando está oscuro como boca de lobo. ¿O acaso ustedes los espías solo ven en la oscuridad?
El piso que había coheredado de sus padres no era un piso sino un dúplex, que ocupaba las dos plantas superiores de una bonita casa adosada victoriana, una de esas que confieren su encanto a Primrose Hill. Su hermano, el que estaba en plena movilidad social ascendente y cazaba faisanes con sus amigos ricos, era dueño de la mitad, y al cabo de unos cincuenta años más o menos, si él no había muerto antes a causa de la bebida y Perry y Gail continuaban juntos, cosa que ahora dudaba, le habrían pagado ya su parte.
En el vestíbulo, apestaba a la bourguignone de los vecinos del número 2 y resonaba el eco de las riñas y los televisores de otros inquilinos. Encadenada a un bajante, en el inoportuno sitio de costumbre, estaba la mountain bike que Perry dejaba allí para sus estancias en Londres de los fines de semana. Algún día, le había prevenido Gail, un ladrón emprendedor robaría también el bajante. Su mayor placer consistía en pedalear hasta Hampstead Heath a las seis de la mañana y bajar a toda velocidad por senderos marcados con el rótulo PROHIBIDO EL PASO DE BICICLETAS.
La moqueta de los cuatro estrechos tramos de escalera que conducían hasta la puerta del dúplex se hallaba en sus últimas fases de deterioro, pero el inquilino de la planta baja no veía por qué tenía que aportar dinero para eso y los otros dos se negaban a pagar su prorrata hasta que el primero desembolsase la suya, y Gail, como abogada residente, no remunerada, debía mediar para encontrar una solución de compromiso pero, como ninguna de las partes cedía un ápice en sus inflexibles posturas, ¿qué posibilidad de mediar tenía?
Aun así, aquella noche se alegraba de todo eso: que riñeran y pusieran su dichosa música hasta cansarse, que la invadieran con su normalidad porque, Dios santo, vaya si necesitaba la normalidad. Solo quería que la sacaran del quirófano y la trasladaran a la sala de recuperación. Solo quería que le dijeran que la pesadilla había terminado, apreciada Gail, no hay ya más intelectualoides escocesas de voz suave, ni espiócratas enanos con el dejo de Eton, ni niñas huérfanas, ni Natashas guapas de caerse de espaldas, ni tíos con armas, ni Dimas y Tamaras, y Perry Makepiece, mi providencial amante e inocente miope, no está a punto de envolverse en la bandera del sacrificio por su orwelliano amor a la Inglaterra perdida, su admirable búsqueda de Comunión con C mayúscula —¿comunión con qué, por amor de Dios?—, o su peculiar forma de vanidad casera, una vanidad en sentido inverso y puritano.
Mientras subía por la escalera, empezaron a temblarle las rodillas.
En el primer descansillo, un espacio minúsculo, le temblaban más aún.
En el segundo le temblaban de tal modo que se vio obligada a apoyarse en la pared hasta serenarse.
Y cuando llegó al último tramo, tuvo que ayudarse del pasamanos para arrastrarse hasta su puerta antes de que el temporizador cortase la luz.
En el pequeño rellano, de espaldas a la puerta cerrada, aguzó el oído, olfateó el aire en busca de efluvios etílicos, olor corporal o humo de tabaco, o de las tres cosas, que fue lo que hacía un par de meses la llevó a descubrir, aun antes de subir por la escalera de caracol y encontrarse la cama mojada de orina y las almohadas rajadas y mensajes obscenos escritos con carmín en el espejo, que habían entrado a robar en el dúplex.
Solo después de revivir ese momento plenamente, abrió la puerta de la cocina, colgó el abrigo, miró en el baño, orinó, se sirvió un vaso grande de rioja, tomó un trago, rellenó el vaso hasta el borde y se lo llevó precariamente al salón.
De pie, no sentada. Ya había estado sentada en actitud pasiva tiempo más que suficiente para toda una vida, eso desde luego.
De pie delante de la chimenea de pino puramente decorativa, réplica en bricolaje de un modelo georgiano instalada por el dueño anterior, con la mirada fija en la misma ventana de guillotina alargada junto a la que Perry se hallaba hacía seis horas: Perry allí inclinado, como un ave de dos metros y medio de altura, escrutando la calle, en espera de un taxi negro corriente con el letrero luminoso LIBRE apagado, matrícula acabada en 73, y el conductor se llamará Ollie.
En nuestras ventanas no hay cortinas. Solo persianas. Perry, a quien le gustan los visillos pero pagará su mitad de las cortinas si ella de verdad las quiere. Perry, que no ve con buenos ojos la calefacción central, pero a quien le preocupa que ella pueda pasar frío. Perry, que tan pronto dice que podemos tener un solo hijo por miedo a la superpoblación mundial como quiere seis a vuelta de correo. Perry, que en cuanto aterrizan en Inglaterra después de aguárseles las vacaciones, esas que se dan una sola vez en la vida, se larga sin pérdida de tiempo a Oxford, se enclaustra en su cubil y durante cincuenta y seis horas se comunica solo mediante enigmáticos mensajes de texto desde el frente:
documento casi acabado… he entrado en contacto con las personas indicadas… llegaré a Londres hacia el mediodía… por favor, deja la llave bajo el felpudo…
—Dice que son un equipo aparte, al margen de los cauces habituales —explica Perry mientras ve pasar taxis que no son el suyo.
—¿Quién lo dice?
—Adam.
—El hombre que te ha llamado. ¿Ese Adam?
—Sí.
—¿Ese es el nombre o el apellido?
—No se lo he preguntado, no me lo ha dicho.
—Y tú no se lo has preguntado.
—Dice que tienen sus propias pautas para casos como este. Y una casa especial. Ha preferido no dar la dirección por teléfono. El taxista ya la conoce.
—Ollie.
—Sí.
—¿Casos como cuál, exactamente?
—Como el nuestro. Eso es lo único que sé.
Pasa un taxi negro pero tiene la luz encendida. No es un taxi espía, pues. Es un taxi normal. Conducido por un hombre que no es Ollie. Defraudado una vez más, Perry se vuelve hacia ella:
—Oye, ¿qué más esperas que haga? Si se te ocurre una idea mejor, oigámosla. No has hecho más que poner peros desde que volvimos a Inglaterra.
—Y tú no has hecho más que mantenerme a distancia. Ah, sí, y tratarme como a una niña. Del sexo débil. Me olvidaba de eso.
Perry se ha asomado otra vez por la ventana.
—¿Adam es la única persona que ha leído tu carta-documento-informe-testimonio? —pregunta Gail.
—Imagino que no. Tampoco me atrevería a jurar que su verdadero nombre sea Adam. Ha dicho Adam a modo de contraseña.
—¿En serio? Y eso cómo se hace, me pregunto.
Intenta pronunciar «Adam» a modo contraseña con distintas entonaciones, pero Perry no le sigue el juego.
—Estás seguro de que Adam era un hombre, ¿no? ¿No una mujer con voz grave?
No hubo respuesta. Ni ella la esperaba.
Pasa un taxi más. Tampoco es el nuestro. ¿Cómo se viste una para los espías, querida?, que es lo que habría dicho su madre. Maldiciéndose por planteárselo siquiera, se ha cambiado la ropa de trabajo por una falda y un jersey a juego, encima de una blusa de cuello alto. Y zapatos cómodos, nada en plan calientabraguetas; bueno, salvo la de Luke, quizá, pero ¿cómo iba ella a saberlo?
—A lo mejor ha encontrado un embotellamiento —sugiere ella, y tampoco esta vez recibe respuesta, cosa que se tiene bien merecida—. En fin, da igual. A lo que íbamos: le diste la carta a un tal Adam, y un tal Adam la recibió. De lo contrario, no te habría telefoneado, es de suponer. —Está impertinente, y lo sabe. También él lo sabe—. ¿Cuántas páginas? ¿Nuestro documento secreto? O más bien tuyo.
—Veintiocho —contesta él.
—¿Escritas a mano o con ordenador?
—A mano.
—¿Por qué no con ordenador?
—Decidí que a mano era más seguro.
—¿Ah, sí? ¿Por consejo de quién?
—Por entonces nadie me había aconsejado nada aún. Dima y Tamara estaban convencidos de que les ponían micrófonos por todas partes, así que decidí respetar sus temores y eludir cualquier método… electrónico. Interceptable.
—¿Eso no tiene algo de paranoia?
—Sin duda. Los dos estamos paranoicos. También Dima y Tamara. Estamos todos paranoicos.
—Pues admitámoslo. Estemos paranoicos todos juntos.
No hubo respuesta. La tontuela de Gail cambia de táctica una vez más:
—¿Quieres contarme cómo accediste, para empezar, a ese señor Adam?
—Eso está al alcance de cualquiera. Hoy día no es problema. Puede hacerse por internet.
—¿Y tú lo has hecho por internet?
—No.
—¿No te fiabas de internet?
—No.
—¿Te fías de mí?
—Pues claro.
—Oigo las confidencias más asombrosas todos los días de mi vida. Tú eso lo sabes, ¿no?
—Sí.
—¿Y verdad que en las cenas no me oyes obsequiar a nuestros amigos con los secretos de mis clientes?
—No.
Recarga:
—Sabes también que, como joven abogada, vivo pendiente de un hilo, siempre con el miedo de no saber de dónde llegará, si es que llega, el próximo cliente, y siento poca predisposición profesional hacia los casos misteriosos sin perspectiva de prestigio o recompensa.
—Aquí nadie te ha ofrecido un caso, Gail. Nadie te ha pedido que hagas nada, salvo hablar.
—Y eso para mí es un caso.
Otro taxi que no es. Otro silencio, este incómodo.
—En fin, al menos el señor Adam nos ha invitado a los dos —comenta ella, optando por un tono desenfadado—. Pensaba que me habías excluido por completo de tu documento.
Y de pronto en ese momento Perry es otra vez el Perry de siempre, y el puñal esgrimido por Gail se vuelve contra ella cuando ve que la mira profundamente dolido en su amor, tanto que empieza a preocuparse más por él que por sí misma.
—Intenté excluirte, Gail. Hice todo lo posible por excluirte. Creí que podía evitar implicarte. No lo conseguí. Nos necesitan a los dos. Al menos al principio. En eso Adam ha sido… bueno… inflexible. —Una risa poco convincente—. Como harías tú con un testigo. «Si estaban los dos presentes, lógicamente deben venir los dos». Lo siento mucho.
Y lo sentía. Eso a Gail le constaba. El día que Perry aprendiese a fingir sus sentimientos sería el día que dejase de ser Perry.
Y ella lo sentía tanto como él. Más aún. Estaba entre sus brazos diciéndoselo cuando el taxi negro con la bandera bajada apareció en la calle, la matrícula acabada en 73, y una voz masculina con un ligero acento anunció por el interfono que era Ollie y debía recoger a dos pasajeros en nombre de Adam.
Y ahora la dejaban otra vez fuera. Inhabilitada, ya exprimida, descartada.
La mujercita obediente, esperando a que su hombre vuelva a casa, y tomándose otro vaso de rioja, grande, como todo un hombre, para ayudarla a pasar el rato.
Sí, muy bien, había sido un pacto absurdo desde el principio. Gail nunca debería habérselo consentido. Pero no por eso tenía que quedarse cruzada de brazos, y no lo hizo.
Esa misma mañana, aunque Perry no lo sabía, mientras él, obediente, esperaba allí la Voz de Adam, ella se afanaba ante el ordenador en su bufete, y no, por una vez, en el caso Samson contra Samson.
Seguía sin explicarse —mejor dicho, se lo reprochaba abiertamente— por qué había esperado a llegar a su despacho en vez de utilizar su portátil, o por qué había esperado sin más. Se lo achacó al ambiente imperante de conspiración generado por Perry.
El hecho de conservar aún la tarjeta de Dima, aquella de papel de barba, era un delito penado con la horca, porque Perry la había conminado a destruirla.
El hecho de haber usado un método electrónico —y por lo tanto interceptable— también era, como ahora se veía, un delito penado con la horca. Pero como él no la había informado con antelación de ese apartado de su paranoia en concreto, no podía quejarse.
El Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre, según le informó la página web en un inglés pedestre, era una consultoría «especializada en proporcionar ayuda a empresarios activos». Tenía la sede en Moscú, y representantes en Toronto, Roma, Berna, Karachi, Francfort, Budapest, Praga, Tel Aviv y Nicosia. Pero no en Antigua. Ni bancos reducidos a una placa de latón. O al menos no se mencionaba ninguno.
«El Consorcio La Arena se orgullece [sin “en”] de su alto grado de confidencialidad y su olfato comerzial [con falta de ortografía] a todos los niveles. Ofrece oportunidades de primera categoria [sin acento] y oficinas de banca privada [bien escrito]. Para más información, dirigirse a la sede de Moscú».
Ted era un norteamericano soltero que vendía futuros en Morgan Stanley. Desde su mesa en el bufete, Gail telefoneó a Ted.
—Gail, cariño.
—Una empresa que se hace llamar Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre. ¿Puedes desenterrar sus trapos sucios por mí?
¿Trapos sucios? Ted era capaz de desenterrar trapos sucios como nadie. Al cabo de diez minutos volvía a ponerse en contacto con ella.
—Esos rusacos amigos tuyos…
—¿Rusacos?
—Son igualitos que yo: pisando fuerte y podridos de pasta.
—¿Y eso cuánta pasta es?
—Vete tú a saber, pero mucha, por un tubo. Unas cincuenta sucursales, todas con excelentes historiales comerciales. ¿Te dedicas al blanqueo de dinero, Gail?
—¿Cómo lo sabes?
—El dinero corre tan deprisa entre esos rusacos, los muy cabronazos, que nadie sabe de quién es ni durante cuánto tiempo. Es lo único que puedo decirte, pero lo he pagado con sangre. ¿Me amarás eternamente?
—Ya me lo pensaré, Ted.
El siguiente paso fue Ernie, el secretario del bufete, un sesentón con muchos recursos. Gail esperó hasta la hora de comer, cuando ya no había moros en la costa.
—Ernie. Un favor. Circula el rumor de que visita usted cierto chat indecoroso cuando quiere verificar datos sobre las empresas de nuestros muy serios clientes. Estoy profundamente consternada y necesito que haga una consulta por mí.
Pasada media hora, Ernie le había entregado ya una copia impresa de un indecoroso cruce de mensajes con el asunto Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena.
¿Hay por ahí algún capullo que sepa quién dirige esa chatarrería? Esa gente cambia de gerente como de calcetines. P. Brosnan
Lee, subraya, aprende y digiere internamente las sabias palabras de Maynard Keynes: los mercados pueden conservar la irracionalidad más tiempo del que tú puedes conservar la solvencia. El capullo lo serás tú. R. Crow
Qué c*** ha pasado con la web de La Arena. Se ha caído. B. Pitt
La página web de La Arena está fuera de servicio pero no ha desaparecido. Los hidepu siempre salen a flote. Capullos todos, andaos con cuidado. M. Munroe
Pero siento mucha curiosidad. Esa gente viene a mí como si estuviera en celo, y luego me deja jadeando e insatisfecho. P. B.
¡Eh, tíos, oíd esto! Acabo de enterarme de que CMMA ha abierto una oficina en Toronto. R. C.
¿Una oficina? ¡Me tomas el pelo! Es un p*** club nocturno ruso, chaval. Baile con barra, vodka Stolly y bortsch. M. M.
Eh, capullo, yo otra vez. ¿Es la oficina que abrieron en Toronto la misma que cerraron en Guinea Ecuatorial? Si lo es, ponte a cubierto, tío. Pero ya. R. C.
El p*** Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena no da un solo resultado en Google. Repito: ni uno solo. Todo el montaje es tan hiperamateur que me dan palpitaciones. P. B.
¿Por casualidad crees en el más allá? Si no, ya puedes empezar. Te has metido en el Mayor Tinglado Bananeroski en el ámbito del blanqueo. Como lo oyes. M. M.
Con lo entusiasmados que estaban conmigo, y ahora esto. P. B.
No te acerques. No te acerques ni en broma. R. C.
Gail está en Antigua, arrastrada hasta allí por otro vaso de rioja procedente de la cocina.
Escucha al pianista de la pajarita malva, que interpreta arrulladoramente una melodía de Simón & Garfunkel para una pareja de ancianos norteamericanos en pantalones de dril, los únicos que dan vueltas en la pista de baile.
Elude las miradas de atractivos camareros sin nada que hacer aparte de desnudarla con los ojos. Le llega la voz de una viuda texana, una setentona con mil liftings faciales, que pide a Ambrose un vino tinto, a condición de que no sea francés.
Está de pie en la pista de tenis, estrechando por primera vez la mano, recatadamente, a un toro de lidia calvo que se hace llamar Dima. Recuerda la mirada de reproche en sus ojos castaños, la pétrea mandíbula, y el tronco rígido, un tanto inclinado hacia atrás, a lo Erich von Stroheim.
Está en el sótano de Bloomsbury, tan pronto la compañera de Perry para toda la vida como su exceso de equipaje, una carga no deseada al ponerse en camino. Está sentada con tres personas que, gracias a «nuestro documento» y a todo lo que Perry les haya contado aparte, saben muchas cosas que ella desconoce.
Está sentada sola en el salón de su deseable vivienda de Primrose Hill a las doce y media de la noche, con Samson contra Samson en el regazo y un vaso de vino vacío al lado.
Poniéndose en pie de un salto —uf—, sube a su dormitorio por la escalera de caracol, hace la cama, sigue el rastro de las prendas de Perry tiradas por el suelo hasta el baño y las mete todas en el cesto de la ropa sucia. Han pasado cinco días desde que me hizo el amor. ¿Batiremos un récord?
Vuelve a bajar, peldaño a peldaño, bien sujeta por si acaso. Ya otra vez junto a la ventana, fija la mirada en la calle, rogando que su hombre llegue a casa en un taxi con la matrícula acabada en 73. Ahora está en el monovolumen de cristales tintados a la una y media de la madrugada, pegada a Perry, topándose contra él a causa de los vaivenes, y Cara de Niño, el guardaespaldas rubio de pelo corto con una cadena de oro en la muñeca, los lleva a su hotel después de la fiesta de cumpleaños en Las Tres Chimeneas.
—¿Se lo ha pasado bien esta noche, Gail?
Es tu chófer quien habla. Hasta el momento Cara de Niño no había dado la menor señal de hablar inglés. Cuando Perry lo desafió a la entrada de la pista de tenis, él no pronunció una sola palabra. ¿Por qué se delata ahora?, se pregunta Gail, más alerta que nunca en su vida.
—De maravilla, gracias —declara ella con la voz de su padre, llenando el vacío dejado por Perry, que parece haberse quedado sordo—. Mejor imposible. Me alegro mucho por esos dos chicos; son fantásticos.
—Yo me llamo, Niki, ¿vale?
—Vale. Estupendo. Hola, Niki —saluda Gail—. ¿De dónde es?
—De Perm, Rusia. Un sitio agradable. Y Perry, dígame, por favor, ¿usted también se lo ha pasado bien esta noche?
Gail se dispone a dar un codazo a Perry cuando él vuelve a la vida por sí solo.
—Muy bien, sí, gracias, Niki. Una cena exquisita. Una gente encantadora. Genial. Hasta ahora ha sido la mejor noche de nuestras vacaciones.
No está mal para un principiante, piensa Gail.
—¿A qué hora han llegado a Las Tres Chimeneas? —pregunta Niki.
—Por poco ni llegamos, Niki —exclama Gail, y se echa a reír tontamente para disimular la vacilación de Perry—. ¿Eh, Perry? Hemos ido por el Sendero de la Naturaleza, y casi hemos tenido que abrirnos paso a machetazos entre la maleza. ¿Dónde ha aprendido ese excelente inglés, Niki?
—En Boston, Massachusetts. ¿Tienen un cuchillo?
—¿Un cuchillo?
—Para abrirse paso a machetazos, se necesita un buen cuchillo.
Esos ojos mortecinos en el retrovisor, ¿qué han visto? ¿Qué ven ahora?
—Ojalá lo hubiéramos tenido, Niki —exclama Gail, aún en la piel de su padre—. Por desgracia, los ingleses no llevamos cuchillos encima. —¿Qué estupideces estoy diciendo?, piensa. Da igual, tú habla—. Bueno, algunos sí, la verdad; pero no las personas como nosotros. Somos de otra clase social. ¿Ha oído hablar de nuestro sistema de clases? Pues en Inglaterra solo lleva arma blanca cierta gente de clase media baja o inferior. —Más carcajadas al doblar en la rotonda y tomar por el camino de acceso hacia la entrada principal.
Aturdidos, avanzan entre los hibiscos iluminados en dirección al bungalow como dos desconocidos. Perry cierra la puerta después de entrar y echa el pestillo, pero no enciende la luz. Se quedan uno frente al otro, en la oscuridad, separados por la cama. Durante una eternidad, no hay banda sonora. Lo que no implica que Perry no haya decidido ya qué va a decir:
—Necesito papel para escribir. Y tú también. —Con el tono de voz de «aquí mando yo», que reserva normalmente, supone Gail, para los alumnos descarriados que no entregan el trabajo semanal.
Baja las persianas. Enciende la lámpara de lectura de mi lado de la cama, que apenas ilumina, y deja el resto de la habitación en penumbra.
Abre bruscamente el cajón de la mesilla de mi lado y extrae un cuaderno de papel apaisado: también mío. Consignadas en él, mis brillantes reflexiones sobre Samson contra Samson: mi primer caso como ayudante de uno de los togados del bufete, mi paso de gigante hacia la fama y la fortuna instantáneas.
O no.
Tras arrancar las hojas donde he plasmado por escrito mi sapiencia jurídica, las mete en un cajón, parte en dos lo que queda de mi cuaderno y me entrega la mitad.
—Voy a entrar ahí. —Señalando el cuarto de baño—. Tú quédate aquí. Siéntate ante el escritorio y anota todo lo que recuerdes. Todo lo que ha pasado. Yo haré lo mismo. ¿De acuerdo?
—¿Qué hay de malo en que nos quedemos los dos en esta habitación? Dios mío, Perry. Estoy muerta de miedo. ¿Tú no?
Dejando de lado el comprensible deseo de su compañía, mi pregunta es de lo más razonable. El bungalow contiene, amén de una cama muy utilizada del tamaño de un campo de rugby, un escritorio, dos sillones y una mesa. Puede que Perry haya mantenido su charla en confianza con Dima, pero ¿y yo qué, allí encerrada con la loca de Tamara y sus santos barbudos?
—Los testigos separados requieren declaraciones separadas —decreta Perry, encaminándose hacia el cuarto de baño.
—¡Perry! ¡Espera! ¡Vuelve! ¡Quédate aquí! ¡Soy yo, Gail! Aquí la abogada soy yo, joder, no tú. ¿Qué te ha dicho Dima?
Nada, a juzgar por su cara. Se ha cerrado herméticamente.
—Perry.
—¿Qué?
—Soy yo, joder, Gail. ¿Te acuerdas? Así que siéntate y cuéntale a tu buena amiga qué te ha dicho Dima para convertirte en un zombi. Vale, no te sientes. Cuéntamelo de pie. ¿Se acaba el mundo? ¿Es Dima una chica? ¿Qué coño os traéis entre manos para que yo no pueda enterarme?
Una contracción en el rostro. Una contracción palpable. Una contracción suficiente para dar pie al optimismo. Infundado.
—No puedo.
—No puedes ¿qué?
—Involucrarte en esto.
—Tonterías.
Una segunda contracción. No más productiva que la primera.
—¿Es que no me escuchas, Gail?
¿Qué coño te piensas que estoy haciendo?, piensa ella. ¿Cantar El Mikado?
—Eres una buena abogada y tienes por delante una carrera muy prometedora.
—Gracias.
—Dentro de dos semanas empieza el juicio de tu gran caso. ¿Lo he resumido bien?
Sí, Perry, lo has resumido bien. Tengo una prometedora carrera por delante, a menos que en lugar de eso decidamos tener seis hijos, y el caso Samson contra Samson se verá dentro de quince días, pero, conociendo como conozco a nuestros togados, dudo mucho que me den ocasión de meter baza.
—Eres la estrella más brillante de un bufete prestigioso. Te has matado a trabajar. Tú misma me lo has dicho más de una vez.
Sí, es verdad, desde luego, trabajo como una mula. Una suerte para una joven abogada, y ahora acabamos de pasar la peor noche de nuestras vidas con diferencia, ¿y tú qué coño intentas decirme con la boca pequeña? ¡Perry, no puedes hacerme esto! ¡Vuelve! Pero Gail solo lo piensa. Se le han agotado las palabras.
—Tracemos una línea. Una línea en la arena. Lo que Dima me ha contado es asunto mío. Lo que Tamara te ha contado a ti es asunto tuyo. No crucemos esa línea. Atengámonos al secreto profesional.
Gail recupera el habla.
—¿Quiere eso decir que ahora Dima es tu cliente? Estás tan chiflado como ellos.
—Estoy utilizando una metáfora jurídica. Tomada de tu mundo, no del mío. Digo que Dima es mi cliente y Tamara la tuya. Conceptualmente.
—Tamara no ha hablado, Perry. No ha dicho ni una sola palabra, ni una. Piensa que han puesto micrófonos hasta en los pájaros que vuelan alrededor. A veces sentía el impulso de dedicar una oración en ruso a alguno de sus protectores barbudos, y entonces me hacía una seña para que me arrodillase a su lado, y yo la complacía gustosamente. Ya no soy una atea anglicana; ahora soy una atea ortodoxa rusa. Por lo demás, entre Tamara y yo no ha pasado nada que no esté dispuesta a compartir con todo detalle, nada, ni una mierda, y de hecho acabo de compartirlo. Mi mayor preocupación era la posibilidad de que me arrancase la mano de un mordisco. Pero eso no pasó. Tengo las dos manos intactas. No necesito la vacuna contra el tétanos. Ahora te toca a ti.
—Lo siento, Gail. No puedo.
—¿Cómo dices?
—No voy a contártelo. Me niego a meterte en este asunto más de lo que ya estás metida. Quiero que te quedes al margen. A salvo.
—¿Eso es lo que quieres tú?
—No. No es que yo quiera. Insisto en ello. No me dejaré tentar.
¿«Tentar»? ¿Es Perry quien habla? ¿O el predicador fanático de Huddersfield a quien debe su nombre?
—Lo digo muy en serio —añade, por si ella lo duda.
A continuación ese Perry se metamorfosea en otro distinto. De mi querido y esforzado Jekyll sale un Mr. Hyde del servicio secreto británico muchísimo menos apetecible:
—También hablaste con Natasha, lo vi. Durante un buen rato.
—Sí.
—A solas.
—Para ser exactos, no a solas. Nos acompañaban dos niñas, pero dormían.
—A solas a efectos prácticos, pues.
—¿Es un delito?
—Ella es una fuente de información.
—¿Qué es?
—¿Te ha hablado de su padre?
—Repíteme eso.
—He dicho: ¿te ha hablado de su padre?
—Paso.
—Hablo en serio, Gail.
—Yo también. Muy en serio. Paso, y métete en tus asuntos o cuéntame de una puta vez qué te ha dicho Dima.
—¿Te ha hablado Natasha de cómo se gana la vida Dima? ¿Con quién trata? ¿En quién confía? ¿A quién temen tanto? Todo lo que sepas a ese respecto deberías anotarlo también. Podría ser de vital importancia.
Tras ese comentario, se retira al cuarto de baño y —para mortal vergüenza suya— echa el pestillo.
Durante media hora Gail se queda acurrucada en la terraza con la colcha alrededor de los hombros, porque el cansancio le impide desvestirse. Se acuerda de la botella de ron, resaca garantizada, se sirve un dedo a pesar de todo, y se adormece. Al despertar, advierte que la puerta del baño está abierta y ve a Perry, el as del espionaje, encuadrado en el umbral, en una postura anómala, con la cabeza agachada para no partírsela contra el dintel, dudando si salir o no. Lleva las manos a la espalda, sujetando firmemente la mitad del cuaderno. Parte de este asoma por detrás de él, y Gail distingue su letra en el papel.
—Toma una copa —propone ella, señalando la botella de ron.
Él no la escucha.
—Lo siento —dice. Luego se aclara la garganta y lo repite—: Lo siento mucho, Gail, de verdad.
Abandonando por completo orgullo y razón, ella se pone en pie impulsivamente, corre hacia él y lo abraza. En interés de la seguridad, Perry mantiene los brazos detrás de la espalda. Gail nunca hasta entonces había visto asustado a Perry, pero ahora lo está. No por él. Por ella.
Soñolienta, Gail consulta su reloj con los ojos entornados. Las dos y media. Se levanta, con la intención de concederse otro vaso de rioja, se lo piensa mejor, se sienta en la butaca preferida de Perry y descubre que está debajo de la manta con Natasha.
—¿Y a qué se dedica, ese Max tuyo? —pregunta.
—Me ama plenamente —contesta Natasha—. También en sentido físico.
—Aparte de eso, quiero decir. ¿De qué vive? —aclara Gail, procurando no sonreír.
Se acercan las doce de la noche. Para protegerse de los vientos fríos y entretener a dos niñas huérfanas muy cansadas, Gail ha construido una tienda de campaña con mantas y cojines al abrigo de la tapia que delimita el jardín. Como salida de la nada, Natasha ha aparecido sin libro. Gail identifica primero sus sandalias griegas a través de una rendija entre las mantas, inmóviles como las de un centinela. Allí permanecen durante interminables minutos. ¿Está escuchando, Natasha? ¿Está haciendo acopio de valor? ¿Para qué? ¿Se plantea un ataque sorpresa para divertir a las niñas? Como hasta ese momento Gail no ha cruzado una sola palabra con Natasha, no imagina cuáles pueden ser sus motivaciones.
Se abre la cortina de la tienda, la sandalia griega entra con cautela, seguida de una rodilla y la cabeza ladeada de Natasha, oculta tras su larga melena negra. Luego una segunda sandalia y el resto de ella. Las niñas, profundamente dormidas, no se han movido. Durante unos cuantos interminables minutos más, Gail y Natasha yacen cabeza con cabeza, contemplando enmudecidas por la abertura entre las mantas las salvas de cohetes lanzados con inquietante maestría por Niki y sus compañeros de armas. Natasha se estremece. Gail extiende una manta sobre las dos.
—Según parece, me he quedado embarazada recientemente —observa Natasha con un pulido inglés a lo Jane Austen, dirigiéndose no a Gail sino a un despliegue de plumas de pavo real fluorescentes que cae del cielo nocturno como un goteo.
Si tienes la suerte de recibir las confesiones de los jóvenes, lo sensato es mantener la mirada fija en un objeto común a lo lejos, más que en los ojos del otro: Gail Perkins, ipsissima verba. Antes de empezar a estudiar derecho, daba clases en una escuela de niños con dificultades de aprendizaje, y esa fue una de las cosas que aprendió. Y si una chica guapa de solo dieciséis años te confiesa, así de pronto, que cree estar embarazada, la lección adquiere doble importancia.
—En la actualidad, Max es monitor de esquí —contesta Natasha a la pregunta que Gail, como quien no quiere la cosa, ha dejado caer respecto al posible padre de la criatura que espera—. Pero eso es un empleo temporal. Será arquitecto y construirá casas para los pobres sin dinero. Max es muy creativo, y también muy sensible.
En su voz no se trasluce jocosidad alguna. El amor verdadero es demasiado serio para eso.
—Y sus padres a qué se dedican, si puede saberse —pregunta Gail.
—Tienen un hotel. Es para turistas. Es inferior, pero Max es muy filosófico en cuanto a las cosas materiales.
—¿Un hotel en las montañas?
—En Kandersteg. Es un pueblo en las montañas, muy turístico.
Gail dice que ella nunca ha estado en Kandersteg pero Perry ha participado allí en una carrera de esquí.
—La madre de Max no tiene cultura, pero es compasiva y espiritual como su hijo. El padre es del todo negativo. Un idiota.
Mantén un tono banal.
—¿Y Max pertenece a la escuela oficial de esquí o, como suele decirse, va por libre?
—Max siempre va por libre. Esquía solo con aquellos a quienes respeta. Prefiere el esquí fuera de las pistas, que es más estético. También el esquí en glaciar.
Fue en una remota cabaña, muy por encima de Kandersteg, cuenta Natasha, donde descubrieron, asombrados, su propia pasión.
—Yo era virgen. También inepta. Max es muy considerado. Ser considerado con todo el mundo forma parte de su naturaleza. Incluso en la pasión, es muy considerado.
En su resuelta búsqueda del lugar común, Gail pregunta a Natasha cómo le va con los estudios, qué materias se le dan mejor y en qué exámenes tiene la mira puesta en ese momento. Desde que vive con Dima y Tamara, contesta la chica, asiste a un colegio de monjas, católico, en el cantón de Friburgo, interna de lunes a viernes.
—Por desgracia, no creo en Dios, pero eso no viene al caso. En la vida, a menudo es necesario simular convicción religiosa.
Me gusta más el arte. Max también es muy artístico. Puede que estudiemos los dos arte en San Petersburgo o en Cambridge. Ya se decidirá.
—¿Él es católico?
—En cuanto a la práctica, Max se atiene a la religión de su familia. Eso es por su sentido del deber. Pero en el fondo de su alma cree en todos los dioses.
¿Y en la cama?, le gustaría saber a Gail, pero no pregunta: ¿también ahí se atiene a la religión de su familia?
—¿Y quién más está enterado de lo tuyo con Max? —dice con la ligereza y el desenfado que por ahora ha logrado mantener—. Aparte de los padres de Max, claro. ¿O quizá ellos tampoco lo saben?
—La situación es complicada. Max se ha comprometido muy firmemente, bajo juramento, a no hablar con nadie de nuestro amor. En eso he insistido mucho.
—¿Ni siquiera con su madre?
—La madre de Max no es digna de confianza. Es una mujer inhibida por los instintos burgueses, también locuaz. Si a ella le conviene, se lo contará a su marido, y también a otras muchas personas burguesas.
—¿Tan malo es eso?
—Si Dima se entera de que Max es mi amante, es posible que lo mate. A Dima no le es ajena la violencia física. Forma parte de su naturaleza.
—¿Y Tamara?
—Tamara no es mi madre —replica con un amago de la violencia física de su padre.
—¿Y qué harás si descubres que efectivamente vas a tener un niño? —pregunta Gail sin darle mayor importancia mientras sucesivas candelas romanas inflaman el paisaje.
—En el momento de confirmarse, nos fugaremos de inmediato a un lugar lejano, quizá Finlandia. Max se encargará. Ahora no es conveniente, porque en verano él también trabaja, de guía. Esperaremos un mes más. Quizá sea posible estudiar en Helsinki. Quizá nos matemos. Ya veremos.
Gail deja la peor pregunta para el final, tal vez porque sus instintos burgueses la han puesto en guardia ante la respuesta:
—¿Y tu Max cuántos años tiene, Natasha?
—Treinta y uno. Pero en el fondo es un niño.
Como tú, Natasha. ¿Es esto, pues, un cuento de hadas, una historia de amor, que estás inventándote bajo las estrellas del Caribe, una fantasía sobre el amante de ensueño que algún día conocerás? ¿O de verdad te has acostado con un obseso del esquí, un mierdecilla de treinta y un años que no se lo cuenta a su madre? Porque si es así, has acudido a la persona indicada.
Por entonces Gail era un poco mayor, no mucho. El chico en cuestión no era un obseso del esquí, sino un mestizo sin un céntimo, expulsado de un colegio público local, con unos padres divorciados en Sudáfrica. La madre de Gail había abandonado el hogar familiar hacía tres años, sin dejar su nueva dirección. Su padre alcohólico, lejos de ser una amenaza física, estaba internado por una insuficiencia hepática terminal. El médico de la familia, compañero de borracheras de su padre, era poco digno de confianza. Con dinero prestado por los amigos, Gail se sometió a un torpe aborto y no llegó siquiera a decírselo al chico.
Y a fecha de hoy tampoco ha encontrado aún el momento de decírselo a Perry. Tal como están las cosas, se pregunta si algún día lo hará.
Del bolso que ha estado a punto de dejarse en el taxi de Ollie, Gail extrae su móvil y consulta los mensajes. Como no encuentra ninguno, retrocede a la pantalla anterior. Los de Natasha están en mayúsculas, para mayor dramatismo. Son cuatro, distribuidos a lo largo de una sola semana:
HE AVERGONZADO A MI PADRE SOY UNA DESHONRA.
AYER ENTERRAMOS A MISHA Y OLGA EN UNA IGLESIA PRECIOSA QUIZÁ PRONTO ME REÚNA CON ELLOS.
INFÓRMAME POR FAVOR DE CUÁNDO ES NORMAL TENER VÓMITOS POR LAS MAÑANAS.
Este seguido de la respuesta de Gail, guardada en su bandeja de mensajes enviados:
Los tres primeros meses más o menos, pero si te encuentras mal, ve a un médico INMEDIATAMENTE, besos, GAIL.
Cosa que, como es de prever, ofende a Natasha:
NO PIENSES POR FAVOR QUE ESTOY MAL. CÓMO VOY A ESTAR MAL SI ESTOY ENAMORADA. NATASHA.
Si está embarazada, me necesita. Si no está embarazada, me necesita.
Si es una adolescente trastornada que fantasea con matarse, me necesita.
Soy su abogada y su confidente. Soy lo único que tiene.
La línea de Perry en la arena está trazada.
No es negociable ni depende de las mareas.
Ya ni siquiera el tenis sirve. La pareja india se ha marchado. Los partidos de individuales son demasiado tensos. Mark es el enemigo.
Aunque hacer el amor les permite olvidar temporalmente la presencia de esa línea, ahí sigue, esperando para volver a separarlos.
Sentados en la terraza después de la cena, contemplan el arco formado por los reflectores de seguridad cerca del extremo de la península. Si Gail tiene la esperanza de alcanzar a ver a las niñas, ¿a quién espera ver Perry?
¿A Dima, su Jay Gatsby? ¿A Dima, su Kurtz particular? ¿O algún otro héroe fallido de su venerado Joseph Conrad?
A todas horas del día y la noche los acompaña la sensación de que los escuchan y observan. Incluso si Perry estuviese dispuesto a incumplir su ley del silencio autoimpuesta, el miedo a ser oído le sellaría los labios.
A falta de dos días, Perry se levanta a las seis y sale a correr temprano. Gail sigue en la cama hasta tarde y luego va al Captain’s Deck, resignada a desayunar sola, y allí lo encuentra, conspirando con Ambrose para adelantar la fecha de su marcha. Ambrose anuncia que lamentablemente sus pasajes no pueden cambiarse:
—Si lo hubiesen dicho ayer, podrían haberse marchado con el señor Dima y su familia. Salvo por el hecho de que ellos viajan todos en primera y ustedes van en clase turista. Por lo visto, no les queda más remedio que aguantar en esta vieja isla un día más.
Lo intentaron. Fueron a la ciudad dando un paseo y allí vieron todo lo que había por ver. Perry la aleccionó sobre los pecados del esclavismo. Visitaron una playa al otro lado de la isla y bucearon con esnórkel, pero eran solo dos ingleses más que no sabían qué hacer con tanto sol.
Fue ya durante la cena en el Captain’s Deck cuando por fin Gail perdió la paciencia. Pasando por alto el embargo que él mismo ha impuesto a sus conversaciones en el bungalow, Perry le pregunta, increíblemente, si ella por casualidad conoce a alguien en el «mundillo de los servicios secretos británicos».
—Pero si trabajo para ellos —replica Gail—. Pensaba que a estas alturas ya lo habrías adivinado. —Su sarcasmo no va a ninguna parte.
—Lo decía por si alguien de tu bufete tiene acceso a ellos —aclara Perry, abochornado.
—Ya. ¿Y eso cómo iba a ser? —replica Gail, sintiendo el calor en la cara.
—Bueno —un gesto de indiferencia demasiado inocente—, se me ha pasado por la cabeza que con todo lo que corre sobre la extradición extraordinaria y la tortura… investigaciones públicas, juicios y demás…, los espías deben de estar necesitados de toda la ayuda jurídica a su alcance.
Eso ya era demasiado. Con un sonoro «Vete a la mierda, Perry», Gail se fue corriendo por el sendero hasta el bungalow, donde se vino abajo en un mar de lágrimas.
Y sí, Gail lo sentía mucho. Y él también lo sentía mucho. Estaba compungido. Los dos lo estaban. Ha sido todo culpa mía. No, mía. Volvamos a Inglaterra y zanjemos de una vez este asunto. Unidos de nuevo temporalmente, se aferran el uno al otro como nadadores a punto de ahogarse y hacen el amor con la misma desesperación.
Gail vuelve a estar junto a la ventana alargada, de pie, aunque peligrosamente, observando ceñuda la calle. El dichoso taxi no aparece. Ni siquiera el que no es.
—Canallas —dice en voz alta, imitando a su padre. Y para sí, o para los canallas en silencio:
¿Qué demonios estáis haciendo con él?
¿Qué demonios queréis de él?
¿A qué está diciendo «sí pero no» mientras vosotros contempláis sus vaivenes morales?
¿Qué pensaríais si Dima me hubiese elegido a mí como confidente en lugar de Perry? ¿Si en lugar de ser un asunto de hombre a hombre, hubiese sido un asunto de hombre a mujer?
¿Qué habría pensado Perry si se hubiese quedado aquí sentado, al margen, esperando mi regreso aún con más secretos que, «lo siento, pero no puedo compartir contigo de ninguna manera, por tu propio bien»?
—¿Eres tú, Gail?
¿Lo es?
Alguien le ha puesto el auricular del teléfono en la mano y le ha dicho que hable con él. Pero no ha sido nadie. Está sola. Es Perry en hora de máxima audiencia, no un recuerdo, y ella sigue de pie, con una mano en el marco de la ventana, la mirada fija en la calle.
—Oye. Perdona por lo tarde que es y demás.
¿Demás?
—Héctor quiere que mañana te tomes el día libre. ¿Es posible? ¿Lo harás? Llama a tu bufete y di que estás enferma, o lo que sea. Quiere hablar con los dos mañana por la mañana a las nueve.
—¿Héctor?
—Vuelve a dormirte. Llegaré a casa dentro de media hora.