Capítulo 4

Si alguno de los dos se planteó rehusar la invitación de Dima, no se lo confesó al otro.

—Lo hicimos por los chicos —dijo Gail—. Los gemelos, dos adolescentes grandullones, celebraban su cumpleaños: genial. Así nos vendieron la invitación, y nosotros nos tragamos el anzuelo. Pero para mí contaban más las dos niñas. —Felicitándose de nuevo en sus adentros por no mencionar a Natasha—. Mientras que para Perry… —Le lanzó una mirada de incertidumbre.

—Para Perry ¿qué? —preguntó Luke al ver que él no respondía.

Gail echaba ya marcha atrás, para proteger a su hombre.

—Todo aquello lo fascinaba. ¿Verdad, Perry? Dima, quien era, la fuerza vital, el hombre forjado. Esa banda de forajidos rusos. El peligro. La simple y pura diferencia. Perry empezaba a… en fin… a comulgar. ¿Es injusto lo que digo?

—A mí me suena un poco a psicología de salón —dijo Perry con aspereza, replegándose.

El pequeño Luke, siempre conciliador, intervino de inmediato.

—En esencia, pues, fue una combinación de motivos, tanto para el uno como para el otro —sugirió, todo un experto en combinaciones de motivos—. ¿Y qué hay de malo en eso? Nos encontramos ante una situación donde se mezclan muchas cosas. La pistola de Vania. Dinero ruso en canastas de lavandería. Dos niñas huérfanas que los necesitaban a ustedes con desesperación, y quizá los adultos también los necesitaban, a juzgar por lo poco que sabían de ellos. Y para colmo, el cumpleaños de los gemelos. O sea, ¿cómo iban a resistirse, siendo ustedes dos personas decentes?

—En una isla —recordó Gail en voz baja.

—Exacto. Y encima, me atrevería a decir, picados por el gusanillo de la curiosidad. ¿Y quién no iba a estarlo? En fin, la combinación resulta ciertamente embriagadora. Yo habría sucumbido, eso por descontado.

A Gail no le cupo duda. Tenía la sospecha de que el pequeño Luke, a lo largo de la vida, había sucumbido a casi todo, y precisamente como consecuencia de ello estaba un poco preocupado por sí mismo.

—Y Dima —insistió ella—. Para ti, Perry, Dima era el principal gancho, reconócelo. Lo dijiste ya entonces. Para mí, eran las niñas, pero para ti, a la hora de la verdad, fue Dima. Hablamos de ello hace unos días, ¿te acuerdas?

Quiso decir: «mientras redactabas tu dichoso documento y yo era una esclava cristiana».

Perry reflexionó por un momento, como quizá habría reflexionado sobre cualquier premisa académica; luego, con una sonrisa de deportividad, admitió el rigor del razonamiento.

—Es verdad. Me sentí escogido. Ascendido por encima de mis méritos, digamos. La verdad es que ya no sé qué sentí. Quizá tampoco entonces lo supe.

—Pero Dima sí lo sabía: usted era su catedrático del juego limpio.

—Así que esa tarde, en lugar de ir a la playa, fuimos de compras a la ciudad —continuó Gail, hablando a Yvonne pero remitiendo la historia a Perry, pese a que este tenía la cabeza vuelta—. Para los cumpleañeros, lo obvio era un juego completo de criquet. De eso te encargaste tú. Te lo pasaste en grande buscando el juego de criquet. Te encantó la tienda de material deportivo. Te encantó aquel viejo. Te encantaron las fotografías de los grandes jugadores antillanos. ¿Learie Constantine? ¿Quién más había?

—Martindale.

—Y Sobers. Gary Sobers estaba allí. Me lo señalaste.

Perry asintió. Sí, Sobers.

—Y nos encantó que fuera un secreto. Por los niños. La idea de Ambrose, aquello de hacerme salir de la tarta, no iba muy desencaminada, ¿eh que no? Y yo me ocupé de los regalos para las niñas. Con un poco de ayuda tuya. Pañuelos para las pequeñas, y un collar muy bonito para Natasha, de conchas y piedras semipreciosas alternas. —Hecho: había vuelto a mencionar a Natasha y salido indemne—. Querías comprarme otro a mí, pero no te dejé.

—Y dígame, Gail, si es tan amable: ¿por qué no? —Yvonne, con su sonrisa discreta e inteligente, buscando cierta distensión.

—Por la exclusividad. Fue todo un detalle por parte de Perry, pero no quería verme emparejada con Natasha —contestó Gail, tanto para Perry como para Yvonne—. Y seguro que Natasha no habría querido verse emparejada conmigo. Gracias, es un gesto adorable, pero resérvalo para otra vez, te dije, ¿verdad? Y anda que no es difícil comprar un papel de regalo aceptable en St. John’s, Antigua. —Continuó sin pausa—: Por otro lado estaba la cuestión de entrar a escondidas, ¿eh? Porque nosotros éramos la gran sorpresa. Eso también iba a ser la bomba. Pensamos en presentarnos disfrazados de piratas caribeños… eso fue idea tuya… pero decidimos que quizá era pasarse un poco de rosca, sobre todo habiendo allí personas todavía de luto, por más que no lo supiésemos oficialmente. Fuimos tal cual, pues, sin acicalarnos mucho. Perry, tú te pusiste la ropa del viaje: la americana vieja y el pantalón gris. Tu look de Brideshead. Perry no es lo que llamaríamos un «esclavo» de la moda, pero hiciste lo que pudiste. Y el bañador, claro. Y yo fui con un vestido de algodón encima del bañador, más una rebeca por si refrescaba, porque sabíamos que había una playa privada en Las Tres Chimeneas, y quizá ellos tuviesen previsto un baño.

Yvonne redactaba un concienzudo informe. ¿Para quién? Luke, mentón en mano, la escuchaba con los cinco sentidos, tal vez demasiado atento para el gusto de Gail. Perry observaba con expresión lúgubre el dibujo de los ladrillos en la pared a oscuras. Los tres le concedían toda su atención en espera de su canto del cisne.

Cuando Ambrose les dijo que estuvieran en formación a las seis en el vestíbulo del hotel, prosiguió Gail con un tono más comedido, dieron por supuesto que los trasladarían furtivamente a Las Tres Chimeneas en uno de los monovolúmenes de cristales tintados y los introducirían por una puerta lateral. Suponían mal.

Al acceder al aparcamiento por la parte de atrás como les habían indicado, encontraron a Ambrose esperándolos al volante de un cuatro por cuatro. Según el plan, explicó él con entusiasta complicidad, los invitados sorpresa debían infiltrarse por el viejo Sendero de la Naturaleza, que discurría por la cresta de la península justo hasta la entrada posterior de la casa, donde el señor Dima en persona estaría aguardándolos.

Gail volvió a imitar la voz de Ambrose:

—«Oigan, en ese jardín hay bombillas de colores, una banda de tambores de acero, un entoldado… Han recibido un envío de la carne de Kobe más tierna que ha salido de una vaca. No sé qué puede faltar en esa casa. Y el señor Dima lo tiene todo a punto, listo hasta el último detalle. Ha enviado a mi Elspeth y a toda esa ruidosa familia suya a una importante carrera de cangrejos más allá de St. John’s, y todo para que podamos entrarlos a ustedes a escondidas por la puerta de atrás… ¡así de secreta es su aparición de esta noche, joven pareja!».

Si hubiesen andado en busca de aventuras, les habría bastado con el Sendero de la Naturaleza. Debían de ser los primeros en utilizarlo desde hacía años. En un par de ocasiones Perry incluso tuvo que «abrirse paso a manotazos a través de la maleza».

—Cosa que, por supuesto, le encantó. Pensándolo bien, debería haber sido campesino, ¿eh que sí? Al final, fuimos a dar a un largo túnel verde, y Dima nos esperaba en el otro extremo con el aspecto de un Minotauro feliz. Si es que tal cosa existe.

Perry levantó de pronto el huesudo dedo índice en un gesto admonitorio.

—Que fue cuando vimos a Dima solo por primera vez —observó con tono solemne—. Sin guardaespaldas, sin familia. Sin niños. Sin nadie que nos vigilase. O nadie a la vista. Estábamos solos los tres, al borde de un bosque. Creo que nos dimos cuenta de eso los dos, Gail y yo, de la repentina exclusividad.

Pero por más trascendencia que Perry atribuyese a este hecho, su comentario se perdió en medio de la insistente verborrea de Gail:

—¡Nos abrazó, Yvonne! Nos abrazó de verdad. Primero a Perry, y lo apartó de un empujón. Luego a mí, luego a Perry otra vez. No abrazos coquetos, no. Fueron grandes abrazos de familia. Como si no nos viese desde hacía años. O no fuese a volver a vernos.

—O estuviese desesperado —apuntó Perry con el mismo tono serio y pensativo—. Yo percibí algo de eso. Puede que tú no. De lo mucho que significábamos para él en ese momento, lo importantes que éramos.

—Nos quería de verdad —prosiguió Gail con determinación—. Allí estaba, declarando su amor. Tamara también nos quería, nos aseguró Dima. Solo que le resultaba difícil expresarlo porque estaba un tanto enloquecida desde su problema. No dio mayores explicaciones sobre el problema en cuestión, ¿y quiénes éramos nosotros para preguntarlo? Natasha nos quería, pero últimamente apenas habla con nadie, solo lee libros. Toda la familia quería a los ingleses por nuestra humanidad y nuestro juego limpio. Aunque él no dijo «humanidad»… ¿Qué dijo?

—Corazón.

—Allí estábamos, de pie al final del túnel, en medio de aquel hartón de abrazos, y Dima dale que dale con el rollo del buen corazón. En fin, ¿cuánto amor puede uno declarar a alguien con quien no ha cruzado más de seis palabras en la vida?

—¿Perry? —instó Luke.

—A mí me pareció heroico —contestó Perry, llevándose la larga mano a la frente en la postura clásica de la preocupación—. Solo que no sabía por qué. ¿No incluí eso en algún sitio de nuestra declaración? ¿«Heroico»? A mí me lo pareció —con un gesto de indiferencia, como si restase valor a sus propios sentimientos—. Pensé: «la dignidad bajo el fuego enemigo». Solo que no sabía quién era el enemigo. Ni por qué lo atacaba. No sabía nada, salvo…

—Salvo que tú estabas en la pared rocosa con él —sugirió Gail, no en mal tono.

—Sí, así era. Y él estaba en un sitio complicado. Nos necesitaba.

—A ti —corrigió ella.

—De acuerdo. A mí. Es lo que intento decir.

—Pues dilo.

—Salimos del túnel guiados por él, y nos llevó hacia lo que, como vimos, era la parte de atrás de la casa —empezó a explicar Perry, y se interrumpió—. ¿Querrán, supongo, una descripción precisa del lugar? —preguntó a Yvonne con tono adusto.

—Ciertamente, Perry —contestó Yvonne con la misma actitud de eficiencia—. Hasta el detalle más insignificante, por favor, si no le importa. —Y reanudó sus concienzudas anotaciones.

—Al dejar atrás el bosque, fuimos a dar a un viejo camino de servicio, con pavimento de ceniza roja o algo así, abierto probablemente como vía de acceso cuando se construyó la casa. Tuvimos que subir sorteando los socavones.

—Con los regalos a cuestas —prorrumpió Gail desde bastidores—. Tú con tu juego de criquet, yo con mis paquetes para las niñas en la bolsa más elegante que encontré, que no es mucho decir.

¿Hay ahí alguien escuchando?, se preguntó. A mí no. Perry es el pozo de sabiduría. Yo soy el pozo negro.

—Al acercarnos desde atrás, vimos que la casa era un montón de escombros —prosiguió él—. Ya nos habían prevenido, y no esperábamos ningún palacio; sabíamos que la casa iba a demolerse. Pero no esperábamos semejante estado de ruina. —El profesor saliente de Oxford se había convertido en reportero in situ—: Vi un edificio de ladrillo decrépito, con barrotes en las ventanas. Deduje que eran las antiguas dependencias de los esclavos. Rodeaba el perímetro una tapia encalada, de unos cuatro metros de altura, rematada con alambre de espino, que parecía nuevo y ofendía a la vista. Alrededor había reflectores de seguridad montados sobre pilones, como en un estadio de fútbol, iluminando a todo aquel que pasaba. Habíamos advertido el resplandor desde la terraza del bungalow. Sartas de bombillas de colores colgaban entre ellos, supuestamente en preparación para la fiesta de cumpleaños de esa noche. Cámaras de seguridad, pero no apuntadas hacia nosotros, porque estábamos ya del lado bueno, o eso creo. Una reluciente antena parabólica, nueva, de siete metros de diámetro, orientada más o menos hacia el norte, por lo que pude deducir en el camino de regreso.

En dirección a Miami. O a Houston, quizá. Sabe Dios. —Se detuvo a pensar—. Bueno, Dios y ustedes, obviamente. Ustedes sí saben esas cosas.

¿Es un desafío o una broma? Ni lo uno ni lo otro. Es Perry exhibiendo sus dotes para hacer el trabajo de ellos, por si no las han notado antes. Es Perry el escalador de cornisas en la pared norte, diciéndoles que nunca olvida un recorrido. Es el Perry incapaz de resistirse a un reto siempre y cuando tenga las de perder.

—Luego otra vez cuesta abajo, de nuevo a través del bosque, hasta un pequeño prado desde donde se veía la punta del cabo, el extremo de la península. En realidad, la casa no tiene parte trasera propiamente dicha; o toda ella es parte trasera, como ustedes prefieran. Es una residencia colonial, a base de madera y amianto, con tres fachadas, un popurrí seudoisabelino. Muros grises de estuco. Ventanas diminutas de cristal emplomado. Armadura de vigas vistas, con contrachapado en lugar de maderos, y un farol colgado en el porche de atrás. ¿Estamos de acuerdo, Gail?

¿Habría venido si no lo estuviéramos?

—Lo estás haciendo muy bien —dijo ella. Que no era exactamente lo que él había preguntado.

—Dormitorios, cuartos de baño, cocinas y despachos añadidos posteriormente, con puertas al exterior, lo que induce a pensar que en su día aquello fue una comuna o una colonia, o algo así. Dicho de otro modo, estaba todo patas arriba. No era culpa de Dima. Eso lo sabíamos, gracias a Mark. Los Dima nunca habían vivido allí hasta entonces. No habían tocado nada salvo por unas reformas rápidas en el apartado de seguridad. La idea no nos molestó. Al contrario. Aportaba un muy necesario toque de realidad.

La doctora Yvonne, siempre curiosa, aparta la vista de sus anotaciones clínicas.

—¿Y resulta que no había chimeneas, pues, Perry?

—Solo dos. Unidas a los restos de la refinería de azúcar en el extremo oeste de la península. La tercera había desaparecido. Eso también lo incluí en nuestro documento, creo.

¿Nuestro dichoso documento? ¿Cuántas veces lo has dicho ya? ¿Nuestro documento que tú escribiste y yo no he podido leer, pero ellos sí? ¡Ese dichoso documento es tuyo! ¡Ese dichoso documento es de ellos! Le ardían las mejillas, y esperaba que él lo notase.

—Luego, cuando bajábamos hacia la casa, a unos veinte metros, calculo, Dima nos indicó que aflojáramos el paso —decía Perry. Su voz cobraba intensidad—. Con las manos: más despacio.

—¿Y también fue allí donde se llevó el dedo a los labios en un gesto de complicidad? —preguntó Yvonne, levantando de pronto la cabeza para mirarlo sin dejar de escribir.

—¡Sí, allí! —saltó Gail—. Exactamente allí. Una gran complicidad. Primero, más despacio; luego, silencio. Suponiendo que ese dedo en los labios formaba parte de la sorpresa a los chicos, le seguimos la corriente. Según Ambrose, los había mandado a las carreras de cangrejos, así que nos pareció un poco raro que estuviesen aún en la casa. Imaginamos, pues, que por algún cambio de planes al final no se habían ido. O lo imaginé yo.

—Gracias, Gail.

Dios santo, ¿gracias por qué? ¿Por hacer sombra a Perry? No hay de qué, Yvonne; es un placer.

—Para entonces —se apresuró a continuar Gail— íbamos ya de puntillas por indicación de Dima. Conteníamos la respiración literalmente. No dudábamos de él: creo que eso debe quedar claro. Le obedecíamos, cosa que no es propia de ninguno de nosotros, pero así era, tal cual. Nos llevó hasta una puerta, una puerta de la casa, pero lateral. No estaba cerrada con llave. La empujó y entró él primero. Se dio media vuelta de inmediato, con una mano en alto y la otra ante los labios como… —Como mi padre sobreactuando en una pantomima navideña, solo que sobrio, iba a decir pero se calló—. En fin, da igual… y con una mirada muy intensa, imponiéndonos silencio. ¿Eh que sí, Perry? Ahora te toca a ti.

—Entonces, cuando se aseguró de que tenía nuestra total atención, nos pidió que lo siguiéramos con una seña. Yo pasé primero. —En contraste con Gail, Perry redujo la voz al mínimo en intencionado contrapunto: así hablaba cuando estaba muy emocionado y quería disimularlo—. Entramos sigilosamente en un vestíbulo vacío. Bueno, «vestíbulo» es un decir. Más bien una caja de unos tres por cuatro metros, con una ventana de vidrios romboidales en el lado oeste, rota y remendada con cinta adhesiva. El sol penetraba a raudales. Dima tenía aún el dedo en los labios. Cuando entré, me agarró del brazo, tal como me había agarrado en la pista de tenis. Con una fuerza de otra dimensión. A mí me habría sido imposible competir contra una fuerza así.

—¿Pensó que quizá se vería obligado a competir contra ella? —indagó Luke en un arranque de solidaridad masculina.

—No supe qué pensar. Mi preocupación era Gail, y me planteé solo cómo interponerme entre ellos. Pero eso fue únicamente durante unos segundos.

—Tiempo de sobra para comprender que aquello no era ya un juego de niños —apuntó Yvonne.

—Bueno, empezaba a tomar conciencia —admitió Perry, y se interrumpió por un momento, ahogada su voz por el ululato de una ambulancia que pasaba por la calle—. Háganse idea del inesperado estruendo que nos encontramos dentro de la casa —insistió, como si un sonido hubiese desencadenado el otro—. Aunque estábamos en el pequeño vestíbulo, oíamos las embestidas del viento contra toda aquella casa ruinosa. Y la luz era… en fin, fantasmagórica, por usar una de las palabras preferidas de mis alumnos. Nos llegaba como en distintas capas por la ventana del lado oeste: primero una luz granulosa, filtrada por las nubes bajas procedentes del mar; encima, una capa de luz solar más viva. Y allí donde no alcanzaba la claridad, sombras de una negrura total.

—Y era un sitio frío —se quejó Gail, abrazándose en una actitud teatral—. Como solo pueden serlo las casas vacías. Y con ese olor escalofriante que tienen, como de cementerio. Pero yo solo pensaba: ¿dónde están las niñas? ¿Por qué no se las ve ni se las oye? ¿Por qué no se oye nada salvo el viento? Y si allí no había nadie, ¿a qué venía tanto secreto? ¿A quién estábamos engañando aparte de a nosotros mismos? Y tú, Perry, pensaste lo mismo, ¿no? Me lo dijiste después.

Y detrás del dedo índice en alto de Dima, un rostro distinto, dice Perry. Había desaparecido de su semblante todo asomo de sonrisa. Y de sus ojos. No se traslucía ni rastro de humor. Estaba tenso. Realmente necesitaba asustarnos. Compartir su miedo con nosotros. Y en ese momento, mientras permanecíamos allí inmóviles, atónitos —y sí, asustados—, cobra forma ante nosotros, en un rincón del reducido vestíbulo, la figura espectral de Tamara, que ha estado ahí desde el principio, en el hueco más oscuro al otro lado de los haces de luz, y nosotros no nos habíamos dado cuenta. Lleva puesto un vestido negro, largo, el mismo que el día del partido de tenis, y que cuando Dima y ella los espiaban desde la penumbra del monovolumen, como si fuera su propio fantasma.

En este punto Gail se adueñó otra vez del relato:

—Lo primero que vi fue el crucifijo de obispo. Después el resto de ella, surgiendo alrededor. Para la fiesta de cumpleaños se había recogido el pelo en una trenza y puesto colorete en las mejillas, y llevaba los labios embadurnados de carmín, y digo «embadurnados», como lo oyen. Parecía loca de atar. Ella no tenía el dedo ante la boca. No hacía falta. Todo su cuerpo era como una señal de advertencia en negro y rojo. ¡Qué Dima ni qué ocho cuartos!, pensé. Esta sí que se las trae. Y lógicamente seguía preguntándome cuál era su problema, porque algún problema tenía, caray que si lo tenía.

Perry empezó a hablar pero ella, porfiadamente, continuó, obligándolo a callar.

—Tamara tenía una hoja en la mano, DIN A4, doblada por la mitad, y la tendía hacia nosotros. ¿Para qué? ¿Era un folleto religioso? ¿Prepárate para reunirte con tu Dios? ¿O estaba entregándonos un mandato judicial?

—Y a todo eso, ¿qué hacía Dima? —preguntó Luke, volviéndose hacia Perry.

—Por fin me soltó el brazo —respondió Perry con una mueca—. Pero no sin antes asegurarse de que prestaba atención al papel de Tamara. Que ella acto seguido me endosó. Y Dima, con un gesto, me indicó que lo leyera. Aún con el dedo en los labios. Y Tamara estaba poseída, sin duda. Los dos estaban poseídos, la verdad. Y querían compartir su miedo con nosotros. Pero ¿miedo a qué? Así que leí. No en voz alta, obviamente. Ni siquiera de inmediato. Yo no estaba en la zona iluminada. Tuve que acercar el papel a la ventana. De puntillas, para que se hagan ustedes idea de hasta qué punto estábamos bajo el hechizo. Y después tuve que ponerme de espaldas a la ventana por lo intensa que era la luz del sol. Y pedirle a Gail mis gafas de lectura de reserva, que ella llevaba en el bolso…

—… porque, como de costumbre, Perry se había olvidado las otras en el bungalow…

—Entonces Gail, de puntillas, se situó detrás de mí…

—Tú me lo pediste…

—Para tu protección, y leyó la hoja por encima de mi hombro. Y la leímos… no sé, por lo menos dos veces, supongo.

—Y alguna más —añadió Gail—. ¡En serio, vaya acto de fe! ¿Por qué confiaron en nosotros de esa manera? ¿Qué los llevó a pensar de pronto que nosotros éramos las personas idóneas? ¡Fue tal… tal imposición!

—No tenían mucho dónde elegir —comentó Perry en voz baja, a lo que Luke añadió un sabio gesto de asentimiento que Yvonne imitó discretamente, y Gail se sintió aún más aislada de lo que se había sentido en toda la tarde.

Quizá la tensión en el sótano mal ventilado empezaba a desbordar a Perry. O quizá, pensó Gail, experimentaba un tardío ataque de culpabilidad. Comoquiera que fuese, estiró hacia atrás su largo cuerpo en la silla, bajó los hombros angulosos para relajarlos e hincó el índice en la carpeta beige colocada entre los pequeños puños de Luke.

—En cualquier caso ahí tienen el texto de Tamara, en nuestro documento, así que no hay necesidad de recitarlo —dijo con tono hostil—. Pueden leerlo hasta cansarse. Ya lo han hecho, es de suponer.

—Igualmente —insistió Luke—. Si no le importa, Perry. Por redondear, digamos.

¿Pretendía Luke ponerlo a prueba? Eso creía Gail. Incluso en la selva académica que Perry estaba decidido a dejar atrás se lo conocía por su capacidad para citar textualmente fragmentos de literatura inglesa después de una sola lectura. Provocado en su vanidad, Perry empezó a recitar pausadamente con tono inexpresivo:

—«Dimitri Vladimiróvich Krasnov, a quien llaman Dima, director europeo del Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre, está dispuesto a negociar a través de los intermediarios, el catedrático Perry Makepiece y la señora Gail Perkins, abogada, un acuerdo con las autoridades de Gran Bretaña, en beneficio mutuo, respecto al permiso de residencia permanente para toda la familia a cambio de cierta información muy importante, muy urgente, muy vital para la Gran Bretaña de Su Majestad. Los niños y los demás regresarán aproximadamente dentro de una hora y media. Hay un sitio adecuado para que Dima y Perry conversen de manera provechosa sin riesgo de ser oídos. Gail tendrá la amabilidad de acompañar a Tamara a otra parte de la casa. Es posible que haya muchos micrófonos en esta casa. Por favor no hablemos hasta que vuelvan todos de la carrera de cangrejos para la celebración».

—Y entonces sonó el teléfono —dijo Gail.

Perry está sentado en su silla, muy erguido, como si lo hubieran llamado al orden, con las manos como antes, extendidas y abiertas sobre la mesa, la espalda recta pero los hombros inclinados mientras medita sobre la corrección de lo que se dispone a hacer. Mantiene la mandíbula apretada como en actitud de negación, pese a que nadie le ha pedido nada a lo que deba negarse, salvo Gail, cuya expresión al mirarlo es de solemne súplica, o eso espera ella, pero acaso en realidad esté fulminándolo con la mirada, porque ya no sabe bien qué signos faciales emite.

Luke emplea un tono desenfadado, incluso afable, que es lo que desea, cabe suponer.

—Veamos, trato de imaginarlos a los dos allí juntos —explica con tono entusiasta—. Es un momento francamente extraordinario, ¿no te parece, Yvonne? Los dos allí de pie en el vestíbulo, uno al lado del otro. Leyendo. Perry con la carta en la mano, y usted, Gail, mirando el papel por encima del hombro de Perry. Los dos enmudecen literalmente. Acaba de caerles del cielo una proposición extraordinaria a la que no pueden dar ninguna respuesta. Es una pesadilla. Y en lo que se refiere a Dima y Tamara, por el mero hecho de no hablar ya están ustedes medio captados para la causa. Ninguno de los dos, supongo, se plantea salir corriendo de la casa. Están maniatados. Física y emocionalmente. ¿Me equivoco? Desde el punto de vista de ellos, pues, de momento todo va bien: tácitamente, ustedes han accedido. Esa es la impresión que ustedes no pueden evitar transmitirles. Involuntariamente. Por el mero hecho de no hacer nada, de estar allí, pasan a convertirse en parte de su gran juego, así sin más.

—Pensé que estaban como regaderas —dice Gail para pararle los pies—. Paranoicos los dos, Luke, para serle sincera.

—¿Y esa paranoia qué forma tomaba exactamente? —Luke, sin inmutarse.

—¿Y yo qué sé? Para empezar, decidieron que había micrófonos ocultos en la casa. Y hombrecillos verdes escuchando.

Pero Luke tiene más redaños de lo que ella esperaba. Replica con aspereza:

—¿De verdad les pareció tan improbable, Gail, después de lo que los dos habían visto y oído? ¿Los guardaespaldas? ¿La historia del dinero caliente en canastas de lavandería? ¿La pistola del tío Vania? A esas alturas ya debían de haberse dado cuenta de que tenían al menos un pie en el mundo del hampa rusa. Tanto más siendo usted una abogada experta, si me permite decirlo.

Siguió un largo silencio. Gail no había previsto el encontronazo con Luke, pero si él quería pelea, por ella encantada.

—La supuesta experiencia a la que se refiere, Luke —empezó Gail con furia—, lamentablemente no abarca…

Pero Perry la interrumpió.

—Sonó el teléfono —le recordó con delicadeza.

—Sí. Ya, vale, sonó el teléfono —cedió ella—. Estaba a un metro de nosotros. O menos, ¿no, Perry? Quizá a medio metro. El timbre era como una alarma contra incendios. Nos dio un susto de muerte. A ellos no, a nosotros dos. Un aparato mohoso, negro, de los años cuarenta, con esfera y cable en espiral, colocado en una mesa de ratán tambaleante. Dima descolgó y bramó por el auricular en ruso, y vimos aparecer en su cara, a su pesar, una sonrisa de lameculos. Todo en él era un acto contra su propia voluntad. Sonrisas postizas, carcajadas postizas, falsa jovialidad, y mucho sí señor, no señor, lo que usted mande, y de buena gana te estrangularía con mis propias manos. La mirada siempre fija en la loca de Tamara, siguiendo sus indicaciones. Y de nuevo el dedo ante los labios, para pedirnos que nada de ruidos, por favor, eso sin dejar de hablar en ningún momento. ¿Eh que sí, Perry? —eludiendo a Luke intencionadamente. Sí.

—Conque es a esos a quienes tienen miedo, pienso. Y quieren que nosotros les tengamos miedo también. Y Tamara lo dirige. Con su colorete en las mejillas y demás, mueve la cabeza para asentir, para negar, pone cara de Medusa en los casos de hiperdesaprobación. ¿Te parece una descripción aceptable, Perry?

—Recargada, pero precisa —admitió Perry, incómodo; luego, a Dios gracias, le dedicó una sincera sonrisa radiante, aunque marcada por la culpabilidad.

—Y esa fue la primera de las llamadas de la noche, ¿no es así? —apuntó Luke, ágil como siempre, mirándolos a uno y otro con sus ojos rápidos de expresión extrañamente mortecina.

—Debieron de recibir cinco o seis llamadas antes de regresar la familia —admitió Perry—. Tú también las oíste, ¿no? —esto a Gail—. Y no fue más que el principio. Todo el rato que pasé encerrado con Dima, de pronto oíamos sonar el teléfono, y o bien Tamara venía llamando a Dima a gritos para que contestara, o Dima se levantaba de un salto y corría a cogerlo, jurando en ruso. Si había supletorios en la casa, no los vi. Más tarde, esa noche, me dijo que allí los móviles no tenían cobertura debido a los árboles y los acantilados, y por eso todo el mundo lo llamaba al fijo. No me lo creí. Pensé que esa gente quería comprobar su paradero, y la manera de hacerlo era llamar a un teléfono fijo antiguo en la propia casa.

—¿Esa gente?

—La gente que no se fiaba de él. Y en quienes él a su vez tampoco confiaba. Esos con quienes está en deuda. Y a quienes odia. La gente a la que tiene miedo, y a la que por tanto nosotros debemos tenérselo.

En otras palabras, la gente cuya identidad Perry, Luke e Yvonne pueden conocer y yo no, pensó Gail. La gente aludida en «nuestro» dichoso documento, ese que no es nuestro.

—Y es entonces, pues, cuando Dima y usted se retiran a ese «sitio adecuado» donde pueden hablar sin peligro de que los oigan —dijo Luke.

—Sí.

—Y usted, Gail, se marchó a estrechar relaciones con Tamara.

—¿Estrechar? Y un cuerno.

—El caso es que se fue con ella.

—A un salón de un mal gusto lamentable que apestaba a meados de murciélago. Con un televisor de plasma en el que ponían una misa mayor ortodoxa en ruso. Ella llevaba una caja de hojalata.

—¿Una caja?

—¿No se lo ha contado Perry? ¿En nuestro documento conjunto, ese que yo no he visto? Tamara cargaba con una caja de hojalata negra en forma de bolso. Cuando la dejó, se oyó un ruido metálico. No sé dónde llevan las mujeres sus armas en el mundo normal, pero tuve la impresión de que en el caso de ella esa caja era el equivalente al tío Vania. —«Es mi canto del cisne, así que pienso sacarle el mayor partido.»— La tele de plasma ocupaba casi toda una pared. Las otras paredes estaban decoradas con iconos. Iconos portátiles. Con marcos muy recargados para mayor santidad. Santos varones, no vírgenes. Allí donde Tamara va, la acompañan sus santos, o eso deduje. Tengo una tía igual que ella, una ex fulana convertida al catolicismo. Cada uno de sus santos tiene una función distinta. Si pierde las llaves, acude a san Antonio. Si ha de coger un tren, a san Cristóbal. Si va apurada de dinero, a san Marcos. Si tiene un pariente enfermo, a san Francisco. Si ya es demasiado tarde, a san Pedro.

Pausa. Se ha apagado: otra actriz de tres al cuarto superada por el papel.

—Y ya resumiendo, Gail, ¿cómo fue el resto de la velada? —preguntó Luke, sin llegar a consultar el reloj pero como si lo hubiera hecho.

—Pues le diré: de chuparse los dedos, sencillamente. Caviar de beluga, langosta, esturión ahumado, vodka a mares, efusivos brindis de media hora en ruso ebrio para los adultos, un estupendo pastel de cumpleaños envuelto en saludables nubes de asqueroso humo de tabaco ruso. Filetes de Kobe y criquet en el jardín a la luz de los reflectores, una banda de tambores de acero a todo tren que nadie escuchaba, fuegos artificiales que nadie miraba, un baño en la playa a medianoche para los que quedaban de pie, y vuelta a casa pasada la una, para un intensivo análisis de la velada con una última copa.

Yvonne muestra la que a todas luces será su última serie de fotografías, en papel brillante.

—Si son tan amables, identifiquen a cualquiera que les parezca haber visto entre los presentes en la celebración —dice Yvonne, recitando de carrerilla.

—Este y este —responde Gail, señalando, ya cansada.

—Y este también, sin duda —añade Perry.

Sí, Perry, este también. Otro más, y hombre, cómo no. Algún día en el mundo del hampa ruso habrá igualdad de oportunidades para las mujeres.

Silencio mientras Yvonne da por concluida otra de sus minuciosas anotaciones y deja el lápiz.

—Gracias, Gail, ha sido una gran ayuda —dice Yvonne.

Es la indicación al calenturiento Luke para que recurra a su tono imperioso. Aquí imperioso equivale a compasivo.

—Gail, sintiéndolo mucho, debemos dejarla marchar. Ha demostrado una generosidad inmensa, y como testigo ha estado soberbia. En cuanto a lo demás, Perry nos pondrá al corriente. Le estamos muy agradecidos. Los dos. Gracias.

Gail se ve de pie ante la puerta, sin saber muy bien cómo ha llegado hasta ahí. Tiene a Yvonne al lado.

—¿Perry?

¿Le responde él? Si es así, ella no se da cuenta. Sube, seguida de cerca por Yvonne, su carcelera. En el postinero y ostentoso vestíbulo, Ollie, el individuo corpulento con un dejo cockney y voces extranjeras, dobla su periódico ruso, se pone en pie con cierto esfuerzo y, deteniéndose ante un espejo de época, se arregla cuidadosamente la boina con las dos manos.