Capítulo 3

El cielo de Gail se oscurece, y también la habitación del sótano. Con el anochecer, la luz tenue de la lámpara suspendida del techo parece iluminar más lúgubremente la mesa, y las paredes de obra vista ahora son negras. Por encima de ellos, en la calle, el murmullo del tráfico llega amortiguado y a rachas. Lo mismo ocurre con los pasos de los pies desdibujados que desfilan por detrás de las ventanas de cristal mate. Ollie, el taxista corpulento y afable del pendiente, ya sin boina, ha entrado con cuatro tazas de té y una bandeja de galletas digestivas y ha vuelto a marcharse.

Si bien este es el mismo Ollie que los ha recogido en el taxi negro frente al piso de Gail unas horas antes esa tarde, ahora ya está claro que no es un verdadero taxista, pese a la placa con el número de licencia que exhibe en el amplio pecho. Ollie, según Luke, «nos lleva a todos por el camino recto», pero Gail no se lo traga. Una escocesa calvinista e intelectualoide no necesita orientación moral, y para un jockey amateur de club de campo, sin control sobre su propia mirada y al amparo de la armadura de encanto propia de su clase, ya es demasiado tarde.

Además, los ojos de Ollie, a juicio de Gail, esconden mucho más de lo que se requiere para una función menor como esa. La desconcierta el pendiente, ya sea un signo sexual o una simple payasada. La desconcierta asimismo su voz. Al oírla por el interfono en Primrose Hill, era puro cockney. Mientras conversaba con ellos a través de la mampara sobre el mal tiempo que estábamos teniendo para mayo —después de un abril magnífico, y a ver cómo se recuperan ahora las flores del diluvio de anoche—, Gail detectó un dejo extranjero, y su sintaxis empezó a resquebrajarse. ¿Cuál era, pues, su lengua materna? ¿El griego, el turco, el hebreo? ¿O es la voz, como ese único pendiente, pura pantomima sin otro fin que embaucar a un par de aficionados como nosotros?

Lamenta haber firmado la dichosa declaración. Lamenta que Perry la haya firmado. Perry, al firmar ese impreso, no estaba «firmando»; estaba uniéndose a la causa.

El viernes era el último día de vacaciones de la pareja india en luna de miel, dice Perry. Por tanto, han acordado jugar al mejor de cinco sets en lugar de los habituales tres, y en consecuencia se pierden otra vez el desayuno.

—Nos conformamos, pues, con un baño en el mar, y quizá un brunch si apretaba el hambre. Elegimos el extremo más concurrido de la playa. No era la zona a la que solíamos ir, pero teníamos el ojo puesto en el Shipwreck Bar.

El tono de eficiencia, identifica Gail. Perry el profesor de lengua. Datos y frases cortas. Nada de conceptos abstractos. Dejemos que la historia se cuente por sí sola. Eligieron una sombrilla, continúa él. Extendieron sus cosas. Iban camino del agua cuando en el área de estacionamiento prohibido se detuvo un monovolumen con las lunas tintadas. Salieron primero el guardaespaldas con cara de niño y luego el hombre de la boina escocesa que habían visto en el partido de tenis, ahora con pantalón corto y chaleco de gamuza amarillo, pero con la boina todavía bien calada. A continuación apareció Elspeth, la mujer de Ambrose, y la siguieron un cocodrilo de goma hinchable con las fauces abiertas y Katia, dice Perry, alardeando de su legendaria retentiva. Y detrás de Katia asomó una enorme pelota playera roja con una cara sonriente y asas, que resultó ser propiedad de Irina, vestida también para la playa.

Y finalmente salió Natasha, añade él, momento en que Gail decide intervenir: «Natasha es asunto mío, no tuyo».

—Pero solo después de una pausa teatral, y justo cuando creíamos que ya no quedaba nadie en el monovolumen —matiza—. Vestida para matar, con un sombrero de estilo hakka, como una pantalla de lámpara, un cheongsam abotonado con muletillas y sandalias griegas atadas a los tobillos con correas cruzadas, acarreando su mamotreto encuadernado en piel. Después de avanzar por la arena con mucha delicadeza para que todos la vean, se acomoda lánguidamente bajo la última sombrilla de la hilera, la más alejada, e inicia esa lectura suya tan seria. ¿No es así, Perry?

—Si tú lo dices —contesta Perry, incómodo, y se echa atrás bruscamente en la silla como para distanciarse de ella.

—Lo digo, sí. Pero lo más misterioso, lo escalofriante de verdad —prosigue con estridencia ahora que Natasha no está ya en el punto de mira—, fue que todos los miembros del grupo, grandes y pequeños, sabían adónde ir y qué hacer exactamente en cuanto llegaron a la playa.

El guardaespaldas con cara de niño fue derecho al Shipwreck Bar y pidió una lata de cerveza de raíces, que consiguió alargar durante dos horas, dice ella, conservando la iniciativa. El hombre de la boina escocesa, pese a su mole —un «primo», según Mark, uno de los muchos «primos» de Perm, en Rusia, el pueblo, que no tenía nada que ver con la permanente—, subió por la precaria escalerilla del puesto de vigilancia de un socorrista, sacó un flotador, lo infló y se sentó encima, cabe suponer que por un problema de almorranas. Las dos niñas, seguidas de lejos por la amplia Elspeth con su voluminosa cesta, descendieron con su cocodrilo y su pelota playera por la pendiente de arena hacia donde habían plantado el campamento Perry y Gail.

—También caminando —precisa Gail con mucho énfasis en atención a Yvonne—, sin brincos ni saltos ni gritos. Caminando, y tan calladas y alertas como en la pista de tenis. Irina, con el pulgar en la boca y cara de pocos amigos; Katia, con una voz tan cordial como la de un reloj parlante: «¿Quiere venir a nadar con nosotras, señorita Gail?». Y yo, quizá para distender un poco el ambiente, contesté: «Señorita Katia, será un honor para el señor Perry y para mí nadar con vosotras». Y fuimos a nadar. ¿Eh que sí? —esto a Perry, quien, después de responder con un gesto de asentimiento, insistió en colocar de nuevo las manos sobre las de ella, tal vez para darle apoyo o tal vez para tranquilizarla, Gail no acababa de saberlo, pero en cualquier caso el resultado fue el mismo: se vio obligada a cerrar los ojos y esperar varios segundos hasta sentirse en condiciones de continuar, cosa que hizo con otra ráfaga—. Era todo un montaje. Nosotros sabíamos que era un montaje. Las niñas sabían que era un montaje. Pero si había dos criaturas que necesitaban chapotear con un cocodrilo y una pelota playera, eran aquellas, ¿eh que sí, Perry?

—Sin duda —contesta Perry con convicción.

—Así que Irina me agarró de la mano y me llevó al agua casi por la fuerza. Katia y Perry nos siguieron con el cocodrilo. Y yo pensaba: ¿dónde demonios están sus padres y por qué hacemos esto nosotros en lugar de ellos? No se lo pregunté a Katia a las claras. Presentía, supongo, que era una pregunta indiscreta. Una situación de divorcio o algo por el estilo. Así que le pregunté quién era aquel caballero tan amable de la boina, el que estaba sentado en lo alto de la escalinata. El tío Vania, dice Katia. Ah, muy bien, digo, ¿y quién es el tío Vania? Respuesta: pues un tío. ¿De Perm? Sí, de Perm. Sin más explicaciones. Igual que la otra vez: ya no vamos al colegio en Roma. ¿Me he apuntado ya algún tanto en contra, Perry?

—En absoluto.

—Entonces continúo.

Durante un rato, el sol y el mar cumplen su cometido. Gail prosigue.

—Las niñas chapotean y saltan, y es para morirse de risa cuando Perry, haciendo de poderoso Poseidón, surge de las profundidades con sus ruidos de monstruo marino… no, en serio, fue así, Perry, estuviste maravilloso, admítelo.

Extenuados, vuelven todos tambaleantes a la arena, y Elspeth seca, viste y aplica crema solar a las niñas.

—Pero en cuestión de segundos, literalmente, vuelven y se ponen en cuclillas al borde de mi toalla. Y basta con mirarlas a la cara para saber que las sombras de tristeza siguen presentes, solo que por un rato han quedado escondidas. Bien, pienso, un refrigerio: helados y refrescos. Perry, eso es trabajo de hombres, le digo, cumple con tu obligación. ¿Eh que sí, Perry?

¿Un refrigerio?, repite Gail para sí. ¿Por qué hablo otra vez como mi deplorable madre? Porque soy otra actriz fracasada con una voz poderosa que sube de volumen cuanto más hablo.

—Sí —asiente Perry con retraso.

—Y allá va él, raudo y veloz, a buscarlos, ¿no? Cucuruchos de helado de caramelo con nueces para todos, zumo de piña para las pequeñas. Pero cuando Perry va a firmar la cuenta, el camarero le dice que ya está todo pagado. ¿Por quién? —Gail se acelera exhibiendo la misma falsa alegría—. ¡Por Vania! Por el tío gordo, siempre tan atento, con su boina escocesa, encaramado en la cofa. Pero Perry, siendo quien es, no podía aceptar una cosa así, ¿eh, Perry?

Incómodo, mueve su alargada cabeza en un gesto de negación para dar a entender que está en la pared del precipicio y no oye nada, pero ha captado el mensaje.

—Ciertas formas de gorroneo le generan un malestar patológico, ¿verdad que sí? Y aquí se trata de una persona que ni siquiera conoces. Así que Perry va y sube por la escalerilla para decirle al tío Vania que muy amable por su parte y demás, pero él prefiere pagar lo suyo.

Calla. Se apaga. Sin la desesperada ligereza de Gail, Perry toma el relevo y reanuda la historia:

—Subí por la escalerilla hasta donde estaba sentado Vania en su flotador. Me agaché bajo la sombrilla para darle mi opinión y, sin querer, puse la mirada en la culata de una pistola negra enorme que asomaba de debajo de su tripa. Se había desabrochado el chaleco de gamuza por el calor, y allí estaba, a plena vista. Yo no entiendo de armas, gracias a Dios. Ni quiero. Ustedes sí entienden, eso no lo dudo. Esta era de tamaño familiar —explica, pesaroso, y se produce un elocuente silencio mientras lanza una mirada lastimera a Gail, quien, indiferente a sus esfuerzos, no se la devuelve.

—¿Y no se le ocurrió comentar nada al respecto, Perry? —apunta el pequeño y hábil Luke, quien siempre sale a cubrir la brecha—. Respecto al arma, quiero decir.

—Pues no. Supuse que él no se había dado cuenta de que yo la había visto, y decidí que lo más sensato por mi parte, desde un punto de vista táctico, era no haber visto nada. Le di las gracias por el helado y volví a bajar hasta donde estaba Gail, charlando con las niñas.

Luke reflexiona sobre esto con especial intensidad. Da la impresión de que algo le reconcome. ¿Era acaso la espinosa cuestión del protocolo entre espías el motivo de su inquietud?, se pregunta Gail con sorna. ¿Qué hace uno si ve asomar una pistola por debajo del chaleco de un hombre y no lo conoce muy bien? ¿Le dice que se le ve, o sencillamente se hace el sueco? Como cuando alguien a quien uno no conoce muy bien tiene la bragueta abierta.

Yvonne, la intelectualoide escocesa, decide salir en ayuda de Luke ante este dilema.

—¿En inglés, Perry? —pregunta con severidad—. Le dio usted las gracias en inglés, imagino. ¿Contestó también él en inglés?

—No contestó en ningún idioma. Pero sí me fijé en que llevaba un botón negro de luto prendido en el chaleco, algo que no veía desde hacía mucho tiempo. Y que usted ni siquiera sabía que existía, ¿verdad? —preguntó él con tono acusador.

Atónita ante la agresividad de Perry, Gail cabecea. Es verdad, Perry. Me declaro culpable. No sabía qué eran los botones de luto y ahora ya lo sé, así que puedes seguir con la historia, ¿eh?

—¿Y no se le ocurrió, por ejemplo, poner sobre aviso al hotel, Perry? —porfía Luke—. «Hay un ruso con una pistola de tamaño familiar sentado en el puesto del socorrista».

—Uno considera diversas opciones, Luke, y esa fue sin duda una de ellas —contesta Perry, que no ha agotado aún del todo su arranque de agresividad—. Pero ¿qué demonios iba a hacer el hotel? Saltaba a la vista que Dima era el dueño del establecimiento o al menos lo tenía en el bolsillo. Además, debíamos pensar en las niñas: ¿estaba bien armar revuelo delante de todo el mundo? Decidimos que no.

—¿Y a las autoridades policiales de la isla? ¿Eso se lo planteó? —otra vez Luke.

—Nos quedaban cuatro días. No queríamos perderlos en declaraciones melodramáticas a la policía sobre asuntos en los que seguramente estaban ya metidos hasta el cuello.

—¿Eso fue una decisión conjunta?

—Fue una decisión ejecutiva. Mía. No iba a ir a Gail y decirle: «Vania lleva una pistola debajo del cinturón, ¿crees que deberíamos avisar a la policía?». Y menos delante de las niñas. En cuanto nos quedamos solos y puse en orden las ideas, le conté lo que había visto. Hablamos del tema racionalmente, y esa fue la decisión a la que llegamos: no actuaríamos.

Asaltada por un involuntario y súbito impulso de apoyo afectivo, Gail lo respalda con su experta opinión jurídica:

—Podía ser que Vania tuviera un permiso local perfectamente válido para llevar el arma. ¿Qué iba a saber Perry? Podía ser que ni siquiera necesitara permiso. Podía ser incluso que le hubiese dado el arma la propia policía. No estábamos lo que se dice muy al corriente sobre la normativa para el uso de armas en Antigua, ¿eh que no, Perry? Ni tú ni yo.

Medio espera que Yvonne plantee una argumentación jurídica opuesta, pero está muy ocupada consultando en su carpeta beige la copia del conflictivo documento.

—¿Sería mucha molestia si les pido a los dos una descripción de ese tío Vania? —pregunta con voz despojada de toda agresividad.

—Picado de viruela —se apresura a contestar Gail, de nuevo pasmada por haber registrado todo eso en su memoria—. Cincuentón. Mejillas como de piedra pómez. Barriga de bebedor. —Creía haberlo visto beber furtivamente de una petaca en la pista de tenis, pero no podía asegurarlo.

—Anillos en todos los dedos de la mano derecha —añade Perry cuando le llega el turno—. Vistos conjuntamente, unas nudilleras. Pelo negro, de espantapájaros, asomando por detrás de la boina escocesa, pero sospecho que era calvo, y por eso llevaba la boina. Grasa por todas partes.

Y sí, Yvonne, ese es él, coinciden con un susurro, acercando las cabezas hasta rozarse. Entre ellos saltan chispas de electricidad mientras contemplan la fotografía de veinte por quince centímetros que Yvonne ha colocado bajo sus narices. Sí, ese es Vania, de Perm, el segundo por la izquierda del grupo de cuatro hombres blancos, obesos y alegres, sentados en un club nocturno entre busconas y serpentinas y botellas de champán la Nochevieja de 2009, a saber dónde.

Gail necesita ir al baño. Yvonne la acompaña por la estrecha escalera del sótano hasta la planta baja misteriosamente postinera. Ollie, el afable taxista, ahora sin boina, se halla repantigado en el sillón de orejas, absorto en la lectura de un periódico. No es un diario corriente: está impreso en cirílico. Gail cree descifrar las palabras Novaya Gazeta, pero no tiene la total certeza, y no quiere hacerle el favor de preguntárselo. Yvonne espera mientras Gail orina. El lavabo es elegante, con toallas de baño bonitas, jabón perfumado y grabados de caza de Jorrocks sobre un papel pintado caro. Regresan al sótano. Perry continúa encorvado sobre sus manos, pero ahora con las palmas hacia arriba, de manera que parece leer la buenaventura por partida doble.

—Bien, Gail —dice el pequeño Luke, animoso, como si acabara de iniciarse un nuevo capítulo—. Ahora lleva usted la voz cantante.

¿Cantante, Luke? Más que cantar, voy a clamar al cielo, a desahogarme de todo aquello que lleva acumulándose dentro de mí desde hace ya un rato, como quizá hayas notado mientras me recorrías con la mirada algo más a menudo de lo que se considera estrictamente necesario en el Manual de protocolo entre géneros de los espías.

—No tenía ni idea, la verdad —empieza Gail, hablando al frente pero decantándose más hacia Yvonne que hacia Luke—. Metí la pata, así de claro. Debería haberlo visto venir. Y no lo vi.

—No tienes nada que reprocharte —ataja Perry con vehemencia desde su lado—. Nadie te lo dijo, nadie te hizo la menor advertencia. Si hay culpables, son Dima y su gente.

Gail no acepta el consuelo. Es una profesional de la abogacía en una bodega con las paredes de ladrillo, ya entrada la noche, arguyendo en contra del acusado, y el acusado es ella. Está tendida boca abajo en una playa de Antigua, a la sombra de un parasol, a media tarde, con el tirante del sujetador desatado y dos niñas en cuclillas junto a ella, y Perry tumbado al otro lado con su pantalón corto de colegial y unas gafas de la Seguridad Social de su difunto padre que ha aprovechado para hacerse unas gafas de sol con sus propias lentes graduadas.

Las niñas se han comido sus helados gratis y bebido sus zumos gratis. El tío Vania de Perm está en lo alto de su escalerilla, con una pistola de tamaño familiar al cinto, y Natasha —cuyo nombre es un reto para Gail cada vez que se enfrenta a él; tiene que prepararse y superarlo de un salto limpio, como en las clases de equitación del colegio—… y Natasha yace en el otro extremo de la playa en magnífico aislamiento. Entretanto, Elspeth se ha retirado a distancia prudencial. Tal vez sepa qué está a punto de ocurrir. Con la visión retrospectiva a la que no se le permite recurrir, Gail así lo cree.

Las sombras han reaparecido en los semblantes de las niñas, observa. La abogada que hay en ella teme que acaso las pequeñas compartan un secreto horrendo. Con las cosas que tiene que oír en el juzgado casi todos los días de la semana, eso es lo que la inquieta, eso es lo que aviva su curiosidad: niñas que no parlotean ni se portan mal. Niñas que no se dan cuenta de que son víctimas. Niñas que son incapaces de mirar a los ojos. Niñas que se sienten culpables del daño que les infligen los adultos.

—Yo me gano la vida haciendo preguntas —afirma. Ahora se dirige a Yvonne. Luke es una forma borrosa y Perry queda fuera del encuadre, relegado aposta—. He trabajado en los juzgados de familia, he llevado a niños al estrado como testigos. Lo que hacemos en nuestro trabajo lo hacemos también fuera de nuestro trabajo. No nos desdoblamos. Somos una única persona.

En un gesto destinado a atenuar la tensión de Gail más que la suya propia, Perry echa el cuerpo adelante y estira sus largos brazos como un nadador, pero Gail no está menos tensa cuando se obliga a seguir.

—Así las cosas, lo primero que dije a las niñas fue: contadme algo más sobre el tío Vania. Se habían mostrado tan enigmáticas respecto a él que pensé que a lo mejor era un mal tío. «El tío Vania toca la balalaica con nosotras, lo queremos mucho, y es muy gracioso cuando se emborracha». Esto en palabras de Irina, decidida a ser más comunicativa que su hermana mayor. Pero yo me digo: un tío borracho que les toca música… ¿y qué más les toca?

—Y siguen hablando en inglés, cabe suponer —pregunta Yvonne en su búsqueda de todos los detalles, hasta los más nimios. Pero ahora con delicadeza, de mujer a mujer—. ¿No hemos pasado a un francés básico ni nada por el estilo?

—El inglés era prácticamente su lengua materna, un inglés americano de colegio internacional con un ligero acento italiano. Y entonces pregunté si Vania era un tío de verdad o solo honorario. Respuesta: Vania es el hermano de nuestra madre y antes estaba casado con la tía Raísa, que ahora vive en Sochi con otro marido que no le cae bien a nadie. Acto seguido pasamos a hacer el árbol genealógico, cosa que a mí me interesa mucho. Tamara es la mujer de Dima, y es muy estricta, y reza mucho porque es una santa, y es buena por quedarse con nosotras. ¿Buena? ¿Cómo que «quedarse con nosotras»? Y entonces digo… ahora en plan abogada astuta, con preguntas tangenciales, no a las claras… ¿Dima es bueno con Tamara? ¿Dima es bueno con sus hijos? En el fondo me interesa saber: ¿Dima es un poco demasiado bueno con vosotras? Y Katia dice: sí, Dima es bueno con Tamara porque es su marido y la hermana de Tamara ha muerto, y Dima es bueno con Natasha porque es su padre y su madre ha muerto, y con sus hijos porque es su padre. Cosa que abre la puerta a la pregunta que en realidad quiero hacer, y se la planteo a Katia porque es la mayor: ¿y quién es vuestro padre, Katia? Y Katia contesta: ha muerto. E Irina añade: y nuestra madre también. Están los dos muertos. Yo pongo cara como diciendo «¡Vaya por Dios!», y al ver que ellas se quedan mirándome, añado que lo siento mucho. ¿Cuánto hace que murieron? Ni siquiera sabía aún si creerlas. Una parte de mí conservaba la esperanza de que aquello fuese una de esas bromas pesadas propias de los niños. Para entonces es Irina quien habla. Katia ha entrado en una especie de trance; también yo, pero eso no viene al caso. Murieron el miércoles, dice Irina. Con mucho énfasis en el día. Como si la culpa la tuviera el día. Fue el «miércoles» cuando murieron, a saber qué miércoles. Así que digo… y la cosa va de mal en peor… ¿te refieres al miércoles pasado? Y la respuesta de Irina es: sí, el miércoles de la semana pasada, el 29 de abril. Con mucha precisión, asegurándose de que entiendo bien. O sea, el miércoles de la semana anterior, y algo sobre un accidente de coche, y yo me quedo allí sentada, mirándolas boquiabierta, e Irina me coge la mano y me da unas palmadas y Katia apoya la cabeza en mi regazo, y Perry, de quien me he olvidado por completo, me rodea con el brazo, y yo soy la única que llora.

Gail se muerde el nudillo del dedo índice, que es otro de sus recursos en el juzgado para protegerse de emociones poco profesionales.

—Al hablar luego con Perry en el bungalow, todo encajaba poco más o menos —explica Gail, levantando la voz para adoptar un tono aún más remoto, pero manteniendo a Perry fuera de su campo visual, y a la vez intentando presentar como algo natural que las dos niñas disfrutasen de una feliz estancia junto al mar un par de días después de morir sus padres en un accidente de coche, como así sucede con los niños pequeños, pero quizá los espías no tienen niños, claro—. Sus padres murieron el miércoles. El partido de tenis tuvo lugar el miércoles siguiente. Por tanto, la familia llevaba una semana de duelo, y Dima había decidido que ya era hora de sacarlos a tomar un poco de aire fresco: así que arriba esos ánimos y a ver quién se apunta a un partido de tenis. Si eran judíos, y por lo que nosotros sabíamos bien podían serlo, o al menos algunos de ellos, o tal vez los padres muertos, quizá observaban el shivah y en principio ese miércoles debían volver a la vida. Eso no cuadraba mucho con el devoto cristianismo y el crucifijo de Tamara, pero allí no era una cuestión de coherencia religiosa lo que se planteaba, no con aquella gente, y en general a Tamara la tenían por rara.

Otra vez Yvonne, respetuosa pero firme:

—Lamento insistir, Gail, pero Katia dijo que fue un accidente de coche. Veamos, ¿solo contó eso? ¿O también dijo, por ejemplo, dónde se produjo el accidente?

—En algún sitio de las afueras de Moscú. Sin precisar. Según ella, la culpa fue de las carreteras. En las carreteras había muchos baches. Todo el mundo conducía por el medio para esquivar los baches, y lógicamente los coches chocaban.

—¿Se mencionó una posible hospitalización? ¿O el papá y la mamá murieron en el acto? ¿Cómo fue?

—Muertos en el impacto. «Un camión enorme vino a toda velocidad por el medio de la carretera y los mató bien muertos», palabras de Katia.

—¿Alguna otra víctima, aparte de los padres?

—No estuve muy acertada en las preguntas de seguimiento, lamento decir —sintiendo que empezaba a flaquear.

—Pero ¿había un chófer, por decir algo? Si el chófer también resultó muerto, sin duda formaría parte de la historia, ¿no?

Yvonne no ha contado con Perry.

—Ni Katia ni Irina hicieron referencia a un chófer, ni vivo ni muerto, ni directa ni indirectamente, Yvonne —dice él con el lento tono de rectificación que reserva a los alumnos holgazanes y los guardaespaldas rapiñeros—. No se habló de otras víctimas, ni de hospitales, ni de qué coche en concreto llevaba nadie. —El volumen de su voz va en aumento—. Ni de si tenían seguro a terceros o…

—Basta —ataja Luke.

Gail había vuelto a subir a la planta baja, esta vez sin escolta. Perry se quedó donde estaba, la cabeza enjaulada tras los dedos de una mano mientras tamborileaba impaciente en la mesa con los de la otra. Gail regresó y se sentó. Perry no pareció darse cuenta.

—¿Y bien, Perry? —dijo Luke, imperioso y profesional.

—Y bien ¿qué?

—El criquet.

—Fue al día siguiente.

—Eso ya lo sabemos. Consta en su documento.

—¿Y por qué no lo leemos, pues?

—Creía que eso ya estaba claro, ¿no?

Muy bien, fue al día siguiente, a la misma hora, en la misma playa, en una zona distinta, confirmó Perry de mala gana. El mismo monovolumen de cristales tintados se detuvo en el área de estacionamiento prohibido, y de él salieron no solo Elspeth, las dos niñas y Natasha, sino también los chicos.

No obstante, al oír la palabra «criquet», Perry había empezado a animarse.

—Parecían dos potros adolescentes que, después de un largo encierro en el establo, por fin pueden galopar —dijo con repentina satisfacción, asaltado por el recuerdo.

Para la visita a la playa de ese día, Gail y él habían elegido el lugar más alejado posible de la casa conocida como Las Tres Chimeneas, explicó. No es que se escondieran de Dima y compañía, pero habían pasado mala noche, tras cometer el elemental error de beberse el ron de cortesía en el hotel, y se habían levantado tarde con un tremendo dolor de cabeza.

—Y además era imposible escapar de ellos, claro —interviene Gail, decidiendo que vuelve a ser su turno—. En esa playa. ¿Verdad, Perry? En toda la isla, si a eso vamos. ¿A qué venía tanto interés en nosotros por parte de los Dima? Es más, ¿quiénes eran? ¿Qué querían? ¿Y por qué nosotros? A cada esquina que doblábamos, allí estaban. Esa sensación empezábamos a tener. En el bungalow, los teníamos justo enfrente, al otro lado de la ensenada, y desde allí nos observaban. O eso imaginábamos nosotros, que era igual de malo. Y en la playa no necesitaban siquiera prismáticos. Les bastaba con asomarse por encima de la tapia del jardín y mirar. Cosa que sin duda ocurría con frecuencia, porque hacía unos minutos que habíamos plantado el campamento cuando apareció el monovolumen de cristales tintados.

El mismo guardaespaldas con cara de niño, dijo Perry, tomando él de nuevo el hilo del relato. Esta vez no en el bar, sino a la sombra de un árbol en una elevación del terreno. El tío Vania de Perm, con su boina escocesa y su revólver de tamaño familiar, no estaba a la vista, pero sí los acompañaba el sustituto de este, un individuo alto y flaco como una espingarda, que debía de ser un obseso del fitness, porque en lugar de encaramarse al puesto del socorrista trotaba playa arriba, playa abajo, cronometrándose y deteniéndose en cada extremo para hacer un poco de tai chi.

—Un individuo con el pelo cardado —explicó Perry, y su sonrisa se ensanchó hasta alcanzar toda su amplitud—. Cinético. Bueno, más bien, frenético. Era incapaz de quedarse quieto más de cinco segundos. Y decir delgado es quedarse corto. Era esquelético. Pensamos que era una nueva incorporación al séquito de la familia, concluyendo que existía una gran rotación de primos de Perm entre los Dima.

—Y Perry echó una ojeada a los niños, ¿verdad? —dijo Gail—. Sobre todo a los dos chicos, y pensaste: «Dios mío, ¿qué vamos a hacer con esta gente?». Entonces se te ocurrió la única idea brillante de todas las vacaciones: el criquet. Bueno, no tan brillante para quien conozca a Perry. Solo hay que darle una pelota mordisqueada por un perro y unos cuantos maderos arrastrados a la playa por el mar, y para él ya no hay nada en el mundo aparte del criquet, ¿eh que no?

—Nos tomamos el juego muy en serio, como debe ser —admitió Perry con un ceño poco convincente detrás de la sonrisa—. Montamos un wicket con trozos de madera y pusimos ramas encima a modo de travesaños. Los del club marítimo nos consiguieron un bate y algo parecido a una pelota. Reunimos a un puñado de rastas y viejos británicos para ocupar las posiciones de juego exteriores, y de pronto éramos seis por bando, Rusia contra el resto del mundo, todo un acontecimiento deportivo. Mandé a los chicos a persuadir a Natasha para que viniera a hacer de guardameta, pero al volver dijeron que estaba leyendo a un tal Turguéniev, del que aparentaron no haber oído hablar nunca. Nuestra siguiente tarea fue impartir las sagradas Leyes del Criquet a… —la sonrisa ahora de oreja a oreja—, bueno, a una gente que no atendía a leyes. No me refiero a los viejos británicos y los rastas, claro está. Esos eran jugadores de criquet natos. Los jóvenes Dima, en cambio, eran internacionales. Habían jugado un poco al béisbol, pero se ofendían si les decías que aquello consistía en lanzar la pelota, no en dar pedradas. Las niñas necesitaron un poco de supervisión, pero en cuanto conseguimos que los viejos británicos batearan, pudimos situarlas como corredoras. Si las niñas se aburrían, Gail se las llevaba a tomar algo y nadar. ¿No?

—Decidimos que lo más importante era mantenerlos en movimiento —explicó Gail, compartiendo resueltamente el buen ánimo de Perry—. No dejarles demasiado tiempo para cavilaciones. Los chicos iban a pasárselo en grande hiciéramos lo que hiciéramos. Y en cuanto a las niñas… en fin, por lo que a mí se refería, bastaba con arrancarles una sonrisa para… quiero decir… Dios mío… —y dejó el resto en el aire.

Al ver a Gail en apuros, Perry intervino en el acto.

—En criquet, cuesta mucho lanzar en condiciones desde esa arena tan blanda —explicó a Luke mientras ella recobraba la compostura—. Imagíneselo: los lanzadores se quedan clavados, los bateadores giran como peonzas.

—Me lo imagino —asintió Luke de todo corazón, presto a acomodarse al tono de Perry e igualarlo.

—Tampoco es que importara mucho. Todos se lo pasaron bomba y el equipo ganador recibió helados de premio. Lo declaramos empate, así que los dos equipos tuvieron sus helados —dijo Perry.

—Pagados por el nuevo tío en funciones, ¿supongo? —comentó Luke.

—Yo había puesto fin a eso —contestó Perry—. Los helados corrieron de nuestra cuenta sin discusión.

En cuanto Gail se serenó, Luke adoptó un tono más serio.

—¿Y fue mientras los dos equipos ganaban… ya muy avanzado el partido, de hecho… cuando vieron ustedes el interior del monovolumen aparcado? ¿Lo he entendido bien?

—Estábamos ya pensando en levantar la sesión, sí —admitió Perry—, y de pronto se abrió la puerta y allí estaban. Quizá les apetecía respirar un poco de aire fresco. O vernos mejor. Quién sabe. Fue como una visita de la realeza. De incógnito.

—¿Cuánto tiempo llevaba abierta la puerta?

Perry en guardia, amparándose en su acreditada memoria. Perry el testigo perfecto, que nunca se fía de sí mismo, nunca se precipita al contestar, siempre actúa de manera responsable. Ese era otro Perry al que Gail adoraba.

—Pues la verdad es que no lo sé, Luke. No podría decírselo exactamente. No podríamos. —Mirando de soslayo a Gail, que cabeceó para corroborar que ella tampoco podía—. Miré; Gail me vio mirar, ¿verdad? Y ella también miró. Los dos los vimos. A Dima y Tamara, uno al lado del otro, muy erguidos, lo oscuro y lo claro, la flaca y el gordo, observándonos desde el asiento trasero del monovolumen. Y de pronto, zas, cierran la puerta.

—Observándolos atentamente, digamos, sin sonreírles —comentó Luke con despreocupación mientras tomaba nota.

—Él tenía algo de… en fin, ya se lo he dicho… algo de regio. Sí. Él y ella, los dos. Los Dima de la realeza. Si uno de ellos hubiese alargado el brazo y tirado de una borla de seda para que el cochero se pusiera en marcha, no me habría sorprendido en absoluto. —Se recreó en esta idea y dio el visto bueno con un gesto de asentimiento—. En una isla, la gente importante parece más importante. Y los Dima eran… en fin, gente importante. Todavía lo son.

Yvonne tenía una fotografía más que someter a su consideración, esta vez una foto de archivo policial en blanco y negro: de cara y de perfil, dos ojos morados, un ojo morado. Y la boca hinchada y maltrecha de alguien que acaba de hacer una declaración voluntaria. Al verla, Gail arruga la nariz en actitud de desaprobación. Mira a Perry y coinciden: no lo conocemos. Pero Yvonne, la escocesa, no se da por vencida:

—Si le pongo una peluca un poco rizada… imagínenlo por un momento… y le limpio un poquito la cara, ¿no creen que tal vez este sea el obseso del fitness, que salió de una cárcel italiana el pasado mes de diciembre?

Piensan que sí podría ser. Acercándose el uno al otro, al final no les cabe la menor duda.

Esa misma noche, en el restaurante Captain’s Deck, recibieron la invitación de manos del venerable Ambrose mientras servía el vino para que lo catara Perry. Perry, el hijo de puritanos, no imita voces. Gail, la hija de actores, las imita todas. Se asigna el papel del venerable Ambrose:

—«Y mañana por la noche, joven pareja, tendré que renunciar al placer de servirles. ¿Y saben por qué? Porque se les ha concedido el honor, joven pareja, de asistir como invitados sorpresa del señor Dima y señora a la celebración del decimocuarto cumpleaños de sus hijos gemelos, a quienes, según he oído, han dado a conocer ustedes personalmente el noble arte del criquet. Y mi Elspeth ha preparado la tarta de nueces más grande y mejor que han visto en su vida. Si fuese más grande… caray, señorita Gail, esos chicos, por lo que he oído, la harían salir a usted de dentro, de tanto como la adoran».

Con un floreo final, Ambrose les entregó un sobre donde se leía: «Señor Perry y señorita Gail». Contenía dos tarjetas de visita de Dima, blancas, de papel de barba, como las invitaciones de boda, con nombre y apellidos: «Dimitri Vladimiróvich Krasnov, director europeo, Consorcio Mercantil Multiglobal La Arena de Nicosia, Chipre». Y debajo, la dirección de la página web de la compañía y una dirección de Berna presentada como «residencia y sede».