Capítulo 2

Gail no acababa de entender por qué recaía en ella la mayor parte de la conversación. Al hablar, escuchaba las reverberaciones de su propia voz devueltas por las paredes de obra vista del sótano, como le ocurría en el juzgado: ahora aparento justificada indignación, ahora aparento mordaz escepticismo, ahora me parezco a mi deplorable madre después del segundo gin-tonic la última vez que supe de ella.

Y esa noche, pese a todos sus esfuerzos por disimularlo, de vez en cuando se sorprendía a sí misma en un estremecimiento de miedo que no estaba previsto en el guión. Si el público, al otro lado de la mesa, no lo percibía, ella sí. Y mucho se equivocaba, o también Perry, a su lado, lo percibía, porque en ocasiones inclinaba la cabeza hacia ella sin más razón que mirarla con intranquila ternura a pesar del abismo de cinco mil kilómetros que los separaba. Y en ocasiones llegaba al extremo de darle un acucioso apretón de mano bajo la mesa antes de tomar el relevo, en la idea errónea pero perdonable de que así concedía un respiro a sus emociones, cuando en realidad sus emociones se limitaban a pasar a la clandestinidad, reagruparse y reemprender la lucha aún con mayor denuedo tan pronto como tenían la oportunidad.

Si bien no puede decirse que Perry y Gail entraran parsimoniosamente en la pista central, sí es verdad —en eso coincidieron— que se lo tomaron con calma. Estuvo primero el paseíllo a través del arco de flores, con los guardaespaldas en el papel de guardia de honor, sujetándose Gail el ala de la pamela y arremolinando la vaporosa falda.

—Exageré un poco la nota —reconoció ella.

—¡Y cómo! —convino Perry ante las sonrisas contenidas al otro lado de la mesa.

Siguió cierto revuelo en la entrada de la pista cuando de repente Perry pareció pensárselo mejor, hasta que quedó claro que retrocedía solo para ceder el paso a Gail, quien entonces lo precedió con señorial sosiego para insinuar que si bien la planeada ofensa no se había concretado, la posibilidad no podía descartarse aún. Y detrás de Perry entró Mark.

Dima, en la pista central de cara a ellos, extendió los brazos en un amplio gesto de bienvenida. Lucía una camiseta azul, aterciopelada, de manga larga y cuello redondo y unas bermudas negras hasta por debajo de las rodillas. Una visera verde, semejante a un pico, sobresalía de su calva, que brillaba ya bajo el sol de primera hora de la mañana. Perry incluso se preguntó, según dijo él mismo, si Dima se había untado la cabeza de aceite. Para complementar el Rolex con piedras preciosas, adornaba su enorme cuello una cadenita de oro con vagas connotaciones místicas: otro reflejo, otra distracción.

Pero cuando Gail entró, para su sorpresa, no era Dima el principal foco de atención, dijo ella. En la grada, detrás de él, se congregaba una concurrencia variopinta —y extraña, a ojos de Gail—, formada por niños y adultos.

—Como un grupo de macabras figuras de cera —declaró Gail—. No era solo por lo peripuestos que se los veía a esa hora intempestiva, las siete de la mañana. Era por su silencio absoluto y sus caras de pocos amigos. Me senté abajo, en la primera grada, que estaba vacía, y pensé: Dios mío, pero ¿esto qué es? ¿Un tribunal popular, una procesión religiosa, o qué?

Hasta los niños parecían distanciados entre sí. Estos enseguida despertaron su interés, como le ocurría siempre con los niños. Contó cuatro.

—Dos niñas muy mustias de unos cinco y siete años, con vestidos oscuros y gorros de playa, muy arrimadas a una mujer negra, pechugona, una niñera o algo así —explicó Gail, decidida a impedir que las emociones se le adelantasen—. Y dos adolescentes, dos chicos rubísimos con pecas y ropa de tenis. Y todos tan alicaídos como si los hubieran sacado a patadas de la cama y llevado hasta allí a rastras a modo de castigo.

En cuanto a los adultos, sencillamente eran tan ajenos a aquello, tan voluminosos y tan distintos de todo que parecían salidos de una viñeta de Charles Addams, prosiguió Gail. Y no era solo por su apariencia endomingada o sus peinados de los años setenta. O por el hecho de que las mujeres, pese al calor, vistieran como en lo más crudo del invierno. Era el aire de pesadumbre común a todos ellos.

—¿Por qué nadie habla? —preguntó Gail en un susurro a Mark, quien, como surgido de la nada, había ocupado el asiento contiguo sin previa invitación.

Mark se encogió de hombros.

—Rusos.

—¡Pero si los rusos hablan sin parar!

Estos rusos no, dijo Mark. Casi todos habían llegado en los últimos días y aún tenían que acostumbrarse al Caribe.

—Allí ha pasado algo —comentó, señalando con la cabeza hacia el otro lado de la ensenada—. Cuenta radio macuto que han montado una especie de cónclave familiar, no siempre en paz y armonía. No sé cómo se las arreglan con la higiene personal. La mitad de las cañerías está que se cae.

Gail se fijó en dos hombres obesos: uno, hablando en susurros por un móvil, llevaba un sombrero de fieltro marrón; el otro, una boina escocesa coronada con una borla roja.

—Primos de Dima —aclaró Mark—. Aquí todo el mundo es primo de alguien. De Perm, son.

—¿Perm?

—Sí, encanto, Perm. En Rusia. No tiene nada que ver con la permanente; es un pueblo.

Una grada más arriba estaban los dos chicos rubísimos, mascando chicle como si lo odiaran. Los hijos de Dima, gemelos, dijo Mark. Y sí, cuando Gail los miró otra vez, vio el parecido: pechos robustos, espaldas rectas, y unos ojos castaños de expresión lánguida y sensual que ya posaban en ella con avidez.

Tomó aire, una bocanada rápida y silenciosa, y lo expulsó. Se acercaba a lo que, en una disertación jurídica, habría sido la pregunta clave, esa que teóricamente debía reducir a escombros en el acto al testigo. Solo que ahora el testigo era ella misma. Pero cuando reanudó la conversación, advirtió complacida que no se percibía estremecimiento alguno en la voz devuelta por la pared de obra vista, ni titubeos ni otras alteraciones reveladoras:

—Y sentada aparte… expresivamente aparte, diría yo… había una preciosidad de chica de quince o dieciséis años, muy modosa, ella, con una melena negra azabache hasta los hombros y uniforme de colegiala, blusa y falda azul marino por encima de las rodillas, que no parecía acompañar a nadie. Así que pregunté a Mark quién era. Naturalmente.

Muy naturalmente, a decir verdad, decidió con alivio al oírse: ni una sola ceja enarcada en torno a la mesa. Bravo, Gail.

—«Se llama Natasha», me informó Mark. «Una flor en espera de que alguien la arranque», para hablar en cristiano, según él. «Hija de Dima pero no de Tamara. La niña de los ojos de su padre».

¿Y qué hacía la hermosa Natasha, hija de Dima pero no de Tamara, a las siete de la mañana mientras supuestamente debía ver a su padre jugar al tenis?, preguntó Gail a su público. Leía un mamotreto encuadernado en piel, que mantenía sujeto en el regazo como un escudo de la virtud.

—Pero guapa, de caerse de espaldas —insistió Gail. Y como de pasada—: O sea, preciosa de verdad. —Y de pronto pensó: Dios mío, empiezo a hablar como una tortillera cuando mi propósito es aparentar despreocupación.

Pero tampoco esta vez Perry y sus interrogadores notaron, por lo visto, nada anormal.

—¿Y dónde está esa Tamara que no es la madre de Natasha? —preguntó a Mark con severidad, aprovechando la ocasión para apartarse un poco de él.

—Dos gradas más arriba, a su izquierda. Una señora muy devota. Conocida aquí como la Monja.

Gail se volvió sin muchas contemplaciones y posó la mirada en una mujer de apariencia espectral, vestida de negro de la cabeza a los pies. El pelo, también negro aunque salpicado de canas, lo llevaba recogido en un moño. La boca, paralizada en un arco descendente, parecía no saber qué era una sonrisa. Lucía un pañuelo de chiffón de color malva.

—Y en el pecho una cruz ortodoxa de oro con un travesaño de más, digna de un obispo —exclamó Gail—. De ahí el mote, «la Monja», cabe suponer. —Y como si acabara de ocurrírsele—: Pero vaya si se hacía notar, la señora. Esa sí era el centro de la escena. —Reminiscencias de sus padres actores—. Su fuerza de voluntad se palpaba en el aire. Incluso Perry la percibió.

—Eso fue más tarde —advirtió Perry, eludiendo su mirada—. No les interesan nuestras opiniones a posteriori.

«En fin, la mía en particular no he podido darla, eso desde luego, ni a posteriori ni antes, ¿eh que no?», estuvo a punto de replicar; pero, en su alivio por haber superado el obstáculo de Natasha, lo dejó correr.

Algo en Luke, aquel individuo bajo e impecable, la distraía: la forma en que ella, sin proponérselo, captaba su mirada una y otra vez; la forma en que él captaba la de ella. Al principio se preguntó si era gay, hasta que lo sorprendió echándole una ojeada muy heterosexual a la pechera de su vestido. Es por la gallardía del perdedor que se trasluce en él, decidió; por ese aire propio de quienes luchan hasta el último hombre, cuando el último hombre es él. Durante los años en que esperaba a Perry se había acostado con no pocos hombres, y a uno o dos les había dicho que sí por amabilidad, solo para demostrarles que eran mejores de lo que pensaban. Luke le recordaba a ellos.

En cambio Perry, concentrado en sus ejercicios de calentamiento previos al partido con Dima, apenas se había molestado en mirar a los espectadores, sostuvo, hablando con la mirada fija en sus manos enormes extendidas sobre la mesa ante él. Era consciente de su presencia en las gradas, los había saludado con la raqueta sin recibir la menor respuesta. Pero básicamente estaba muy ocupado poniéndose las lentillas, apretándose los cordones de las zapatillas, embadurnándose de protector solar, preocupándose por el mal rato que Mark haría pasar a Gail, y en general preguntándose cuánto tardaría en ganar para poder marcharse. Además, su contrincante, de pie a un metro de él, había empezado a interrogarlo.

—¿Le molestan? —preguntó Dima en voz baja y con toda seriedad—. ¿Mi hinchada? ¿Quiere que los mande a casa?

—Ni mucho menos —contestó Perry, picado aún por su roce con los guardaespaldas—. Son amigos suyos, imagino.

—¿Es usted británico?

—Lo soy.

—¿Británico inglés? ¿Galés? ¿Escocés?

—Inglés a secas, de hecho.

Tras escoger un banco, Perry dejó caer la bolsa de tenis, la misma que no había dejado inspeccionar a los guardaespaldas, y descorrió la cremallera de un tirón. Extrajo una cinta para el pelo y una muñequera.

—¿Es usted sacerdote? —preguntó Dima con igual seriedad.

—¿Por qué lo dice? ¿Necesita uno?

—¿Médico? ¿Se dedica a alguna rama de la medicina?

—Tampoco soy médico, lamento decir.

—¿Abogado?

—Solo juego al tenis.

—¿Banquero?

—Dios me libre —contestó Perry, irritado, y jugueteó con un gorro de playa raído antes de volver a echarlo a la bolsa.

Pero en realidad sentía algo más que irritación. Se había visto avasallado, y no le gustaba que lo avasallaran. Avasallado por el profesional residente, y avasallado por los guardaespaldas, si lo hubiera consentido. Y sí, es cierto que no lo había consentido, pero su presencia en la pista —instalados a ambos extremos como jueces de línea— bastaba para mantener viva su ira. Más al caso: había sido avasallado por el propio Dima, y el hecho de que Dima hubiera arrastrado hasta allí por la fuerza a aquella panda de indocumentados a las siete de la mañana para verlo ganar no hacía más que agravar la afrenta.

Dima había metido una mano en el bolsillo de sus bermudas negras y sacado una moneda de plata de cincuenta centavos con la cara de John F. Kennedy.

—¿Quiere saber una cosa? Según mis hijos, he pedido a algún mangante que amañe esto para que gane yo —contó en confianza, señalando con su cabeza calva a los dos chicos pecosos en las gradas—. Como gane en el lanzamiento de moneda, mis propios hijos pensarán que los puñeteros cincuenta centavos están trucados. ¿Tiene hijos?

—No.

—¿Quiere alguno?

—A la larga. —Dicho de otro modo: «No se meta donde no lo llaman».

—¿Cara o cruz?

«Mangante», repitió Perry para sí. ¿De dónde había sacado una palabra como «mangante» un hombre que hablaba un inglés macarrónico con cierto dejo del Bronx? Pidió cruz, perdió y oyó una risotada de escarnio, la primera señal de interés que se dignaba mostrar alguien entre el público. Fijó su mirada profesoral en los dos hijos de Dima, que se tapaban la sonrisa burlona con las manos. Dima volvió la vista al sol y eligió el lado de la cancha en sombra.

—¿Qué raqueta es esa? —preguntó con un destello en los ojos castaños de expresión melancólica—. Parece antirreglamentaria. Da igual, le ganaré de todos modos. —Y mientras se alejaba por la pista—: Vaya un bombón de chica, la suya. Vale unos cuantos camellos. Mejor será que se case pronto con ella.

¿Y cómo demonios sabe que no estamos casados?, se preguntó Perry, airado.

Perry ha hecho cuatro aces consecutivos, igual que contra la pareja india, pero está pegándole con demasiada fuerza, lo sabe, y le trae sin cuidado. Al devolver el servicio a Dima, hace lo que ni se le ocurriría hacer a menos que hubiese alcanzado su mejor nivel de juego y se enfrentase a un rival mucho más débil: espera en una posición adelantada, con las puntas de los pies prácticamente en la línea de fondo, atajando la pelota con medias voleas, cruzándola o ajustándola a la raya lateral, donde está, cruzado de brazos, el guardaespaldas con cara de niño. Pero solo durante el primer par de saques, porque Dima enseguida ve por dónde van los tiros y lo obliga a retroceder hacia el fondo, como debe ser.

—Así que empecé a calmarme un poco, supongo —admitió Perry, dedicando una sonrisa compungida a sus interlocutores y, al mismo tiempo, frotándose la boca con el dorso de la muñeca.

—Perry iba en plan gallito —corrigió Gail—. Y Dima era un tenista nato. Para su peso, estatura y edad, increíble. ¿No es así, Perry? Y además jugaba con una gran deportividad. Encantador. Tú mismo lo dijiste. Dijiste que desafiaba las leyes de la gravedad.

—No saltaba a por la pelota. Levitaba —concedió Perry—. Y sí, era de una gran deportividad, más no podía pedirse. Al principio me temía que aquello acabase en una sucesión de rabietas y discusiones por si la bola había entrado o no. Pero no hubo nada de eso. La verdad es que daba gusto jugar con él. Y era astuto como un centenar de zorros. Retrasaba el golpe hasta el ultimísimo momento e incluso más allá.

—Y eso que cojeaba —intervino Gail con entusiasmo—. Jugaba ladeado y arrastraba la pierna izquierda, ¿eh que sí, Perry? Y estaba tieso como una vara. Y llevaba una rodillera. ¡Y aun así, levitaba!

—Sí, bueno, tuve que moderarme un poco —admitió Perry, incómodo, hincándose los dedos en la frente—. A medida que avanzaba el partido, sus gruñidos eran cada vez más molestos para el oído, la verdad.

A pesar de tanto gruñido, Dima siguió interrogando a Perry entre juego y juego.

—¿Es usted un científico importante? ¿Quiere volar el mundo? ¿Con la misma rabia con la que saca? —preguntó, y tomó un trago de agua helada.

—Nada más lejos.

—¿Un apparatchik?

El juego de las adivinanzas ya se alargaba demasiado.

—Doy clases, eso hago —contestó Perry mientras pelaba un plátano.

—¿Da clases? ¿A alumnos? ¿Da clases en ese sentido? ¿Cómo un catedrático?

—Exacto. Doy clases a alumnos. Pero no soy catedrático.

—¿Dónde?

—Actualmente en Oxford.

—¿En la Universidad de Oxford?

—Así es.

—¿De qué da clase?

—De literatura inglesa —contestó Perry, sin el menor deseo de explicar a un total desconocido, en ese preciso momento, que su futuro estaba abierto a cualquier posibilidad.

Sin embargo la satisfacción de Dima no conocía límites:

—Y dígame: ¿conoce a Jack London, el número uno de los escritores ingleses?

—No en persona. —Era un chiste, pero Dima no lo compartió.

—¿Le cae bien?

—Lo admiro.

—¿Y Charlotte Bronté? ¿También le cae bien?

—Mucho.

—¿Y Somerset Maugham?

—No tanto, lamento decir.

—¡Yo tengo libros de todos esos! ¡A cientos! ¡En ruso! ¡Estanterías y estanterías!

—Enhorabuena.

—¿Ha leído a Dostoievski? ¿A Lermontov? ¿A Tolstoi?

—Claro.

—Yo los tengo todos. Todos los número uno. Tengo a Pasternak. ¿Sabe una cosa? Pasternak escribió sobre mi pueblo. Lo llamó Yuriatin. Pero es Perm. Ese chiflado lo llamó Yuriatin, el muy cabrón, a saber por qué. Los escritores hacen cosas así. Están todos mal de la cabeza. ¿Ve a mi hija, allí arriba? Esa es Natasha. El tenis le importa un carajo, le encantan los libros. ¡Eh, Natasha, ven a saludar al catedrático!

Tras cierta dilación para poner de manifiesto que la están importunando, Natasha levanta la cabeza distraídamente y se aparta el pelo lo justo para permitir que Perry quede atónito por su belleza antes de concentrarse de nuevo en su mamotreto encuadernado en piel.

—La abochorno. No le gusta que levante la voz al hablarle.

¿Ve ese libro que lee? Turguéniev. Un número uno entre los rusos. Lo he comprado yo. Ella quiere un libro, yo se lo compro. Venga, Catedrático. Saca usted.

—A partir de ese momento fui «el Catedrático». Le repetí una y otra vez que no lo era, pero a él tanto se le daba, y al final desistí. Al cabo de un par de días, medio hotel me llamaba «Catedrático», lo que se le hace a uno muy raro cuando ha decidido que ya ni siquiera es profesor universitario.

Al cambiar de lado, Perry ve, para su consuelo, que Gail se ha desprendido del persistente Mark y se ha acomodado en la grada superior entre dos niñas.

El juego iba adquiriendo un ritmo aceptable, dijo Perry. No era un partido extraordinario, pero sí resultaba —siempre y cuando él aflojara en su juego— entretenido de ver, suponiendo que alguien allí quisiera entretenerse, cosa que seguía siendo más que dudosa, ya que, salvo los gemelos, los espectadores en poco se diferenciaban de los asistentes a un acto evangelista. Con eso de «aflojar en el juego» se refería a ralentizarlo un poco, darle a alguna que otra pelota que iba fuera, o devolver un drive sin fijarse mucho dónde había caído. Pero como la distancia entre los dos —en edad, destreza y movilidad, si Perry tenía que ser sincero— a esas alturas era ya ostensible, su única preocupación estribaba en tomárselo relajadamente, dejar intacta la dignidad de Dima y disfrutar de un desayuno tardío con Gail en el Captain’s Deck: o eso creía hasta que, mientras cambiaban de lado, Dima lo agarró por el brazo y, con un gruñido de indignación, dijo:

—Me ha tomado por maricón, Catedrático.

—¿Qué?

—Esa bola larga se iba fuera. Usted ha visto que se iba fuera, y la ha jugado. ¿Me ve como un viejo gordo que va a caerse muerto si no lo trata con delicadeza?

—Iba a la línea.

—Yo juego a ganar, Catedrático. Si quiero algo, lo cojo, joder. A mí nadie me toma por maricón, ¿me oye? ¿Quiere jugarse mil pavos? ¿Darle interés al juego?

—No, gracias.

—¿Cinco mil?

Perry se echó a reír y negó con la cabeza.

—Se achanta, ¿eh? Se achanta y no quiere apostar conmigo.

—Será eso —concedió Perry, sintiendo aún la presión de la mano de Dima en la parte superior del brazo izquierdo.

—¡Ventaja para Gran Bretaña!

La exclamación resuena en la pista y se apaga. Los gemelos prorrumpen en carcajadas nerviosas, aguardando la réplica del terremoto. Hasta ahora Dima ha tolerado sus esporádicos estallidos de hilaridad. Ya no más. Dejando la raqueta en el banco, sube ágilmente por la escalera de la grada y, alargando los brazos hacia los dos chicos, oprime sus respectivas narices con los dedos índices.

—¿Queréis que me quite el cinturón y os dé una buena tunda? —pregunta en inglés, cabe suponer que en atención a Perry y Gail, pues ¿qué otra razón podía tener para no dirigirse a ellos en ruso?

A lo que uno de los chicos contesta en mejor inglés que el de su padre:

—No llevas cinturón, papá.

Eso es la gota que colma el vaso. Dima abofetea al hijo más cercano con tal fuerza que el muchacho gira en dirección opuesta hasta que sus piernas topan contra la grada. Al primer bofetón sigue un segundo igual de sonoro, asestado al otro hijo con la misma mano, y Gail recuerda un paseo en compañía de su hermano mayor, un hombre con ambiciones sociales, un día que este sale a cazar faisanes con sus amigos ricos, actividad que ella aborrece, y se cobra lo que él llama «uno de izquierda y uno de derecha», dando a entender que ha matado un faisán con cada cañón de la escopeta.

—Lo que a mí me chocó fue que ellos ni siquiera apartaron la cara. Allí sentados, encajaron el golpe sin más —comentó Perry, el hijo de maestros.

Pero lo más extraño, insistió Gail, fue cómo prosiguieron luego la conversación con la mayor cordialidad.

—¿Después queréis una clase de tenis con Mark? ¿O preferís volver a casa a oír a vuestra madre hablar de religión?

—Una clase, papá, por favor —dice uno de los chicos.

—Pues entonces basta ya de jarana, o esta noche os quedáis sin filete de Kobe. ¿Queréis filete de Kobe esta noche?

—Claro, papá.

—¿Y tú, Viktor?

—Claro, papá.

—Si queréis aplaudir, aplaudís al Catedrático, no al inútil de vuestro padre. Venid aquí.

Un caluroso abrazo para cada chico, y el partido prosigue sin más incidentes hasta su inevitable desenlace.

En la derrota, el comportamiento de Dima es de una efusividad embarazosa. No solo la acepta con elegancia, sino que se conmueve hasta derramar lágrimas de admiración y agradecimiento. Primero estrecha a Perry en el triple abrazo ruso contra su enorme pecho, tan duro como si fuera de asta, asegura Perry después. Mientras tanto, las lágrimas resbalan por sus mejillas, y por consiguiente llegan al cuello de Perry.

—Tiene usted el juego limpio de un puñetero inglés, ¿me oye, Catedrático? Es usted un puñetero caballero inglés, como esos que salen en los libros. Lo quiero, ¿me oye? Gail, venga aquí. —Para Gail el abrazo es incluso más reverente, y cauto, cosa que ella agradece—. Cuide de este bobo, ¿me oye? Da pena jugando al tenis, pero es todo un caballero, vaya que si lo es. El Catedrático del juego limpio, eso es, ¿me oye? —repitiendo el mantra como si acabara de inventarlo él.

Se vuelve bruscamente para soltar un colérico berrido por un móvil que sostiene para él el guardaespaldas con cara de niño.

Los espectadores abandonan la pista poco a poco. Las niñas necesitan abrazos de Gail. Gail las complace gustosamente. Al pasar junto a Perry de camino a su clase de tenis, uno de los hijos de Dima, con la mejilla aún encendida por el bofetón, dice con acento americano: «Bien jugado, tío». La bella Natasha se une al desfile, el mamotreto encuadernado en piel entre las manos. Con el pulgar marca el punto donde se ha visto interrumpida su lectura. Cierra la marcha Tamara, del brazo de Dima, la cruz ortodoxa digna de un obispo resplandeciente bajo el sol, ya más alto. Después del partido, Dima camina con una cojera más acusada: inclinado hacia atrás, mentón al frente, cuadrando los hombros ante el enemigo. Los guardaespaldas acompañan al grupo por el tortuoso sendero de piedra. Tres monovolúmenes con ventanillas de cristal tintado aguardan detrás del hotel para llevarlos a casa. Mark, el profesional residente, es el último en marcharse.

—¡Un magnífico partido, señor mío! —con una palmada a Perry en el hombro—. Se da buena traza en la pista. Solo tiene que pulir el revés, si me permite el atrevimiento. A lo mejor deberíamos trabajarlo un poco, ¿no le parece?

Uno al lado del otro, Gail y Perry observan mudos el cortejo que, sorteando los baches, se aleja por la carretera y desaparece entre los cedros que ocultan a las miradas de los curiosos la casa llamada Las Tres Chimeneas.

Luke aparta la vista de las anotaciones que ha ido tomando. Como si obedeciera a una orden, Yvonne hace lo propio. Los dos sonríen. Gail procura eludir la mirada de Luke, pero no puede porque Luke la fija en ella.

—Bien, Gail —dice con tono imperioso—. Le toca otra vez a usted, si no tiene inconveniente. Mark era un pesado. Al mismo tiempo parece una mina de información. ¿Qué otros datos puede facilitarnos sobre la familia de Dima? —A continuación, con ambas manos al mismo tiempo, da un golpe de muñeca, como si estimulara a su caballo hacia metas mayores.

Gail lanza una mirada a Perry, sin saber muy bien para qué. Perry no se la devuelve.

—Es que era tan falso… —se queja ella, volcando en Mark, y no en Luke, su desaprobación, y contrayendo el rostro para dar a entender que el mal sabor de boca aún perdura.

Al poco de sentarse Mark con ella en la primera grada, explicó Gail, empezó a hablar como un descosido de lo importante que era su amigo el millonario ruso Dima. Según Mark, Las Tres Chimeneas era solo una de sus varias fincas. Tenía otra en Madeira, y otra en Sochi, en el Mar Negro.

—Y una casa en las afueras de Berna —prosiguió Gail—, donde está la sede de sus empresas. Pero él va de un lado a otro. Según Mark, pasa parte del año en París, parte en Roma y parte en Moscú. —Observó a Yvonne mientras esta volvía a tomar nota—. Pero el domicilio, por lo que se refiere a los hijos, es Suiza, y estudian en un colegio internacional para millonarios, en las montañas.

»Habla de la “compañía”. Mark da por supuesto que Dima es el dueño. Hay una empresa registrada en Chipre. Y bancos. Varios bancos. La banca es su fuerte. Fue eso lo que lo llevó a la isla en un principio. En la actualidad Antigua cuenta con cuatro bancos rusos, según el recuento de Mark, y uno ucraniano.

No son más que placas de latón en galerías comerciales y un teléfono en el bufete de algún abogado. Cuando compró Las Tres Chimeneas, pagó a toca teja. Sin maletines; usó, cosa que en sí misma ya no auguraba nada bueno, canastas de lavandería, que le prestó el hotel, según Mark. Y en billetes de veinte dólares, no de cincuenta. Los de cincuenta son poco fiables. Compró la casa, y una refinería de azúcar en ruinas, y la península donde se encuentran.

—¿Mencionó Mark alguna cifra? —Luke de nuevo a la carga.

—Seis millones de dólares estadounidenses. Y el tenis tampoco era simple placer. O no inicialmente —continuó Gail, sorprendida de lo bien que recordaba el monólogo del insufrible Mark—. En Rusia, el tenis es uno de los principales símbolos de estatus. Si un ruso te dice que juega al tenis, está diciéndote que nada en la abundancia. Gracias a las extraordinarias clases de Mark, Dima regresó a Moscú, ganó una copa y todo el mundo quedó boquiabierto. Pero esa parte de la historia Mark debe callársela, porque Dima se enorgullece de haber aprendido por su cuenta. Conmigo Mark hizo una excepción por la absoluta confianza que yo le inspiraba. Y si en algún momento me apetecía dejarme caer por su tienda, tenía en el piso de arriba una habitacioncita de fábula donde podíamos seguir con la conversación.

Luke e Yvonne sonrieron en actitud comprensiva. Perry no esbozó siquiera un amago de sonrisa.

—¿Y Tamara? —preguntó Luke.

—Está «cegada por Dios», dijo Mark. Y de paso como una chota, según los isleños. No se baña en el mar, no va siquiera a la playa, no juega al tenis. A sus hijos solo les habla de Dios y a Natasha no le hace ni caso. Apenas dirige la palabra a los nativos, a excepción hecha de Elspeth, la mujer de Ambrose. Ambrose es el jefe de recepción del hotel. Elspeth trabaja en una agencia de viajes, pero si la familia de Dima anda por allí, lo deja todo y va a echar una mano. Según parece, no hace mucho una criada cogió prestadas unas joyas de Tamara para ir a un baile. Tamara la sorprendió antes de que las devolviese y le arreó tal mordisco en la mano que tuvieron que darle doce puntos. Dijo Mark que él, en su lugar, se habría puesto también la vacuna de la rabia.

—Y ahora, Gail, si es tan amable, háblenos de las niñas que se sentaron a su lado —propuso Luke.

Yvonne llevaba la batuta de la acusación; Luke hacía el papel de ayudante, y Gail, en el estrado, procuraba conservar la paciencia, que era lo que ella misma exigía a sus testigos so pena de excomunión.

—Entonces, Gail, ¿las niñas estaban ya allí acomodadas, o se acercaron dando brincos por propia iniciativa en cuanto vieron a la guapa señora? —preguntó Yvonne, llevándose el lápiz a la boca mientras examinaba sus anotaciones.

—Subieron por la escalera y se sentaron conmigo, una a cada lado. Y no vinieron dando brincos, sino caminando.

—¿Sonriendo? ¿Riendo? ¿En plan traviesas?

—Yo no vi una sonrisa ni media.

—¿Las envió a usted, en su opinión, quienquiera que estuviese cuidando de ellas?

—Vinieron por voluntad propia, sin lugar a dudas. En mi opinión.

—¿Está segura? —ahora más escocesa y tenaz.

—Lo vi todo. Mark acababa de hacerme una insinuación, y yo no tenía ninguna necesidad de oír cosas como esa, así que me largué sin miramientos a la grada superior para alejarme de él lo máximo posible. En esa grada estaba yo sola.

—¿Y dónde se encontraban las niñitas en ese momento? ¿Más abajo? ¿A la misma altura? ¿Dónde, por favor?

Gail tomó aire para serenarse y a continuación habló con toda calma:

—Las niñitas estaban sentadas en la segunda grada, con Elspeth, una a cada lado. La mayor se volvió y me miró; luego habló a Elspeth. Y no, no oí lo que decía. Elspeth se volvió y me miró, y contestó a la niña mayor con un gesto de asentimiento. Las dos niñas se consultaron entre sí, se levantaron y subieron hacia mí por la escalera. Despacio.

—No la presionen así —intervino Perry.

El testimonio de Gail ha pasado a ser más evasivo. O eso se le antoja a ella, con su oído de abogada, y sin duda también a Yvonne. Sí, las niñas se plantaron ante ella, dice Gail. La mayor la saludó con una reverencia que debía de haber aprendido en clases de danza y, en un inglés muy correcto, casi sin acento, preguntó: «¿Podemos sentarnos con usted, señorita?». Ante lo que Gail se echó a reír y dijo: «Claro que sí, señorita», y se sentaron con ella, una a cada lado, aún sin sonreír.

—Pregunté a la mayor cómo se llamaba. Hablé muy bajo, por lo callado que estaba todo el mundo. «Katia», dijo ella, y yo pregunté: «¿Y cómo se llama tu hermana?»; «Irina», me contestó. E Irina se volvió y me miró como si yo estuviera… no sé… entrometiéndome, de hecho. La verdad es que no entendía esa hostilidad. Les pregunté si sus padres estaban allí. A las dos. Katia negó con la cabeza, muy vehemente. Irina no dijo nada. Nos quedamos las tres quietas durante un rato. Un rato largo, para tratarse de niñas. Y yo pensé que a lo mejor les habían prohibido hablar en los partidos de tenis. O con desconocidos. O que quizá no sabían más inglés que ese, o eran amistas, o discapacitadas de un modo u otro.

Se interrumpe, con la esperanza de que le dirijan una pregunta o alguna forma de exhortación, pero solo ve ante sí cuatro ojos que aguardan y, a su lado, a Perry, vuelto hacia la pared de obra vista, cuyo olor recuerda a Gail el alcoholismo de su difunto padre. Respira hondo mentalmente y se lanza:

—Al final de un juego, aprovechando el cambio de lado, probé de nuevo: ¿a qué colegio vais, Katia? Katia niega con la cabeza; Irina la imita. ¿No vais al colegio? ¿O no vais al colegio durante estos días? No van durante estos días, según parece. Habían ido a la Escuela Internacional Inglesa de Roma, pero ya no. No explicaron por qué, ni yo se lo pregunté. No quise ponerme pesada, pero tuve un mal presentimiento, sin saber muy bien a qué se debía. ¿Viven en Roma, pues? Ya no. Otra vez Katia. ¿Fue en Roma donde aprendiste ese excelente inglés, pues? Sí. En la Escuela Internacional se podía elegir entre inglés o italiano. Era mejor el inglés. Señalo a los dos hijos de Dima. ¿Esos son hermanos vuestros? Vuelven a negar con la cabeza. ¿Primos? Sí, algo así. ¿Solo algo así? Sí. ¿También van a la Escuela Internacional? Sí, pero en Suiza, no en Roma. Y la chica guapa que vive dentro de un libro, digo, ¿es prima vuestra? La respuesta es de Katia, arrancada de ella como una confesión: Natasha es nuestra prima, o algo así: otra vez. Y seguían sin sonreír. Pero Katia acaricia mi pareo de seda. Como si nunca hubiera tocado la seda.

Gail respira hondo. Esto no es nada, se dice. Esto es el aperitivo. Espera al día siguiente para la historia de terror completa, tres platos y postre. Espera a oír mi opinión a posteriori.

—Y cuando ya ha acariciado la seda durante un rato, apoya la cabeza en mi brazo y cierra los ojos. Y ahí se acaba nuestra charla hasta pasados unos cinco minutos, solo que, al otro lado, Irina toma el relevo de Katia y, con fuerza, se adueña de mi mano con sus garras pequeñas y afiladas, como pinzas de cangrejo. Luego se lleva mi mano a la frente y mueve la cara a izquierda y derecha contra la palma como para indicarme que está afiebrada, pero lo que yo noto es que tiene las mejillas húmedas y descubro que está llorando. A continuación me devuelve la mano, y Katia dice: «A veces llora. Es normal». En ese momento termina el partido, y Elspeth viene a por ellas, subiendo a toda prisa por la escalera, y para entonces tengo ya gañas de envolver a Irina en mi pareo y llevármela a casa, preferiblemente acompañada de su hermana, pero como eso no puedo hacerlo, y no sé a qué se debe su disgusto, ni las conozco de nada, ahí se acaba la historia.

Pero la historia no acaba ahí. No en Antigua. La historia continúa maravillosamente. Perry Makepiece y Gail Perkins siguen disfrutando de las vacaciones más felices de su vida, tal como se prometieron allá en noviembre. Para recordarse su felicidad, Gail interpreta la versión sin censura de sí misma.

Las diez de la mañana, aproximadamente: acabado el tenis, volvemos al bungalow para que Perry se duche.

Hacemos el amor, tan bien como siempre, aún somos capaces de eso. Perry nunca se entrega a algo solo a medias, tiene que aplicar todas sus dotes de concentración en una sola cosa.

Doce del mediodía o más tarde: nos hemos perdido ya el bufet del desayuno por necesidades operativas, nadamos en el mar, almuerzo junto a la piscina, regresamos a la playa porque Perry necesita ganarme al tejo.

Cuatro de la tarde, aproximadamente: volvemos al bungalow, Perry ya victorioso —¿por qué no deja ganar a una chica aunque solo sea una vez?—, dormitamos, leemos, hacemos el amor, dormitamos de nuevo, perdemos el sentido del tiempo. En albornoz, nos pulimos el chardonnay del minibar recostados en la terraza.

Ocho de la tarde, aproximadamente: decidimos que nos da pereza vestirnos, pedimos que traigan la cena al bungalow.

Seguimos con nuestras vacaciones, esas que se dan una sola vez en la vida. Seguimos en el Edén, masticando la dichosa manzana.

Nueve de la noche, aproximadamente: llega la cena, y el carrito no lo empuja un viejo camarero del servicio de habitaciones, sino el venerable Ambrose en persona, quien, además del vino californiano corriente que hemos pedido, nos trae una botella helada de excelente champán Krug en una cubitera de plata, con un precio en la lista de vinos de 380 dólares más los impuestos, y procede a colocar ante nosotros, junto con dos copas heladas, una bandeja de canapés muy apetitosos, dos servilletas de damasco y un discurso preparado, que declama a pleno pulmón, con el pecho hinchado y las manos en posición de firmes, como un policía prestando declaración ante el juez.

—Les traigo esta magnífica botella de champán por cortesía de no otro que el único e incomparable señor Dima. El señor Dima desea darles las gracias por… —Saca una nota del bolsillo de la chaqueta junto con unas gafas de lectura—. Dice, y yo repito textualmente: «Catedrático, gracias de todo corazón por aleccionarme en el gran arte del juego limpio en el tenis y por comportarse como un caballero inglés. También le agradezco que me haya ahorrado los cinco mil dólares de la apuesta». Y añade un cumplido para la muy hermosa señorita Gail, y ese es su mensaje.

Bebemos un par de copas de Krug y, de común acuerdo, decidimos terminarnos el resto en la cama.

—¿Qué son los filetes de Kobe? —me pregunta Perry en algún momento durante una noche memorable.

—¿Alguna vez le has frotado la barriga a una chica? —pregunto.

—Ni se me pasaría por la cabeza —contesta Perry mientras hace precisamente eso.

—Vacas vírgenes —explico—. Criadas con sake y la mejor cerveza. A las reses de Kobe les masajean la barriga cada noche hasta que están listas para el tajo. Además, son propiedad intelectual de primera categoría —añado, lo que es también verdad, pero dudo que siga escuchándome—. Nuestro bufete los defendió en un pleito y ganó de calle.

Cuando me duermo, tengo un sueño profético en blanco y negro: estoy en Rusia y ocurren desgracias a niños pequeños en tiempo de guerra.