Capítulo 12

Estaba cansado. Ir caminando hasta allí, le resultaba demasiado pesado para su edad.

Sabía que no le quedaba mucho tiempo. Su salud no era buena. Percibía que se estaba muriendo y debía dejar todo encauzado.

Subía allí cada vez que tenía un problema grave para hablar con ella.

Era el sitio más especial y mágico del valle. Sólo lo conocían dos personas: Isea y él. Ella era su sucesora. Pero lamentaba como se estaba desviando del camino.

Quería pensar que la llegada de Gilian al valle era una buena señal y que él la ayudaría a volver a la luz.

Se paró ante la gran arcada. Era la entrada a la cueva. Colgadas de unos ganchos había dos antorchas. Encendió una y entró. Todo estaba oscuro y no se oía ni un ruido. Caminó por el túnel que le conduciría a la caverna donde se encontraba ella.

Sentía un cosquilleo en el estómago cada vez que entraba en el túnel. Atrás dejaba el mundo de los vivos para entrar en el de los espíritus.

Cuando se estaba acercando al final del túnel oyó el ruido del agua. Era una cascada natural que nacía del interior de la roca y formaba un lago. Al mirar el reflejo del agua, le dio la sensación que se estaba asomando a un abismo. Era como si mirase a un lugar mágico e inalcanzable.

Entró y se fue hacia la Piedra Sagrada. Esperaría allí a que ella quisiera presentarse.

Se sentó y colocó la antorcha en una cavidad que se había formado en el suelo. Hacía muchos años que los sacerdotes utilizaban aquel lugar para meditar y hablar con ella.

Sacó un pequeño frasco de oro, le quitó el tapón y tragó todo el líquido que contenía. Lo dejó a un lado, cerró los ojos y esperó a que ella viniera.

Fue como una suave brisa, pero él sabía que estaba allí delante esperando a que Cathbad la mirara.

Al abrir los ojos, Laudine le estaba contemplando. Como siempre su belleza le impresionó. La primera vez que la vio fue después de que su antecesor, el Gran Sacerdote, hubiera muerto. Era una regla que no se podía incumplir. No estaba permitido entrar hasta la tercera noche de su muerte.

—¿Qué necesitas de mí? —pregunto Laudine sonriendo.

—Quiero que me aconsejes qué debo hacer para que él acepte su destino antes de que yo falte. Tengo miedo a morir y no haber concluido con mi deber. No sé si Isea será capaz de terminarlo por mí.

—Yo no puedo revelarte eso, sólo puedo ayudarte a que encuentres la verdad dentro de ti y sepas lo que debes hacer —dijo suavemente Laudine.

—¿Debería traerle a este lugar? —preguntó Cathbad.

—Ya me he presentado a él, en este valle. Tomó la bebida sagrada y vino a mí. No está preparado para presentarse aquí todavía. Necesita aprender para poder enfrentarse a su destino.

—¿Qué pasará si no lo conseguimos? ¿Desapareceremos? —quiso saber Cathbad.

—La vida evoluciona y avanza sin que nosotros podamos pararlo. Tienes que asimilar que cuando hay algo que no puedes controlar debes amoldarte a ello —le dijo Laudine con ternura.

—¡No quiero que destruyan nuestro paraíso! —se lamentó Cathbad—. Tengo que hacer todo lo posible para seguir ocultando este valle. Todos mis predecesores han luchado por ello y no quiero ser el que fracase.

—No seas tan duro contigo. Una persona sola no puede regir el destino del mundo. Lo que tenga que ser, será. Debes ayudar a tu gente a aceptar los cambios que haya, sin que sufran por ello.

Laudine empezó a desvanecerse mientras se dirigía hacia el lago y se introducía en sus aguas. Cathbad sabía que no podía evitar que se marchara, pero deseaba con todo su ser, poder estar con ella y no tener que separarse.

Pensó por un momento ir tras ella. Sumergirse en el lago, en lo más profundo de sus aguas. Ir en busca de su reino. Pero quién era él para desear lo prohibido.

En su lugar, se quedó allí sentado, meditando sobre las palabras que le había dicho. Una lágrima asomó al borde de sus ojos.