Capítulo 10

—Sígueme.

—¿A Dónde? —Gilian lo miró preocupado.

—Hay una persona que quiere verte y te aconsejo que no la hagas esperar.

De mala gana Gilian se levantó de su camastro. Estaba descansando un poco, antes de la cena. Un compañero estaba preparando un conejo asado y unas gachas.

No le gustaba que fueran a buscarlo a esa hora de la tarde. Si fuera algo de trabajo, se lo habrían dicho primero a Albert.

Todos sus compañeros se quedaron pálidos cuando vieron como se llevaban a Gilian. Después de los últimos días y lo que había pasado, Albert pensaba que algo raro se estaba cociendo en el valle. Los sacerdotes debían estar nerviosos, ya que veían a más guerreros de lo habitual.

La luna alumbraba el sendero. La única luz era la que llevaba el guerrero que lo guiaba y este sólo se preocupaba de iluminar su camino. Sabía donde se dirigía, porque esa misma mañana, junto a Albert, había recorrido ese sendero. Iban al cercado, a lo mejor sólo era algo de los caballos, pensó intentando tranquilizarse.

Al llegar, rodearon el cercado y siguieron a través de los robles por un sendero pequeño. Al fondo veía un fuego encendido en mitad del bosque. Estaba en tensión por lo que pudiera ocurrir, pero no pudo evitar empezar a sentir curiosidad.

Entraron en un pequeño claro y se quedó desconcertado. En una especie de tienda pequeña, se encontraba una mujer tendida encima de unas pieles. Sobre el fuego, había colocado una horquilla y algo cocía en un caldero.

A la izquierda de la mujer, se veía unas bandejas colocadas sobre una pequeña roca cerca de la tienda, tenían todo tipo de manjares, que le hicieron la boca agua.

Desde hacía mucho tiempo, no había visto tanta comida junta y tan apetitosa. Casi sentía remordimiento por sus vecinos y por sus familiares que estaban pasando hambre y escasez. Con un gesto, Isea, despidió al guerrero.

—Siéntate —le pidió acariciando una de las pieles que había allí.

Gilian recordaba a la mujer. La había visto junto al hombre de blanco. Ahora, a la luz del fuego, le parecía más atractiva que lo que recordaba la primera vez que la vio. Aún así algo había en aquella mujer que le hacía desconfiar.

Miró a su alrededor y vio que estaban solos. Se fue acercando lentamente hasta donde estaba ella. En vez de sentarse donde le había indicado, prefirió hacerlo un poco más lejos.

Isea le miró y empezó a reírse suavemente. Tenía una risa cantarina, que se reflejó en sus ojos. Al estar tan cerca de ella pudo estudiar más despacio sus rasgos. Lo que más le llamó la atención fueron sus ojos. Era como estar mirando a un felino. No conocía a nadie con unos ojos tan inquietantes como esos.

Desde luego, era una de las mujeres más bella que había visto nunca. A Gilian se le fueron sin querer los ojos al cuerpo de Isea, la túnica se le ajustaba tanto que parecía su segunda piel. Cuando alzó la vista vio en el rostro de Isea una sonrisa de suficiencia. Estaba claro que le había pillado observándola.

—Toma, ¿quieres comer algo? —Isea le alzó una bandeja de carne regada con salsa de setas.

—Gracias —Gilian no pudo evitar coger un trozo y esperó a que Isea hablara.

Isea le ofreció un poco de vino y se acercó más.

—Tenía ganas de conocerte. Cuando llegaste no tuve oportunidad de presentarme. Soy Isea y soy una sacerdotisa del valle. Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites —dijo sonriendo.

Mientras le daba un trago a la copa, pensaba en lo que le decía Isea. Tenía claro que ella no estaba allí para ayudarlo. Isea quería algo de él y estaba seguro de que no tardaría en enterarse.

—Soy Gilian y te recuerdo de cuando llegué, aunque en aquel momento no estaba para presentaciones. Te recuerdo que estoy aquí como prisionero.

—Os hacemos prisioneros por vuestro bien —dijo con voz condescendiente—. No podemos dejar que nadie descubra el valle. Este lugar es especial y la avaricia del hombre destrozaría este paraíso y lo convertiría en un lugar yermo, solo por conseguir riqueza y poder. La gente de fuera del valle está corrompida, no viven para el bien común, solo viven para lograr el bienestar de cada uno sin importarles lo que destruyan a su alrededor.

En su fuero interno, Gilian le daba la razón. Desde hacía siglos, los hombres luchaban entre si para conseguir territorios y riquezas. Mataban a personas inocentes y arrasaban comarcas o países enteros sin importarles el daño que eso pudiera causar.

Quemaban aldeas y bosques terminando así con cualquier esperanza de vida. Entendía que tuvieran miedo a que la gente descubriera este lugar.

—¿Por qué me has traído aquí? —la interrogó Gilian.

—Quiero que te sientas a gusto entre nosotros, hemos visto en ti algo especial. Creemos que podrías ayudar a mejorar la vida en el valle. Estamos seguros de que tus valores encajarían perfectamente con los nuestros.

—No creo que tenga las mismas creencias que vosotros. No es por ofenderte, pero dentro de mis ideales, no está el de sacrificar a la gente o esclavizarlos.

—Nosotros no sacrificamos por diversión. Son ofrendas a nuestro dioses. Siempre escogemos a personas que tengan la maldad en su interior, de esa manera, se vuelven a reencarnar y tienen otra oportunidad para ser mejores personas. —Isea le ofreció comida de otra bandeja y le volvió a llenar la copa.

—Aun así, no estoy de acuerdo con esa costumbre. ¿Por qué no intentáis integrar a todas las personas que llegan al valle?

—No todas están preparadas. Muchas vienen con unas creencias muy arraigadas y otras no son lo suficientemente puras. Fuera de aquí, la mayoría de ellos nos juzgarían por nuestras ideas y costumbres y nos condenarían por sus supersticiones. ¿No es eso una manera de sacrificio a vuestro Dios?

—Tienes razón —tuvo que admitir Gilian de mala gana—. Visto así, no somos tan diferentes.

—Me alegra que pienses así —asintió Isea.

Le volvió a llenar la copa y a ofrecer comida. Esta vez, Isea se acercó un poco más y le puso la mano en el pecho.

Gilian empezó a sentirse un poco mareado. Estaba bebiendo demasiado. Isea se levantó y se dirigió al caldero.

—Ahora que has comido y bebido quiero ofrecerte una bebida caliente que es sagrada entre nuestra gente. La utilizamos para liberar la mente y poder sentir la naturaleza y los espíritus que nos rodean. Toma bebe un poco —dijo, ofreciéndole una copa de oro.

Gilian no quería ofender a Isea y no le quedó más remedio que beber. Aún así lo hizo a sorbos cortos. Isea también se sirvió otra copa.

Se sentía bien, la desconfianza hacia esa mujer se iba disipando. Isea se acercó más a él. Gilian se sentía mareado y la vista se le nublaba. Aún así se sentía a gusto. Notó como Isea le recostaba sobre las pieles. No sabía porque pero eso no le molestaba.

Al cabo de un momento sintió que flotaba. Podía oír cada sonido procedente del bosque. Notaba cómo se le iba la cabeza y parecía dar vueltas y vueltas en un torbellino.

Cuando creía que no iba a aguantar más, todo paró. Entonces reconoció el lugar en el que estaba. Era igual que en su sueño.

Empezó a caminar por el túnel que sabía que le llevaría a la gran caverna. Era increíble la sensación de poder manejar la situación. Cuando soñaba todo ocurría sin que él pudiera cambiar nada. Pero ahora se daba cuenta de que era capaz de decidir sobre sus propias acciones.

Siguió hasta el final, sentía la necesidad de saber quien era la persona que le susurraba al oído.

Entró en la gran caverna y pudo oír el rumor del agua y cómo esta fluía hacia el exterior por pequeñas grietas en la pared. Llevaba como siempre una antorcha en la mano, pero esta vez era más grande e iluminaba más que la del sueño.

Cuando llegó cerca de los dibujos, se quedó observándolos un momento. Notó movimiento a su espalda y se giró bruscamente. Casi se muere del susto cuando vio a la mujer allí parada mirándole.

Su cabello era tan rubio que parecía blanco, sus ojos eran de un azul tan claro que parecían transparentes. Le miraba con tal profundidad que parecía que caía dentro de un abismo.

—¿Quién eres? —logró decir Gilian.

—Me conoces, pero todavía no estás preparado para recordar —la mujer habló con tal suavidad que parecía que estuviera cantando.

—Se que apareces en mis sueños pero no sé por qué.

—Soy Laudine, la Dama del Lago, y estoy aquí para ayudarte a despertar los recuerdos en ti.

—¿Recuerdos sobre qué? —preguntó confuso Gilian.

—Sobre quién eres y el sitio que te corresponde ocupar. Ahora tengo que irme pero nos veremos pronto —la mujer se deslizó como si sus pies no rozaran el suelo.

—¡Espera! —Gilian intentó detenerla.

La Dama salió del círculo que iluminaba su antorcha. Gilian intentó seguirla pero cuando dio unos pasos no había rastro de ella. Era como si se la hubiera tragado el agua.