Estaba recogiendo los restos de la comida. Tenía que darse prisa para volver al trabajo.
Desde que Gilian fue a verla, el día anterior, todo le parecía menos terrible y mucho más fácil la fuga. Él le había asegurado que huirían de allí. Tenía muchas ganas de ver a sus hijos. De abrazarlos, besarlos y susurrarles palabras bonitas.
Gilian los había visto, pero le había contado pocos detalles de cómo se encontraban.
Decidió que ella misma iría a verlos en cuanto tuviera una oportunidad. Sabía que a Gilian no le gustaría, pero no podía estar más tiempo separada de ellos.
Cuando todo estaba recogido, se fue hacia el hueco en la maleza para hacer sus necesidades. Una vez dentro se dirigió hacia un rincón en el que preparó un agujero. Cuando se estaba levantando el vestido, notó que alguien entraba en el círculo.
Levantó la cabeza y vio a un hombre observándola. Casi se muere del susto. Las piernas la empezaron a temblar. Era el mismo guerrero que la había llevado al campamento el día en que llegó.
Se bajó el vestido lentamente sin dejar de mirar su cara. Se sentía acorralada y empezó a moverse lentamente hacia el campamento. Quería gritar pero las palabras no le salían de los labios. Él se acercó lentamente. Al llegar a su lado la agarró por el pelo y la atrajo hacia él por la cintura.
Marian notaba como su cuerpo se tensaba. No sabía lo que aquel hombre quería, pero fuese lo que fuese, estaba segura que a ella no le gustaría.
—Hola preciosa, ¿te acuerdas de mí? Me llamo Affagd. Te dije que me encargaría de ti y aquí estoy. Sólo he venido para ver como estás —Marian intentó soltarse—. No te preocupes, no te voy a hacer daño. Quería que supieses que estaré muy cerca de ti, vigilándote —le dijo susurrando al oído— ¿verdad que vas a ser buena conmigo?
A Marian se le estaba revolviendo el estómago al tener a ese tipo tan cerca de ella. Aun así intentó respirar y calmarse.
—Por supuesto —consiguió decir Marian casi sin voz.
—Me alegra que digas eso —Affagd sonrió— porque tengo mucho interés en ti.
Se acercó lentamente y le rozó los labios con los suyos. A Marian el corazón le iba a estallar de miedo. Tenía ganas de devolver pero no se atrevió a moverse.
Cuando parecía que él iba a intentar aprovecharse de ella, paró. Se separó un poco y la miró fijamente.
—Ahora quiero que salgamos los dos juntos de aquí y vayamos hacia las chozas.
Lentamente Marian se soltó y empezó a andar hacia fuera. Se le estaba haciendo muy difícil no echar a correr.
Cuando llegaron a las chozas, él la agarró del brazo delante de todas las mujeres.
—Nos veremos en otro momento —le dijo Affagd sonriendo—. Ha sido un placer hablar contigo.
Con una sonrisa desapareció del campamento de las mujeres. Todas siguieron con la mirada al guerrero y luego se volvieron para mirar a Marian.
—¿Qué quería ese? —le pregunto Tara.
Todas estaban expectantes esperando a ver lo que contestaba Marian.
—Hablar conmigo —Marian se giró para no seguir con el tema.
Tara la sujetó por el brazo y la obligó a volverse.
—Ten cuidado con él. No sabes con quien te la juegas. Evítale si no quieres acabar mal. Ese no se anda con chiquitas cuando quiere conseguir algo.
—Tendré en cuenta tu advertencia —Marian se soltó de su mano lentamente—. ¡Ariane cuando quiera nos vamos! —gritó Marian a su compañera.
Cerca de las cocinas, Marian sintió que la estaban siguiendo, pero cuando se giró no vio a nadie. Pensó que el incidente del campamento estaba haciendo que se volviera paranoica.
Pasó toda la tarde esperando ver a Gilian, pero no tuvo suerte y al anochecer volvió a su campamento.
Por el camino, no se quitaba la sensación de que la estaban observando. Este lugar la estaba volviendo loca. Decidió que tenía que ver a sus hijos. Después de cenar, cuando todos se fueran a la cama, sería el momento adecuado para ir al campamento de los niños.
Cuando ya había oscurecido y las demás estaban durmiendo, Marian salió de su choza. Ella no era Gilian, pero pensaba que se orientaba bastante bien en el bosque. Se pasó las manos por la falda alisándola para tranquilizarse, miró a su alrededor, respiró hondo y se dirigió hacia el campamento de los niños.
Cuando iba por mitad del camino se paró al oír un ruido. Parecía que alguien venía por el camino. Sin pensarlo se adentró en el bosque y corrió a oscuras rozándose brazos y piernas. Cuando creyó que estaba suficientemente lejos del camino para que no la vieran, se agazapó detrás de una roca.
La única luz que tenía era la de la luna y así no podía ver mucho más allá de donde estaba. Sólo oía su respiración y la oscuridad de alrededor era tan opresiva que empezó a sentir cierta ansiedad.
Algo le rozó la pierna, de un respingo se puso en pie e inició el regreso al camino. Iba mirando hacia atrás para asegurarse que no la seguían, por lo que no vio al hombre que le estaba bloqueando el camino. Cuando miró hacía delante era demasiado tarde, él la había agarrado por el cuerpo y la tenía inmovilizada.
En ese momento, oyó moverse a más personas. El hombre la soltó de un empujón y la tiró al suelo. Ninguno decía ni una palabra pero todos eran hombres, de eso estaba segura. La tenían acorralada en un círculo. Asustada se levantó e intentó escapar hacia donde sabía que estaba el camino.
Uno de ellos le puso la zancadilla y Marian cayó de cara al suelo. Notó la sangre que le salía del labio y empezó a llorar en silencio.
Dos de ellos la agarraron por debajo de los brazos y empezaron a arrastrarla boca abajo. Marian notaba como se iba levantando la piel de sus rodillas. Todo estaba en silencio. La falda se le enganchó en un matorral y se le rasgó, dejando al descubierto sus piernas. Aunque sabía que no se podía tapar intentó llevar las manos hacia la tela rota.
La llevaron arrastrando todo el camino hasta su campamento. Cuando llegaron la soltaron en la puerta y se marcharon sin más, dejándola allí tirada llorando desconsoladamente y con heridas y magulladuras por todo el cuerpo. Como pudo, se arrastró hacia dentro de su choza y se metió en su camastro, intentado no despertar a nadie.