Caminaban por un sendero entre la vegetación. Los niños iban custodiados justo detrás de ellos. Marian intentaba echar un vistazo a cada paso para comprobar que sus hijos estaban bien. Vio como Cedric ayudaba a su hermana a sortear una rama en el camino. Tenía ocho años pero era un niño muy despierto. Eline tenía sólo cinco años y era preciosa, tenía los ojos verdes con esas caprichosas lineas, iguales a las de su padre y su hermano.
Al llegar a una bifurcación, vio para su desesperación, que ella era conducida por el camino del centro mientras que los niños eran conducidos por el camino de la izquierda.
No sabía qué hacer. El estómago le dio un vuelco. No quería separarse de sus hijos. Trató de llamarlos, pero enseguida sintió como de un empujón, la tiraban al suelo. Se levantó sollozando, esperando que sus hijos no lo hubieran visto, ya que no quería asustarlos.
Al girarse vio con desaliento que Cedric tenía lágrimas en los ojos y que Eline estaba intentando zafarse de su hermano para llegar hasta ella. La niña empezó a gritar y a correr en su dirección. Un guerrero la sujetó y Marian vio como se los llevaban por el otro camino.
A lo lejos podía oír los gritos y el llanto de sus hijos. Desesperada, intentó ir tras ellos pero la agarraron por un brazo y la hicieron continuar por aquel camino. Sentía que se mareaba y que las piernas no le aguantarían. El hombre que la custodiaba la obligaba a andar deprisa, por lo que iba arrastrando los pies y tropezando con todo.
Llegaron a un claro en el bosque, donde se veían tres chozas. De una de ellas vio salir a una mujer demacrada que la estaba limpiando. Los guerreros se pararon delante de la mujer. El captor de Marian la soltó, dejándola en el suelo. Ella se mantuvo allí intentando recuperar el aliento y sollozando en silencio.
—Os traemos gente nueva —se adelantó el guerrero—, ya sabéis lo que tenéis que hacer.
El hombre se agachó al lado de Marian, la cogió del pelo, le levantó la cabeza del suelo y la susurró al oído:
—De ti, ya me ocuparé en otro momento —el guerrero la miraba con lujuria.
Marian se le quedó mirando, sin atreverse a mover un músculo para no enfurecer a aquel hombre que la estaba sujetando. El guerrero la soltó del pelo y se levantó. Hizo una señal a sus compañeros y se fueron por el sendero que tenían a la espalda, con los otros tres prisioneros.
Las otras mujeres la ayudaron a ponerse en pie y a entrar en la choza. Una vez dentro, la mujer que limpiaba le ofreció agua.
—Toma, bebe esto —le tendió el vaso de barro—, será mejor que no llames la atención. Aquí es mejor pasar desapercibida.
—¿Sabes a dónde llevan a los niños? —preguntó Marian angustiada.
La mujer la miró despacio, como si no quisiera responderla
—¿Cuántos niños tienes? —dijo al fin.
—Dos, Cedric y Eline. Se los han llevado por otro camino y necesito saber dónde están.
—Es mejor que te olvides de ellos, no creo que te dejen verlos. Los tienen en otro campamento. Son cuidados hasta que tienen edad para empezar a aprender.
—Para empezar a aprender ¿Qué? —le apremió Marian.
—Les enseñan su cultura, sus creencias y sus valores. Les obligan a olvidar su pasado. No les permiten ver a sus padres, si es que también han sido capturados. Aunque eso, es bastante raro, no suelen capturar a familias enteras. Con el tiempo terminan olvidando sus raíces —continuó la mujer—. Cuando están preparados entran a formar parte de la comunidad.
—Pero yo necesito verlos. Estarán muy asustados —sollozó Marian.
—Recuerda lo que te digo, intenta mantenerte alejada, de otro modo solo conseguirás que te maten.
Marian no sabía qué hacer. Necesitaba saber que sus hijos estaban bien y escapar de allí. No entendía como su vida estaba patas arriba en un abrir y cerrar de ojos. Recordaba esa misma mañana, donde todo era normal, donde su vida era normal y ahora era como una pesadilla de la que quería despertarse y no podía.
La mujer la dejó descansar un rato, mientras se llevaba a las otras dos nuevas para indicarlas donde podían dormir y las tareas que debían realizar. Cuando la mujer volvió a entrar en la choza, Marian se giró y se incorporó sobre los codos.
—Aún así, necesito saber cómo llegar al otro campamento —insistió Marian.
—Si tú quieres te lo diré, aunque no creo que te esté haciendo un favor —dijo la mujer, dándose por vencida—. Hay otros dos campamentos. En uno de ellos tienen a los hombres y en el otro a los niños, como te he dicho.
—¿Cómo puedo llegar al de los niños? —preguntó Marian.
—Yo nunca he estado allí. Pero he conocido a dos madres que han sido capturadas con sus hijos.
—¿Podría hablar con alguna de ellas? —suplicó Marian.
—Como te he dicho, he conocido solo a dos, pero ninguna de ellas está aquí ahora.
—¿Dónde están? —quiso saber Marian.
—Muertas —susurró la mujer y se giró para salir.
A Marian se le cayó el alma a los pies. Aunque la mujer le indicase el camino ¿Cómo iba a conseguir llegar sin que la vieran? Si la mujer le había dicho la verdad, necesitaría ayuda para conseguir entrar en el campamento de los niños y escapar con ellos. Antes de que la mujer saliera, Marian la paró.
—De todas maneras, quiero saber cómo llegar —volvió a decirle Marian.
—Ven conmigo —le pidió la mujer.
Al salir, rodearon las chozas y empujaron la maleza para entrar en una especie de cueva que se había formado gracias a los árboles y matorrales que rodeaban la explanada.
—Mi nombre es Tara —le sonrió la mujer— y me ocupo de limpiar el campamento y organizar a los nuevos prisioneros. Este es el lugar donde hacemos nuestras necesidades. Aquí normalmente no te suelen vigilar.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? —le preguntó Marian.
—No sé exactamente el tiempo pero llevo tres inviernos.
—¿Has intentado escapar? —le interrogó Marian con la angustia reflejada en su mirada.
—De aquí no puede escapar nadie niña, ni siquiera cuando mueres —bajó la voz Tara.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Las personas del valle tienen unas creencias muy raras ¡no son cristianos!, creen en la reencarnación y en un montón de cosas más que no entiendo. A veces hacen rituales e incluso he oído decir que hacen sacrificios humanos —susurró Tara.
—¿Eso lo has visto tú? —le pregunto Marian.
—No. Pero la gente se olvida de ti cuando estás limpiando sus chozas. Ellos hablan como si tú no estuvieras y te enteras de cosas.
—Muéstrame, por favor, como se va a los otros campamentos.
Tara se agachó y con un palo empezó a hacer un mapa. Marian se puso en cuclillas al lado suyo observando lo que Tara iba dibujando.
—Este es el sendero que sale de la aldea principal y por donde te han traído a ti. Aquí —hizo tres rayas que salían de la principal— se bifurca el camino en tres. El del medio es el que viene hasta nuestro campamento. El de la derecha es el que va al campamento de los hombres y el de la izquierda es el que va al de los niños.
—¿En qué momento del día no te vigilan? —quiso saber Marian.
—Ellos siempre te vigilan. Ahora mismo no te puedo garantizar que no nos estén observando.
—Gracias por intentar ayudarme —Marian borró el dibujo con la mano—. Necesito salir de este lugar con mis hijos y buscar a mi marido, Gilian. Estaba con nosotros en el bosque pero desde que nos capturaron no he vuelto a saber nada de él.
—¿Sabes si lo han llevado al campamento de los hombres?
—Con nuestro grupo no entró en el valle. No tengo la menor idea de donde puede estar, pero conociéndolo debe de estar angustiado —dijo Marian con los ojos otra vez humedecidos.
—Volvamos a las chozas y te indicaré cual será tu tarea y donde puedes dormir —Tara salió hacia la explanada.
—Esta será tu choza —indicó Tara con el dedo, señalando a la tercera—. En el poblado necesitan cocineras, mañana te acompañará Ariane, una compañera que duerme contigo y con las dos nuevas, ella te indicará donde puedes ayudar. Ahora tengo que trabajar, procura descansar, mañana será un día muy duro.