Agarró fuerte a sus hijos. No podía soportar que aquellas bestias intentaran tocarlos. Se preguntaba qué había pasado con Gilian y por qué no se encontraba allí con ellos. Hacía mucho tiempo que no sabía nada de él. Había visto cómo caía al suelo. Después, alguien les había arrastrado, a sus hijos y a ella, a través del bosque.
Marian se sentía a salvo cuando estaba al lado de Gilian. Él siempre sabía cómo actuar. Era la persona más segura y tranquila que había conocido. A pesar de su altura y fortaleza, intentaba solucionar los problemas hablando e incluso, terminaba haciéndoles de reír.
Se conocían desde pequeños, pero él no había mostrado ningún interés por ella o eso creía. Gilian tenía el pelo dorado como el trigo y unos ojos verdes con unas extrañas líneas que cuando te miraban, te hacían olvidar el tiempo.
Marian tenía los ojos azules y su pelo era negro. Tenía una cara preciosa y aunque tenía a varios chicos del pueblo locos por ella, no se consideraba especialmente guapa.
A los diecisiete años Gilian la sorprendió llevándola un ramillete de flores silvestres, demostrando por fin su interés. Marian le dio, por supuesto, una respuesta negativa. Como decía su madre, las mujeres tenían que hacerse valer, aunque por dentro estaba deseando abrazarle.
Pero él no desistió y estuvo una semana presentándose cada día con un ramo de flores, hasta que Marian aceptó. Desde aquel día no se habían separado jamás.
Un ruido la hizo volver en sí. Notaba el frío suelo donde estaban sentados. Sentadas cerca de ella se encontraban otras cinco personas, tres hombres y dos mujeres, con la misma cara de terror que tenía ella. No los conocía, con lo que dio por supuesto, que debían pertenecer a pueblos alejados del suyo.
Le daba miedo intentar hablar con alguno por si los hombres que los estaban vigilando la veían. Se fijó en el guerrero que tenía más cerca. Estaba cubierto por una capa de hojas de la cabeza a los pies, con lo que no podía verle la cara. Pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos. Estaban pintados con un borde negro, lo que hacía que en la sombra brillaran como dos puntos de luz. Tenían aspecto de ser grandes y fuertes. La esperanza de escaparse se desvanecía, pues no creía que pudiese hacerlo con sus dos hijos pequeños sin llamar la atención.
Se encontraban en una gran cueva. Habían estado caminando toda la mañana, hasta llegar a la pared de una montaña. Otro pequeño grupo se había unido a ellos, con el resto de prisioneros.
La cueva donde se encontraban desembocaba en otra más grande que se veía iluminada al fondo.
Allí es donde se habían llevado al primer prisionero, al cual ya habían examinado. Se estaba poniendo muy nerviosa mientras esperaba el momento en que les tocara a ellos. Notaba la boca seca y le costaba respirar. Veía a sus hijos temblando a su lado y los intentó abrazar para darles un poco de seguridad.
En un momento, en el que estaban examinando a otro prisionero, se acercó a la mujer que tenía al lado y le preguntó susurrando y mirando de reojo a sus captores:
—¿Sabes qué hacemos aquí? ¿Por qué nos tienen encerrados?
La mujer la miró con cara asustada, negando con la cabeza. La pobre estaba temblando y sudando copiosamente a pesar de hacer un frío espantoso en aquella cueva.
Uno de los guerreros, se acercó a Marian y le hizo levantarse cogiéndola del pelo. Marian intentó zafarse para ir con sus hijos, pero el hombre que la tenía sujeta, tiró de ella fuertemente hasta colocarla en el centro donde estaban los demás captores. Oía llorar a sus hijos pero no podía hacer nada para ir con ellos. Intentó no forcejear más, para que terminaran pronto y poder volver con los niños.
El hombre le abrió la boca para mirarle los dientes y luego empezó a manosearla por todo el cuerpo para comprobar su constitución. No quería imaginarse para que los habían capturado, pero esperaba que por lo menos la dejaran estar con sus hijos.
De un empujón, otro de ellos, la llevó a la otra caverna del fondo que se veía iluminada.
Por el camino oyó a su hijo Cedric gritar. Intentó mirar pero no le dejó el hombre que la tenía sujeta. Creía que no iba a poder andar más. Una angustia tremenda le subía por la garganta. Las lágrimas corrían por sus mejillas y la impedían ver bien. Al poco, se oyó el grito de su hija, Eline. Esto la desgarró el corazón llenándola de impotencia porque sabía que no podía ayudarlos.
Por fin, llevaron a sus hijos a la parte de la cueva en donde se encontraba. Dos mujeres y ella estaban sentadas en la parte más alejada de la cueva. Al lado suyo se veía un túnel, por el que se notaba una corriente de aire.
A los niños los llevaron al otro lado de la cueva. Marian habría dado cualquier cosa por ir a su lado y poder consolarlos, pero intuyó que si hacía cualquier cosa para acercarse, esos hombres no se pensarían dos veces el golpearla y lo que más temía, que también golpearan a los niños.
De pronto vio como uno de ellos se dirigía a un fuego que estaba al lado de los niños. Cogió un hierro candente con forma de espiral en la punta. Los ojos casi se le salen de las órbitas. Intentó gritar, pero no le salió ningún sonido.
Con gran alivió vio como los otros guerreros cogían a uno de los prisioneros y lo llevaban hacia allí. El hombre tenía la cara desencajada. Cuando llegó, el guerrero presionó el hierro contra su brazo. El hombre profirió un grito aterrador. Después le llegó el turno a los demás, Marian fue de las últimas. Ella sabía que le iba a doler pero cuando sintió el hierro abrasador, se le doblaron las piernas y las manos empezaron a temblarle convulsivamente.
Una vez que hubieron inspeccionado y marcado a todos los prisioneros, menos a los niños, lo que a Marian le produjo un gran alivio, les condujeron a través del túnel. A sus hijos los llevaban al final del grupo vigilados por dos guerreros.
Al salir al exterior, se quedó maravillada. No había visto nunca un lugar tan especial como ese.
Era el valle más hermoso que jamás había contemplado. La vegetación era exuberante y cerca de ellos, se podía ver correr a algunos conejos. En la copa de los árboles había pájaros de diferentes especies. Un petirrojo se acercó volando y se posó en una rama cerca de ella. Los árboles eran de diferentes clases: robles, hayas, olmos y fresnos entre otros.
No podía entender cómo cerca de su comarca podía existir un lugar como aquel.
El valle estaba rodeado de montañas. Eran paredes casi verticales como si fuese un cañón ovalado, pero no por eso se hacía opresivo, pues desde el lugar elevado en donde se encontraban, podía ver la magnitud del lugar. Desde el exterior, la montaña no parecía tan alta como allí dentro. Se preguntaba cómo era posible que nadie tuviese conocimiento de este lugar. Es verdad, que había oído muchas historias sobre aquel bosque, pero ninguna alcanzaba lo que estaba viviendo.
Estaba tan absorta contemplando todo, que prestaba atención por donde la llevaban y ese era un error que no podía cometer, ya que su máxima era escapar de allí en cuanto tuviera ocasión. Caminaron un buen trecho, bajando hasta una explanada donde estaba su aldea.
Vio a unas pocas mujeres cuidando de niños vestidos con túnicas sencillas y que estaban entretenidos en sus quehaceres. Ni siquiera mostraron interés por ellos, con lo que dedujo, que ver a gente caminando como ganado en su valle, era algo común para ellos.
También vio a algunos hombres, la mayoría eran guerreros. Estos no llevaban hojas para camuflarse. Iban con sencillos pantalones de gamuza. En la parte superior, llevaban cotas o simples tiras de cuero. Se fijó en dos hombres que entraban en una gran choza, llevaban unas túnicas blancas. Tenían el pelo y la barba más larga que el resto.
La aldea era un lugar con chozas circulares y tejados de paja en forma de cono. Tenían dos edificios más grandes que el resto, a uno de ellos, los condujeron a todos. Su forma era ovalada y el tejado era muy alto.
Dentro estaba esperando un gran grupo de personas en silencio. Al fondo se veía una mesa redonda y delante de ella había cinco personas. En el centro estaba situado un hombre de edad avanzada, con el pelo y la barba blanca de una largura increíble. Llevaba una túnica blanca con los bordes rematados en dorado y un cordón de oro atado a la cintura. A su lado se encontraban dos hombres y dos mujeres también ricamente vestidos pero sin llegar a eclipsar al que parecía era la persona más influyente de aquella habitación.
El hombre levantó la mano y se hizo un silencio absoluto. Todas las personas fijaron su mirada en él esperando a lo que tenía que decir. A Marian le recordaba ese momento que precede a que dicten una sentencia. Ella sentía que lo que dijese aquel hombre iba a afectarle en su futuro más próximo.
—Habéis sido traídos aquí —dijo el sacerdote Cathbad—, algunos para trabajar en nuestras tierras y otros para tareas que de momento no os serán reveladas —hizo una pausa—. Tenemos unas leyes, las cuales tenéis que cumplir. No soñéis con que podéis escapar de aquí, sólo nosotros conocemos la manera de salir del valle. Si alguno de vosotros lo intenta, será ejecutado.
Marian miró a su alrededor, pero nadie se movía. Los demás prisioneros mantenían la vista fija en el hombre que les estaba hablando. La mujer que estaba junto a ella en la cueva y con la que había intentado hablar seguía temblando.
—Seréis conducidos a las afueras de la aldea. Os designarán una choza en vuestro campamento y os indicarán vuestra tarea —continuó Cathbad—, pero si alguno de vosotros nos produce algún problema, lo pagará.
Los guerreros cogieron a Marian y a los demás prisioneros y los condujeron hacia la puerta. No veía si sus hijos la seguían ya que la empujaban para que anduviese más rápido. Al llegar al sendero que salía del poblado intentó mirar de nuevo hacia atrás, pero el guerrero que la custodiaba se lo impidió. Solo podía rezar y esperar que sus hijos la siguieran.