El desencanto postmoderno preside esta novela de Muñoz Molina y lo hace desde la perspectiva misma escogida por el autor para contar la historia: la de un narrador-protagonista (Darman), un asesino ideológico, que cumple (en realidad, incumple) una misión en la que ya no cree porque ha perdido la fe en la causa (La Causa hasta unos años antes) que justificara sus actos (sus ejecuciones) durante buena parte de su sombría trayectoria.
Por esta razón, se imponía el empleo de un punto de vista individual, subjetivo, con el fin de hacerle experimentar al lector lo que es moverse por el laberinto de una lucha clandestina, donde ya todo de por sí es fingimiento y ocultación, cuando se ha perdido el hilo de Ariadna ideológico que permitía salir indemne (anímica y axiológicamente indemne) de ese turbio «Hades» en el que todo (desde la propia identidad hasta el enemigo) resulta borroso. La experiencia vivida por el personaje se vuelve así vivencia discursiva. Sin el respaldo de un narrador exterior que, aunque no fuera omnisciente, le garantizara al menos la solidez de ciertos hechos, de ciertos ámbitos, la confiabilidad de ciertas estructuras sobre las que se asienta el universo ficticio, el lector se halla tan desamparado como Darman y es obligado a ir tanteando en busca del sentido igual que el protagonista en pos de su objetivo.
No en vano la lectura de novelas se transformó, a partir del siglo XX, de placentero trayecto en dificultoso peregrinaje tras una significación tan elusiva como el propio comisario Ugarte. En la novela clásica, la del siglo XIX, la intriga se planteaba sobre todo a nivel de la trama (¿En qué va a terminar esta historia?). En la contemporánea, por el contrario, casi exclusivamente a nivel de la interpretación (¿Qué significa todo esto?)
Beltenebros, como buena novela postmoderna, reflota la primera y la combina con la segunda. En una época donde el individuo ha quedado librado a sus solas fuerzas por la crisis de las ideologías y de la fe en cualquiera de ellas, la pregunta por el sentido se vuelve cada vez más apremiante (aunque la mayoría de nuestros contemporáneos prefiera ignorarla) e inseparable de la aventura individual, única capaz, tal vez, de intentar hallarle una respuesta después que todos los a priori teóricos se han desmoronado sin poder superar la prueba de los hechos.
El tan mentado (e interesadamente difundido) fin de la Historia ha traído aparejado el renacer de las historias, cuanto más azarosas, recargadas y retorcidas mejor. La Postmodernidad es un nuevo Manierismo que reelabora, exagera y parodia todos los modelos precedentes, como si buscara exprimirles una última gota de significación para poder seguir avanzando en pos del oasis de una nueva interpretación abarcadora, de una nueva cosmovisión, que aún no se vislumbra en el horizonte. Pero no son sólo los viejos modelos los que son sometidos a la irónica revisión distorsionante de la perspectiva postmoderna. Ésta apela también al cine, la televisión, las historietas, la novela policial u otras modalidades largo tiempo menospreciadas como subliterarias y a todo el atosigante «smog» de clisés que caracteriza a la mal llamada por muchos «cultura popular», en realidad, cultura de consumo masivo, baja en calorías intelectuales.
Todo viene bien para intentar encender aunque más no sea una tenue lumbre (una «pobrecilla lumbre» que diría Lazarillo) de sentido a la que acogerse. La misma variedad y acumulación de materiales a los que la literatura postmoderna echa mano no hace otra cosa que resaltar, por contraste, la enormidad sideral del vacío significativo en el que se mueve y al que intenta, por diversos medios, paliar. Cuando todo parece haber perdido su valor, todo, a su vez, puede servir para construir el valor, algún valor, a partir del cual forjar, si no una nueva visión del mundo, sí una nueva actitud ante éste, donde el desencanto no impida la integridad.
Soledad, desilusión e incertidumbre, desamparo ideológico, ansia secreta de otra cosa, de algo más, de un oscuro asidero, una tabla de náufrago, sobre la que mantener a flote aunque más no sea la sensación de que aún puede valer la pena seguir tratando de ser uno mismo, son todos componentes esenciales de Beltenebros. Como también lo son las incesantes referencias, explícitas o alusivas, al mito clásico, las novelas de caballerías, el cine y la narrativa policial, entre otros, que funcionan como vehículo simbólico de aquellos y son, a su vez, irónicamente corroídos por ellos.
Los personajes se mueven en un mundo de paradigmas y estereotipos prestigiosos pero vacíos ya de sustancia, salvo para ingenuos como Luque: «De nuevo le brillaban los ojos: había conocido a los héroes y era su discípulo, estaba ante uno de ellos y no aceptaba que yo no quisiera parecerme a las cosas que le habían contado de mí y a los designios de su imaginación…»[1]. O fanáticos como Bernal, para quien todo resulta claro porque actúa a partir de certezas incuestionables, a fuerza de considerarlas universales y absolutas. Porque para él, como para tantos otros en todas las épocas, ya todo está definido, explicado y juzgado de antemano: «Nadie cambia. Ni ellos ni nosotros hemos cambiado» (pág. 48). Por eso él y el Partido se equivocan tanto (dos veces ordenan matar traidores que, en verdad, no lo son), porque su única realidad es la ideología y no toman en cuenta la multiplicidad en permanente transformación del mundo y los hombres. En este sentido, Bernal es la expresión novelesca de un tipo humano muy representativo del siglo XX, de la Modernidad avanzada: el hombre ideológico, incapaz de ver nada que no esté previsto por sus convicciones, de allí que «sólo concediera a la realidad una importancia secundaria» (pág. 51). Darman, en cambio, es el hombre postmoderno cargado con el peso de todos los mitos muertos, pero que conserva de su condición moderna, en la que se formó, un resto combativo y un sentido último de la propia dignidad que le impiden capitular con el desencanto y emprender la fuga, actitud postmoderna por excelencia, que en él es una tentación recurrente y acuciosa, pero finalmente rechazada.
La omnipresente dualidad
Desde las primeras páginas de la novela aparece ya planteada la condición dual de Darman, su íntima escisión entre lo que hace (acude a una nueva convocatoria del Partido y emprende la misión que se le confía) y lo que siente y piensa: carece por completo de fe y entusiasmo. Ya no se siente ligado al Partido ni a su lucha porque una y otra se hallan al margen de la realidad y la Historia, como si ambas hubieran quedado detenidas en un pasado cercano pero ya mitificado (el de la Guerra Civil española) por la que todas las decisiones que se toman están dirigidas a un país que ya no existe, pero al que la dirigencia, que no pisa España desde la derrota, continúa fijada. Darman los llama «puritanos de palabras, acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se pareciera a otros sueños, los suyos…» (pág. 59).
Darman es dueño, desde el comienzo de la novela, de una lucidez cansina y desencantada que, a pesar de todas sus frases provocativas a Luque y a Bernal (cfr. Pág. 27, 30, 32, 39, 44 y 48) no le impide acatar las órdenes, llevado por «una invisible corriente más poderosa que mi voluntad y más verdadera o más falsa que mi vida, la otra, la que seguía esperándome en el litoral de Inglaterra» (pág. 57). Al igual que en el hombre contemporáneo, la conciencia se ha vuelto inoperante en él. Le muestra la falsedad de los postulados y, sobre todo, de las imágenes y roles fijos suscitados por ellos, así como la necesidad de abandonarlos y sentar nuevas bases para su existencia, pero no logra que se decida a cambiar de una buena vez. Por el contrario, prefiere seguir dejándose llevar por la inercia (la «invisible corriente» a la que se refería antes) que lo mantiene ligado a un modo de vida desprovisto ya de significación pero que, al menos, le proporciona la seguridad[2] de lo ya conocido (rutina de los viajes y los contactos) y claramente definido (los blancos a eliminar). Si algo muestran los capítulos iniciales de la novela es que Darman, a pesar de su hastío y sus ironías, continúa conformándose con los sucedáneos del sentido. Verdugo implacable de tantos, no se atreve sin embargo a «ejecutar» al Darman inauténtico en que se ha convertido. Quien ha matado a tantos traidores con fría eficiencia no es capaz de «matar» al traidor a sí mismo que es. De allí que a la duplicidad inherente a la vida clandestina le sume la duplicidad ante él mismo: la de continuar desempeñando un papel y una tarea en los que ya no cree y en los que nada pone de su ser auténtico, si es que la autenticidad todavía sigue siendo posible (cosa que parece sumamente dudosa en el tramo inicial de la novela) para alguien que ha pasado la mitad de su vida fingiendo ser lo que no es. Pero antes, al menos, fingía ante el enemigo y ante aquellos camaradas que se habían pasado a sus filas (o él así lo creía), no ante sí mismo, pues estaba convencido de la validez y justicia de lo que hacía.
La duplicidad de la clandestinidad se ha transformado, en el Darman de los últimos tiempos previos al comienzo de la acción, en el desdoblamiento de quien ya no es ni quiere ser lo que ha sido, pero continúa siéndolo por una mezcla de cobardía moral (ante sí mismo, pues si algo resulta claro es que no se trata de miedo a las represalias del Partido), carencia de una motivación definida y apremiante que lo empuje a cambiar haciéndolo vencer su inercia y lealtad a un pasado que no fue una mentira: «Pero mi lealtad no era ya para los vivos, sino para los muertos…» (pág. 22), los que sucumbieron en la Guerra Civil luchando contra el fascismo franquista. Durante veinte años, Darman ha vivido doblemente para la muerte. Hasta podría decirse que ha matado por y para los muertos. Asesinar era, en cierto modo, una oscura conmemoración. Como si matar fuera la manera de impedir que el sacrificio de los antiguos compañeros hubiese sido en vano. Y un medio de desahogar también «el sagrado rencor de los arrojados y los perseguidos» (pág. 22). En realidad, Darman tenía más motivos (y más fuertes también) para matar en el pasado que para ser y vivir de otra manera en el presente. Aniquilar siempre ha sido más fácil que crear o que, simplemente, cambiar. Y no puede extrañar que alguien que, desde los 20 años, no ha hecho otra cosa que matar, no sea capaz de encontrar motivos para vivir de otro modo que no sea matando.
Al comienzo de la novela, pues, Darman se siente distinto de lo que ha sido pero no se decide a serlo, por lo que continúa actuándose. De allí sus certeras palabras acerca de sí mismo: «Yo era nadie, un muerto prematuro que todavía no sabe que lo es, una sombra que cruzaba ciudades…» (pág. 53-54). La simulación se ha extendido a su propia intimidad. De tanto practicarla, ha pasado a formar parte de él: «Entre mi pensamiento y mis actos, entre mi imaginación y mi vida, hubo siempre hasta entonces, y desde no sabía cuándo, una película de asepsia que roturaba en torno mío el espacio sagrado de la soledad y la mentira. También fingía cuando estaba solo…» (pág. 33). Darman ha instalado la compartimentación característica de la vida clandestina en su propio interior, por eso ahora, que se encuentra existencialmente dividido porque ha tomado distancia de todo aquello en lo que creyó y en función de lo que actuó, no le resulta difícil prolongar indefinidamente esa escisión, sin permitirle actualizarse como conflicto. Es más, está seguro de que todo se reduce a tomar la resolución de abandonar esa vida: «y decidí que nunca más haría otro viaje como éste» (pág. 22). Eso es producto del hábito de no dejar que nada de lo que lleva a cabo en sus misiones lo afecte: «nada sobrevivía en mí de mis vidas anteriores, ni el arrepentimiento ni el orgullo» (pág. 33). Cree que porque el fin de cada misión fue una especie de muerte metafórica que le permitía liberarse de la falsa identidad asumida y, con ella, de todo lo que hizo mientras la interpretó, puede salirse ahora, con igual facilidad (impunidad) del ser inauténtico en que se ha convertido.
Olvida, sin embargo, que no siempre fue así, que por mucho tiempo fue un compromiso asumido con íntima e intensa convicción, que fue tal vez su única verdad, aunque vivida a través de la ocultación y la mentira. No toma en cuenta tampoco que las diversas identidades representadas en sus «vidas anteriores» le fueron proporcionadas por el Partido, mientras que, una vez que renuncie a seguir siendo Darman, el asesino, tendrá que ser él quien forje su nueva y auténtica identidad, cosa bastante difícil siempre y para cualquiera, pero más para alguien que ha sido toda su vida un verdugo, esto es, el que pone fin, no el que inicia.
No es casualidad que este ser dividido, pero no en conflicto (tiene demasiado autocontrol para permitírselo), y habituado, hasta haberla convertido en su propia naturaleza, a la duplicidad, sea también un ser desdoblado. La clandestinidad lo ha obligado a llevar una doble vida y, por lo tanto, a ser (¿o representar?) dos hombres: el asesino político y el apacible dueño de una tienda de libros y grabados antiguos en Brighton, donde tiene además una significativamente borrosa familia. Es español, pero reside en Inglaterra y lleva un nombre inglés, aunque el foco de su existencia y de su acción haya continuado siendo España, la cual sin embargo le resulta a esta altura extraña: «Pensé con un doble sentimiento de dolor y de huida que ésta ya no era mi patria» (pág. 64). Al repasar los meandros de esta situación, surge inequívoca la imagen de un hombre desarraigado, que no pertenece a ningún lugar, porque en donde reside es un extranjero y en su tierra se siente ajeno.
Durante mucho tiempo, hasta que el desengaño hizo mella, puede considerarse que su vida clandestina fue la auténtica y la otra, una fachada burguesa (negocio y familia) para ocultarla. Sugestivamente, la única identidad que se conoce de él (Darman) es la inglesa, la aparente. En aquello con lo que estaba realmente comprometido, donde ponía su ser (moralmente hablando, porque no debemos olvidar la «película de asepsia» con que se protegía de lo que hacía), en donde puede decirse que era él mismo (al menos, la parte que le importaba de él mismo), allí precisamente debía prescindir de su identidad (a tal extremo que nunca llegamos a conocerla y sólo parece quedar de ella el rango militar, capitán, que en cuanto tal había alcanzado en la guerra) para asumir aquellas que otros le proporcionaban. Donde era él mismo (con todas las restricciones del caso) no podía ser él mismo. Para poder sobrevivir, su verdadera identidad tenía que morir metafóricamente y reencarnar en otra. Reencarnación que no entrañaba en lo más mínimo una renovación esencial. Por debajo de sus viajes, de la variedad de lugares adonde iba y de la multiplicidad de misiones, la vida de Darman era una interminable repetición: convocatoria-viaje-misión-retorno. La suya era una existencia circular. El cumplimiento de un ciclo… el de la muerte. Pero esa circularidad no implicaba una reintegración renovadora a la unidad y el origen, porque en Brighton no estaba su origen y la unidad a la que regresaba era la de su identidad falsa, burocrática y vitalmente falsa.
Darman es doblemente un personaje en Beltenebros: de la novela escrita por Muñoz Molina y de la que cada vez le escriben los mandos del Partido, encerrados en las fantasías de su «torre de marfil» ideológica: «Al cabo de tantos años de inventar conspiraciones y enviar mensajeros a un país en el que no vivía desde su juventud, es posible que sólo concediera a la realidad una importancia secundaria…» (pág. 51). Bernal es, en este caso, el «novelista» de turno, un pésimo «novelista», porque no sólo desconoce su material sino que, además, distribuye rígidamente los papeles (el traidor, el enemigo, el mensajero), creando así los estereotipos necesarios para una acción eficaz, los mismos que Muñoz Molina recrea para transformar la convencional «novela» partidista en novela estética y humanamente válida.
Según reconoce Darman, durante años fue: «Cómplice de su ficción, igual que ellos de la mía…» (pág. 38) y, en esa medida, si bien actuaba en función de las decisiones de otro, su obrar era auténtico (lo de «ficción» lo dice desde su desengaño presente) porque compartía las convicciones que inspiraban aquellas decisiones. Por eso puede decirse que Darman sólo se sentía realmente vivo cuando llevaba a cabo esas misiones, que solían ser, paradójicamente, misiones de muerte. Pero, cuando empieza la novela, hace tiempo que aquella complicidad ha desaparecido: «No sentí rabia, sino un acceso de impaciente piedad por todos ellos y sobre todo por mí mismo, por lo que había sido veinte o treinta años atrás y ya no era» (pág. 30). El problema es que, al dejar de ser el enviado convencido que en otros tiempos fue, el ángel exterminador del Partido-Yahvé, no le queda nada, como no sea la vacua existencia que corresponde a su falsa identidad. Vacua existencia «pero que tenía la virtud de otorgarme una serenidad más bien sonámbula, un sentimiento de inmersión en la lejanía de otros mundos y de un tiempo que no era del todo el de los vivos» (pág. 12).
El contraste entre sus dos vidas resulta patente: si en una imperan el peligro y la violencia, en la otra prima una especie de ataraxia degradada y carente de conciencia («sonámbula»), una suerte de limbo donde vive al margen de tensiones y amenazas, pero sin involucrar aquí tampoco su ser profundo. Sin pasión ni vocación alguna. Sin entusiasmo ni dolor tampoco. Como verdugo clandestino interponía una «película de asepsia» entre lo que hacía y su intimidad; en Brighton, vive directamente en la asepsia, esto es, en la esterilidad existencial y afectiva. Una no-vida. De allí otros términos significativos, como «inmersión» y «lejanía». Al primero se asocian las connotaciones de ocultamiento, desaparición, muerte. Su vida pública es un escondite. Lo que está a la vista es, en realidad, pura invisibilidad. Lo estable es otra forma de la fuga: «inmersión en la lejanía». Otra manera de no estar, de evadirse hacia «otros mundos» y a «un tiempo que no era del todo el de los vivos». En el fondo, hay un secreto vínculo entre el asesino y el comerciante: uno es leal sólo a los muertos y, en última instancia, como ya vimos, actúa por y para ellos; el otro, vive (es un modo de decir) suspendido en una especie de no-tiempo situado entre los muertos que crearon las obras que vende y los vivos que se interesan por ellas. En un caso, los muertos funcionan como una coartada moral inconsciente, que le permite desfogar sin remordimientos el ya citado «sagrado rencor de los arrojados y los perseguidos». En el otro, un modo de no ser, de mantenerse al margen de una identidad con la que nunca se identificó, de una que le es profunda e irremediablemente ajena. Por eso le gusta «ver desde lejos las luces encendidas de mi casa (…) para imaginarme que yo era igual que aquella gente que caminaba despacio por el paseo marítimo en las mañanas de sol y no tenía sobre sus hombros el oprobio de una cruda desgracia interminablemente recordada» (pág. 13). La normalidad de una existencia vulgar es tan solo la máscara de su radical ajenidad. Darman no es un extranjero simplemente porque vive en un país distinto del que nació. Es un extranjero de la vida y hasta de la humanidad común. Y desde el comienzo de la novela lo es también de la ideología y el Partido que le dieron un sentido a su existencia, marcada de por sí por la enajenante duplicidad de que cuando parecía ser no era (en Inglaterra) y cuando era no podía parecerlo (en sus misiones).
El desencanto convierte a Darman en el falso oficiante de un ritual en el que ya no cree, pero que sigue celebrando para no tener que enfrentarse consigo mismo ni verse obligado a matar su antigua y ahora doblemente falsa (existencialmente hablando) identidad: como burgués y como agente clandestino. Ahora, más que nunca, es lo que su nombre sugiere (por asociación fónica con «darkman»): el hombre de la oscuridad, la de la vida clandestina, pero también, y sobre todo, la del no ser, la de la irónica falta de identidad en este personaje que, a fuerza de tener tantas, se ha quedado sin ninguna.
Del hombre moderno al postmoderno
Darman es la imagen del hombre moderno enajenado, vaciado de sí en aras de su función y de la eficacia requerida para cumplirla. Cuando se quedó sin el aval significativo y, al mismo tiempo, anestésico de su ideología (ideología caracterizada por la denuncia de la enajenación pero que, irónicamente, ha acabado por ser enajenante también) pasó a ser la representación viva del hombre postmoderno, más funcionalizado que nunca y sin un marco teórico que le permita infundir algo de sentido, quizás tan solo la ilusión de un sentido, a su acción en el mundo.
Ante esta situación, como es distintivo también de la Postmodernidad, la única salida posible parece ser la fuga. La fuga hacia lo mismo de siempre, hacia la indefinida repetición de aquello en lo que se enajena, con tal de no tener que asumirse a sí mismo como tarea. Matar a otro es mucho más fácil que parirse a uno mismo. La otra posibilidad es apenas una variante de ésta: rehusarse a aceptar nuevas misiones o abandonar la que está llevando a cabo (cfr. pág. 12, 19, 36, 44 y 152) para permanecer definitivamente en Brighton y librarse así de un pasado que lo enajenaba «de mi propia vida, la real, la que me esperaba en Inglaterra» (pág. 88). El problema es que esa vida, como ya lo señaláramos, tampoco es real. Se lo parece ahora porque está desencantado de la única vida que en verdad protagonizó y con la que durante años estuvo de veras comprometido: la clandestina. Nada ha cultivado en Inglaterra al cabo de dos décadas de residir en ella. Nada lo ata realmente a Brighton, ni siquiera esa nebulosa familia de la que, cada vez que era convocado para una misión, «yo me iba y regresaba sin explicación y algunas veces sin aviso» (pág. 35) y a la que, por precaución, «nunca llamaba por teléfono, ni siquiera en los viajes que no eran clandestinos» (pág. 35). Una familia donde la incomunicación es la norma (se refiere a ella como «silenciosa», pág. 221) y donde también rigen, como en el resto de su existencia, la duplicidad y el simulacro, ya que «fingía aceptar las coartadas de mis desapariciones y en la que toda pregunta y todo gesto de pasión eran inconveniencias parecidas al alcoholismo evidente…», pág. 221). Una familia de la que ni siquiera sabemos cómo está integrada ni aun cuántos son sus miembros.
De manera muy postmoderna, cuando Darman llama «real» a ese simulacro de vida está efectuando inconscientemente, para decirlo con palabras de J. Baudrillard, «una suplantación de lo real por los signos de lo real»[3]. Como el mismo pensador francés señala, lo propio de la cultura postmoderna es que sea «el mapa el que preceda al territorio (…) y el que lo engendre…» (pág. 9-10). La necesidad de dar a su vida clandestina una cobertura (el «mapa») inofensiva y respetable es la que dio origen a la familia (el «territorio») para la que no hay jamás, ni siquiera de pasada, una referencia afectuosa o el rastro, aunque más no sea, de una preocupación.
Desde el momento en que perdió la fe en la lucha de la que ha participado durante más de 20 años (en la validez, utilidad y/o realidad de esa lucha), Darman vive inmerso en el seno mismo de la duplicidad, puesto que ahora simula también (hasta cierto punto y más allá de las bravatas a las que en otro pasaje hemos aludido) ante aquellos que han sido sus camaradas: «No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada, ni siquiera el tiempo que había gastado secundando sus fantasmagorías de conspiración y vengativo regreso» (pág. 19). Y, como simular, según Baudrillard, «es fingir tener lo que no se tiene», lo cual remite «a una ausencia» (pág. 12), puede afirmarse que Darman ha tocado el fondo mismo de la nada. Se ha quedado sin referente alguno y sin más motivación que la de la fuga: «casi nunca sabía exactamente dónde estaba y vivía bajo una tibia y perpetua sensación de provisionalidad y destierro, de tiempo cancelado y espera sin motivo» (pág. 13-14).
Se halla, pues, en el momento crucial de «la transición desde unos signos que disimulan algo a unos signos que disimulan que no hay nada» (Baudrillard, pág. 18). Se ha convertido en un típico individuo postmoderno, en alguien que ya no es sujeto de nada (salvo de algunos actos que le resultan íntimamente irrelevantes: las misiones) y ha perdido el sentido del futuro y lo trascendente. De allí la tentación, muy postmoderna también, de abandonar el ámbito de la Historia, en cuya marcha ha participado anónimamente, para refugiarse en la protectora clausura de lo doméstico. Pero, al dejar de ser sujeto, Darman ha perdido su condición de objeto para alguien, si es que alguna vez disfrutó de ella (al menos en el terreno afectivo) en esa doble vida que ha llevado: «Pensé: ahora mismo no hay nadie en el mundo que sepa dónde estoy» (pág. 91). Por lo tanto, de hecho, ha dejado de existir, de ser. Por algo, cuando llega a Madrid y busca su cara en las cristaleras de la cafetería «no pude encontrarla, y cuando al fin la vi, muy pequeña y lejana, extraviada, banal, me pareció la de otro…» (pág. 59). Eso se debe a que, al aceptar la nueva misión, la de ejecutar a Andrade, a pesar de sus reiterados propósitos de salirse, capitula con una enajenación que podría ser definitiva: «Contra mi voluntad volvía a ser uno de ellos…» (pág. 63). Por eso le cuesta reconocer su cara y le parece la de otro, porque ha aceptado ser otro, el que el Partido quiere que sea, por lo que «desde que acepté viajar a Madrid yo era un lento fantasma que fingía que iba a matar a un hombre y se internaba en la mentira como en una selva de espejismos» (pág. 56-57).
Sin embargo, hay algo en Darman que le impedirá transformarse en un mero renunciante del ser, tal vez su misma condición de combatiente, que lo inducirá a tomar, en un momento crucial de la novela, la decisión de luchar, ya no por una ideología, sino por su propia dignidad. Pero, para eso, deberá recorrer un largo proceso, vivir un lento despertar a sí mismo. Por lo pronto, ya al empezar la novela ha tomado conciencia y, por lo tanto, distancia de su enajenación, si bien todavía no es capaz de obrar en consecuencia, sin duda porque carece de una motivación para cambiar, de algo que lo impulse a redefinir su existencia. Se siente insatisfecho, está molesto y desengañado, pero no tiene nada en sí ni en su entorno que le permita canalizar operativamente su malestar y sus energías en una determinada dirección. Resultado todo ello de esa doble vida en la que se diluyó su identidad a fuerza de simular siempre lo que no era y de ocultar forzosamente, por razones de supervivencia, aquello que sí era. Y sobrevivió, porque hizo justamente aquello que los que murieron no supieron hacer: «esconderse en el interior de otras vidas» (pág. 131). Sólo que esconderse en ellas no significó evidentemente vivirlas.
Raíces de una transformación
Darman se halla, al comienzo de la novela, en lo que podríamos llamar un estado de suspensión. Ha sido muchos y no es nadie, se ha ocultado en muchas vidas, pero no tiene ninguna. En eso consiste su fragilidad interior, la que lo hace responder a la nueva convocatoria de sus mandos y convertirse en un «lento fantasma», en alguien carente de vida propia y de motivación («lento»). Sin embargo, hay en él restos de vitalidad latentes, que explicarán su transformación ulterior. Ellos afloran, por ejemplo, en el deseo y dolor intensos que experimenta inesperadamente cuando sale de su reunión con Bernal y ve a la mujer que había estado bailando desde que él llegara. «Me di cuenta entonces, con melancolía y asombro, casi con estupor, de que habían pasado muchos años desde la última vez que fui verdaderamente traspasado por la violencia pura del deseo, por esa ciega necesidad de perderme y morir o estar vivo durante una fugaz eternidad en los brazos de alguien» (pág. 53). Es, lisa y llanamente, la relampagueante irrupción del ansia de autenticidad, de entregarse y pertenecer a alguien para así poder ser él mismo, sin dobleces ni ocultamientos. De no estar más en guardia y volverse vulnerable y permitirse ser, sin tener que reprimirse para eludir la otra represión, la policial, la que le costaría la vida, mientras la propia le cuesta su humanidad. Se trata de una breve escena sin incidencia en la acción, pero sí a nivel paradigmático, porque constituye un recordatorio (de Rebeca Osorio) pero también una premonición (de la otra Rebeca, la bailarina, con la que pronto se va a encontrar) aunque él no consiga comprenderlos en ese momento: «su cara me recordaba la de alguien a quien yo no lograba identificar» (pág. 53). Es una de las tantas circunstancias azarosas con las que se va tejiendo, también de manera muy postmoderna, el destino: «uno de esos pormenores del azar que nadie advierte y que contienen el destino…» (pág. 83).
No es casualidad que ese sugestivo incidente ocurra en seguida de que Darman aceptara la misión, aunque por motivos que nada tienen que ver con lo ideológico: «fui inmediatamente poseído por el deseo de saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del desconsuelo, porque era la mirada de un hombre extraviado para siempre en la melancolía, intoxicado por ella, ajeno a todo…» (pág. 52). Por primera vez, el interés de Darman por su víctima no es profesional, sino humano. Atrae su atención lo que el otro es, no lo que hizo o dicen que hizo. Y eso se debe a que él se encuentra en una etapa crítica, interiormente removido y, en consecuencia, particularmente receptivo al drama de un hombre que le devuelve desde la foto su propia imagen, la de alguien radicalmente desamparado y perdido: «Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a buscarlo» (pág. 54).
Manifestaciones claves y, por eso mismo, privilegiadamente ubicadas para resaltarlas: al final del capítulo 4 y dando cierre a la extensa retrospección que abarcó los cuatro primeros capítulos. Completan, además, el círculo iniciado por la oración que abre la novela: «Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca». Es la «respuesta» del ser humano a la cruda declaración del asesino a través del cual intenta abrirse paso. Si algo puede afirmarse sin temor a propósito de Beltenebros es que se trata de la novela de la ambivalencia. Sin desaparecer, la duplicidad está dejando paso al desdoblamiento. El hombre comienza a desprenderse lentamente del asesino, aunque todavía no se atreva a confrontarlo ni esté en condiciones de hacerlo.
Ese proceso de demorada gestación de sí mismo resulta tanto más difícil porque se desarrolla en un mundo de duplicidad agobiante, donde todos fingen y disimulan: el comisario Ugarte es, en realidad, Valdivia, el verdadero traidor, y se mueve siempre en las sombras; en los ojos de Rebeca (en adelante designaré con este nombre a la joven bailarina, mientras que reservaré Rebeca Osorio para su madre) «la mentira y la verdad eran expresiones iguales» (pág. 164); Andrade, sindicado como traidor, tal vez no lo sea, pero oculta otro tipo de «traición»: la de haber intentado vivir algo propio, la de permitirse ser un hombre y no sólo un agente; en cada miembro clandestino del Partido «habitaba al menos un posible héroe y un posible desertor o traidor» (pág. 22); a Andrade se le ha hecho creer que Darman («su salvador, su verdugo», pág. 59) ha sido enviado con dinero y documentos para ayudarlo a ponerse a salvo y el propio Darman se presenta ante Rebeca como «amigo» de Andrade (cfr. pág. 101).
Por algo buena parte de la acción transcurre en la oscuridad, con personajes que atisban detrás de cortinas y recelan y se mienten incesantemente unos a otros. Con razón Muñoz Molina escogió la trama retorcida y plagada de clisés que el cine y la literatura de consumo contemporáneos han heredado (y hecho proliferar) del folletín decimonónico. Era la más adecuada para poner de manifiesto la radical falsedad de ese submundo cerrado sobre sí mismo, donde la simulación domina a tal extremo que es imprescindible simplificarlo todo en base a estereotipos que hagan posible la acción e impidan que ésta quede empantanada en las incertidumbres de lo inverificable. La vacua artificialidad de la forma elegida hace sentir con mayor intensidad el carácter irremediablemente vano de ese obrar al margen de la humanidad común, de esa cacería de apariencias en nombre de verdades igualmente aparentes. Los vericuetos de la trama hacen sentir al lector, consciente de las referencias intertextuales a la ficción novelesca y cinematográfica de consumo, el carácter fantástico y miope, a fuerza de autosuficiente, propio de la acción clandestina, incapaz de ver más allá de sus propios presupuestos ideológicos y de los estereotipos que se inventa para poder actuar sin vacilaciones.
Entre el ser y la duplicación
La lucidez del desengaño alcanzada por Darman es la que le permitirá darse cuenta, a medida que se desplaza por Madrid en busca de Andrade, de la duplicación que entraña esa misión en relación a la que 20 años antes lo llevó a ejecutar a Walter. Más aún: de la duplicación como clave de la actividad y el medio clandestinos. Donde la duplicidad es la norma, la duplicación resulta una consecuencia inevitable, sobre todo teniendo en cuenta la rigidez con que se distribuyen los roles en ese ámbito, la cual termina por volverlos intercambiables y transforma todo en un inagotable juego de espejos. Como todos fingen, cualquiera puede desempeñar cualquier rol y cualquier rol puede ser atribuido a cualquiera, sin derecho a apelación e incluso sin que lo sepa. «¿Era yo el sospechoso, y no Andrade?», llega a preguntarse Darman (pág. 63). Ni los verdugos pueden estar seguros de no ser el próximo reo, como las purgas estalinistas ya lo demostraron fehacientemente.
Como 20 años atrás, Darman debe ejecutar a un traidor; como 20 años atrás, el supuesto traidor es inocente, aunque Darman sólo descubrirá su primer error al cabo de esas dos décadas. En ambos casos, una mujer del mismo nombre (Rebeca Osorio) ama a ese «traidor»: «era Rebeca Osorio, no gastada ni modificada por los años» (pág. 93). La toma de conciencia de la duplicación («Pensé: pero esto ya me ha sucedido», pág. 174) conduce a la comprensión del carácter circular de su experiencia: «la duplicación del tiempo cobró una certidumbre de viaje circular» (pág. 186). Si todo se repite, entonces no hay avance ni cambio sino un interminable retorno al comienzo. Un estéril y agotador volver a empezar que no conduce a nada ni beneficia a nadie, aunque aplasta a muchos. La negación de la Historia, al menos tal como la Modernidad la concibió: lineal y progresiva. La negación también de la dialéctica: la lucha entre tesis y antítesis no desemboca en ninguna síntesis. Quizás porque la ideología se ha vuelto un ejercicio narcisista que, en lugar de interpretar la Historia, la sustituye y la niega. Por algo los mandos del Partido toman decisiones desde lejos, al margen por completo de lo que está pasando en su país y del conocimiento que los que viven allí tienen de la situación real. Con razón Darman opina que los mandos son «inhábiles como difuntos que vuelven a la vida ignorando todas las cosas usuales» (pág. 11). De allí la ciega repetición de los mismos errores. La duplicación revela el enquistamiento en las categorías abstractas de la ideología. Por algo el reloj del almacén donde la dirigencia fijó el lugar de encuentro entre Darman y Andrade está parado: el tiempo del Partido se ha quedado detenido en el pasado y en un país que ya no es el de la Guerra Civil o el de los primeros años posteriores. La duplicación es el resultado de la aplicación acrítica de los mismos esquemas ideológicos («las normas canónicas de la traición y la infamia», pág. 51) a situaciones históricas distintas y que los han dejado largamente atrás. La interpretación ha cedido paso al lugar común como consecuencia inevitable de la convicción reaccionaria (por más que la exprese un supuesto revolucionario, Bernal, que es, en realidad, mero funcionario de una revolución burocratizada) de que nada cambia (cfr. Pág. 48), de que la ideología es inmune a la Historia. Esto genera (degenera, más bien) una mentalidad maniquea, negadora de toda diferencia, que se retroalimenta sin cesar y no admite la revisión de sus conclusiones: «El caso Walter se mantuvo siempre en secreto —dije—. Nadie debe hablar de él» (pág. 28).Por eso se incurre una y otra vez en el mismo error. Porque las decisiones se toman al margen de la Historia (y de los hombres), aunque en nombre de ella: «Encerrado en una habitación frente a un puñado de papeles (…), Bernal lo había averiguado todo tan solitariamente como resuelve un matemático un enigma no formulado hasta entonces…» (pág. 51).
La duplicación es la prueba indesmentible de cómo la Modernidad desvió el rumbo, pervirtió sus premisas originales y desembocó, como consecuencia, en una debacle espiritual que todos sus logros materiales contribuyeron a disimular, no a curar. Bernal, el «matemático» que resuelve enigmas históricos sin salir de su habitación y decreta quién es traidor y cuándo debe morir, es la expresión simbólica de la razón moderna encerrada en sí misma, que ya no necesita conocer el mundo para explicarlo y ha dejado de estar al servicio del hombre, mejor dicho, de los pobres hombres como Andrade, para ocuparse tan sólo de sus propias abstracciones. Una razón que, en su soberbia, se ha desentendido incluso de algunas de sus creaciones más notorias y duraderas, como la Realidad y la Historia, porque ya no admite más Realidad que la de sus propios procesos ni más Historia que la que ella se inventa. Una razón que terminó convirtiendo a los hombres en instrumentos de otra de sus abstracciones, el Hombre, en cuyo nombre se dedicó a eliminar como «traidores» a todos aquellos que no respondían a las exigencias de esa entelequia. A los diferentes, en una palabra.
La duplicación está íntimamente relacionada con el proceder dicotómico de la razón que, por motivos de eficacia operativa, lo reduce todo a opciones contrapuestas entre las que es preciso elegir para llevar a cabo una acción exitosa. Como se muestra a lo largo de la novela, sólo se puede ser traidor (como Walter, como Andrade) o héroe (como Darman) y, una vez que se llega a la conclusión de que se es una de ambas cosas se le atribuye una validez objetiva indiscutible. Por eso Darman, en su primer encuentro con Luque, no consigue, por más que lo intenta, desvirtuar la imagen heroica que éste tiene de él: «había conocido a los héroes y era su discípulo, estaba ante uno de ellos y no aceptaba que yo no quisiera parecerme a las cosas que le habían contado de mí…» (pág. 31). Se trata de una visión en blanco y negro (por eso son tan funcionales las formas del «arte» de consumo de que se vale Muñoz Molina) que no admite los grises, esto es, las complejidades de la vida y de los inmersos en ella. Se actúa en base a antinomias lo cual, al anular casi totalmente el espectro de posibilidades y matices, favorece la duplicación, así como la convicción de objetividad universalmente válida.
Por ese camino, la razón moderna, representada aquí por el discurrir del Partido, pierde al referente porque, en el fondo, ella se ha vuelto su propio referente y, en lugar de investigar para conocer, sólo busca indicios verosímiles que confirmen sus propias categorías preestablecidas. Por eso Bernal puede condenar tranquilamente a Andrade sin saber nada de él y a partir de un puñado de datos (cfr. Pág. 133-134 y 162). El racionalismo moderno y las ideologías nutridas en él han desembocado, paradójicamente, en pensamiento religioso: la verdad preexiste y es absoluta. A lo sumo necesita algo de información referencial para avalar las decisiones que se toman en nombre de ella. El reduccionismo antinómico termina siendo la máscara de la unidimensionalidad totalitaria, de cuyos ejemplos está plagado el siglo XX y ya infectado el XXI («ejes del mal» mediante). La negación de las diferencias profundas en beneficio de las antítesis excluyentes y, por eso mismo, manejables y operativamente productivas hacen posible, más aún, inevitable, la duplicación. Todo se repite porque se discurre y actúa en base a abstracciones superponibles. No puede extrañar entonces que se le haya reprochado tantas veces a la Modernidad haber consumado, a lo largo de su desarrollo, la despersonalización y funcionalización de los seres humanos. Sólo así estos pueden ser rentablemente utilizados al servicio del capital y de las ideologías.
Este tipo de mecanismo se retroalimenta con la duplicidad. Si en todo y para todo sólo hay dos opciones, bastará con asumir las apariencias de una, la admisible en cada contexto, para disfrutar con cierta seguridad los beneficios de la otra. Bastará también con producir las apariencias de una de ellas para ayudar a la destrucción de la otra. Es lo que hace Valdivia-Ugarte (Beltenebros) en ambos planos: no sólo actúa como si fuera leal mientras traiciona, sino que forja dos veces el simulacro de un traidor para quedar así doblemente a cubierto de su propia traición. En la hiperrealidad que la Modernidad legó a la sociedad postmoderna (simbolizada aquí por el submundo de la clandestinidad) ya no son necesarios los referentes, alcanza con sus signos. Produciendo estos, el objeto «existe». Eso es lo que hace, precisamente, Beltenebros. Buen conocedor de los mecanismos mentales de sus enemigos, cuyas filas integró, sabe (como Darman) que son «acuñadores tenaces de palabras que no aludían nunca a la realidad, porque su único propósito era excluirla o conjurarla para que se pareciera a otros sueños, los suyos…» (pág. 59), por lo que se limita a proporcionarles astutamente el material necesario para poner en movimiento esos mecanismos. Los sueños de la razón no sólo engendran monstruos. En la Modernidad, sobre todo en el siglo XX, han producido ante todo víctimas, millones de víctimas. En especial porque, bajo las categorías abstractas de la razón, desaparecieron los hombres concretos. Es más fácil hacerlos desaparecer: «El caso Walter, como ellos decían, convirtiendo a un hombre en un axioma» (pág. 111). Esa ha sido la especialidad de Darman, disparar sobre etiquetas que vuelven invisible al hombre situado frente a él; actuar animado por una «convicción inalterable» (pág. 123) que lo volvía invulnerable a cualquier sentimiento, de allí su fama de «frialdad y eficacia» (pág. 18). Los hombres eran, para él, únicamente blancos, por eso declara tajantemente refiriéndose a Walter: «Nunca me arrepentí de matarlo» (pág. 140). Matar a un axioma no produce remordimientos.
Sin embargo, ese Darman cuya sensibilidad estuvo anestesiada tanto tiempo, cuya humanidad se había convertido en mera función de una Causa que, a su vez, había perdido de vista a los hombres, había iniciado, ya antes de que comenzara la acción, un proceso de distanciamiento crítico respecto de las abstracciones por las que se había dejado anular, que constituía la primera etapa del camino de regreso a sí mismo, harto dificultoso, como ya hemos señalado, para alguien cuya identidad se había perdido entre todas las que había desempeñado durante su vida clandestina. Podríamos decir que el hombre postmoderno había empezado a aflorar en el hombre moderno, saturado de ideología, de racionalismo a corto plazo, que había sido hasta entonces. De allí su desencanto y escepticismo, y su capacidad de ironía, algo que la Modernidad ideológica oficial había perdido hacía tiempo («y culpable de deslealtad y de algo más imperdonable para ellos, la ironía…», pág. 13) que le lleva a una reconstrucción del sentido que hasta entonces había informado sus actos. Al igual que el hombre postmoderno, Darman se encuentra perdido e insatisfecho en medio de un desierto ético a fuerza de haber vivido en base a coartadas racionales que todo lo justificaban. Y, como aquél, sólo dispone de un Yo débil hasta la inexistencia, un Yo que se ha vuelto ficticio en la medida en que son otros quienes lo escriben, asignándole los papeles que debe desempeñar e indicándole el modo de hacerlo. Un Yo que no ha podido constituirse por falta de un Tú que le diera una imagen de sí en la que reconocerse. Un Yo que no fue sujeto de nada (salvo de lo que le ordenaron y en un tiempo compartió) porque no fue objeto para nadie ni a nadie se lo permitió. Por eso, como ya hemos mencionado antes, Darman experimenta, durante el primer tramo de la novela, la tentación postmoderna de la fuga, única que parece adecuada a un Yo anémico, que se siente incapaz de reasumir el control de sí mismo y emprender el escarpado camino de la autenticidad.
Sin embargo, habíamos visto también que, al final del capítulo 4, experimentaba después de mucho tiempo algo propio, ajeno por completo a su función, la punzada inesperada del deseo, no simplemente de un cuerpo, sino de pertenecer a y poseerse en otro. Eso ocurría inmediatamente después de reconocerse por primera vez en otro (Andrade), de encontrar un espejo en la foto de un desconocido cuya muerte se le ha encomendado. Lo que en ese momento aflora en Darman es algo característico de la nueva sensibilidad postmoderna: la participación afectiva a expensas de la interpretación ideológica, la comprensión cordial de que un vínculo profundo puede existir más allá de las oposiciones evidentes que la razón descubre o impone entre dos seres, situaciones u objetos. Por eso Darman puede reencontrarse a sí mismo en la imagen de Andrade a través de la tristeza y el desencanto que comparten. Eso explica que, apenas vio la foto, fuera «inmediatamente poseído por el deseo de saber qué ocultaba esa mirada, no las razones de la traición, que no me importaban nada, aunque hubiera aceptado la obligación de matarlo, sino las del desconsuelo…» (pág. 52).
Darman descubre al otro bajo el papel al que se lo ha fijado y, al hacerlo, empieza a intuirse a sí mismo. Lo que pretende indagar, sin ser consciente al principio, son los motivos de su propio desconsuelo, de su propia insatisfacción sin atenuantes. Mucho más adelante, cuando persiga a Andrade por Madrid, aunque ya no para matarlo, sino con el propósito de ayudarlo, sabrá por fin, con la absoluta lucidez de un sentimiento auténtico, que nada tiene que ver con las claridades a menudo engañosas de la razón, que la desesperación de Andrade «era una parte de mi propia vida, y mi piedad hacia él era la que nunca me había atrevido a dedicarme a mí mismo…» (pág. 175). Sólo la participación afectiva, que lleva incluso a una verdadera identificación anímica con el otro, puede superar las antinomias, salvaguardando al mismo tiempo las diferencias. Y por esa vía se puede empezar a revertir la repetición, a romper el mecanismo fatídico de la duplicación. Si bien Andrade muere, no es Darman su ejecutor. A diferencia del Partido, él ha evitado repetir el error de 20 años atrás. Matar a Andrade, en cambio, hubiera equivalido a un suicidio simbólico. A seguir viviendo (muriendo) en el seno de la duplicación y la duplicidad.
El desencanto ha permitido el distanciamiento de las categorías abstractas que definen a un hombre sin saber nada de él, más aún, anulando la necesidad de saber. Eso, a su vez, creó una disponibilidad afectiva en Darman, pues lo arrojó a un estado de desamparo y vulnerabilidad desconocido hasta entonces para él. Como consecuencia de ello, fue capaz de descubrir en Andrade, por debajo del blanco señalado, a un semejante. En ese momento, la búsqueda del otro se convirtió en una búsqueda de sí mismo, que se tradujo en una gradual recuperación de su propio ser.
El camino hacia sí mismo
Darman pasa así de sentirse «un muerto prematuro» (pág. 53), «un lento fantasma» (pág. 56), que no logra distinguir su cara en los cristales y hasta piensa que es «la de otro» (pág. 59), quizás la del «doble que viajó a Madrid» (pág. 59), a reconocerse gracias al otro: «Yo era exactamente igual que ese hombre de la fotografía que me estaba esperando en un almacén de Madrid. Por esa única razón vine a buscarlo» (pág. 54). A partir de ahí, se desarrolla ese proceso de empatía con Andrade (consigo mismo) que le permitirá ir recuperando de a poco su rostro, representación no sólo del resurgimiento gradual de su propia identidad, sino también del lento retorno de una sensibilidad hasta entonces reprimida. Proceso que se objetiva simbólicamente en el hecho de poder volver a verse a sí mismo, tanto en el espejo («Me pareció que llevaba años sin mirarme a mí mismo», pág. 99) como en los ojos de Rebeca, aunque en estos de manera «diminuta y convexa» (pág. 106). No mirarse era una forma de no enfrentarse consigo mismo, de no querer ser consciente de lo que había hecho ni del vacío existencial en que vivía. Sólo al salir de sí mismo, de ese ego que lo ha mantenido a salvo de tener un Yo, está en condiciones de mirarse a sí mismo. No es casualidad, sin embargo, que vea su cara «diminuta», pues recién está intuyendo lo que es o podría ser. Recién está dejando aparecer la identidad que mantuvo oculta durante tantos años. Por eso la ve distorsionada, porque hay mucha deformidad en su interior sin duda, pero también porque aún no consigue vislumbrarse con claridad. Resulta sintomático, por otra parte, que cuando empieza a tomar en cuenta al otro (Andrade, Rebeca) pueda empezar también a verse. Recordemos que antes, según palabras nada menos que de Valdivia-Ugarte, «daba miedo sostener tu mirada» (pág. 234). Seguramente porque se notaba en ella la voluntad implacable de matar a quien se le había ordenado sin un estremecimiento siquiera de la conciencia. El otro no existía, era tan solo un objetivo. Por eso, él tampoco podía encontrarse en la mirada de los demás.
Darman ha recuperado la posibilidad de verse (de conocerse) porque ha recuperado también la capacidad de sentir y, con ella, la memoria (la afectiva). La cada vez más intensa comprensión cordial que experimenta por Andrade y también por Rebeca (cfr. pág. 95) va acompañada de una evocación detallada y compasiva de las experiencias compartidas en los días previos a la ejecución de Walter, que nada tiene en común con la ceñida y helada descripción del asesinato hecha en el tramo inicial de la novela (cfr. Pág. 35-36). Cabe señalar, de paso, que quien menciona por primera vez la muerte de Walter es Luque, no Darman (cfr. pág. 27), lo cual es un indicio sugestivo de cómo éste había eliminado de su conciencia hasta el más remoto rastro de aquel suceso.
A medida que se va desenvolviendo la trama, dentro del espíritu de Darman, ya removido por el desengaño, se van poniendo en movimiento sus diversas facultades: memoria, sensibilidad, conciencia. Y se vuelve inevitable enfrentarse con aquello que había mantenido férreamente acallado desde hacía 20 años: la culpa, la de no haberse apiadado del amor de Rebeca Osorio por Walter, quien llegó incluso a ofrecer su vida por la de él: «Mátame a mí y dile a los tuyos que fui yo quien os traicionó» (pág. 140). En aquel entonces, de modo coherente con lo que él era, Darman había antepuesto la necesidad racional al valor humano: «a quien yo maté sabiendo que al hacerlo le amputaba a ella la mitad de su vida» (pág. 72). Por algo confiesa que «me costó años de insomnio no seguir viendo en todas partes los ojos de Rebeca Osorio» (pág. 140).
Esa dura lucha con la culpa, recién ahora admitida, constituye un núcleo psicológico fundamental, donde es posible localizar una de las raíces del cambio interior experimentado por Darman. Es indicio de un rescoldo de sensibilidad, nunca apagado del todo a pesar de su esfuerzo, que se reavivó al contacto con el desencanto (si es que no lo motivó) y fue consumiendo de a poco las defensas del personaje. Sin ese núcleo de elemental humanidad no sería creíble la transformación de Darman. Pero Muñoz Molina, con la fineza del gran escritor que respeta la inteligencia de su público, supo deslizarlo a manera de indicio, evitando convertir al protagonista en un demasiado inverosímil psicólogo de sí mismo. Un exceso de lucidez analítica no era compatible con la lenta emergencia de vivencias largo tiempo soterradas en el inconsciente. Por eso hemos afirmado en otra parte de este trabajo que la lucidez a la que progresivamente se eleva Darman es más del sentir, que va iluminando zonas cada vez más amplias de su conciencia, que de la mente. No en vano en varias ocasiones se refiere al hecho de que está actuando con independencia de su voluntad, movido por una fuerza interior que escapa a su razón: «pero mis actos, desde que llegué a Madrid, precedían a las decisiones de mi voluntad» (pág. 99). Porque el hombre que regresa a Madrid está «de vuelta» de todas las coartadas racionales, que habían sido hasta entonces la garantía de su eficaz indiferencia a lo humano. El retorno a su país es, en realidad, un retorno a sí mismo, el regreso de su Yo a su persona, de la que había estado «ausente» durante más de 20 años: «Alguien que no era yo me suplantaba y decidía mis actos» (pág. 154). A esa altura, Darman todavía está confundido y no se da cuenta de que, a decir verdad, lo que está ocurriendo dentro suyo es la sustitución de su ego enajenado por su Yo auténtico, que ha resurgido. Es como si su inconsciente estuviera dando a luz a su Yo y por eso obra en base a impulsos que no logra comprender, pero que son verdaderos pujos de autenticidad.
Después de un largo período de latencia, comienza a ser sujeto y, como consecuencia inevitable de ello, también los demás empiezan a serlo para él. De allí su identificación anímica con Andrade, su compasión retrospectiva por Rebeca Osorio y la comprensión cordial, atenta a los más mínimos matices, hacia Rebeca, ese ser lacerado y elusivo, o mejor, elusivo a fuerza de tan lacerado.
Ahora bien, este proceso de transformación interior no es lineal, sino que está lleno de vaivenes y contradicciones, gracias a los cuales el personaje adquiere espesor humano. No sólo se muestra por momentos duro y cruel con Rebeca, sino que sigue aferrado, pasada ya la primera mitad de la novela, a la decisión de «marcharme luego para siempre y no volver ni recordar» (pág. 156-57). Es decir, volver a su vieja actitud de levantar una «película de asepsia» entre sus actos y su conciencia. Pero su reloj está roto (se lo rompieron, cfr. pág. 147), lo cual sugiere simbólicamente que el tiempo de la enajenación y la funcionalidad pura ha terminado. Puede regresar a Inglaterra (le dejaron su pasaporte, objetivación simbólica de la duplicidad), pero no al pasado. Por otra parte, ya no está interiormente en condiciones de hacerlo. Se ha comprometido anímicamente demasiado con el otro (con él mismo) como para dar marcha atrás.
El asesino eficaz que fue y el hombre que empieza a ser tienen, en cuanto manifestaciones del mismo individuo, algo en común: les gusta ir siempre hasta el final. Sólo que el modo de hacerlo, como era de esperar, ha cambiado: mientras el verdugo, ese paradójico funcionario clandestino (la novela está llena de oxímoros estructurales y simbólicos) cumplía siempre lo que le encomendaban, el nuevo Darman, que está dificultosamente emergiendo de aquel, va a cumplir con la misión que emana de él mismo en forma de ineludible compromiso con su propio ser, que lo es también con el otro.
Al afrontar y asumir la culpa de lo que hizo 20 años atrás, que es un modo de reanudar el vínculo con su ser negado y con la humanidad común, Darman, el asesino, siente la imperiosa necesidad de salvar a los otros y redimirse redimiéndolos: «Estaba dispuesto a ayudarle a huir o a que regresara con ella, eso quería, salvarlos, del comisario Ugarte y de los que me habían enviado para acabar con él, salvarlos hasta de su misma predisposición para la desgracia» (Pág. 177). Lo empuja a ello, según sus propias palabras, «un acuciante deseo de restitución y de piedad» (pág. 84). Más adelante, volverá a emplear el mismo término «restitución» (cfr. Pág. 212) en un contexto similar. El vocablo resulta por demás sugestivo: significa devolver lo que se tiene injustamente porque, en realidad, pertenece a otro. Nada les ha quitado Darman a Andrade y Rebeca, como no sea la tranquilidad. Se trata, por lo tanto, de una restitución vicaria. Valiéndose de la duplicación, con la que pretende compensar la duplicidad con que antes actuó, devuelve simbólicamente y a la distancia, a otra Rebeca y otro «Andrade», llamado Walter, lo que les arrebató con absoluta indiferencia por lo que eran: humanos, como él, falibles como él y como quienes lo enviaban. Parece como si quisiera restituir a la vida el equivalente metafórico de aquello de que la privó. Es, lisa y llanamente, una reparación de la culpa. Una forma inconsciente (el propio Darman habla de un «borroso deseo de restitución», pág. 212) de hacer las paces consigo mismo y con los muertos para que la vida, la auténtica, pueda volver a fluir y un nuevo ser (el suyo) echarse a andar.
Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, no puede salvar a Andrade, no logra impedir que lo maten. El otrora asesino fracasa en su primer intento como redentor. Andrade muere en un hospital abandonado, indicio simbólico de que no hay salvación posible para los condenados en ese mundo, pero también de que no hay cura rápida para la herida existencial de Darman.
La muerte de Andrade es la peripecia que provoca la «anagnórisis» del protagonista: «Sentí que saber que estaba allí y que tal vez amanecería rígido y solo en la misma postura en que lo paralizó la muerte era una última profanación que también a mí me envilecía» (pág. 190). Los verbos que abren y cierran la cita son la clave. Darman no emplea «supe» ni ningún otro término de índole intelectual equivalente, sino «sentí», lo cual reafirma lo que hemos venido sosteniendo acerca de que la lucidez brota en su caso del sentimiento. Si se nos permite la metáfora, la sensibilidad recuperada es su conciencia. Lo insoportable no es saber, sino «sentir que sabe», esto es, experimentarse a sí mismo como indiferente a la dignidad del otro. El hombre que pasó más de 20 años de su vida abandonando cadáveres por ahí, sin siquiera un asomo de remordimiento, no puede ahora vivenciarse a sí mismo ni puede vivir consigo mismo siendo ajeno al otro. Ya no puede permanecer al margen. La película de asepsia ha sido rasgada. Por eso, aquello con lo que tanto fantaseó al principio de su misión, irse a Inglaterra, le resulta íntimamente imposible ahora. Si lo hiciera sería igual que si hubiese disparado contra Andrade. Habría renegado de sí mismo, de ese nuevo Darman que estaba abriéndose paso penosamente a través de la «película de asepsia». Seguiría siendo, desde un punto de vista ético, un asesino. De allí el otro verbo clave: «envilecía». Si permite esa «profanación» (otro vocablo fundamental) perdería su dignidad, no podría respetarse a sí mismo en adelante. Lo que Darman descubre es que la dignidad del otro es inseparable de la propia. No se puede conservar la de uno si se admite que la del otro sea impunemente mancillada. Por eso Darman, como Antígona, como el entrañable coronel de «La hojarasca» («cojo de cuerpo y entero de la conciencia») debe «enterrar» a Andrade, sólo que de un modo metafórico (ético, no físico): las «honras fúnebres» de Andrade no pueden ser otras que la salvación de la muchacha (a quien lo unía, en ese medio despiadado, «una instintiva y mutua conmiseración por el desamparo sin límite en que los dos vivían», pág. 137) y el castigo del culpable, de quien fabricó las «pruebas» que lo convirtieron en un blanco: el comisario Ugarte.
La imagen en el espejo
A partir de este momento (capítulo 4), la misión encomendada e incumplida deja lugar a la misión personal. Darman se convierte en sujeto y remitente de su propio proyecto. Se adueña de su destino y empieza definitivamente a ser él mismo. Una vez que consigue traspasar la «película de asepsia» que lo bloqueaba interiormente puede romper el cerco de la duplicación: «Mi inteligencia se rebelaba contra las vanas duplicaciones del azar, pues no era posible que todo lo que yo había vivido estuviera repitiéndose» (pág. 186). Aceptar la duplicación implica reconocerse juguete del azar, elemento contingente de sus impredecibles combinaciones. Si todo se repite, entonces nada tiene sentido. La acción no conduce a nada. El hombre no puede cambiar nada ni cambiarse. Es un mero instrumento, un simple actualizador de lo predeterminado. El ideal inconfesable de la funcionalización racionalista. La producción en serie y el dogmatismo ideológico sólo quieren eso: repetidores eficaces. Pero Darman se ha cansado de repetir y ha visto, en la imagen especular de Andrade, que no hay manera de ser uno mismo dentro del implacable mecanismo de la clandestinidad una vez que se ha perdido la fe en sus presupuestos o se ha empezado a sentir la íntima necesidad de algún vínculo humano libre del acecho y la sospecha. Una vez, en definitiva, que ya no alcanza con ser un agente eficiente y se experimenta el deseo apremiante de ser simplemente un hombre. Eso es lo que le ocurrió a Andrade y ha empezado a sucederle a Darman. Los dos eran individuos especialmente dotados para la lucha clandestina (cfr. pág. 10) pero, mientras Darman no se dejaba conmover ni seducir por nada ni por nadie (cfr. pág. 234-35), Andrade, después de andar errante tanto tiempo por el desolado páramo de la clandestinidad, sintió la necesidad, tan elemental como legítima, de llevar a su alma, aunque más no fuera, un bocado de ternura y consuelo, algo que sólo podía obtener de Rebeca, de alguien tan desamparado y desposeído como él. Sin la lucidez ni el temple de Darman, Andrade es lo que en el transcurso de la acción aquel está empezando a ser: un hombre necesitado de humanidad. La diferencia estriba en que mientras Andrade ya está quebrado, Darman sólo muestra fisuras de sensibilidad, por las que se filtran la comprensión hacia su blanco y la atracción por la muchacha (deseo retrospectivo, en realidad, de la otra Rebeca Osorio), que son, además, las que le hacen cometer errores impensables en él años atrás.
Andrade es el espejo de lo que Darman podría llegar a ser y, por el modo como éste actúa en el tramo final de la novela, no es probable que sea. El problema es que a Andrade no deja de pesarle nunca la imagen del agente heroico que habría querido ser. De allí «el remordimiento que emanaba de él como un olor a transpiración» (pág. 137). Darman, en cambio, quiere dejar de cargar con la imagen del héroe que fue y que aún sigue siendo para algunos de sus camaradas. Él ya se ha librado de la superestructura ideológico-simbólica que agobia a Andrade hasta acabar hundiéndolo. Por algo, el último de sus nombres, el definitivo, porque con él va a morir (cfr. pág. 10) es Roldán Andrade, nombre aureolado de heroísmo si los hay. Creo que lo que va minando interiormente a Andrade es saber que ya nunca será un «Roldán» y no poder perdonarse por ello. En el fondo, él no perdió la fe en lo que hace, sino las fuerzas para seguir haciéndolo. De allí el remordimiento que lo consume. Antes que para el Partido, es traidor para sí mismo. Y lo es con independencia de lo que haya pactado o no con la policía (según Ugarte, sí lo hizo, cfr. pág. 234), lisa y llanamente porque capituló con su necesidad de un poco de humanidad y se apegó a Rebeca.
Darman, en cambio, se liberó primero de sus ataduras ideológicas y de cualquier sentido de compromiso con el Partido: «No les debía nada ni me apetecía reclamarles nada…» (pág. 19). Alcanzó una libertad interior a la que Andrade nunca llegó. Por eso sus remordimientos, que también los tiene y comienzan a aflorar, no están referidos al Partido, sino a las personas, en particular a Rebeca Osorio. De allí que, en lugar de desmoronarse como Andrade, continúe luchando, aunque por motivos muy distintos a los que en el pasado lo impulsaron. Andrade y Darman: el espejo no sólo refleja, también invierte. La comprensión que Darman experimenta por Andrade desde que le muestran su foto está dirigida, en el fondo, a sí mismo, al Darman que podría terminar siendo, tal cual la imagen de Andrade se lo anticipa, si no abandona a tiempo ese mundo. Por eso trata de darle al otro la oportunidad que él ansía, pero todavía no se ha concedido: «estaba dispuesto a ayudarle a huir o a que regresara con ella, eso quería, salvarlos…» (pág. 177). Sólo así hallará una salida ética y no una simple vía de escape.
Como todo espejo, el que Andrade es para Darman también duplica, en este caso, el pasado. Si Darman lo mata, estará sometiéndose definitivamente a la duplicación. Habrá aceptado de manera irremediable su condición de individuo duplicado e irremisiblemente desdoblado (verdugo/comerciante). Jamás podría ser uno, poseer una identidad propia, ser sujeto de su existir. Aun en el caso de que después se hubiese retirado, no habría tenido en verdad nada auténtico con qué empezar. Habría complacido simplemente a su ego, sin fundarse a sí mismo. Sólo rompiendo el espejo que, de otra manera lo fijaría para siempre en su papel de agente (no de sujeto), puede iniciar de veras el viaje hacia sí mismo, que no equivale a tomarse un avión para Inglaterra. Y el único modo de romper el espejo, de no convertirse en mero reflejo, es hacer lo que no hizo 20 años atrás: poner lo humano por encima de lo ideológico, salvar a Andrade y a Rebeca porque, de lo contrario, acabará siendo otro de los muertos que «vuelven y enmascaran sus sombras con las facciones de los vivos y caminan despacio por los lugares del pasado» (pág. 175). El Darman que ya no es («el muerto») seguirá viviéndolo. Repetir lo hecho antes significaría resignarse a ser un fantasma, un simulacro de sí mismo.
El no poder evitar la muerte de Andrade, que le abre la posibilidad de un retorno cobarde a Brighton (esa «repulsiva ciudad de tahúres», pág. 221), le produce sin embargo tal impacto que desencadena, como ya señaláramos, su peripecia interior, ese viraje anímico decisivo que lo lleva a emprender un nuevo rumbo, no el ansiado regreso a Inglaterra, sino una búsqueda en la que compromete todo lo que posee: su vida y sus ganas de ser. En lugar de repetir el pasado, se lanza a revertirlo, para no convertirse en un tahúr existencial que se trampea su propio destino. Se arriesga con tal de no envilecerse. Y, de ese modo, se concede la oportunidad de reencontrarse y recrearse.
Por algo se siente morir: «Caminaba por Madrid como si también se extinguiera lentamente mi vida…» (pág. 185), confiesa inmediatamente después de ver morir a Andrade. De hecho, al haberse identificado con él resulta natural que la muerte del infortunado agente metaforice la suya. Además, el verdugo que era agoniza desde el momento en que, no sólo rehusó actuar como tal, sino que procuró hacerlo como su opuesto, tratando de salvar a su blanco.
Para renacer, la condición «sine qua non» es morir primero. Darman ha empezado simbólicamente a hacerlo. El hombre que ha vivido inmerso en la duplicidad se ha arrancado todas las máscaras (frente al Partido, al que abiertamente ha desobedecido y frente al propio Ugarte, cuya búsqueda emprende, renunciando incluso a las precauciones más elementales de la clandestinidad). El hombre que era disciplinado instrumento de la repetición sin fin (lo único que variaba eran las circunstancias y las víctimas) se ha propuesto remontar el camino: «me daba cuenta de que paso a paso estaba acercándome a la raíz de la culpa y de la corrupción» (pág. 212). Se acerca a Ugarte (el gran duplicador y maestro de la duplicidad), pero también a su propia culpa, la de haber sido indiferente ejecutor de la duplicación, para la cual todos los hombres, en la medida en que se abstrae de ellos precisamente su humanidad, no son más que fichas prescindibles en un juego de movimientos y roles fijos.
El encuentro con el Minotauro
Darman, el hombre que al principio estaba de vuelta de sus convicciones, vuelve ahora sobre sus propios pasos con el fin de revertir simbólicamente el pasado. Esto se objetiva en el espacio de la acción cuando Darman se desplaza, por un oscuro laberinto subterráneo, desde la boîte «Tabú» (el presente) al Universal Cinema (el pasado): «Veinte años después yo había repetido a la inversa el camino de la huida de Walter» (pág. 213). Se trata de un viaje al origen con el propósito de eliminar (y así reparar metafóricamente) al verdadero traidor de entonces y de ahora. El carácter y el nombre de cada lugar tienen múltiples connotaciones simbólicas. Ambos son exponentes de la duplicidad y la duplicación que impregnan toda la novela. Duplicidad en la medida que son locales de diversión y de exhibición, donde sin embargo se ocultan actividades relacionadas al peligro, el sufrimiento y el miedo, todo aquello de lo que la gente supuestamente va a olvidarse en ellos.
Duplicación, porque están asociados a dos situaciones especulares. El Universal Cinema sugiere desde el adjetivo los ideales universalistas y la creencia en la validez universal de sus convicciones que animaban a todos los comprometidos en la causa del Partido. «Cinema», en cambio, alude a un espacio de ficción donde la realidad es oscurecida para que lo imaginario pueda ocupar su lugar, lo cual tiene mucho que ver con la simulación inherente a la vida clandestina, donde es preciso hacer desaparecer lo real tras su simulacro para poder sobrevivir y actuar eficazmente.
Esto está vinculado de manera simbólica con lo que allí ocurrió: mientras el Partido y Darman creían que Walter exhibía la ficción de su lealtad, estaban viendo, en realidad, la «película» proyectada por Valdivia, que hacía aparecer a Walter en el papel de traidor. Todo esto es coherente con la visión postmoderna de la realidad como simulacro y la Historia como ficción, lo cual relativiza a su vez la fe de la Modernidad en la validez universal de ciertos postulados ideológicos y en la posibilidad de un conocimiento igualmente universal fundado en las evidencias sensibles, esto es (acotación postmoderna), en las apariencias.
La diferencia entre lo que ocurre en ambos locales representa la degradación acarreada por la Historia. En el Cinema, además de los aspectos negativos mencionados, había también ideales, compromiso y entrega. En la boîte (término ya de por sí asociado a connotaciones más sórdidas y desprovistas de espiritualidad) impera, por el contrario, el mal sin atenuantes (es el ámbito por excelencia de Ugarte) bajo la forma del metódico envilecimiento del otro (léase Rebeca). Por su parte, el nombre del local, «Tabú», alude metafóricamente al secreto que constituye el núcleo de la traumática situación original (la ejecución de Walter) que los marcó a todos. Tabú es la identidad del verdadero traidor, que nadie sospechó durante veinte años, es más, de cuya posible existencia nadie quiso sospechar siquiera. De allí la prohibición de mencionar el caso Walter, que cerró el camino a toda indagación capaz de ir más allá de las apariencias. Si, como afirman los antropólogos, lo propio del tabú es su falta de fundamento racional y su función perpetuar el orden social, entonces la prohibición formulada por el Partido demuestra la irracionalidad subyacente a la ideología (el Partido no se equivoca jamás) y el afán de mantener la cohesión en sus filas, evitando el surgimiento de dudas peligrosas. La oscuridad de la boîte es la del «inconsciente colectivo» del Partido, que rehusó enfrentarse a la mera posibilidad del error y por eso terminó repitiéndolo. La Modernidad, asociada desde sus comienzos al conocimiento racional, al que además tanto exaltó, no vaciló sin embargo en suprimirlo a menudo.
Tabú es también la culpa que durante tantos años Darman quiso olvidar, culpa vinculada, como ya hemos visto, no a la ejecución de Walter sino a Rebeca Osorio, ya que él era consciente al matarlo de que «le amputaba a ella la mitad de su vida» (pág. 72). Culpa que la proximidad entre los dos locales realza al sugerir simbólicamente que la clave de lo ocurrido estaba, aunque escondida, muy cerca, y que, por lo tanto, lo que faltó fue coraje para abandonar las confortables seguridades de lo preestablecido, esa «convicción inalterable» (pág. 123) que le permitía a Darman matar sin dudas ni remordimientos.
Tabú es, por último, la turbia fijación de Ugarte con Rebeca, compensatoria de la pasión que sintió por su madre, Rebeca Osorio. Como ésta se le volvió hace mucho tiempo inaccesible debido a la locura, el gran duplicador produjo un simulacro más: hizo de la hija un doble de la madre. Por eso va todas las noches a presenciar su número de «strip tease», porque «si yo la he inventado nadie más que yo tiene derecho a mirarla» (pág. 236). En el fondo, no es la belleza de la muchacha la que lo atrae. Ella es, simplemente, la ocasión de recrearse en su propia obra, en su propio poder. El altar de su ego. La prueba viviente de su superioridad sobre todos y sobre todo. Durante más de 20 años, ha sido el oscuro demiurgo, señor de vidas y muertes, creador de dobles, amo del destino y hasta de un partido, sin necesidad siquiera de integrar su dirigencia. El «ciego» que los ha cegado a todos. Ha sido, en definitiva, Beltenebros, «el príncipe de las tinieblas, el que habita y mira en la oscuridad…» (pág. 189). Satanás de un mundo sin Dios, encarnación suprema de la perversión de la razón por la Modernidad. La razón, que había sido para la Ilustración la luz que guiaba al hombre por el camino del progreso hacia la felicidad y terminó convirtiéndose en instrumento de las sombras, en programadora del mal y contable de costos «aceptables» en dolor humano (campos de concentración, «gulags», limpieza étnica, armas «inteligentes», trabajo esclavo…, la lista es nutrida). Ugarte y sus maquinaciones son la representación más acabada de lo que le ocurre a la razón cuando se la hace operar al margen de los seres humanos concretos, aislada en el laberinto de sus propias abstracciones y cálculos, en el vacío ético de la ilusoria perfección que proporcionan silogismos y cifras. El gran traidor encarna a la gran traicionera. A la gran traicionera a fuerza de ser traicionada.
Sin embargo, a pesar de esa sensación de omnipotencia que emana de las astutas jugadas del invisible Ugarte y llega a contaminar al propio Darman, convencido de «que aunque yo no lo viera él nos estaba mirando, que lo veía todo y lo podía todo» (pág. 227), el comisario no lo puede todo obviamente y la boîte «Tabú» es la mejor prueba de la secreta fragilidad de esa divinidad perversa. En cuanto ámbito cerrado y laberíntico, verdadera «cripta del tiempo fortificada contra la realidad y la luz y el paso de los días» (pág. 232), objetivación simbólica del desmesurado ego de Ugarte, así como de su tortuosa personalidad, la boîte señala los límites bastante estrechos por cierto de su poder y su incapacidad para trascender más allá de los subterráneos de la clandestinidad. Por otra parte, el modo como Ugarte ha tejido «su telaraña de predestinación» (pág. 206) lo ha transformado en prisionero de ella. La condición «sine qua non» de su impunidad es permanecer siempre oculto y desconocido. A esto hay que agregarle el problema de sus ojos (motivo recurrente a lo largo de la novela), que no soportan la luz, rasgo concreto que lo condena a la oscuridad e indicio simbólico a la vez de su íntima asociación con el mal. Es la razón sin la luz de la conciencia. La pura abstracción que no tolera el contacto con la vida. No en vano son siempre otros los que hacen las cosas por él (torturar, asesinar). Lo distintivo de Ugarte es no tocar a nadie (salvo a Rebeca) ni dejarse ver por nadie. Eso sugiere su repulsión a todo vínculo humano, aun el más elemental (el contacto físico), su rechazo a aceptar la existencia real de los demás. Pero no dejar que nadie lo conozca («No trates nunca de mirarme», pág. 79), no tener jamás imagen de sí mismo implica un invencible temor a conocerse, a enfrentarse con lo que es.
El precio del poder que ostenta Ugarte es la carencia de identidad. A pesar de que tenga un apellido (por otra parte ficticio) no es nadie. El poder le da la ilusión de serlo. Pero, además de que ese poder no logra trascender el anónimo mundo de la clandestinidad, no le alcanza tampoco para poseer y retener lo que parece ser su obra más perfecta: Rebeca. En cuanto doble de otro ser, ella encarna la ilusión de eternidad mediante la que Ugarte cree haber vencido al tiempo, haberlo reducido a mera pieza de sus juegos. A través de ella, Valdivia-Ugarte intenta recuperar (está convencido de haber recuperado) a la mujer que amó hasta el extremo de haber estado dispuesto según dice (cfr. pág. 234) a permitir que Walter se salvara. Pero la muchacha, aunque sea su obra y su propiedad, nunca llega a pertenecerle realmente. Si algo sabe hacer Rebeca, digna creación suya en este aspecto, es ocultarse, más aún, ausentarse de sí misma, gracias al rencor que la sostiene y aísla igual que la «película de asepsia» con que se protegía Darman. Como éste intuye al observarla durante su acto nudista, ni aun cuando se quita toda la ropa se muestra, porque permanece completamente ajena a lo que está haciendo, como si fuera «otra mujer que no estaba allí» (pág. 95). Ironía de las ironías, el gran duplicador se ha visto frustrado a causa de sus propias duplicaciones. No sólo el haber hecho de Walter un traidor ficticio terminó privándolo a la larga de Rebeca Osorio, sino que el segundo traidor inventado por él fue capaz de despertar en Rebeca el amor que él nunca pudo suscitar en ella. Duplicó una mujer, pero no consiguió que ninguna de las dos lo amara. El poder es en Ugarte un sucedáneo de la vida y los afectos. La expresión autosuficiente de un ego desmesurado y estéril. Por algo, en su conversación final con Darman, éste cree percibir en su voz «una extraña y ávida melancolía» (pág. 231), quizás la de la inocencia perdida o la de un mundo de afectos irremediablemente ajeno. La secreta nostalgia del Valdivia que pudo ser y que, en cambio, nuevo doble, nuevo simulacro, prefirió inventar, el que «fue detenido y atormentado y murió sin denunciar a nadie» (pág. 130-31), aquel que le permitió mantenerse impune y a salvo para seguir siendo… nadie. Porque, ¿a quién protegió con su ficción: a Valdivia, a Ugarte, a Beltenebros? Lo cierto es que, metafóricamente, a través de sus dobles y simulacros (Walter, Andrade) no hizo otra cosa, durante todos esos años, que procurarse un castigo vicario e inconsciente para su propia traición. Titiritero experto, ilusionista de primera, Ugarte, al igual que la razón moderna, forjó su propia realidad, donde el poder ocupaba el lugar del ser, para sustituir con ella al mundo, ese donde Rebeca Osorio se vuelve loca, el amor no se logra y él es un despreciable traidor, aunque nadie lo sepa. Las racionalizaciones de la mente no son más que la duplicación de los fantasmas del inconsciente.
Al cabo de su azaroso periplo, Darman termina descubriendo, igual que el hombre postmoderno, el reverso de la ilusión modernista[4]: no existe una realidad objetiva, se la produce. Es una ficción consciente o inconscientemente aceptada para poder dar un sentido a la acción y justificar, de este modo, la visión que se tiene del mundo y el lugar que se ocupa en él. El problema es que, antes temprano que tarde, termina siendo investida de una validez absoluta en aras de la cual son sacrificados los seres humanos concretos. La dirigencia del Partido, ajena durante un cuarto de siglo al país sobre el cual tomaba decisiones, se inventa uno con su respectiva parafernalia de conspiraciones, héroes y traidores, para tener ella misma una razón de ser y dar a sus militantes motivos para continuar la lucha. Ugarte, a su vez, crea el simulacro de una realidad acorde con esos parámetros. Por eso, al igual que en la Modernidad, asistimos en la novela a una mitificación de la ideología. Después de todo, héroes y traidores resultan ser estímulos más poderosos para la acción que abstracciones y generalidades.
La evolución interior de Darman hace que, a partir del capítulo 13, se libere definitivamente de anteojeras ideológicas y fantasías míticas degradadas, y pase a actuar en función exclusivamente de seres humanos concretos: Andrade (capítulo 13), Rebeca y él mismo (desde el capítulo 14). Por primera vez, confluyen en el protagonista y actúan de consuno una motivación propia (no envilecerse) y una solidaria (salvar a otros). Ellas le dan la energía necesaria para enfrentarse a la culpa (con Rebeca Osorio) que ha estado negando durante veinte años. Para eso, debe descender a su propio infierno interior (su inconsciente) y encarar sus demonios, objetivados respectivamente en el pasadizo subterráneo que comunica la boîte con el cine y en el comisario Ugarte. «Había bajado por ella a aquel lugar que parecía el reino de los muertos, al oscuro subsuelo donde alentaba la infamia, porque me daba cuenta de que paso a paso estaba acercándome a la raíz de la culpa y de la corrupción» (pág. 212). Como Dante ya lo sabía, para alcanzar el conocimiento es inevitable pasar primero por el infierno. Sólo que, para Darman, héroe postmoderno, el infierno es el único reino, la única fuente de sabiduría, está además en este mundo, fundamentalmente dentro de cada uno, y no hay guías que ayuden a recorrerlo, ni instancias superiores absolutas (ni Dios ni el Partido, ese sustituto ateo y moderno de la divinidad) que puedan certificar la validez indudable de lo que se ha descubierto. Perdida toda dimensión trascendente, sólo queda el individuo con sus demonios.
Pero antes de llegar a Satanás/Ugarte (si algo terminó por comprender la Modernidad es que el demonio ya no es necesario porque los hombres se las arreglan muy bien para cumplir sus funciones), Darman deberá confrontarse, de manera totalmente inesperada, con el fantasma por excelencia de su pasado: Rebeca Osorio. No basta con lo que le dijeron. Tiene que contemplar su propia obra, porque ver equivale a tomar conciencia, a asumir que aquella mujer vivaz y enamorada se convirtió, por su culpa, en ese endriago sostenido sólo por «la inercia de su propio rencor» (pág. 219) que ahora tiene ante los ojos. No hay otra manera de revertir el tiempo para Darman (recordemos que acaba de recorrer en sentido inverso el camino que hizo Walter 20 años atrás para escaparse de él) que apropiárselo conscientemente y transformarlo así en sustancia de su propio ser. Era preciso que experimentara el odio que él contribuyó a provocar. Junto con la máquina de escribir(cfr. pág. 219) Rebeca Osorio arroja contra él toda su existencia frustrada a la que, desde que Darman mató a Walter, ya no pudo seguir «escribiendo», esto es, imprimiéndole un sentido. Esa máquina, en la que ella ha seguido tecleando inútilmente durante todos esos años sin poner una hoja en el rodillo, significa el fin de las ya viejas ficciones modernas (de los «grandes relatos», para decirlo con Lyotard), de las «novelas» que la Modernidad confundió con la Historia.
Cuando escribía, Rebeca Osorio ayudaba a hacer la Historia: los agentes encontraban en sus novelas las claves que necesitaban para sus desplazamientos y contactos (cfr. pág. 85). Entre su vida afectiva, su compromiso ideológico y la acción no parecía haber fisuras: como en la escritura, todas iban en una misma dirección (siempre la concepción lineal de la Historia y el ser humano, tan cara a la Modernidad). Pero esta «inventora de novelas y de mentiras que ella había preferido siempre y sin remordimientos a la verdad» (pág. 85) terminó descubriendo que las mentiras (la ilusión de que todo, vida clandestina, amor e ideales, podían coexistir armónicamente) traían a la rastra la dura y desagradable verdad que siempre había evitado: esa armonía, que combinaba la seriedad del compromiso ideológico con la diversión de la aventura, no podía sobrevivir al contacto con las fantasías silogísticas del poder.
Una de sus novelas guió a Darman hasta el cine. Una vez más, la ficción no superó a la realidad, la atrajo, y fue aniquilada por ella. Por eso Rebeca Osorio continúa escribiendo sin papel: porque sobrevivió a la ilusión, pero ya no sabe vivir sin ella (destino postmoderno si lo hay) y ya no tiene material (el papel de una vida en armonía con sus convicciones y afectos) con que alimentarla. La suerte de Rebeca Osorio es la de las utopías modernas, que se quedaron sin sustancia a fuerza de ser traicionadas por quienes decían defenderlas. En nombre de las ideas según las cuales vivía, Rebeca Osorio fue despojada de su vida, aunque para desgracia suya se le permitió seguir respirando.
Darman interpreta la locura de Rebeca Osorio como una opción: «eligió la locura y la amnesia con la misma determinación con que se elige el suicidio para no seguir comprendiendo, para que la huida y la muerte de Walter no le siguieran ocurriendo interminablemente…» (pág. 222). Optó por la negación, a diferencia de Darman, que lo hace por la acción: «voy a encontrarlo y lo voy a matar» (pág. 223). Su decisión apunta a una doble liberación: la de Rebeca y la de él mismo. Matar a Ugarte implica simbólicamente acabar de una buena vez con su (la de Darman) oscura consagración a la muerte. En el fondo, ansía matar al comisario para así no tener que seguir matando más. Sería su modo de ejecutar al asesino que ha sido para poder, quizás, ser el hombre que nunca fue.
Recorrer en sentido inverso el camino por el que una vez escapó Walter equivale a asumir la responsabilidad de lo que hizo. Arriesgarse a morir es la forma de reparar simbólicamente sus crímenes, crímenes equivocados para colmo. No en vano cuando empezó a avanzar por el túnel sintió que «estaba acercándome a la raíz de la culpa y de la corrupción» (pág. 212). Las suyas, por no haber cuestionado nunca la validez de las órdenes que cumplía y que lo llevaron a convertirse, al igual que el Partido, en instrumento de aquello contra lo que supuestamente combatía. Culpable de que Rebeca Osorio haya seguido tecleando en el vacío durante 20 años, trata ahora de impedir que Rebeca continúe desnudándose («como si se desgarrara a sí misma», pág. 96) por otros interminables 20 años de degradación y hastío. Esta vez, paradójicamente, Darman está dispuesto a matar para devolver (y devolverse) la vida. Por primera vez quiere hacerlo por lealtad hacia los vivos, no sólo ya hacia los muertos. Únicamente la reparación, que superpone simbólicamente los contrarios y los anula, puede poner fin a la duplicación y la duplicidad.
Enfrentarse a Beltenebros es afrontar la verdad de que todo ha sido mentira, de que vivió y mató por una mentira, de que en suma la realidad es tan solo la trama de racionalizaciones con que se legitima las socialmente inadmisibles demandas de la pulsión. La enunciación de lo impronunciable.
Nada hubo de auténtico en la existencia anterior de Darman, salvo la fe que durante tantos años depositó en esa mascarada de idealismo y valores bajo la cual se ocultaba una impresentable compulsión de poder. Desmontar las bambalinas de la ilusión modernista parece ser una de las más dolorosas, irritantes y necesarias tareas de la Postmodernidad. Y su desafío, llevarla a cabo sin abandonarse al quietismo y la indiferencia ética.
Ir al encuentro de Beltenebros equivale a hacerse consciente de los mecanismos últimos, de las insondables pulsiones que lo hicieron vivir traicionándose a sí mismo y a aquello en lo que creía. Implica remontarse hasta el origen de las racionalizaciones enmascaradoras, que no sólo fueron suyas, sino de su época. La «raíz de la culpa y de la corrupción» coincide con la perversión de la inteligencia, progresivamente degradada por la Modernidad a mera razón que calcula ventajas e inconvenientes y se olvida de los hombres a los que debía servir.
El comisario, por su parte, es un Minotauro que también fuera Dédalo. En su afán de protegerse, de levantar entrelazadas galerías donde los demás se pierdan sin poder encontrarlo, se ha convertido en el arquitecto de su propia e inapelable otredad. Ha creado tantos papeles para ocultarse que ha terminado, como el Shakespeare de Borges, por ser nadie. Ha sobrevivido, pero no ha sido. Es un ego acechando desde siempre en el desolado páramo de su propia suspicacia. Todo y todos se han vuelto medios para él. Pero, a lo largo de esa interminable manipulación, fue vaciándose de sí hasta que manipular se transformó en el perverso y gratificante sucedáneo de vivir.
Por algo cuando tuvo a Darman en sus manos le dio la oportunidad de marcharse (cfr. pág. 150) y así se lo confiesa después, durante su encuentro final: «Darman, me dijo, yo quería que te fueras, yo no quería que vinieras aquí» (pág. 230). De nada le servía arrestarlo o matarlo. Lo necesitaba vivo y libre, como una amenaza siempre latente, porque así podía prolongar el juego, que era lo único que daba sentido a su existencia. Para Ugarte, manipular es vivir. Por eso, en el fondo, la victoria (la definitiva) no le interesa. No sabría qué hacer con ella. Es más, lo destruiría al dejarlo cara a cara con el vacío en que se ha convertido. Se ha vuelto un precipicio para sí mismo. Sólo la manipulación puede salvarlo de caer en él. En cuanto encarnación de la racionalidad moderna en su fase terminal, la actitud de Ugarte pone en evidencia el grado de autosuficiencia destructiva alcanzado por aquella: ya no es necesario siquiera un fin que justifique los medios porque estos se han transformado en su propio fin. La razón se ha desentendido del hombre y sólo se interesa ya por sus propios procesos. Se ha vuelto autista. Allí, en esa transformación, se halla precisamente el umbral de la Postmodernidad y el origen de la reacción irracionalista que la caracteriza. No podía esperarse otra cosa cuando la razón misma se ha vuelto irracional.
«Yo nunca he vivido en el mismo mundo que tú porque sólo puedo ver con claridad cuando vosotros estáis ciegos, yo oigo lo que vosotros no podéis oír y sé lo que ignoráis», le dice Ugarte a Darman momentos antes del final (pág. 234). Si ha sido el gran titiritero se debe a que es capaz de ver en la oscuridad, esto es, de penetrar en las tinieblas del inconsciente ajeno para desentrañar sus mecanismos y utilizarlos en su beneficio. Por eso Ugarte ha podido ser un proveedor de mitos, sobre todo de uno, el más necesario para los hombres junto con el del héroe: el del traidor, porque si hay uno nadie más es culpable, todos somos inocentes. Si existe Andrade (o Walter, o quién sea, da lo mismo, porque no es la identidad lo que cuenta, sino la función) el Poder tiene razón, la ha tenido siempre, y la fe está a salvo. ¿Quién dijo que el siglo XX fue el de la pérdida de la religiosidad? Quizás haya sido el más religioso de todos. Y el más inquisitorial. Sólo que ha tenido la astucia de cambiar los nombres. De racionalizarlos. Por algo ha sido también el siglo del marketing.
Solemos asociar la mitología con una serie de figuras excepcionales y de situaciones maravillosas, interesantes tal vez, pero en el fondo ajenas. Bellas mentiras a lo sumo, pero totalmente inoperantes en nuestro mundo moderno. Ignoramos, sin embargo, que si existen mitos es porque hay dentro nuestro mecanismos míticos capaces de producirlos y más que dispuestos a incorporarlos, con tal de que nos sean presentados según los parámetros de nuestra mentalidad, esto es, bajo una forma y con un lenguaje que nos resulten admisibles. Si algo caracterizó a la Modernidad, sobre todo durante el siglo XX, ha sido precisamente la manipulación racional y sistemática de nuestros mecanismos míticos, de esa hambre y sed de mitos que es propia del ser humano en cualquier época. ¿Qué otra cosa ha sido la razón ilustrada, luz y guía del hombre por el camino que conduce a la felicidad y el progreso (el Paraíso con otro nombre, faltaba más), sino el primer mito de la Modernidad?
Ugarte representa, justamente, dentro de la novela a uno de esos hacedores de mitos modernos. Él suministra el material que el Partido (el poder, en general) precisa para seguir ejerciendo su autoridad sobre los militantes mediante la activación de los mecanismos míticos latentes en ellos: «en cada uno habitaba al menos un posible héroe y un posible desertor o traidor» (pág. 22). En la medida en que ese afán sea alimentado habrá individuos dispuestos a interpretar esos papeles y a convertirse en meros engranajes insensibles del poder: «pero tú no lo perdonaste, ni a él ni a nadie» (pág. 234).
La duplicidad que caracteriza al universo ficticio de Beltenebros refleja otra mucho más vasta y profunda, imposible de reducir al mero ámbito de la lucha clandestina: la duplicidad con que la Modernidad empleó la razón, exaltándola discursivamente como liberadora del Hombre, pero encadenándola de forma cada vez más estrecha a los poderes que lo oprimen y destruyen. Tanto que ha acabado siendo comisario y, después de haber sido mitificada como luz, ya no puede soportarla, al extremo de que perecerá por su causa.
Precisamente, el aspecto más sugestivo del desenlace es que Ugarte no muere a manos de Darman, sino de la luz de una simple linterna que Rebeca apunta contra su rostro y que lo hará precipitarse, en su desesperación por eludirla, a la planta baja del cine. Muñoz Molina subvierte así los aparentemente inevitables mecanismos de la ficción de consumo (una de cuyas modalidades escogió para vertebrar su novela): el héroe no acaba con el malvado salvando, de paso, a la heroína-víctima, sino que es ésta quien lo hace todo. El asesino implacable que jamás fallaba no ha sido esta vez ni siquiera capaz de apretar el gatillo. De este modo, se le niega al protagonista la condición y el estatuto de héroe. Estuvo demasiado comprometido con el mal y sus formas (duplicidad y duplicación) para que le corresponda acabar con él. Pero, además, la realización por su parte de un acto tan decisivo podría hacer olvidar al lector que lo esencial es el proceso de transformación interior vivido por Darman, al que nada agregaría el matar a Ugarte porque, en realidad, ya se ha completado con la resolución de quedarse y enfrentarlo. Por otra parte, la coherencia interior en la construcción del personaje impide que éste pueda apretar el gatillo, sencillamente porque ha dejado de ser lo que era: un asesino.
Sin embargo, lo fundamental de este desenlace es que Ugarte no muere de un balazo, sino que la luz lo mata. La luz única e irresistible de la conciencia, cuya integridad pone fin a todas las duplicaciones y duplicidades, y abre tal vez la posibilidad (el desenlace es contundente en los hechos, no en cuanto al destino de Darman) de superar los desdoblamientos.