QUIEN MENOS derecho tiene a decir nada sobre un libro es aquél que lo ha escrito. Fértiles o fracasadas, sus intenciones no cuentan. Tampoco cuentan sus arrepentimientos posteriores. Un libro, como un gesto, es irreparable, y se aleja de su autor en la distancia del tiempo como cualquier acto o palabra que una vez dicha ya no puede borrarse. Uno no se cura de un libro corrigiéndolo, sino escribiendo otro. Así que lo único que yo puedo contar sobre esta novela que terminé de escribir hacia las diez de la noche de un diciembre que ya he olvidado es aquello que no fue escrito, lo que había antes y detrás del acto de escribir: unas pocas imágenes involuntarias, una fotografía, unas palabras que leí por casualidad en un libro. Que todo esto se convierta en una novela es casual y puede que también sea misterioso. Yo no soy quién para decirlo. Lo que sí sé, lo que nadie sabe más que yo, es que sin estos pocos acontecimientos triviales el libro que acaba de terminar el lector —si lo ha terminado— no habría existido.
Un viaje a Florencia, en la primavera de 1987. Había llegado a Roma a las tres de la tarde. Desde los ventanales del aeropuerto veía una llanura baldía y una tarde lluviosa. El avión para Florencia, que tenía que salir a las cinco, salió mucho después de las ocho. Llegué allí cuando ya era noche cerrada, y no había taxis. La habitación del hotel era muy larga y muy estrecha: pensé que parecía tener sólo dos dimensiones. Florencia era una ciudad solitaria, inhóspita, con muy pocas luces encendidas.
Una torre de ladrillo que vi antes de llegar a la estación de Atocha: otra torre, sin ventanas, igual de ennegrecida, que había a la orilla del Támesis, junto al puente de Londres. Me atrajo tanto que le hice una foto: meses después apareció en un pasaje de esta novela.
Una foto de Julián Grimau, de vacaciones, con bañador, en una playa del mar Negro. Es una foto muy conocida. Grimau tiene la cara triste, la frente calva, la boca un poco descolgada, la mirada más bien ausente, como si ya supiera cuál va a ser su porvenir. Nada me conmueve más que las fotografías de los muertos: en ellas hay siempre una poderosa invocación del pasado hacia el presente, de la memoria contra el olvido.
Las novelas de alquiler amontonadas en los puestos callejeros, muy gastadas, amarillas, sin tapas, recosidas. Novelas del oeste, de espías y de marcianos, cuyos autores tenían nombres exóticos y falsos, preferiblemente anglosajones: Peter Kapra, Edward Goodman. Edward Goodman, me enteré mucho tiempo después, era Eduardo de Guzmán, un periodista libertario que estuvo condenado a muerte al final de la guerra. Escribiendo aquellas novelas se ganaba malamente la vida en los peores años de la dictadura.
Una película de Boris Karloff que alguien me contó y que yo no he visto: Las manos de Orlac. A un pianista que ha sufrido un accidente le trasplantan las manos de un asesino. Las manos viven por sí mismas, arrastran a ese hombre, buscando cuellos desnudos de mujeres. Otra película, El fantasma de la Ópera: el compositor que vive en las alcantarillas del teatro y no se atreve a mirar en ningún espejo su rostro desfigurado y lleva una máscara más atroz que los rasgos que oculta.
Un pequeño titular en una esquina del periódico: «Han cerrado el último cine de Huelva». El recuerdo de dos cines de mi infancia que también están cerrados, el Principal y el Ideal Cinema, donde había un ambigú con extrañas luces azuladas y fotos de actrices antiguas coloreadas a mano. Al pasar junto a esos cines, mirando sus puertas y ventanas tapiadas, imaginaba cómo sería ahora el patio de butacas, al cabo de tanto tiempo de abandono. El techo de los cines, tan alto que daba vértigo mirarlo, los globos de luz oscurecidos por el polvo. Un poema de Justo Navarro que habla de las manchas de humedad en el techo de un cine. El graderío empinado de las localidades de paraíso en el Ideal Cinema; sólo una baranda muy frágil nos separaba del vacío.
La sensación de despertar al amanecer en un tren correo que está llegando a Madrid, a la estación de Atocha. El frío, las luces, los altavoces, los primeros bares abiertos, el miedo a la ciudad siempre desconocida y hostil.
Un libro de Gregorio Morán, Grandeza y miseria del Partido Comunista de España. La historia de Quiñones, el posible traidor cuyo verdadero nombre no conocía nadie, la huida de Luis León Trilla, buscado con igual ahínco por la policía y por sus camaradas, su muerte en un paraje vacío de la Casa de Campo, a manos de los suyos.
El presentimiento de haber vivido ya lo que nos ocurre ahora mismo y de no saber cuándo ni dónde, de soñar algo que hemos soñado otras veces. El miedo a las repeticiones y a las simetrías.
Una de las últimas fotos de Rita Hayworth, su cara envejecida y deshecha por la enfermedad de Alzheimer. María Teresa León, despojada de la memoria y confinada en la locura. La crueldad con que el tiempo destruye un rostro y lo envilece.
La soledad congelada en los pasillos de los aeropuertos. Voces que anuncian vuelos en idiomas extraños y escaleras mecánicas que empiezan a moverse cuando uno pisa el primer peldaño de metal estriado. El horror de los pasillos vacíos en los hoteles, con sus puertas alineadas y sus alfombras silenciosas.
Un nombre leído en el Quijote y recordado siempre porque contiene entera una historia: Beltenebros.