ELLA ha madrugado, inquieta, movida por un secreto, por una alegría pequeña —qué triste picardía la suya— y se ha movido por la casa con más vivacidad, como criando tú vivías, y ha traído de la calle dos rosas rojas, dos flores forradas de verde, que eran la clave de su secreto, el centro de su pequeña y tierna conspiración, porque algo había que hacer, hijo, y las dos rosas estuvieron ahí, lumbre de una alegría remota en lo gris del hogar.

Diría yo, sí, que fue ella a lo más remoto de nuestra dicha, al fondo de los días, al bajorrelieve de la memoria, allí donde aún ríes entre conchas doradas, para cortar esas dos flores —que en realidad son del mercado— y hacer que por última vez prenda en esta casa la luz de un tiempo en que éramos alegres. A la tarde, escucha, fuimos apresurados, silenciosos, sonámbulos, en el fondo de un coche, hacia el hueco doloroso, lejano, y el otoño estaba rojo, dorado, lento, espeso, como si tú existieras, y cruzamos tantas arboledas, hijo, tanto espesor de muertos, tanta luz acumulada en las márgenes de la tarde, para sumirnos en el túnel azul e inexistente en que no nos esperas, y llevábamos las dos rosas, como un reclamo para tu sangre, una llamada de lo rojo a lo rojo, de la vida a la vida, de la vida —ay— a la muerte.