LOS retretes, los servicios, los excusados, esos sitios blancos y turbios, azules y sonoros, donde me refugio y retorno a mi textura cúprica, una especial atención por esos sitios sórdidos, con luz de patio, donde la mujer ha comprobado con espanto el desdoblamiento de su cuerpo en loba y estatua, donde el hombre ha mirado con vergüenza el crecimiento de una selva exigua y enferma por las raíces de su gloria civil.
Los retretes, los servicios, los excusados, el revés de una casa, el revés de una vida, el revés del mundo, los inodoros, todas las palabras sosas y feas que se han empleado para decir lo indecible, con uves dobles y un cadáver blanco y mojado en el fondo de la bañera. Me refugio en los retretes como para morir, pues en el resto de la casa o del hotel hay una dignidad de tela de saco y una gravedad de maderas respetables, pero por el retrete, entre sus espejos pálidos y olorientos, todavía se mueven los cuerpos rosa de los niños, las almas culonas de las mujeres, y allí comprendo mejor que sólo es verdad la luz de la ventana del patio, una luz gris que no engaña, sin el artificio vespertino del sol ni la bisutería moral de la noche.
Retretes, servicios, excusados, wáteres, inodoros, lavabos, baños, pantalones rosa y estropajo donde va quedando el fruto ocre de nuestra vida, el cimiento mate de nuestro ser, y ese olor a inocencia y uremia que es el resumen del alma y lo único que va a quedar de nosotros a la muerte, aunque hayamos escrito tratados y construido diques. La ciudad es un piano incendiado y prostituido que sólo yo supe hacer sonar. Pero ahora la huyo y la odio. El campo es un instrumento pastoril algo analfabeto e irritante, y la literatura ya no engaña a nadie. Creías en las mujeres y un día encontraste su revés de retretes y espejos, de polveras y residuos. En el espejo blanco del retrete te miras el hueco donde debía estar la conciencia y te suenas el alma. Sólo el espejo del retrete conoce tu biografía y el poco sol que te queda de vida. Hay un pájaro de frío picando en la ventana y un caballo celeste que me mira como un niño. Estallidos de rojo y luz hacen fogata en torno y el reloj de la pleura me duele como un secreto. Mi cercándome el invierno con sus tropas dolientes, mientras la prosa fluye debajo de la almohada. Pero estoy abocado a tomar medicinas y contar a los muertos las noticias del día. Dulces enfermedades acuden a mi cuerpo como aves migratorias al tronco de la noche, soy un desagüe triste de pestes y de penas y lloro hasta el domingo tu ausencia diminuta.
Me moriré escribiendo páginas ilegibles, porque el muerto me crece, como un amigo triste, y revuelve mis cosas sin interés ni gana. Esto es vivir, esto es morir (no sé si ya he tomado la medicina a su hora), esto es ir teniendo una mitad de sombra, de ceniza, cada día más espesa y respetable. No existe la muerte. Sólo existe el muerto. El muerto vive, llega como un intruso, nos visita, y de pronto me sorprendo gestos de muerto, ademanes, caídas, renunciaciones de difunto. Yo ya lo sé y lo pienso. «Esto es cosa del muerto», me digo, cuando el vientre me llora, cuando olvido un papel en un tejado, cuando pienso en una mujer conocida como en un enser o en un apero. Esto es cosa del muerto. El muerto se va posesionando de mi vida, el muerto que seré y que ya voy siendo, como cuando a uno le dan un cargo, un empleo, un oficio nuevo, y se extraña a sí mismo, y se desdobla en dos. Cuando el muerto se ha posesionado de todas tus cosas, que la verdad es que no le hacen ninguna falta ni ninguna ilusión, pero que las codicia, entonces te mueres.
El muerto, antes, ni se notaba. Dicen que el hombre es muchos hombres, que se desdobla en diversas personalidades. Freud habla, por lo menos, de tres: el yo, el ello, el id, el superyó, no sé. A mí me parece que somos dos: el vivo y el muerto. Lo que pasa es que el muerto no hace acto de presencia hasta cierta edad. Aparece un día, con motivo de una enfermedad o de un pésame, y ya se queda para siempre. Creíamos que se había ido, como un amigo enlutado, pero vuelve. Ya sé que no se irá definitivamente. Antes tenía temporadas de muerto. Ahora vive conmigo como realquilado. El muerto que soy, que seré. «Caballero estable», piden los anuncios de pensiones. Bueno, pues el muerto es un caballero estable que se ha quedado a vivir en mis habitaciones interiores. Y escribo mucho por huir de él, pues a lo único que no ha aprendido todavía mi muerto es a escribir. Creo que no aprenderá nunca. Al muerto no le gusta que yo escriba. Al muerto le gusta que vayamos a ver pisos que no vamos a alquilar, que vayamos a casa del médico, pero sin esperanza, que nos pongamos la ropa nauseabunda de hace tres inviernos. Pero al muerto, a mi muerto, no le gusta el cine ni que yo escriba. Cree que me voy a escapar por la escritura, como si la máquina fuese un bólido o una bicicleta. Y la verdad es que yo escribo como si pedalease, huyendo siempre de algo.
Uno se va acostumbrando a convivir con su cadáver. Es incómodo pero a todo se hace uno. Piensas que bueno, que peor sería tener una joroba o una enfermedad molesta. Mas resulta que la cosa no para ahí. Cuando ya has presentado el cadáver en sociedad, cuando lo llevas a todas partes, como un familiar incómodo, cuando ya todo el mundo sabe que eres tú y tu muerto, que eres tu mitad muerta y tu mitad viva, resulta que un día descubres, en el retrete o en un taxi, que ya eres sólo muerto, todo muerto, que el muerto te ha suplantado, y sobreviene el horror, porque ya no soy un vivo soportando a un muerto, conviviendo con él, sino un muerto que se acuerda de aquel vivo como de un amigo lejano y alegre, demasiado alegre, que más vale haya desaparecido para siempre. No sé si he llegado a eso.
En todo caso, el muerto y yo estamos ahora, quizás, en un momento de relaciones estables, como un matrimonio aburrido, estúpido e irremediable. Cuando se me pierde un pañuelo, cuando no me pongo la camisa que me gusta, cuando cojo un libro que no me interesa, digo: «Esto es cosa del muerto». El muerto va mandando en mi vida y no sabe, el muy estúpido, que acabando conmigo acaba con los dos.
Un domingo se vacía como un mar desahuciado. Si cojo el teléfono, temo que me pongan con el cementerio. El frío me amortaja con cintas de fiebre y vuelvo de los viajes con una urgencia postal y póstuma. Mi vida ha sido tan larga que puedo meter la mano en cualquier bolsillo y sacar un diente perdido de la primera infancia. Fui una estatua violenta que desafiaba a las constelaciones y ahora mi cuerpo es un asilo donde multitud de ancianos quieren oler una rosa. Sólo me queda la cabeza, como una ventana alta, para embeber el cielo y morder no sé qué manzana desconocida.