AQUÍ, tu madre y yo, hijo, entre biombos, entre cocinas apagadas, entre anuncios, letra menuda y medicinas, qué solos, qué sin juntura, y el universo, hijo, el universo, que organizaba sus mayúsculas en torno de ti, y ahora es como el resto disperso de un naufragio. La vida, asesinándote, se ha dado muerte a sí misma, ha perdido su sentido y paga su crimen en tardes de sol en las que nadie cree y anocheceres de niebla donde nadie es feliz.

Escribo, hijo, de manera maquinal, y miro hacia el Este lo que no quiero ver, una ceniza sagrada que el sol ignora cada mañana, y pienso en la calidad de tu pelo, la textura de tus ojos, el borde fresco de tu corazón pequeño, que eran el resultado de milenios de generaciones, la consecuencia feliz y lograda de la especie, el crédito del material humano, que fracasa nuevamente y revela la condición irreversible y caediza de la sangre. Por las noches, hijo, toso, escupo, lloro, tiemblo, organizo despierto las pesadillas que el sueño me desorganiza luego y cuento contigo para el amanecer.

Soy el único cadáver que ha escrito un libro en la historia de todos los tiempos, y hay en el mundo un rastro de mujeres que mueren hacia su sexo, y sabor a vino que ya nadie degusta, y el mundo ha perdido, con su atentado contra ti, su última oportunidad de tener sentido y derecho a las estrellas de cada noche. De modo que me crece la pirámide en el alma, el espacio sagrado, la cripta donde te llevo, entre dos costillas, entre el epigastrio y el sentimiento, y me veo en los espejos de los grandes almacenes y sólo hay una imagen en un espejo porque vives en el útero que me ha nacido para ti.

Viene un tiempo de degradaciones, todo es póstumo, la vida ha durado ya excesivamente y los políticos consuman sus traiciones cada mañana sin convicción ni arte, pues el pájaro en la rama y el reloj en la torre no hacen otra cosa que esperar el desmoronamiento final, el suspiro de la galaxia que nos libere a todos de las leyes de la herencia y nos devuelva a la relatividad y la nada.

Vamos en viajes lúgubres por ciudades antiguas, pronunciamos tu nombre como si estuvieras muy ausente, nos enhebramos en voces blancas o rojas que quieren saber de la eternidad, y de vez en cuando me refugio en el cristal de una ventana, en ese espacio de duda que hay entre el vidrio y la realidad, para comulgar tu carne. Sillas de paja infantil, graves mecedoras, caballos de crin celeste me preguntan por ti, se preguntan por ti, y has de saber que subimos a los últimos pisos de las casas en obras y desde allí miramos ese momento del atardecer, con humo y tiempo, en que sería posible que te hicieras de yeso crudo o de luz remota ante nuestros ojos.