HE estado mucho tiempo sin escribir en este diario, y ahora me pregunto por qué lo empecé. Es lo que pasa con todos los libros, con todas las obras, con todo lo que se emprende. Sin prisa y sin pausa. Hay que trabajar sin prisa y sin pausa, según la vieja fórmula goethiana, que no es sólo un método de trabajo, sino la razón misma de la tarea. No sé si Goethe, con su programa, quería decir lo que dice. Porque no se trata, me parece a mí, de que la falta de prisa y la falta de pausa sean buenas para la obra que se está haciendo. Se trata, más bien, de que la obra en marcha le da a la vida un ritmo sin prisa y sin pausa. Le pone un eje al existir. ¿Hay que consagrar la vida a una obra? Más claro veo yo el que se deba consagrar la obra a la vida. Una obra en marcha, sí, articula un destino, pone argumento a los días, eje a las horas. Estructura una conciencia, ayuda a vivir. Lo de menos, al final, quizá, sea la obra.

Lo importante en eso, que el quehacer nos ha mantenido en la vida sin prisa y sin pausa, con acicate y sin impaciencia. No cree uno ya gran cosa en lo sagrado del arte, y mucho menos en lo sagrado del arte que hace uno. En busca del tiempo perdido, La Comedia Humana, el cuadro velazqueño de las lanzas, la escultura griega, las catedrales líricas de Gaudí, todo eso vale, antes que nada, como un ejemplo de disciplina. Ahí hay un tipo que ha trabajado de firme, que se ha organizado. En otro momento de este diario me parece que lo digo: uno, con el tiempo, va siendo voyeur de trabajadores, como antes era voyeur de amantes. Me gusta pararme a ver trabajar a Zurbarán, a Cervantes, a Proust, como en la calle, de pequeño, me paraba a ver trabajar a los poceros. Estos otros grandes poceros de la humanidad, Proust o Cervantes, son, antes que unos genios, unos grandes trabajadores, y eso me fascina. Creo mucho en el trabajo, como Marx. Qué le vamos a hacer. Pero he llegado, como quiere Rubert de Ventós, a liberarme del puritanismo del trabajo. No creo tanto en el trabajo para algo como en el trabaje) por el trabajo. El trabajo como juego. El trabajo ennoblece al hombre, sí, según la caduca moral de enciclopedia, pero no porque con el trabajo se enriquece la sociedad y engorden los niños, sino porque un hombre trabajando está más digno que tomando vermuts o bailando tangos.

Quiero decir con todo esto que creo en la estética del trabajo, siempre superior a la estética del juego, y no digamos a la estética del ocio. Hay que ser muy importante para tener un ocio digno, para sobrellevar el ocio con dignidad. Sólo los niños quedan puros y naturales en el ocio. Los demás quedamos hechos unos piernas. Las clases superiores, históricamente ociosas, han llegado a la decadencia y el ridículo porque raramente supieron hacer del ocio una obra de arte, y porque el ocio es delito y crimen cuando el trabajo de los demás no es placentero. Sin prisa y sin pausa. En cuanto interrumpimos el trabajo durante un tiempo, se plantea la naturaleza misma de lo que estamos haciendo. ¿Por qué, para qué? La razón última de una obra en marcha es su continuidad. Rota la continuidad, todas las otras justificaciones fallan. Porque, como decía antes, no es que la obra bien hecha exija todas nuestras virtudes y entregas, sino que esas entregas y virtudes nacen de la obra bien hecha, ella las concita, las despierta, las inventa. Se piensa que el buen escritor hace una buena novela. Yo creo que, por lo menos en la misma medida, la buena novela hace al buen escritor. Uno es más listo cuando trabaja. La obra en marcha tira de nosotros, nos aguza, nos afila, nos mejora, nos enerva.

De modo que este libro interrumpido —como cualquier otro— pierde su sentido y su razón últimos, que no son la posteridad ni la gloria ni los lectores ni la curiosidad ni el interés. La razón última de este libro es la disciplina que a mí me da, la continuidad que pone en mi vida, ya que todos somos discontinuos, como dice Bataille a otros efectos. ¿Por qué se escribe un diario íntimo?

No por vanidad, ya, a estas alturas y en mi caso, ni por egocentrismo, ni por vedetismo, sino por buscar la sencillez última, por huir de ese artificio que en último extremo suponen todos los géneros literarios. No quiere uno que entre el lector y él haya trucos de novela, efectos de poema, trampas del oficio, y se apela al diario íntimo, como a las memorias. Pero las memorias aún están embellecidas por la niebla del recuerdo. El diario íntimo, en cambio, es lo inmediato, el presente exasperado, la confesión no sólo sincera, sino urgente. Lo que pasa luego —y ésta es la gran enseñanza de los diarios íntimos— es que no somos capaces ya de sencillez, de elementalidad. Hemos perdido el paraíso, estamos maleados por la cultura, no podemos hacernos como uno de esos pequeñuelos, y resulta que el diario íntimo se llena de lirismos, de lucimientos, de improvisaciones muy preparadas, o bien, si se opta por el prosaísmo más directo, cae uno en la cuenta del mercado, en la anotación banal, esquemática, doméstica y monótona. Resulta que se confiesa más Shakespeare a través de toda su retórica, Baudelaire a través de toda su música, Quevedo a través de todo su barroquismo. No existen los géneros directos. Lo más directo sería no escribir.

Así las cosas, tengo que resignarme a hacer literatura en mi diario íntimo, y a que vaya resultando un poco el poema en prosa de unos graves meses de mi vida, o la novela de un mal novelista. Estamos presos, sí, en la cultura, hemos perdido la frescura, la naturalidad. Habla estos días la prensa de los perros asilvestrados que se comen a los niños por Galicia. Parece que no eran lobos, como al principio se dijo, sino perros asilvestrados. Pues eso necesitaría el hombre y eso quisiera uno; asilvestrarse un poco, volver a estados más naturales. Sin llegar a comerse a los niños crudos, por supuesto.

De modo que, a medida que me alejo de todo, todo viene a mí en la figura de un reportero impaciente, de una estudiante curiosa. Uno se ha pasado la vida corriendo detrás de las cosas, y ahora, cuando quisiéramos un poco de retiro y soledad, las cosas, la vida, la calle, toman la forma intrusa de un entrevistador cualquiera, de un delfín de las calles que viene con su olor a intemperie, con su prisa, a intentar arrancarme en tres cuartos de hora el secreto del éxito, la fórmula del triunfo, las claves del oficio.

—¿Y usted cómo lo hizo, y usted cómo lo hace?

Mira, niño, no hay fórmulas, no hay recetas. Aprende y espabila. Ten paciencia, pero no dejes de impacientarte todos los días. Ten paz, pero no dejes a nadie en paz. O la estudiante de gafas, bajita, sonriente, incondicional. «¿Y cómo se escribe un artículo, y cómo se hace una novela?» Siempre preguntan esas cosas. ¿Se acuesta usted pronto, se levanta usted tarde? Piensan que el secreto está en alguna fórmula vital, en madrugar mucho para que Dios ayude —pues están frescos— o en trasnochar mucho para que ayude el diablo. No tienen paciencia para esperar a ver qué pasa. Quieren robarle a uno el secreto en media hora, salir de aquí con la fórmula y la alquimia para fabricar oro por las noches, aunque sea oro falso o calderilla de oro.

No saben que todo es una larga paciencia, como dijo el otro. Pero una suerte de paciencia impaciente. Y que al final tampoco se está en posesión de ninguna verdad, sino que hay que descubrir la piedra filosofal todos los días, y encontrarla entre las piedras grises y torpes, que son las que más abundan. Y probar a beber en la fuente de la eterna juventud, que a lo mejor mana por el grifo de la cocina.

Los entrevistadores, las entrevistadoras, las televisiones, las radios, los periódicos. ¿Qué quieren de uno? Seguramente nada. Sólo que uno es ya una cara, un cara, y llena un espacio, cubre unos minutos, ayuda a ganar unos duros. Todos hemos hecho eso y hemos explotado al famoso, ordeñándole un poco de popularidad y de calderilla. Se puede decir que sí y se puede decir que no a tanta solicitación, pero lo que no se puede hacer de ninguna manera es creerse que eso es la gloria, el triunfo. Bueno, sí, realmente eso es la gloria, el triunfo. Una mierda.

Confunden los títulos de todos mis libros y sólo quieren que reincida uno en sus propios tópicos. Decía Larra que todo aniversario es un error de fechas, y digo yo que toda fama es un malentendido. ¿De qué he posado yo en la vida? De quinqui, de dandy, de golfo, de revolucionario, de todo. Y eso es lo que quieren, que uno haga su papel. Quieren, como los niños, escuchar siempre el mismo cuento, la misma historia. Hay una especie de antropofagia intelectual, de canibalismo cultural, que siempre me ha preocupado. Las masas no devoran libros, canciones, historias o imágenes. Las masas devoran seres vivos. El hombre necesita comerse al hombre. Van al cine, no a seguir una historia, sino a devorar a una persona, a un actor o una actriz. No basta con los libros. Interesa el autor. Hay que verlo, tocarlo, comérselo. No basta con los miles de cuadros de Picasso. Hay que ver, tocar, oír, leer, escuchar, devorar a Picasso en calzoncillos. Picasso era comestible. Se dejaba masticar bien. Ése es el secreto. Si no eres comestible, digerible, nutritivo, ya te puedes morir de hambre. Para comer de esto hay que dejar primero que te coman. Hay que saber a algo. «Si yo sé a algo, mi sabor será para la tierra», decía Rimbaud. Pues no. Hoy, el sabor de uno tiene que ser para los mass-media, para las multitudes.

Siempre ha sido así, aunque ahora esté eso más favorecido. La humanidad tiene sed de humanidad. El hombre, animal adorador. Necesitamos adorar a otro hombre. Los adoradores ele Dios, también le dan figura humana. Si no, no tendría gracia. La antropofagia intelectual —y no sólo intelectual— es un hecho. Detrás de la política, del arte, de la cultura, se busca a una persona. Imposible abolir el culto a la personalidad. Los socialismos han tratado de hacerlo, con muy buen sentido y muy poco éxito. El hombre no está para abstracciones. El hombre necesita del hombre. La humanidad deglute políticos, artistas, héroes, genios, mujeres hermosas.

Y a eso vienen, a comerme por un pie en la modesta medida en que yo soy comestible. Si eres glorioso das de comer a multitudes. Si eres sólo modestamente popular, como pudiera ser el caso de uno en determinado momento, das de comer a cuatro periodistas hambrientos y cuatro universitarias asténicas. La humanidad se alimenta de sí misma. Ni los paisajes ni las geografías ni las historias son nada si no les ponemos un condimento humano. Todo paisaje ha de ser paisaje con figuras. Y esto porque la gente necesita creer en sí misma. Estamos todos aquí tan perdidos, tan sin destino, la humanidad está tan desempleada que necesita el ejemplo de los grandes, de los decididos, de los triunfadores, de los gloriosos, de los que parece que tienen destino, aunque tampoco lo tengan. Por eso, cuando vienen a verme o me llevan a que me vean, procuro dar sensación de seguridad, de gran seguridad, pues decía William Blake que si el sol dudase un momento, se apagaría. Y lo que la gente quiere es eso: soles humanos, personajes que no duden, seres seguros de su destino. Así triunfan los políticos y los conductores de masas. Y el escritor, por ejemplo, sin llegar a tanto, tranquiliza y difunde seguridad si él la tiene o la aparenta. Lo que más fascina a esta humanidad indecisa es la decisión, aunque sea fingida. Mueve más una mentira firme que una verdad pensativa. Procuro, con Blake, no dudar un momento, como el sol, aunque realmente viva en la luna.

Otoño. Astenia. Un cielo vacío, entreluces y entremuertes. Fallecimientos y resurrecciones de cada día, de cada hora. No estoy bien, ni falta que hace. Demasiado bien estoy, teniendo en cuenta que solamente soy un espectador fantasmal del mundo, una cara blanca asomada a las tapias del cementerio del vivir, mirando hacia adentro, hacia el corral de muertos que dijo el otro con otra intención. ¿Y la vida? Un acecho sexual, continuo, torvo, con muebles y oficinas de por medio, nada más. Hombres y mujeres se observan de reojo, se espían, precipitan y retrasan el momento de la captura. El sexo es un crimen sin víctima o con víctima. Algo de esto decía Baudelaire. Hay una crueldad, un vampirismo implícito, algo torvo y cínico en la lucha de los sexos.

De tienda a taxi, de teatro a alcoba, desde el fondo de las sombras, por detrás de los cristales, las vitrinas, las ropas y los parques, hombres y mujeres se buscan y desencuentran en el juego cruel, monótono y eterno del crimen sexual. Entretanto, se tienden puentes sobre el mar o se levantan escaleras hasta la cúpula del aire. Pero lo único cierto es la cloaca sexual que cada noche inunda el mundo. Una realidad zoológica y apestosa. Avergonzados de la elementalidad de todo esto, que no es sino una dinámica de rebaño, hemos hecho lirismo, filosofía, complicación y metafísica. Lo he repetido más de una vez: toda la cultura no es sino el esfuerzo desesperado del hombre por dignificarse a sí mismo, por estofarse de trascendencia. La religión quiere darnos un alma y la cultura quiere darnos un traje.

Pero somos opacos y desnudos. Otoño. Astenia. La cabeza se me decapita sola. Los brazos se me lastran de sombras. Los muslos se me espesan de sueño. Soy una ropa vacía que pisa con miedo la falsa vegetación del mundo, la trampa de ramas y hojas de la muerte.

En las escaleras mecánicas de las tiendas dialogo con mi hijo muerto. Ante los quioscos de periódicos soy una página rasgada que se lleva el viento. La vida se ha quedado hueca de tiempo, el tiempo se ha quedado hueco de días. El tiempo lo creamos nosotros viviendo, esperando, avanzando. Si uno dimite de la vida, el tiempo ya no existe. El tiempo es nuestra impaciencia. Sin impaciencia, las esferas se paran y el mundo descubre su inanidad de chisme inútil, de trasto viejo, de cosa caída.

Cuando nada espero ni busco ni pretendo, sólo queda el movimiento mediocre y elemental de la vida, su mecanismo torpe y repetido. Pero el tiempo, categoría y aura de todas las cosas, ha sido abolido. El tiempo, sí, lo crea nuestra impaciencia, como a Dios lo crea nuestra soledad. En cuanto retiramos nuestra adhesión a las grandes abstracciones, se disuelven en el aire. Sin anhelos por mi parte, va no hay tiempo: sólo hay clima. Y quizás ni siquiera clima. Porque de tiempo metafísico y el tiempo climatológico van más confundido: de lo que parece. Puede ser que sólo exista el tiempo climatológico. El tiempo de los hombres del tiempo, el de los anticiclones y las borrascas. De ese tiempo hemos hecho una categoría convirtiéndolo en Tiempo con mayúscula. Pero el Tiempo sin hombre se queda en meteorología.

Tiempo, otoño, astenia. «Tiene usted una astenia», me dice médico. Yo creo que es el mundo el que tiene una astenia. Y me meto en casa para hacer el viaje de regreso al pasado. Cuando no existe el tiempo, ni siquiera hay que viajar. El pasado está aquí mismo y por eso es posible que yo escriba un libro sobre mi infancia, otro libro sobre mi infancia, novela o no —eso qué importa—, porque mi infancia, ahora, no es una evocación ni un poema, sino una cosa cotidiana que me está pasando.

En mi infancia soy mi propio hijo. Ese hijo también se pierde, como todos, pero ahora le tengo muy vivo. El niño que fui es el niño que he perdido. Se es padre de uno mismo. Aquel niño huérfano de mi infancia, aquel niño que fui, tiene su padre, que soy yo. Y ese niño muerto se me confunde con este otro niño muerto, porque son el mismo niño, y escribiendo de uno o del otro estoy escribiendo del niño, del núcleo esencial de infancia en que consisto, del légamo dorado y tierno que fui, que soy, que he sido, que estoy siendo, que seré. Decía Péguy: «Homero es joven cada mañana y el periódico de ayer es ya terriblemente viejo». Decía Homero. Quería decir la infancia de la humanidad, o la infancia de la cultura, cuando menos. El niño, aquel niño, este niño, mi niño, el más remoto niño —todos los niños son el mismo niño, como todas las rosas son la rosa—, es nuevo cada mañana, pero el yo de ahora mismo es ya terriblemente viejo. En este otoño asténico, en esta astenia otoñal, tira de mí la idea de ese libro, la inmersión profunda y prolongada en la infancia, en el pasado primero, en algo que está fresco y matinal dentro de uno, mientras que el uno de ahora mismo está terriblemente remoto y enterrado.

Me afeito la barba por ver si rejuvenezco un poco, pero a los cadáveres no conviene afeitarlos porque es peor.