POSTERIOR a mí mismo, enfermo, salgo todas las mañanas de un sueño que no sé si es desvanecimiento. Mi despertar tiene algo de resurrección. Es casi un resucitar, sí. Pero un resucitar sin júbilo, un volver a la vida para echar una mirada vacía en torno, para comprobar que todo está en orden —en desorden— y que puede uno volver a morirse tranquilamente. Y para qué hablar de los periódicos. No pido el periódico, no lo busco, pero si me llega, si me lo traen, le echo una ojeada como quien se toma una purga. Cómo está el mundo. Como siempre, claro. Sigue la sangre, la muerte, el espectáculo bochornoso que la humanidad viene dando desde el principio de los siglos. Lo nuestro no tiene arreglo. El hombre es decididamente mediocre y nunca hará carrera. Francia ensaya ahora sus bombas atómicas. A la gente le asusta mucho esto de la bomba atómica. ¿Por qué? Yo creo que, después de tantos siglos de sangre, matanzas, crueldad y obstinación, lo más digno que puede hacer la humanidad es suicidarse colectivamente, globalmente, y terminar de una vez.

A los ojos del ferromagnetal, a los ojos de la vida vegetativa de Marte, quedaríamos como unos tíos si supiéramos morir a tiempo y todos juntos. Las campañas humanitarias nos dicen que cada minuto —o cada segundo, no sé— muere un niño. Mueren de hambre, claro, de enfermedades, de miseria, de abandono, de progreso. Mueren de progreso, porque el mundo está progresando tanto que ya tenemos estadísticas exactas sobre los niños que se mueren. Lo que no tenemos es ganas de alimentarles, pero llevamos su muerte muy bien contabilizada. A lo mejor, con todo el dinero que cuesta el aparato burocrático de contabilizar la miseria, se podía dar de comer a unos cuantos hambrientos. Pero lo primero es la estadística. Vayamos por orden. No hemos conseguido erradicar la miseria, ni nos lo hemos propuesto, pero la hemos contabilizado, codificado, controlado y explicado. Algo es algo.

De modo que dejo los periódicos, asqueado de mis queridos hermanos los hombres, y vuelvo a los viejos libros, a los autores que más elementalmente me han acompañado desde la adolescencia. Nada nuevo. Escritores que, de tan leídos, me suenan ya a mí mismo. Cuando empecé a leerlos, quería ser como ellos. Ahora ya soy como ellos e incluso a veces tengo que ponerles de mi parte lo que noto que les falta, para que no se me caigan en la lectura. ¿Y qué? Se trataba de ser eso, ni más ni menos, ese tipo de escritor. Poca cosa, pero como era lo que me había propuesto, el objetivo está cumplido. Tampoco iba a ser nunca como Emmanuel Kant. Qué horror. He sido o soy el que quería ser. Ni mucho ni poco. Más bien poco. Pero exactamente esto, éste.

De modo que leo a los que fueron mis modelos, y los leo de vuelta, no de ida, como entonces, y siento ya lo que ellos sintieron, la gran frustración de haberse realizado, el vacío de la plenitud, el estar de brazos cruzados, en el fondo, aunque exteriormente mueva uno mucho los brazos. Este braceo externo, braceo de labor, de abrazos, de trabajo, de actividad, de saludo, oculta un interior cruzamiento de brazos, un ocio, un estar de baja, cuando uno ya se ha dado de baja a sí mismo, inexorablemente, y vive en huelga de brazos caídos sin que nadie lo sepa.

Parece que hago, pero no hago. Por falta de ganas, por falta de fe, por falta de todo. No por falta de fuerzas, claro. El oficio funciona. Todavía le quedan recursos al idioma, a mi idioma personal, para llamar miserable al hombre con mil variantes, para insultar a la vida con mil modalidades nuevas. Pero ya da igual. Un folio en blanco es mucho más hermoso que un folio escrito. Tarde lo he descubierto. Y dejo que la blancura del folio ponga en blanco mi vida, y no hago nada, sino que leo libros que ya sé de memoria, como cosas que no saben a nada, pruebo medicinas que no van a curarme, orino minuciosamente, hablo poco, recuerdo cosas que no vale la pena recordar, y me sorprendo a veces haciendo proyectos literarios, de trabajo, de triunfo, que están ya superados con mucho por mí mismo. Es la inercia de la lucha. Se ha pasado uno la vida dando la batalla, intentando cosas, y cuando todo está intentado y resuelto, sigue uno maquinando, sin darse cuenta. Sí, la inercia del éxito, digamos. ¿Y para qué más libros, más sorpresas, más viajes, más fotos, más pelea ideológica, más aventura y más política? Yo he llegado ya donde tenía que llegar. No he llegado a ningún sitio, pero es lo suficiente. Sé que no tengo talento para más. Repetirse puede ser perjudicial. En cuanto al mundo, está claro que yo no lo voy a arreglar, ni los demás tampoco. Lo más digno sería morir en una guerrilla sabiendo que tampoco sirve para nada. Hemos llegado —he llegado yo, y me parece que también el mundo— a esa edad en que todo está tan claro que ya no cabe seguir engañándose. Todos sabemos, unos y otros, dónde está el bien y cómo tendría que ser el inundo para resultar menos indigno y menos injusto. Ya no hay de por medio ideologías confusas ni teologías complicantes, como en el pasado. Estamos todos cara a cara con la verdad. El hombre explota al hombre y eso es todo. El vaivén inocente de mi mecedora de enfermo supone una tensión de músculos escasos en miles de hombres poco alimentados. Si no fuese así el mundo no se sostendría. Todo está montado sobre la explotación, desde mi convalecencia humilde a los cruceros de placer en yates millonarios.

La injusticia ha perdido ya todas sus coartadas y su patrística. Hoy se mantiene por las buenas, como tal injusticia y nada más. Ni siquiera necesita de los códices del pasado. Si esto no se arregla es porque al hombre no le da la gana.

Qué pereza, pues, incorporarse a ese mundo cínico y duro. La muerte y la enfermedad me han apartado de él con mano negra y leve. Qué pereza volver. Así que pido otro vaso de leche, abro el viejo libro por la página más conocida, paseo por la casa como un anciano de asilo, miro los restos del verano como un sobreviviente, saboreo mis medicinas no sé si como licores de la vida o de la muerte, escribo algo, sólo por probar el estado de mi musculatura, y me asombra que la máquina me responda con su coherencia de chisme.

Ni vivo ni muerto, leo a mis clásicos, que tiran más bien a románticos, escucho con mis ojos a los muertos, como el barroco, vivo en conversación con los difuntos, y veo mi vida como una novela lejana, tópica, vieja y todavía querida.