EN noches de ahogo, al pie de mi hijo enfermo, velando su navegación agónica hacia la muerte, he sentido el tirón hondo de la infancia, de lo lejano, el retorno a cuando nada había ocurrido, al principio de mi vida, y he escrito cosas tan sencillas como éstas, buscando la simplicidad consoladora y aclaratoria de mi vida primera: calle de tantos astros, rinconada del tiempo, la dimensión del mundo me la daba un vencejo. Oro de las mañanas empobreciendo el cielo, soles de cada tarde en un ladrillo eterno. De los países del alba venían los buhoneros y en sus pregones altos flotaba un hombre muerto. Calle de tanta noche, mitología del miedo, madres de los difuntos en las tapias de enero. Sonaban las iglesias enormes de silencio y pasaba la yegua inmensa de los tiempos. El hombre más remoto era sólo un lechero y el Dios de los espacios era sólo mi abuelo.
He escrito a la luz de una linterna, a la luz de una gota de agua, a la luz de la noche, sobre las rodillas, en un papel sucio, buscando la consoladora asonancia de una prosa o un verso simples, y así me salían cosas como esta otra, que doy precisamente por su falta de valor literario, en este diario, y que están en los papeles originales rodeadas de los dibujos simples e inflados que le tengo hechos a la cara de mi hijo: volver de nuevo al niño que fuiste no sé cuándo, subir de nuevo al cielo viejo del campanario: era un desván el cielo en las tardes de mayo, por donde erraban soles y agonizaban pájaros. No haber vivido nada de lo que me ha pasado, sino, a través del hijo, morir hacia mi barrio. Barrio de luces pobres, velero desguazado, cuando el mapa del aire se me quedaba en blanco. No haber dado el inútil rodeo autobiográfico para volver difunto al tiempo del milagro. Estoy velando un niño que soy yo mismo, extático.
Consoladora cadencia del romancillo castellano. Qué vía de luz para volver a la simplicidad. El romance y el romancillo son un camino de regreso que sólo pueden llevarnos a lo más simple y guardado de nuestra vida. Y escribía yo luego, con ese lapidarismo de los malos momentos: el suicidio es la única respuesta válida. Todo lo demás, el arte, la cultura, el pensamiento, la política, la filosofía, la religión, no son sino falsas respuestas, suicidios diferidos.
He conocido la única verdad posible: la vida y la muerte —tan vivida previamente— de mi hijo, y sin embargo he optado o estoy optando por el engaño, por el autoengaño, de modo que seré inauténtico para siempre. No creáis nada de lo que diga, nada de lo que escriba. Soy un farsante. El solo hecho de seguir vivos nos constituye en farsantes. La vida es mala porque está hecha sobre una farsa fundamental, que es el presupuesto para seguir viviendo. Leía yo, a la luz de una linterna, mientras el niño respiraba un viento escaso y negro, ya de otro mundo, sus aventuras infantiles, sus historietas con dibujos, y respiraba yo el olor a bosque de la tinta impresa, relatos de tramperos y tahures, historias de grumetes y pieles-rojas, volviendo así a oler la rosa acre y eterna de mi propia infancia, huyendo a esos mundos mal coloreados del tebeo, incapaz de toda actualidad.
Los fantasmas, los fantasmas existen, yo los he visto. El fantasma es esa bala de oxígeno que le traen al moribundo, esa bala que viene ya sonando a hierro, como arrastrando cadenas fantasmales, por los pasillos nocturnos de la clínica. Y luego la bala queda al pie de la cama, con una sábana blanca en que la envuelven, y se le ve por debajo el borde negro de hierro. Sombra dura del ciprés de la muerte a la cabecera del que va a morir, alabardero siniestro. Pero el hijo ha tenido una pequeña, mínima, dulce y suave resurrección de la carne, que es la que vivo en estos momentos, cuando escribo, con la resignación de haber pasado ya por todo, y me basta con el poco de ternura que todavía podemos darnos él y yo, porque sé que la vida está dentro de la muerte como el hueso dentro de la fruta, y esa fruta total que es el universo es lo que pone ahora su luz de huerto en nuestras últimas horas, hijo.
La silla de ruedas. Llevo al niño en una silla de ruedas. Una vez, siendo él muy pequeño, escribí un cuento titulado «La mecedora», donde hablaba de cómo dormía yo al niño todas las noches, antes de llevarle a la cama o a la cuna, en mi mecedora de leer y charlar. Ahora está esto de la silla de ruedas. Es otro viaje quieto, como el de la mecedora, otro viaje sin viaje, y vamos por pasillos blancos, por pasillos negros, a través de villorrios del dieciocho, lunas como hoces, nieves alpinas, flores y gatos, y seres vagos le dejan una sonrisa al pasar, una sonrisa blanca, perdida, y le dicen niña, porque la cercanía de la muerte afemina al hombre —más al niño—, como a veces masculiniza a la mujer, que la muerte no sabe de sexos, es espantosamente casta, y robamos flores de difuntos, geranios dóciles, en una felicidad pequeña, de pastilla para la tos.
Hasta que comprendo que la silla me lleva a mí, que el niño tira de mí, que vamos a no sé qué despeñadero, que soy un cadáver deambulando detrás de una silla de ruedas, o que llevo en la silla de ruedas una porción mínima de muerte, un niño que no pesa, una vida que no suena. Quisiera esto para siempre, seguir cruzando puertas, corredores, sonrisas amarillas de enfermos incurables, y que durase nuestro viaje, hijo, y tenerte siquiera así, viéndote desde arriba, viendo tu cabeza rizada y tus manos mínimas y enfermas, como las manos de esas momias infantiles que a veces aparecen en el alto Nilo.
Por eso, todo lo que escriba, ya, quisiera que tuviese la sencillez directa del diario íntimo, de este diario, de lo que hace uno con su caligrafía más honrada, y esto por reducir al mínimo la farsa del vivir, duplicada siempre por la farsa de escribir. Leedme sencillamente, de frente, anulando entre escritura y lectura todo protocolo falsario. Ni el gran espectáculo de la filosofía ni el convencionalismo de la narración. Sólo la escritura de un hombre que hace interminablemente su diario. Lo imprescindible para no morir, pero también para no vivir.
La risa de mi hijo. He perdido la risa de mi hijo. ¿Cuánto hace que no sonríe? En este mismo diario tengo escrito, me parece, que a la cripta que es un niño sólo se llega por la celosía de su risa. Mi hijo no ha vuelto a reír ni a sonreír. Su seriedad banal de otras veces resulta que presagiaba esta seriedad definitiva, esta manera de ser adulto que le da la enfermedad a un niño. Y beso su vientre todavía abultado, caliente, con ese agujero saludable de los buenos quesos, que es el ombligo, y beso ahí un bulto de vida, un dulce fardel de sangre, de intestinos, de digestiones, de respiración, el último reducto poderoso y tierno de sus palpitaciones. El niño, ya, es sagrado. Sé, como sabía el poeta, que la vida no es noble, ni buena, ni sagrada, y no hallo nada que respetar ni venerar en el cielo ni en la tierra, ni un solo ser, ni un solo hombre merecen mi devoción, desde hace mucho tiempo, pero gracias a este hijo tenido y perdido habrá ya siempre para mí, en lo más puro de la luz, en el resplandor de lo inexistente, un ser sagrado, una criatura de oro, de modo que el hijo se constituye en criatura aparte de la creación, en relámpago de la sacralidad que no se ha dado jamás en todo el universo.
A Dostoiewski le hace dudar de su fe el sufrimiento de los niños. Albert Camus —no sé si lo he anotado otras veces en este diario— dice: «Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados». Keats, más banal quizá, duda del mundo por el hecho de que las mujeres tengan cáncer. En estos días se beatifica a alguien porque hizo el milagro de salvar a una niña. Y ese Dios que está al pie de las niñas que sufren, y las salva, ¿está también al pie de los millones de niños agredidos, hambrientos, destrozados, cancerosos, desfallecidos? Pueriles Camus y Dostoiewski. Pueriles procesos a un Dios que necesita de ellos y de sus dudas para existir.
Muy lejos de todo eso, vegetal casi, paseo a mi hijo en la silla de ruedas.
Los ojos de mi hijo, sus ojos que ayer eran flores abiertas, capullos de noche, y hoy son rendijas tristes, sesgados por el cansancio y el recelo. ¿Cómo nos ven sus ojos, qué mundo ve él, a través de qué filtros de noche y miedo, de sueño y muerte ve este mundo cruel de sol, descomunal de sangre? ¿Cómo me ve a mí, cordillera de ternura, cómo a su madre, manantial de ojos? ¿Qué ve el niño, qué mundo ve, que rosa abierta miraba antaño en el aire, qué pasillo triste ve hoy en la noche?
Sufro como hombre, a la medida del hombre, con mis recursos y mi mecánica de hombre, pero dentro de mí, dentro de ese sufrimiento, hay algo más sufriente, una pulpa casi submarina de sollozo, un fondo último y retráctil de dolor al que temo descender, que no me atrevo a tocar. Es ya un sufrimiento como vegetal, el gemido de la flor rota —ya se sabe que las plantas gimen—, un dolor no humano, un miedo anterior al hombre, una medusa de espanto, no sé. Lo más sensible y doliente de lo vivo, el cartílago marino y vegetal, sin otra conciencia que el dolor, donde algo pulsa infinitamente, muy por debajo de mi dolor racional, mediocre, de hombre que sufre.