EL viento, el viento. Todavía el viento, en mi vida, en noches de soledad, en no sé qué abril secreto, el viento, preguntándole cosas a la casa, que no sabe responderlas, zarandeándola. (La muchacha, recuerdo, sufría ausencias, y se quedaba quieta en el amor, arrodillada, desnuda, ausente, con los ojos en ningún sitio, ni siquiera lejana: inexistente.) El viento, dibujando el mundo con un perfil duro, abultando el mundo como un globo negro. No el perfil puro de mi madre, por el que cruzaban días, soles, penas, fiebres, horas, niños, luces, miedos. No. El perfil inmenso y adusto del viento, ese más allá a que empuja a todas las cosas, ese hendimiento de muerte en que las pone. (La muchacha, ya digo, se quedaba ausente en el amor.) El viento, barco que naufraga en la noche, bandera mala llenando todas las ausencias, voz de nadie llenando el mundo. El viento, como en los miedos de niño, trayéndome otra vez aquellos miedos y aquel niño. Registrando la casa en una revolución que cesará al alba, soplando en mi sueño como en un lago quieto. El viento, que hace resumen sombrío de la vida, de la muerte, del presente y del pasado, que llama a una catástrofe general que es él mismo, y se despide ululante para volver enseguida. Se queda la casa temblando, sin el viento, que enseguida la coge otra vez y la pierde en un temblor mayor. Ni el rayo, ni el trueno, ni el fuego. Sólo me ha asustado el viento, ese mar hueco que precipita en nosotros, esa desgracia que va arrastrando por el mundo. El viento, lleno de madres que gimen. Toda mi biografía desmantelada por el viento, y yo, desnudo, cobarde, solo, tendido bajo el viento, náufrago de la tormenta seca de los vientos.
(Caen ruedas, penas, la vida se separa de sí misma, se disocia, nos miramos vivir desde el vivir, dolor tan profundo me divide en dos, como un alfanje, y la primavera, en torno, hace su refriega de colores, se expresa en amarillos, en malvas, en verdes, creando una suntuosidad y un paraíso que —hoy lo he comprendido— no goza absolutamente nadie en el planeta.
Qué doloroso mes de hogueras naturales, qué agobio de belleza no respirada. Prendemos fuego, mi hijo y yo, a los residuos oscuros del invierno, sacamos llamas sin vida del vertedero negro del mundo, y vamos entre la primavera, envueltos en un humo de estercolero final, paseando por el incendio ciego de la muerte. El olor funeral de todas las flores nos penetra y a veces tomo a mi hijo en brazos, bajo un cielo de otro tiempo más feliz, o le llevo de la mano, dejando que sus pisadas pequeñas aprendan el mundo y sus declives.
Caen cielos, espinas, y entramos en la intimidad de un pino como en una gruta religiosa, o bordeamos la multitud de las flores en busca de un día eterno que no es sino la suma de los días y que no está —ay— a nuestro alcance. El hijo, el hijo. La primavera es una corona de novia, abril y mayo son flores en la cabeza de una adolescente, en el pelo verde de la pubertad del mundo. Pasamos del sol a la sombra, como de la vida a la muerte. Pasamos de la vida a la muerte, de la muerte a la vida, como del sol a la sombra, y vuelta, y este juego es vivir, y la primavera salvadora no nos salva de nada, porque ella misma está amenazada de muerte.
El hijo y yo. Prendemos fuegos, hogueras, como dos vagabundos solitarios por los vertederos de la ciudad, y pisando la llama alegremente, desesperadamente, él con su pie sin peso, dulcísimo, yo con mi pie enorme, cansado, negro. Somos lo muy grande y lo muy pequeño, extremos mortales de la vida. No conseguimos entre los dos el término medio salvador. El niño coge una piña y se la guarda.)
He llevado al niño al mar, como otras veces, para que se contagie de su salud de hierro y sol. El mar, serpiente que se desliza en torno del planeta, silba en la noche y luce en el día sus escamas de acero. He corrido a lo largo de una playa que iba hasta el alba, por ese borde del mundo adonde ya apenas llegan las punzadas del vivir, y adonde empieza la vaguedad de los tiempos.
El mar se abre a los niños. La mano del hombre necesita mucho esfuerzo, mucho dolor, mucho tiempo para sacar algo del mar. El niño mete la mano en el agua y saca un pequeño cangrejo, una concha que brilla, algo. Al mar no hay que desafiarle, como hacen los pescadores y los marinos, los almirantes y los balleneros. Hay que entrar en él con confianza, con seguridad, como el niño. El mar es la tierra firme de los niños.
Quiero que el mar se lleve de un solo maretazo todo mi dolor y todo mi tiempo. Y se lo lleva. Luego, el dolor y el tiempo vuelven, pero eso ya es cosa mía. El mar nunca defrauda. Un cielo adulto, un mar joven, una tierra de luz. Y el compás de mis muslos corriendo por la arena, por el agua. Émbolos silenciosos que han movido mi vida incansablemente. El viento y el agua crean una criatura nueva y desconocida que me viene al rostro y me recorre el cuerpo. El hijo, amigo del mar, tiene todas las mañanas su menudo intercambio con el monstruo. De ese comercio con el mar, el niño trae erizos de mar, conchas como senos de sirena, raíces, tesoros de arena, oro y plata de la tierra y del agua. Ese miligramo de plata que hay en la ola, sólo se le da al niño.
El mar es un monumento a la libertad, la única estatua de la libertad posible. El mar es una estatua derribada. El niño, extranjero en la vida, enseguida es adoptado por el mar, escuela azul y verde de toda infancia. Dejo a mi hijo a la orilla del mar, más seguro del mar que de los hombres. Enseguida se han reconocido.
Hendir la vida, esa pulpa de luz que hay en el aire, entrar en mayo como en una ola alta, lanza en ristre, morir y matar, un vago canibalismo que despierta en el hombre con la primavera, consumar una mujer, un crimen, un placer, un dolor, una catástrofe. Luna belleza ahogante, la asfixia de vivir, el erotismo de vivir, una iluminación erótica por el cielo y por la tierra. Miedo de mí mismo, ese ser cruel y lírico, implacable y violento que asoma a los espejos cuando los espejos tienen detrás la luz negra del día. La experiencia interior, la experiencia sexual, la iluminación, mayo es una pulpa de sangre y sol donde la horda primitiva que me constituye quiere entrar a sangre y fuego, a sexo y fuego. Pero bajo el cielo, que es una inmensa y serena llaga de luz inextinguible, estoy parado con el dolor de mi hijo, y veo la inmensa desgarradura azul del firmamento, con bordes de hoguera. El cielo es tierra quemada, un día y una noche arden allá arriba, y estamos los terrestres aquí, bajo el incendio, con un hijo dormido en los brazos o una mujer incrustada en el pecho.
De modo que vuelvo a lo oscuro, cierro la puerta a los perfumes sutiles de la primavera, pongo una manzana de sombra en los boquetes de la luz y miro la silla de mi hijo, la pequeña silla de paja, inverosímil y realísima, muy a la altura de su infancia, a la medida de su cansancio. Si él no estuviera —ay— para sentarse en ella, si él me faltase, cómo sería esa silla.
Sería él mismo, la silla. La silla sería él, sí, y el hueco de su ausencia tendría ese alabeado de bambú que tiene ahora, y amaría una silla como amo a un niño, y sólo me quedaría su silla, infinitamente suya, para llevar y traer su ausencia. La silla sería sagrada.
La pizarra, el pequeño elefante de trompa erecta y vientre amarillo, circular. El pequeño elefante rojo y blando, la pizarra donde él escribe con tiza de inocencia números como escaleras y letras como mariposas violentadas. Cómo se hace suyo todo lo suyo, cómo entra en su mundo, cómo le pertenece. Sólo el niño tiene la capacidad de la posesión. Luego, de adultos, las cosas se nos despegan, son nuestras por los groseros trámites del dinero, el estupro, la posesión, la conservación, el coleccionismo, la propiedad, que es un delito. Pero al niño le pertenece todo naturalmente, y más lo que enseguida se torna a su imagen y semejanza, lo que enseguida se le parece. Cómo se le parece una pizarra, un elefante de trapo, una sillita de paja. La infancia es la edad taumatúrgica en que todo cuanto tocamos empieza a parecérsenos, se nos incorpora de inmediato. El niño, como Dios, hace el mundo a su imagen. Miro sus cosas sin él como miraría el mundo sin el hombre. Afuera está la libertad de mayo, la catástrofe luminosa del cielo, la sucesión cambiante de la mujer, rebaño de oro con formas que se crean a sí mismas. Pero aquí está, quieto y vivo, el mundo de mi hijo, infinitamente delicado y doloroso. Nada me atormenta tanto como la belleza del mundo. Vamos en una lujosa calamidad, en una primavera mortal, hacia la muerte. Se nos ha preparado —¿por quién?, por nadie— una suntuosa masacre, el hombre muere rodeado de belleza, entre el esplendor del verano o los palacios fríos del invierno.
Panteón vivo, el mundo, pirámide bellísima, pira de cadáveres cuyas llamas chamuscan el cielo. Cada estrella es la punta de una llama, que ha dejado su huella en el firmamento. La muerte embellece el mundo, la muerte toca la altura inmensa con su luz y la pequeñez de mi hijo con su temblor. Entre dos fuegos de hermosura nacemos y morimos. El hombre es sólo el testigo momentáneo de tanta belleza sin motivo.
La silla de mi hijo, sola.
Hay que beber a morro del dolor, como se bebe de las férreas fuentes. Que esta carne de luz empape toda la sombra. Hay que baldear hasta el fin el ciego enlagunamiento de la sangre. Hay que agotar el mal, el sufrimiento, no en pequeños sorbos, no en tragos cobardes, sino seguido y hasta lo hondo, que luego queda un fuego neutro, una nada, y sólo resta, por fin, la loza simple de la vida. Voy hasta el final de mi dolor, hago todo el recorrido, bebo de mí mismo, sacio una sed de sufrimiento que estaba en mí y yo no conocía. La saciedad del dolor es como la saciedad del placer. El dintel de una paz vacía, de un cielo plano y soso, de una neutralidad de clima y carne que es toda la imparcialidad desoladora de la naturaleza.
La alegría es un camino más corto. El dolor es un laberinto con angustia de perderse. La alegría nos lleva en línea recta y eso vale más que la alegría misma. Pero el dolor duda continuamente, vuelve atrás, como una bestia sombría que no acaba de aprenderse el viejo camino. Voy tras sus oscuras pezuñas y de vez en cuando, sí, bebo en las fuentes amargas y densas, con sabor a hierro y a muerte. No huyo mi dolor, no me lo dosifico, como el suicida precavido o la dama sin sueño. Bebo y bebo. Me fulminará el veneno o lo agotaré. No quiero cucharaditas de plata para sufrir. A morro, directamente, bebo a borbotones sangre de niño, muerte de niño, la hemorragia necia y dulce del mundo.