MÁS allá está el horror, de tan alto, «de tan alto, sin vaivén». Porque en la cima del horror, como en todas las cimas, hay quietud, y es preciso haber llegado a lo más alto del horror para conocer esa quietud mortal, ese sosiego neutro que he conocido yo, esa plenitud inversa donde ya nada se mueve, nada duda, nada canta, sino que el corazón es una piedra desnuda y el pensamiento es una cinta muda.

Del otro lado de las cosas, en la irrealidad que ha marginado el tiempo, me muevo, hablo al hijo, escribo, paseo, compro pan, y la vida, despojada de su levadura de días, es una forma de actualidad espantable, de una precisión zurbaranesca, sin atmósfera. Actualidad total, intemporalidad, vida plena, pero todo en un espejo, movimientos sin música y palabras sin perfume. Sólo por el dolor supremo y por el placer supremo se sale del tiempo, se vive en un regato sin horas. Pero el placer es insostenible, como el dolor, en tanto que el horror —ámbito de lo uno y de lo otro, que no es lo uno ni lo otro— se prolonga indefinidamente y nos da esta única eternidad posible. Sólo se es eterno en el horror.

Es cierto que vivimos de treguas y que sólo tenemos treguas, pero una de estas treguas, de pronto, crece, se enlaguna monstruosamente, y es la vida toda. Hago la vida de siempre, vivo como todos los días, voy dando el largo rodeo de la costumbre, pero es como cuando nos comportamos con cautelosa naturalidad delante de un animal que nos acecha, para no sobresaltarle. Algo, desde algún sitio, nos vigila, nos codicia, y procuro que hagamos como siempre para distraerlo, para ignorarlo, para que nos ignore. Nuestra vida es la de siempre, salvo que es una vida mirada por el horror.

El niño y los colores. El otro día se sentó a pintar, con un papel sujeto a una pizarra, y estuve mirando la naturalidad, la frescura, la novedad con que el niño obtiene los colores. No hay inhibiciones para el artista infantil. Pinta y ya está. «Si el sol dudase un momento se apagaría», escribió Blake. Los niños son pequeños soles porque no dudan un momento. Mi hijo se pone ante el papel ignorando que hay siglos de pintura detrás de él. No experimenta el peso inhibitorio de la cultura. Acaba de inventar ese ademán, ese gesto, esa manera de pintar. Acaba de inventar la pintura.

Es asombrosa su serenidad, su falta de dubitación, su saber lo que quiere. Pinta, colorea, dibuja, moja el pincel aquí y allá, lo mueve sobre el papel con ligereza y libertad. No importa lo que hace ni si lo hace bien o mal. Importa esa maravillosa libertad del niño, la ligereza mental que le permite apoderarse del mundo sin esfuerzo. Así hay que crear. Sólo haciéndose como uno de esos pequeñuelos se entra en el reino de la creación artística. Se ha dicho esto muchas veces, pero es maravilloso comprobarlo, vivirlo. El niño pinta como hace música o cuenta, sin prisa y sin pausa (el niño sí que no tiene prisas ni pausas, sino un ritmo natural). Los colores que son colores industriales de droguería, falsos, le quedan brillantes, vivos, auténticos, valientes, encendidos. El niño es la creación sin angustia. Sólo él crea, dibuja, pinta, sin la angustia del creador, y esto es lo que nos fascina en las obras de los niños, por encima de su consabida gracia: la ausencia de angustia.

Ahora tengo al niño entre los niños enfermos, en el pabellón de las sombras por donde un pequeño saltamontes humano, niño roto e inquieto, o una niña destrozada por un automóvil, con su sueño de manzana pisada, bullen y mueren. Tengo al hijo pendiente de esa salud que gotea, de esa gota de suero, de luz, de vida. En torno de su silencio, el dolor del pueblo, madres jóvenes y oscuras como montes calcinados, hombres como pájaros hambrientos, de graznido triste, el fondo del mundo, el hondón de la existencia, la verdad pueril y desoladora de la vida.

Niños que sufren, niños que mueren, madres con los ojos pardos como lobas del pueblo, algo que gotea vida o muerte. Y nada más. Zumba el dolor en patios interiores, pasan mujeres con palanganas en la mano, orinan los niños su tristeza y huele el mundo a herida infectada. He ido, con el hijo en los brazos, llevados de la velocidad, hasta estrellarnos contra el fondo del silencio. Era como la visualización de nuestro destino. Ahora lo tengo aquí, enfermo siempre, mirando por la muerte, y su gloria es el dolor de otros niños, el débil varillaje humano pinchando las esquinas de un lienzo pobre.

La mano pura que sabe crear colores de la nada, el loto infantil y breve que pinta el día con luces nuevas, cae ahora herido, con una aguja en su vena más fina, en una inmensa clínica de hierro donde los platos humeantes de muerte van solos, en multitud, por ascensores lentos, y la sangre que ya no es de nadie, anónima y sagrada, sueña formas de serpiente debajo de las lágrimas crueles. Me quedan los colores que ha creado el niño, oros enigmáticos de un Universo que se ignora a sí mismo.

El niño y la risa. La risa del niño. Su risa triunfa de la muerte. Cuando el niño ríe, el mundo se espuma, la vida se aligera y el sol se enciende. Pasa su risa como un agua ligera por encima de las cosas, riza la luz, alegra el día y establece una continuidad sencilla entre los seres que no puede ser destruida por nada. La risa siempre es comunicativa, funde a los seres unos con otros, los enjabona de contigüidad, pero con los adultos hay otros lenguajes. El máximo lenguaje, para con el niño, es la risa.

Llegar a su risa, conectar con su risa, provocarla o compartirla, es haber entrado en lo más infante del niño, en lo más niño de la infancia. La risa es su gran lenguaje, el primero y el más profundo, y sólo aspiro ya a encontrar la risa de mi hijo, a hacerla correr, a escucharla de lejos y de cerca. En la cripta que es un niño sólo se entra por la celosía de su risa.

De muy pequeño la literatura fue para mí lo que luego he sabido que se ha llamado la novela familiar de los neuróticos, la epopeya del niño expósito o del bastardo, una configuración ideal del mundo, un alejamiento de la realidad. Luego, a medida que la literatura se realizó en mi vida y yo me realicé en ella, creí que era, por el contrario, mi instrumento de posesión del mundo, la espada de mis conquistas. Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias. Ahora compruebo complacidamente que no he vivido. El sueño del niño expósito, la novela familiar se ha realizado en mí, se ha hecho verdad. Gracias a la literatura he podido mantenerme al margen de los mercados del hombre, e incluso cuando más de cerca parece que toco el mundo con mi prosa, estoy salvado y lejano en el mero arte de escribir, en el mundo cerrado que es la literatura.

No he vivido, no he tomado jamás contacto con los mercaderes y los carniceros. He prolongado mi infancia a lo largo de toda la vida, he salvado mi sueño y por eso mi vida no se ha perdido ni se ha frustrado. Nada puede pasarme porque no estoy en el mundo. La gran realización no es haber llegado a una cierta profesionalidad en el oficio —por donde podría volver a caer en el mundo—, sino haber consumado la novela familiar, el sueño expósito, haber abolido para siempre esa realidad de segundo grado que es el comercio y la calle. Esto, en la infancia, era sólo un proyecto. Ahora lo siento lúcidamente como algo conseguido. Moriré sin haber pasado por el mundo. Jamás he salido del ámbito mágico de la literatura, lo cual no tiene nada que ver con la torre de marfil. He vivido el mundo intensamente, pero literariamente. Escribir es sólo la exteriorización de una actitud y de una óptica. El escritor va por dentro.