PERO el niño es sagrado. La vida se sacraliza en los niños, tiene su instante celeste y único en la carne dorada del hijo. Hay una acumulación de pureza, una aglomeración de tiempo y presente en el cuerpo desnudo del niño, en su vida desnuda, una decantación de la luz y de la palabra, y por eso la vida es sacrílega cuando profana al niño, cuando atenta contra él. La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida. Por el mal de los niños descubrimos que «la vida no es noble, ni buena, ni sagrada». Descubrimos lo que la vida tiene de alimaña ciega, de cebarse en sí misma. Casi todos los movimientos del universo son estúpidos, y el atentado contra la vida del niño es una destrucción de la única sacralidad de la existencia. La biología es blasfematoria. La sacralidad del niño es algo que alumbra milagrosamente en el universo, pero el légamo original acaba siempre por decir su palabra horrible contra la vida. Un niño enfermo es la visualización del suicidio incesante de la especie, es, más que un crimen, una profanación, y después de esto sólo queda la mera rutina vegetativa, abolida toda posibilidad de ascensión del hombre a sí mismo.