LA fiebre, ese fuego secreto que mi madre buscaba en sí, que buscaba en mí, como luego me lo buscaba yo mismo, como lo busco ahora en mi hijo.

La fiebre, la llama quieta que crece por la sangre, ese miedo que me asusta como nada, ese quemarse el cuerpo y la vida en un incendio lento y mudo. La fiebre, por qué la fiebre, de dónde, y sus crepúsculos internos agrandándose hasta los ojos, torturando las sienes haciendo restallar las manos.

La fiebre del hijo, el fuego en que me arde, la hoguera inexistente en que se quema, el abismo rojo donde le pierdo. La fiebre y el horror. Cómo se puede vivir en el horror. Se puede. La muerte en torno, la fiebre ondeando sus fatigadas banderas, el miedo. Pero se puede vivir —y esto es lo atroz— en la entrada misma del horror. También el horror puede llegar a ser de alguna manera confortable. Tener a un ser en la muerte es tenerlo ya seguro, a salvo, fijo, como una estrella, libre de todos los peligros, más allá de todas las riadas de la vida.

Comprar una lámpara, un día se sale a comprar una lámpara, tenemos que comprar una lámpara, y se vuelve a casa con la fiebre, con el mal, con el miedo. Esas cosas de que se hace la vida. Dar un paseo, comprar una lámpara. Todo eso que veo ahora, en medio de la noche, tendido, despierto, con los ojos en la tiniebla. El insomne sorprende su propia vida, asiste al curso subterráneo de su existencia, desciende a las bodegas secretas del ser, mira la luz del vivir desde la cámara oscura de la vigilia, ve los días desde la noche, mira la vida desde la muerte. Así lo contemplo todo, ahora, la fiebre del hijo, la confortabilidad del horror, todo lo que nos pasa, y mi vida desaparece en la horizontalidad, sólo soy una mirada sobre el tiempo. La lámpara, comprar una lámpara, a veces, en la casa, falta una lámpara, y se sale, se va a las grandes tiendas, se busca la lámpara entre las lámparas, se habla con dependientas, encargados, gentes, por las catedrales confusas de los bazares, se desenmaraña el lío de músico, ambientadores, precio fijo y sonrisa menstrual de la cajera, y se vuelve a casa con la lámpara. Ya está ahí la lámpara, clara, nueva, tersa, creando un engaño de luz fácil, incendiando pacíficamente la vida. Reponer la lámpara es como reponer el aceite de la lámpara, eso que hacían los antiguos. La casa luce de otra forma, nos vemos todos de otra luz, de otro color, con la sonrisa desentrañada por la lámpara demasiado nueva y refulgente.

La lámpara apagada luce encendida en mi desvelo. El hogar tiene una dimensión nueva con la nueva luz, pero en seguida iremos poblando esas zonas inéditas de la lámpara. Parece que esa luz distinta, como un día de sol, nos salva de algo. Pero la vida va oscureciendo lámparas, matando resplandores. Mi casa es una lámpara nueva y el hijo con fiebre. Mi vida es la luz y la muerte. La sombra y la vida. Y la lámpara.

Hemos puesto una lámpara en el corazón del terror. El niño, los niños. Todos son mis hijos. Haber sido padre una vez es haberlo sido y seguirlo siendo por los siglos de los siglos. Lo glorioso y lo espantoso es que todos son ya mis hijos, que todos son torturados por la vida bajo mi paternidad. Todos los niños son el mismo niño. Sufre uno, sufren todos. Así como mi hijo es hijo de la humanidad, yo soy padre de todos los hijos, a mí me los matan, me los quitan, me los abrasan.

Un niño es una lámpara de vida. Un niño es un aceite inextinguible. Cómo arde y chisporrotea y muere la candela de su vida, el aceite de su risa, en el fuego de la fiebre. Lamparilla, el niño. Niños de luz en el redondel de la lámpara. Luz de niño, carne de lámpara. La luz es el cuerpo de la lámpara. Los niños son lámparas de la vida. Cambiar la lámpara, comprar una lámpara. Y el fuego, el miedo, el insomnio, el terror, el niño, la fiebre, el miedo. Tendido en la oscuridad, solo, veo mi vida como una historia de nubes. Nada existe, nada ha existido, y lo escribo todo para que de alguna manera exista. Si me levanto, si bebo agua, si enciendo la lámpara, si miro en torno, si profano la luz, asisto a la demolición nocturna y secreta de las cosas.

El agua en la boca, repugnante. La sangre en la boca. Las sábanas, tibias de mí, heladas de noche. Apago la lámpara y, por debajo de mis párpados cerrados, siempre mis ojos abiertos. Por debajo de mis ojos cerrados, siempre mi mirada abierta. Por debajo de mi mirada cerrada, siempre mi alma abierta. Algo mira desde mí cuando ya no miro nada. Cuando ya nada, en mí mira. La noche, el miedo, el niño, la fiebre, la lámpara. Se puede vivir indefinidamente en el terror. Se puede.

Los inmensos telares de la literatura, extendidos ante mí, abiertos, palpitantes, cuando leo o escribo. Salvación única, tarea febril. Ser la lanzadera y el hilo, el ojo que mira y la mano que teje. Quedar convertido en instrumento, en oficio, en tarea. Hacer de la vida un tapiz, porque la muerte no se merece la vida y no hay que reservársela. La literatura es al mismo tiempo el reino de la gran actividad. Todo en él está vivo porque todo está muerto. Cervantes y Proust no van a fallecer nunca. Sus personajes tampoco. Ellos son sus personajes. Como nunca han sido, nunca morirán. La literatura es el reino de la salud perenne. Cuando el mundo se me nubla de dolor, el idioma no es sólo el oficio, sino también la patria. El idioma, la literatura, lo que escribo y lo que leo, lo que me escribe y lo que me lee. Leo a los clásicos en la misma medida en que ellos leen en mí. Leen al hombre que soy ahora, lo interpretan, lo iluminan, cuando yo los estoy leyendo. Aprenden de mí y cobran nueva dimensión con mi lectura. El torrente del pensamiento, de la cultura, es un río en que puedo hundirme a capricho, en que puedo ahogarme para salvarme. Nadie se baña dos veces en el mismo río de palabras. Los idiomas están fluyendo siempre. A ellos vuelvo cuando la vida abrasa. En ellos me refresco y canto. Tengo un alma lustral que va en ellos. Leer o escribir es ya la misma cosa. Es entrar en la rueda que se torna manantial, en el manantial que se torna paisaje, en el paisaje que se torna libro. Algo que viene de muy lejos, muy anterior a mí, y que seguirá fluyendo después que yo muera.

Habito, así, la continuidad de la cultura, el círculo que es la costumbre del infinito. No ser nadie en la cultura. Mejor no ser nadie. Una abeja más en la inmensa colmena de las palabras, un obrero anónimo en los telares del idioma. Toda la torrentera de una lengua ha pasado a través de mí, con sus clásicos, sus primitivos, sus anónimos y sus poetas. Trabajar en literatura es trabajar en un molino inmortal. Tomar contacto con el filo deslumbrante de lo eterno. La literatura, el pensamiento, ahora lo sabemos, no son inmortales por su sentido moral, por sus pretenciosas verdades pretenciosamente enunciadas, sino por esa moral más profunda de la estructura, de la continuidad, del trabajo. La eternidad del idioma es funcional, es continuidad. Está siempre haciéndose y deshaciéndose. Hay tantos mares como idiomas. Trabajo en el idioma y el idioma trabaja en mí. No es una ilusión de eternidad, sino, más sencillamente, un compromiso con la continuidad.