MI madre me cortaba las uñas, tomaba a veces, de tarde en tarde, no sé, la tarea íntima y delicada de recortarme las uñas, de reducir mis garras infantiles, rotas en pico, sucias, feroces, a la curva limpia y breve de una uña humana, cuidada. También me recortaba la cutícula. Como el lento crecer de la cutícula, iba yo creciendo en ella, tapando su vida, eclipsando la media luna blanca de su alma, y ahora soy yo, padre, madre (hay momentos en que el padre es también madre, como la madre es también padre, y la paternidad o la maternidad perfecta han de participar también de lo otro) quien recorta las uñas al hijo. El lento crecer de la cutícula, ese cartílago de bosque que horra las uñas de mi hijo, sus manos llenas de raspones, negruras, picos y flecos. Se las tomo de vez en cuando, como si tomase dos sapos amigos, con flores sucias, se las aprieto, se las lavo del humus del mundo, se las corto y recorto. Eso es la vida, quizá, esa sucesión, ese manicurado familiar, esa intimidad diatrófica, una ternura que viene del fondo de los tiempos. Quién le hacía las uñas a aquella niña de pueblo que fue mi madre, quién era ella cuando me las hacía a mí, y cómo es ella ahora, ella en mí, quien se las hace al niño, a mi hijo. Le corto las uñas al niño, no sólo por cortárselas, sino porque cuando lo hago despierta ella en mí. Hay actos, conjuros, ritos pequeños y secretos que pueden resucitar a un muerto, hacerle vivir dentro de nosotros. Toda imitación es una posesión, dijo alguien. Imitando al muerto, el muerto nos posee. Es la única manera de que vuelva al mundo. No hay otro medio. Mi madre en mí hace las uñas a su hijo, que es el mío. Como yo ya no soy yo, que soy ella, mi hijo es ya el suyo, directamente, desaparecido yo.

Soy enlace, así, entre dos seres que no se encontraron nunca, distantes en el tiempo. Soy el médium que sabe desaparecer cuando ha reunido dos espíritus. Guardo en algún sitio las tijeras pequeñas y melladas con que ella me hacía las uñas. Ya no sirven. Pero no importa. Aparte el fetichismo de los objetos, mediante este ritual sencillo de cortarle las uñas a un niño he conseguido que ella reencarne en mí, y reencarnar yo en el hijo. Están frente a frente, ella y yo. Están ella y yo, en un rincón del hogar, reunidos. Yo, entonces, qué soy, quién soy. Soy el que mira, soy lo que mira, soy la mirada misma del hogar, la conciencia de la familia.

Les veo como les ven las cosas. Como les ven los muebles y los libros que, siendo otros, son los mismos. Están ella y yo. Estamos él y ella. Puedo decirlo de mil maneras. La gramática es cómplice del alma. El alma sabe mucha gramática. Oficio de ternura, homenaje a un niño, ritual en la sombra, y las manos de un niño, que quieren ser bosque, reducidas de nuevo a la realidad rosa y razonable del hogar. Estoy oyendo crecer a mi hijo. Un hijo es la propia infancia recuperada, la pieza suelta del rompecabezas. Lo que no viví en mí lo vivo en él, lo que no recuerdo de mí es él. Él es el trozo que me faltaba de mi vida. Yo soy el trozo que me faltaba de mi madre.