EL niño en la prisión blanca de la clínica, en manos del dolor, manipulado, pinchado, dolorido, el niño entre los niños que sufren. Han entrado en la vida por el túnel amarillo de la enfermedad. El niño, mi niño, está ahí, sufriente, enfrentado a un miedo, a una magnitud superior, y lo llevan en alas blancas y sucias, lo traen en amas duras y sonoras. Me resisto a amar una creación donde los niños son torturados, escribió el francés, y lo recuerdo siempre, y lo repito, cuando el niño sufre. La creación, siniestra y mayúscula, doliendo en la carne de un niño. El encarnizamiento inútil de la vida contra la vida. Cogido en las fauces del dolor, mirado de cerca por la muerte, al niño se le rompen los ojos en cristales, se le ahuesan las manos, perdida su calidad de flores, y le viene la blancura inhumana del terror. El universo es una geometría inútil, una matemática obstinada y loca, que se cumple ciegamente, que se demuestra a sí misma vanamente, y en todo este juego de fuerzas ociosas hay siempre un niño que sufre, una víctima. El dolor de los niños, el dolor de las plantas, el dolor de las bestias. Qué tres dolores insufribles. El niño sufre como las bestias y como las plantas. Dando vagidos y perfume. La clínica es un corredor verde donde el dolor se hace razonable por n momento. La ciencia ha racionalizado el dolor en una medida discreta, y de eso se envanece. El universo, la creación, prodigiosa máquina de errores, sistema perfecto y cerrado de equivocaciones, es un gran absurdo que equivale a una gran razón. Funciona. Funciona con el dolor y la muerte de los niños, lubricado de sangre niña y fresca. Me llevo al niño, dolorido y lánguido, lejos del gran absurdo organizado, a nuestro pequeño rincón de sinrazones, al cubil de la ternura. Viene aterido de miedo, perplejo de frío, y empieza a poner orden —su orden cálido y anárquico— en las cosas.
De pronto, aquello que soñabas siempre, y que luego se ha repetido tanto: una sala inmensa, rebosante, una multitud que te espera, como en los sueños, fronda de cabezas juveniles, hondonada de pechos, la expectación, con algo amenazante en el aire. El público, la gente, las mil cabezas y los miles de ojos que querías tener sobre ti, cuando adolescente, y que efectivamente están ahí, repetidamente, un día, otro, esperando, esperando, esperando qué.
Qué puedo yo decirles, cómo responder a esa expectación. La atención con que soñabas. Ya tienes la atención, y resulta que una multitud es siempre siniestra, aunque venga a beber en ti. Bosque shakesperiano, noche humana, el silencio o el rumor de mar, los inmensos vacíos y las altas montañas que puede generar la multitud, esa masa humana maleable, esa altamar de seres. Cómo hundirse en ellos, cómo pulsar el cuerpo inmenso y múltiple, con una palabra, con un gesto, para que ondule toda la superficie estremecida y poderosa del monstruo.
Soñaba esta atención, el niño, el muchacho, soñaba este silencio para su palabra, esta expectación para sí. Todo se ha cumplido como en sueños, y no es grandioso, ni hermoso, ni embriagante. Es más bien tétrico, sombrío, siniestro. Has conseguido que miles de cabezas se vuelvan hacia ti y no tienes nada que decirles. Es como si fueran a hacer presa de ti, en un momento, iracundos por el engaño, y a destrozarte. El sueño de ideal que portaba el niño, no es sino una sucia necesidad de dominio. Triunfar, lo que dicen triunfar, es sojuzgar. Todo éxito es agresivo. La gloria es un homicidio, la fama es una violencia, la popularidad es una agresión. Imponer un yo a otro yo, entrar en él, violentarlo, torcerlo, hacer que él se torne en mí.
Extraño oficio el del domesticador de multitudes, como el del domesticador de serpientes o elefantes. Hay una fuerza que está ahí, frente a mí, latente y plural. Y consigo hipnotizarla por un momento. ¿Es eso el éxito, una hipnosis? Seguramente sí. Cesará el encanto y serán libres, serán ellos. En la multitud hay muchachos que podrían ser mis amigos, muchachas que podrían ser mis amantes. Esa relación sería cordial, natural, humana, verdadera. La relación que establece la fama es falsa, monstruosa, sucia. Hay un sojuzgamiento. Veo cabezas rubias, cabezas grises, la forma alabeada de la juventud y la ceniza pulcra de la madurez. Nunca me acostumbro a esta multitud ante mí.
Seré otro, seré agresivo, pulsaré el agua estancada en que los he convertido, en que los he hechizado, hasta que el lago profundo cante o ría conmigo. Pero yo estoy muy en lo hondo, triste, asustado, culpable. Convertir a una multitud en un estanque de ojos es humillar al ser humano, agredir a la especie. Como no tengo con qué responder a la expectación que he provocado con paciencia de años, les haré unas luminarias y que salgan del encantamiento antes de que despierte su conciencia de furia, de multitud, de monstruo. Ha venido el monstruo, sí, a cebarse en mí, me buscan sus ojos y sus bocas como pulpa humana. Porque ellos vienen a destruirme y yo vengo a hechizarles. Vienen a succionar un alma, a agotar una mirada, la mía, a beber en mis ojos como águilas, a atrapar mis palabras como el pez inmenso atrapa pececillos. No saben que les une una clave destructiva, porque la admiración también es destrucción.
Amor y muerte, amor y odio, amor y destrucción. ¿Y este amor de mil hombres por un hombre? La admiración, la expectación. Yo me afirmo a costa de ellos y ellos se nutren de mí, quieren alimentarse de mi alma y mis intestinos. Las admiraciones colectivas son odios sublimados, destrucciones no consumadas. Se asombra la His toria de que la multitud que adora a un líder lo lapide tiempo más tarde. No hay ninguna incoherencia en esto. Es la misma cosa. La adoración es una forma de posesión, y la posesión sólo se consuma en la destrucción. O bien se destruye a un hombre, se le asesina en masa, y tiempo más tarde se glorifica su recuerdo.
Sólo podemos adorar aquello que hemos destruido. El cristiano tiene una clave de culpabilidad que es su mejor explicación. Se mata a un hombre, a un Dios, y ya se le puede venerar durante toda la Historia. El asesinato del padre, de los psicoanalistas, es siempre el comienzo de una religión. Toda veneración duradera necesita una levadura de culpa. Han venido a escucharme en multitud, y en multitud podrían lapidarme porque hay un apetito humano por lo humano que sólo se sacia con el delirio o con la sangre. Provocar el delirio de la multitud es defenderse de ella. Cuando cese el delirio, me matarán. El domador entra con una antorcha en la jaula de las fletas. Su vida durará lo que dure la antorcha. El fuego fascina a los leones. Luego necesitarán devorar esa fascinación, devorar al domador. La relación del hombre público con sus seguidores es de este orden. ¿Podría ser más clara, más sencilla, más pura?
No el miedo pueril de los conferenciantes tímidos, sino el miedo hondo que tiene el niño cuando ha despertado al perro dormido. Necesidad de despertarle y terror, luego, de verle despierto. Qué añoranza del incógnito, del anónimo. Qué sosiego, ir por la vida en silencio, saludando sólo a los amigos. Este gran bloque de expectación se deshilacha, luego, al final de mis palabras y me llegan los seres aislados, un estudiante, una anciana, un caballero, una mujer hermosa. Se ha roto el encanto, se ha quebrado el hechizo y ellos vuelven a ser personas, liberados de la acumulación y el bloque. Entonces, la expectación tiene su manifestación pequeña, cotidiana, un libro, una firma, un saludo, una sonrisa, unas palabras, una mano. Es la forma pequeñoburguesa e inocente de la popularidad. No es nada ni sirve para nada. Una cosa urbana, correcta, amable. La tragedia griega de la multitud degenera en comedia de costumbres: el escritor leído y su público. Cómo les amo ahora, cuando son otra vez personas, cuando tienen rostro y voz. Puedo entenderme con ellos. Pero ese fenómeno de ilusionismo, de espiritismo o de circo, que habíamos provocado entre todos, entre ellos y yo, ha sido como un sueño y, por fin, se ha desvanecido.
Qué vértigo, la multitud. Se comprende por un momento el vértigo de los políticos, que les lleva a la cumbre, a la guerra, a la muerte, a la caída. Qué tentadora, qué peligrosa esa multitud a merced de uno. Hay una angustia de inminencia, ante el cuerpo inmenso de la multitud, sólo comparable a la que se produce ante el cuerpo desnudo de la mujer. Demasiado propicio. Son un bosque, esos cientos de personas, y el pirómano secreto que llevamos en la sangre quisiera prender fuego al bosque. Hacer con todo una manifestación, un himno, una bandera, una apoteosis, una guerra. El escritor, con la multitud, se limita a hacer una conferencia. El político hace un motín. Luego, en mi soledad, entre los libros, los silencios y el hijo, no son trofeos de gloria lo que encuentro en mis manos, sino un vacío, la conciencia de un gran equívoco, de un malentendido ni siquiera trágico. Un malentendido mediocre. Yo no soy el que creen que soy. Ellos no son los que creen que son. Sueñan que me admiran. Sueño que me admiran. Todo lo más, una conjunción de sueños. Nada existe. Yo no quería este destino de hechicero.
Mas la violencia está en la calle, el maretazo oscuro de la política, y pasa otra vez el ala nocturna del miedo, canta la sangre y el dolor, y hay grumos humanos, embolados, atropellos de luz en la luz, de sombra en la sombra. Algo está pasando. Así camina la Historia, hijo. A golpes, a traspiés, con latigazos de sangre y gritos de odio. A días veo muy claro el progreso dialéctico del mundo, el ensanchamiento de la humanidad, las luces venideras del futuro. Pero a días todo está negro, hijo, cargado de inminencia, obcecado de fatalidad.
El mundo reposa en la explotación y se desplaza por la guerra. El mundo descansa en el explotado o avanza sobre cadáveres. Puedes elegir entre la esclavitud y la muerte. O ni siquiera eso. Eligen por ti. El hombre sólo ha sabido erigir escaleras de peldaños humanos. Todo se hace a costa de alguien. Enseñar Historia o grandes monumentos es enseñar crímenes. Vivimos sobre el terreno pantanoso de los explotados, pisamos las arenas movedizas de inmensas extensiones de sufrientes. Landas de sangre iluminan nuestro paisaje.
¿Avanzamos en círculo, en línea recta, en zigzag? ¿Avanzamos siquiera? Mira a un obrero de cerca. «Es tan persona que asusta», como dijo alguien de otra cosa. Hay tras él generaciones de esfuerzo, viene del fondo revuelto y gremial de los oficios, las epidemias y el hambre. Qué genealogía de pestes, qué siglos de Historia taraceados en sus manos, en su frente.
El ocio, la belleza, la cultura, borran el pasado. Los que se quieren insignes, nobiliarios, carecen realmente de tradición, de historia, como un objeto demasiado nuevo. En quienes está escrita la Histo ria es en los pobres. Todo puede leerse en ellos.
Batallas, trabajos, sufrimientos. La historia de las enfermedades y la historia de los monumentos. Todo está en el cuerpo de un obrero. Han movido el mundo. Han hilvanado en su pecho desnudo los fríos prehistóricos, las hambres medievales, la esclavitud romana, el esfuerzo gótico, la hoguera cursiva de las revoluciones y la geometría negra de las cárceles. Mira a un obrero.
La escritura musical de Beethoven y los sonetos miniados de Shakespeare. Todo ha sido escrito sobre la piel del pueblo, porque sin esas columnas de esfuerzo, sin ese subsuelo de sangre, nada se habría mantenido en pie. Pero cada obrero es una mina que estalla. La cultura luce sobre un campo de minas. Así, todo es provisional. Habría que hacer justicia, hijo, de una vez para siempre, no sólo por la justicia misma, no sólo por el hombre, nuestro hermano, sino por abolir la provisionalidad de la Historia, por darle un firme verdadero al mundo. Todo se ha fundado sobre un equívoco, sobre un engaño, sobre un malentendido, sobre una falsedad. De modo que nada se ha fundado verdaderamente. Nos sentimos provisionales porque pisamos víctimas. La Historia no ha empezado. El tiempo y la cultura sólo son un error. Dejaremos de ser provisionales cuando seamos justos.
No sé de qué te hablo, hijo. No sé de qué me hablo. Iba diciendo que hay violencia en la calle. El error, a veces, trata de consumarse. O bien el error aspira a la verdad. Quiere realizarse como error o redimirse en certeza. Hay un malestar en la cultura, como escribió alguien, pero no creo yo que sea otro malestar que el de nuestra provisionalidad. Hemos reducido al pueblo a un sueño. Le negamos su realidad. Y la consecuencia es que pisamos sueños. Nada puede fundarse sobre las aguas del sueño.
Pasan inviernos por la calle, presiento otra vez el aliento del pueblo queriendo cobrar realidad, la realidad que se le niega, queriendo romper el hechizo en que está encantado, como sueño o sombra, como masa o tierra. Pasan carnavales de sangre y comparsas de miedo. ¿Cómo accederemos, hijo, al mediodía?
Por galerías innecesarias, por cavidades húmedas, por domingos sin suerte, busco una y otra vez el cuerpo blanco y lírico, la mujer delgada que azota como un látigo de amor, y a veces, cuando caigo desalentado en cubos de madrugada, cuando desespero sonriente en camas de hojalata, surge, reclamada por mi soledad, la criatura de senos invisibles, de grupa musical, que se somete en el amor con la docilidad primaveral de las ciervas o las yeguas enfermas.
No sé si es el amor o la fuerza de mi soledad apremiante, no sé lo que la trae, no sé lo que te atrae, en tardes embalsamadas de dolor, bajo la sombra de mi vello adusto, y es entonces cuando los milagros del cielo, de un cielo bajo y descielado, se realizan en la tierra, en las grutas altas con claraboya marina, o en el vértigo de los patios donde un niño ha vomitado y una anciana ha secado la sangre del gato que acababa de asesinar.
Nada, por otra parte. La triste comprobación de que estas cosas también ocurren en la vida, un hombre que ha consumado todos sus sueños con extraña precisión de sonámbulo, y ese desnudo de mujer que alumbra, entre la manigua caduca de los viernes, sin demasiada luz, sólo con la claridad de alma que a veces tiene la piel, sólo con la curva tenue, pálida y joven, de un seno no logrado o un muslo desvanecido.
Por lo demás, días enlocados, páginas donde ha dejado su huella dactilar el tiempo o el polvo, abrigos que se caen solos de las perchas, como blandos suicidas, rincones donde viven periódicos atrasados y animales heridos, fiestas en las que arde un árbol inocente y ficheros de mil bocas, como dragones cuadriculados, devorando la perpetuidad del papel y la gomaespuma de la costumbre. Mi interior se alimenta de mi exterior, y viceversa. La muchacha se ha puesto un leotardo de humo porque tiene frío de sótanos en su esqueleto malva.
Por galerías innecesarias, por cavidades húmedas, por domingos sin suerte vuelvo a mi lámpara de siglos, y experimento en el vaivén de una mecedora la facilidad desconcertante con que se va la vida, la complacencia indiferente con que se cumplen los sueños, y esa angustia no excesiva de que todo está al alcance de la mano, que los sueños doloridos del muchacho no eran sino pequeñas realidades extrasemanales a las que volver de vez en cuando. Puesto que todo es así, puedes morir en cualquier momento con grandiosa futilidad, pues ya ves que el tiempo es expeditivo y la vida aligera trámites para quedarse de brazos cruzados, que es lo que más le gusta.
Muchacha, tu cuerpo era como un solo día de primavera tibia, delgado e indiferente, claro y dócil, y pasará entre los calendarios, lucirá un poco más bajo la palidez sombría de mi cuerpo, porque la lámpara muda de tu carne es ignorada por los días de lluvia, las calles malogradas y los vendedores de pobreza.
Estoy viendo vivir a una esfericidad. Glúteo y culo son palabras que le van bien. Esa aglomeración de la ele y la u acentuada compone bien la elasticidad, la dureza de lo que se quiere sugerir. Estoy viendo vivir a una esfericidad. A veces ocurre que vas por la calle y la esfericidad se te pone delante. Ella va con su pantalón ceñido, generalmente rojo, y ni siquiera es necesario verle la cara para saber que la tiene adorablemente vulgar, con el pelo marrón corriente, los ojos grandes, pero no profundos, la nariz pequeña y la boca descarada. Una muchacha. Al principio, la esfericidad camina delante de nosotros, reparamos en ella varias veces, pero seguimos con nuestros pensamientos. Hasta que decidimos seguirla.
En la media tarde, solitario por la ciudad, como otras veces, estoy viendo vivir a una esfericidad. Esa aglomeración de eles y des, esa elasticidad, esa manera de combarse y de vivir que tiene el cuerpo de la mujer. Naturalmente, no pienso acercarme a la muchacha, ni hablarle. Pasaron aquellos tiempos. Sería un mal negocio, por otra parte. De lo que se trata es de seguir sus pasos, de ver cómo va y viene eso, cómo salta un poco dentro del pantalón. A la mujer que llevamos a nuestro lado no la vemos bien. La ven mejor los que van por la calle, los que se cruzan con nosotros, los que vienen detrás, sobre todo los que vienen detrás.
De modo que decido ser el que viene detrás. Esto es el arte por el arte, mirar por mirar, seguir por seguir. No tendría nada que decirle a la muchacha, salvo algunas imágenes literarias sobre sus esfericidades posteriores, y esto no iba a entenderlo. Quizá llamaría a un guardia, que tampoco iba a entenderlo.
El desinterés, el platonismo, la gracia de todo esto es que yo la siga un rato, que siga a esa esfericidad, que la vea subir escaleras mecánicas de grandes almacenes, doblarse por la mitad modelando el pantalón, apresurarse en los pasos de peatones, aparecer y desaparecer entre la gente. La esfericidad es perfecta, ni alta ni baja, más bien alta, en todo caso, con relación a la cintura, y más alta aún cuando salta un poco en los andares. La esfericidad es esférica, no alargada, no abombada, y está más cerca de la manzana que de la pera, como debe ser. Dos frescas mitades de manzana, dijo el poeta.
Es la hora de la media tarde, la hora en que yo debiera estar viajando en ese cometa quieto que es el cóctel de cada atardecer, con su cola de luces y damas, de copas y risas, gozando de lo que llamaremos mi pequeña gloria literaria. O sea, lo que me corresponde, aquello a lo que tengo derecho. Uno ha trabajado, ha hecho unos libros, unos artículos, unas cosas. Uno ha tenido constancia, paciencia. Uno debiera estar ahora recaudando todo eso, recibiendo sonrisas, felicitaciones, parabienes, el beso húmedo y falso de la gloria, la copa venenosa de la fama, el picoteo malicioso de la popularidad. Uno ha sido tan estúpidamente paciente como para perder el tiempo y la vida en fabricar rectángulos impresos de grosor variable, nunca con más entidad que una caja de puros llena. Uno podría ir ahora por la vida repartiendo y recibiendo puros.
A la mierda con todo.
Uno está aquí, en mitad de la calle, en invierno, cuando cae la tarde en la ciudad, lejos de la dorada y lamentable galaxia que le corresponde, viendo vivir a una esfericidad. A lo mejor me compro un cucurucho de castañas, y el papel de periódico se calienta en mis manos con el calor de las castañas, y la tipografía atrasada y mentirosa se recrudece, y todo ello me huele a tinta impresa, que es al fin y al cabo el olor de mi vida, de mi trabajo, y las castañas asadas me huelen a infancia, que es mi única verdad.
Como castañas y me alegro cuando no me salen podridas o locas. Como castañas y voy detrás de la esfericidad, y atravesamos, la muchacha y yo, uno detrás del otro —procuro que ella ni siquiera me advierta—, almacenes, tiendas, escaleras, metros, calles, cafeterías. Sólo quiero ver una vez más el prodigio de una adolescencia que se redondea y canta, la vida nerviosa y dura, ese lujo innecesario de la vida que es el cuerpo de la mujer, de la niña, esa curvatura ociosa, perturbadora por gratuita, que tiene de pronto la criatura, un adorno, un asa de la naturaleza que no sirve para nada, que no contribuye a la marcha de las especies ni al comercio de las mercancías. Pero que va siendo una de las pocas verdades diarias y ciertas que atisbo en el disparate de vivir. Como castañas como otras veces voy con una barra de pan en la mano. Llevo el cucurucho de castañas en alto como algunos mediodías llevo el pan, la barra dorada en el día azul. Magritte, que era un surrealista modesto y genial, belga e iluminado, pintaba barras de pan voladoras por el cielo azul.
Me siento un Magritte, un personaje de Magritte, un cuadro de Magritte cuando voy con mi barra de pan a través del mediodía, como con una lanza de oro obrero para arremeter contra los gules del cielo. Vivo dentro de un cuadro de Magritte y soy el vecino que pasa, me fisgo a mí mismo en los escaparates y el pan que llevo en la mano me emparenta con el pan que iba a comprar en la infancia, porque el pan siempre es el mismo, y vuelvo a ser aquel chico que hacía recados. En lugar de la gloria literaria del mediodía, ir a comprar el pan y pasearlo por la calle, como se pasea un periódico doblado, porque la barra de pan es el periódico doblado, porque la barra de pan es el periódico de la panadería y trae las últimas noticias de lo que pasa en la tahona. En lugar de la gloria literaria del atardecer, un duro de castañas y el ver vivir a esa esfericidad, no porque yo haya renunciado a nada, ni porque hubiese nada a lo que renunciar, sino porque yo soy el hombre de la calle, el señor que pasa, ése que yo veía pasar de niño.
De niño, yo veía pasar a un señor tranquilo, en el atardecer, sin prisa, dueño de sí, y le envidiaba, y quería llegar a ser aquel señor, y creo que ya he llegado o estoy llegando. O sea, que todo consiste en lograr esa despreocupación, esa facundia, esa indiferencia, ese dejarse llevar por el oleaje manso de la ciudad en el anochecer, a ver qué pasa. Con una barra de pan en la mano, poniendo oro en el escudo del mediodía, o con un oscuro revoltijo de castañas en la noche, echando humo, me libero del gran error literario y estoy viendo vivir a esa esfericidad.
Cruzamos luces, noches, esquinas, gentes, y esa doble esfericidad, o esfericidad partida por dos, según los momentos, tiene gracia, agilidad, nerviosismo, altura, juventud, optimismo y alegría. Es conveniente que el pantalón sea rojo, y que ella haya salido a cuerpo, a pesar del frío, y que el pantalón le esté ceñido, ajustado. Lo que le imagino cuando anda, y el movimiento selvático que le imagino cuando se detiene y reposa. En fin, lo demás lo hace la locomoción. Y la inmovilidad escultórica abundancia correcta y graciosa de la vida. Nada más que eso. No quisiera hablar con la muchacha, ya digo. Seguramente iba a decepcionarme, pero tampoco es por eso. Ni siquiera le he visto la cara, apenas. Sólo el perfil, en algún momento, el ojo bosquimano en el rabillo pintado. Aunque la chica fuera genial. Qué pena si fuera genial. Sólo quiero ver vivir dos masas de vida que cantan en libertad, gemelas, parejas, armónicas, imprevisibles.
Todo lo más, le haría a la niña las uñas de los pies. Y me pregunto si alguna vez le he hecho las uñas de los pies a una mujer. No sé. Lo he vivido o lo he soñado. Lo he leído o lo he imaginado. Tomar sus pies blancos, de una materia pueril y saludable, hacer algo con aquellas uñas. Pintarlas, cortarlas, no sé.
Acariciar el pie, el pequeño animal, la bestia muda y breve, la alimaña graciosa con sus cinco armas breves. Sólo eso. Los pies de una muchacha, cuatro dedos como cuatro niños dormidos. Un dedo que se quiere más adulto y agresivo, un dedo efébico, con algo del torso desnudo de no sé qué adolescente. Y la coraza de la uña. Un pie de muchacha. Esta muchacha, su prisa, el momento en que desaparecerá de mi vista, para siempre, o el momento en que dejaré de seguirla, sin cansancio ni razón para ello. Qué bien, lejos de la astronomía convencional de las fiestas literarias. Qué lejos del que creen que soy, del que esperan, del que conocen, del que aman, del que odian. Qué bien lejos de mí, de ése en el que torpemente me he convertido. Cómo se aleja, cantando en rojo, esa esfericidad. Los surrealistas creían en el vagar por la ciudad y en el encuentro mágico de la mujer. A mí me basta con la mujer de espalda. Ni siquiera he necesitado verla de frente. Cómo se aleja, viviente y pugnaz, esa grupa de muchacha.