ÉRAMOS líricos y blancos, dos almas esbeltas en una primavera de papel —recuerda—, y ahora la vida nos ha reunido, abrasados ya de días, sazonados de muerte. Éramos aquellos que acrecentaban la luz, y, un día, uno de esos días que transcurren en la sombra, la vida nos reunió. Qué encontronazo de almas, qué manera de consumar, tardíamente, aquello sólo iniciado. El tiempo te había madurado para mí. Mil mujeres que eras o habías sido se interponían entre tú y yo pero las íbamos asesinando con disparos de alcohol y cuchillos de voz, hasta que volvíamos al tiempo recobrado. No sé. El sol que forjó tus pecas como un florecimiento sin motivo, había apagado tus ojos y recontado tu pelo, pero conseguí, conseguimos, que fueses la misma. Piedra un poco más dolorida, dabas la misma agua de tu voz fresca, la misma claridad de tu sonido líquido.
Quiero probar los cuerpos que ha probado ya la muerte con una primera glotonería que aún —ay— no anuncia nada. Quiero que después del primer lengüetazo de la muerte sobre mi carne, otras bocas vengan a santificarla de vida. Quise recontar las pecas de tu cuerpo, en un día lejano, cuando nos encontramos y venías no sé si de pasado o del futuro. Hombres, luces, miedos, amores habían pasad por tu cuerpo, que me reconoció, pese a todo, como el mar reconocería la primera embarcación —madera y sueño— que lo surcó en los albores.
El pasado se nos enredaba con el presente, la vida con la muerte, pero asistí en tus ojos cansados al espectáculo de la perpetuidad de ciertas cosas leves, como la pardosidad de cierto verdor o la lentitud de ciertas miradas. En un universo insensato y cambiante, fascinante, de pronto, el espectáculo íntimo de una fijeza, el que una voz siga cayendo de las mismas cataratas de espuma, el que uno ojos sigan recogiendo las mismas luces doradas y ámbar, con olvido de todas las demás.
Qué piedra de fidelidad es ésa. A qué responde la identidad de un ser, de una mujer, cuyas células, cuya vida, cuyo corazón se mueven cada día. Algunos dirían que eso es el alma. Explicación que no explica nada. Otro nombre para el misterio. Qué obstinadamente somos nosotros mismos. Basta dejar de ver a un ser, reencontrarlo en el tiempo, para comprobar con estupefacción que vive preso de su voz, sus movimientos y su risa. O que vuelve sobre todo ello asiduamente, amorosamente, sin saberlo. Somos la piedra y el mar que la pule. Nos redondeamos a diario, viviendo. Cada vez es uno más sí mismo. Algunos filósofos lo llaman individuación. Otro nombre para el alma. Estamos tan fijos como un árbol, tan definidos como una piedra. Los grandes cambios en nosotros mismos son ondulaciones leves a flor de agua, a flor de piel. Cambian los sentimientos, pone banderas negras la experiencia, pero hay una piedra luminosa de donde nace la mirada, hay un agua estremecida de donde nace la risa, que son siempre iguales en la caverna del ser.
Eso encontré en ti, en ella, en su cuerpo, en su vivir. Pude asomarme a la caverna verde de su ser ella, al mismo fondo fresco de entonces. Profundicé más que antaño, fui mucho más adentro, pero, después de mi retirada, su fondo claro y oscuro, verde y vivo, seguía intacto, adolescente, igual que entonces. Había llegado yo a lo que no muda. No había llegado a ninguna parte.
Rebanada intensa, tu cuerpo, loca pecosidad, zarza de pecas, fiesta dorada, blanca y roja, que ahora recuerdo, tan lejana, tan cercana, como abrevadero loco de mi vida. Haber mordido, al fin, el grito roto de tu vida, el hilo dulce de tu alma, en una devoración larga y profunda que te deshace en nombres, ayes, besos. Era un verdor de días, una boca de luz, una manzana. Y la pesada gloria de tu cuerpo, tina tierra caliente y trabajada de la que vuelan pájaros de voz.