(EL caballo blanco y heráldico lo presidía todo, instaurada su blancura y su poder en aquella confusión de bufones, calzas, dueñas, santos, vírgenes, músicos dorados y verdes, diablos rojos y amarillos, profetas grises y aventados, dioses azules y fulgurantes. El caballo estaba allí, pasando por la algarada del Renacimiento, pisando los ropones, iluminando las sombras del pecado, ennobleciendo y bestializando al mismo tiempo todo aquel conjunto armonioso y caótico, solemne y callejero, de clérigos, damas, capitanes del cielo y arcángeles del barro.

Yo, niño espectador, niño atónito, lo miraba todo desde mi paño rojo y blanco, y me veía, vestido de monaguillo de lujo, como una prolongación del cuadro, uno más entre aquellos personajes que vivían su fiesta renacentista, pagana y católica, en la gran sacristía de la parroquia, entre el cielo y la tierra, entre la cúpula menor de aquella nave, varadero de nubes santas, y el piso a grandes losas blancas y negras. Los dorados, los candelabros, los hachones, los restos de altares y la ruina de las Vírgenes poblaban la sacristía de una suerte de desorden y hermosura que eran como el caos de todo lo que en el gran cuadro estaba armonizado, entero, joven, vigente y tonante. Mi vestidura larga, blanca, roja, de monaguillo, me permitía entrar con alas de hopalanda en el cuadro enorme, hasta el costado de aquel caballo de yeso vivo, de harina musculada, de blancura y plata. Miraba yo, en las penumbras de la sacristía, con ojos de espectador nuevo y atónito, la plenitud de un mundo que en torno mío era ruina, recuerdo, remiendo, nada.

La realidad en torno también se componía de libros de oro y vasijas ilustres, pero todo estaba ya como vencido y cubierto por una pátina de pasado que en el cuadro se tornaba actualidad y color. No sabía el niño atento quién podía haber pintado aquello, ni siquiera se planteaba el que alguien lo hubiese pintado, sino que lo asumía como una realidad fascinante, como un cine natural y mágico, y era como estar viendo al mismo tiempo el pasado brillante de las cosas, tan presente, y su presente ruinoso, tan pasado.

Espectador sin límites ni limitaciones, entonces, como no he vuelto a serlo nunca, tomado por el cuadro en su remolino de dioses, hombres y mujeres, o bien disfrutador único del descenso de todas aquellas pinturas a la realidad, su toma de posesión de la sacristía, de la iglesia y del mundo, su moverse en torno mío con ritmo de olores y rapidez de música. No sabía entonces el nombre del artista, ni ahora os lo diría, aunque lo supiese, porque entonces volveríamos a los límites, a las distancias, al arte como espectáculo, contemplación, erudición, catálogo, y habríamos perdido aquella facultad mágica y silvestre, niña y eterna, de participar del arte como de la vida, como de otra vida más armoniosa, caliente, verdadera y prometedora al mismo tiempo.

En el invierno, cuando la iglesia estaba fría, hacían iglesias de la gran sacristía y entonces podía uno pasarse misas enteras [que eran in misas perdidas] mirando para el cuadro, viviendo su grandeza de caballo blanco y su alegría de músicos borrachos y reinas semidesnudas. Lo que uno perdía del culto, lo que uno perdía de liturgia, de misa, de cielo, de salvación, lo ganaba de arte, de historia, de historia del arte, de tierra poblada, humana y divina. Nunca más este monaguillo que os habla y que hoy sigue oficiando no más que de monaguillo en las misas del arte y de la cultura, nunca, digo, ha vuelto él, ha vuelto uno, he vuelto yo a mirar un cuadro, a vivir un cuadro como entonces, como aquel cuadro, sin limitaciones de espectador ni de crítico. Porque en la iglesia grande, en la iglesia de verdad estaba el Cristo yacente de Gregorio Fernández, un cuerpo de brillo y realidad, con lágrimas duras y pies labrados, pero aquel Cristo sólo se me hizo humano la noche en que al abuelo le vino fuerte la bronquitis y las mujeres de la casa le tenían desnudo y le ponían ventosas en el pecho grande y viejo, sobre el que se clavaba, como en el Cristo, una barba dura. A pesar de que enterramos al abuelo y de que yo podía seguir viéndole en el Cristo yacente de Gregorio Fernández, aquello no fue, ni parecido, como lo del cuadro.

Y el Cristo tenía la llaga del costado, como el abuelo, y parecía que respiraba con dificultad en su hornacina, y miraba con los ojos entornados, miraba con lo blanco de los ojos, que es como miran los muertos, viendo entre los párpados una zona que no es del cielo ni de la tierra.

Pero yo quería volver al cuadro, volver a la vida de aquella pintura que no era vida pintada sino pintura vivible, y ya supe entonces, tan pronto y para siempre, que el arte real y verdadero, el arte de Gregorio Fernández y etcétera, no era lo mío, y lo siento por el abuelo, pobre abuelo, pero mi vida, mi futuro estaba en aquel mundo complicado, coloreado, del cuadro de la sacristía, en aquel Renacimiento de colores con pies, música con alas y caballos casi maternales. Amo un cuadro, desde entonces, entiendo un cuadro y lo penetro y traspaso sus límites cuando vuelve a ser el cuadro de mi infancia, de mis tiempos de monaguillo, aquel Renacimiento de sacristía, aquel barroco para el que las beatas, sin duda, no miraban, nunca, pero que tenían un caballo blanco y virginal que triunfaba de todas las beatas. En Goya y en Picasso hay caballos así, hay colores así, y luego he leído que Goya pintaba con amarillos de tortilla de patata, pero mis límites de espectador estaban entonces entre el cuadro de la sacristía y el Cristo de Gregorio Fernández, y me quedaba muy lejos, y tan cerca, el Berruguete del museo o de San Benito, unos hombres, unas mujeres y unos santos con las formas violentadas por el pecado o por el amor de Dios.)

Pensiones de sombra, horas perdidas, sillones de cuero sintético en el recibidor, penumbra, flores de plástico, corredores, espejos pentagonales con un trébol grabado en cada ángulo, el mensaje oloriento de la cocina, mesas inseguras, y las hojas de los periódicos de la semana, en el retrete, en un clavillo, cuidadosamente cortadas e igualadas, formando un nuevo periódico, un diario insólito que nunca hubiera previsto el redactor-jefe, y que se podía ir hojeando mientras uno apretaba el intestino, se miraba las rodillas duras y un poco en punta, o el borde de los zapatos —estos zapatos están ya escoñados— y por la ventanilla alta, que daba a un laberinto de patios entelarañados y gatos y tejados, entraba el rumor de la ciudad, oleaje de los coches, una estampita de cielo azul —aquí, por lo me nos, nunca nos falta el cielo azul, que es una alegría y una bendición de Dios— y la música de las radios y el lenguaje didáctico y suficiente de las televisiones. Había que ganar la lucha por la vida, duelo literario, o gritar horrorizado, baudelerianamente, antes de sucumbir.

El hombre de la pensión estaba en la cocina, haciendo los crucigramas del periódico, dando de comer al canario, yendo a mear de vez en cuando, hablando por teléfono con la tienda de comestibles porque era un solterón haragán, y las mujeres de la pensión, sus hermanas, andaban azacaneando por la casa, también solteronas, habla doras y menudas, con batas de flores sobre sus rebecas negras, y en una habitación había un pianista tísico que tocaba en una boite afrocubana, y en otra habitación estaba el seminarista huido leyendo a San Agustín y masturbándose, y en otra habitación estaba yo mismo, a lo mejor, con dolor de estómago o de corazón, escribiendo mentalmente el libro que escribe uno durante toda la vida, sin escribirlo, con las neuronas, desde el útero materno, y en cuya elaboración y maduración nos cogerá la muerte.

No sé si el adiós a la juventud perdida o el retrato del joven malvado o la crónica de la vida airada, pero en las pensiones se adensaba la verdad de la capital, el alma pobre de la ciudad, ese fondo de retrete, piorrea, nicotina, oratoria y amancebamiento que tiene la política y la literatura, porque habías venido a eso, a hundirte en el légamo caliente de la vida, a respirar la halitosis de los grandes maestros, a vivir en un clima de muela picada y pasar por todo y salir en los periódicos, volverte del revés y dejar por el mundo todo el saco de tipografía que traías en los riñones desde siempre.

O bien las pensiones con espejo en el armario, con armario en la habitación, con habitación individual que una noche había que compartir con el opositor de paso y otra noche con el carcelario recién salido de la cárcel. Las pensiones son los viveros políticos, literarios y teatrales de la ciudad, en las pensiones céntricas y ahogadas escribieron los que escribieron la Historia del país, y el historiador de derechas estaba paredaño del historiador de izquierdas, y los que luego, pasados los años, coinciden en la Academia o en el Parlamento, fueron primero compañeros de pensión, compañeros de retrete, vecinos de alcoba, y llevan dentro todo el resentimiento de café malo y meretrices crueles que los marcó en su juventud.

Digamos que el medio siglo corría ya por su segunda mitad y el espejo de la pensión reflejaba a un muchacho borroso, tan borroso como en la fotografía del colegio —aquella mañana de enero, en el patio—, y él se miraba allí las gafas insuficientes, el pelo apaisado, la boca delicada, el traje desvaído, la corbata fatigada, y las lágrimas, las lagrimas pueriles, las últimas lágrimas y el último temblor de chopo intelectual azotado por el viento primaveral del futuro.

Camas de buena familia, camas sobredoradas y barrocas donde habían dormido y engendrado los mejores matrimonios del barrio, y que ahora se veían prostituidas, como hijas de notario, en el ir y venir de los huéspedes, entregadas una noche al extranjero del cine y otra noche al señor de provincias. Camas con historia, donde uno dormía mal, o demasiado bien, sintiéndose primogénito de una gran familia, amaneciendo con dosel y estucados, irónicamente, cuando lo que había que hacer era echarse a la calle a ganar unas pesetas.

Eras el intruso de una vida, el usurpador de una intimidad burguesa que las tornas habían convertido en hospedaje, y te movías entre muebles rococó y finas columnatas, y dormías en una cama grande, familiar, arropado con las sábanas y los edredones que la señora viuda no había tenido más remedio que poner en alquiler. Se habían quedado frías de tantos muertos, aquellas sábanas, de modo que nos daban más escalofrío que intimidad, y hubiéramos querido por un momento, antes de echarnos descalzos al frío del pasillo, que el engaño se prolongase, que la mentira se hiciese verdad. Habríamos querido ser el vástago perezoso y dormilón de una dinastía burguesa.

O las camas escuetas y mortuorias de otras pensiones, los catres con bultos, estrechos, con los colchones rellenos de patatas, quizá, camas cuarteleras que nos disponían mejor a la pelea, a la lucha por la vida, camas que nos expulsaban hacia la calle con su dureza, su irregularidad y su insolidaridad. Nunca una cama propia, conseguida, íntima, de modo que estábamos poco tiempo en la cama, pues las patronas, por otra parte, nunca querían huéspedes camastrones.

El sexo, aquella cosa dulce que gemía en la infancia, aquel interior de flor que cantaba apenas, aquel secreto vegetal y pequeño, que fue alcanzando frondosidades de placer, urgencias de dolor, que llegó a proliferar, alumbrar, quemar como un verano o una primavera, clandestinos. Aquello. El sexo, la cosa, aquella cosa, la planta tímida que gemía de amor contra las tipografías austeras del catecismo, contra la severidad de las familias y la legión de los pecados. Aquello.

Clave del tiempo, suspiro de la carne que luego sería la carne entera, reguerillo de vida en que más tarde se anegaría la vida toda. N nos habían dicho que había que lavarlo, cuidarlo, manipularlo, deshojarlo, sino que era lo secreto, lo callado, desde que perdió la grao primera de la infancia, su inocencia de ameba, y fue cobrando agresividad y fuego. De modo que le quitábamos sarros con la uña, en la escuela fría de posguerra, y fue la gran potencia orinadora que podía calentar las manos, cruzar la calle y asustar a las niñas.

Empezó a torturarse a sí mismo, a desearse a sí mismo, violado de alpacas y hopalandas, fornicador de vírgenes de lienzo, doncel de retrete y mujeronas de vacío. Parece que la vida va a ir por un camino y el sexo por otro. Se tarda en aprender que el sexo es el camino, que no hay más que un camino. Un árbol nunca visto de deseo proliferación apuntaba en el alma, y una vergüenza de salitre nos abrasaba la ropa, y de eso se pasa al sexo como agresión, como exhibición, que es otra forma de sufrirlo. Qué difícil y qué tarde la asunción del sexo, su verdad, su plenitud, la invasión pacífica y placentera, la aceptación.

No era un enemigo que llevabas en la carne, ni un secreto, ni un mal. Era la fuente cegada que habrías de convertir en fuente serena. Pero eso no lo enseñaban. De modo que fue pasando, clandestino, por mujeres oscuras, cuerpos velados, manos de sangre, por la floración temblorosa de las enfermedades y el percal eucarístico de las novias. Tardaría en navegar dulcemente las aguas rosa, el tiempo de tina mujer, el silencio de toda una tarde. Tardaría en ser la flor violenta de las primaveras interiores, mas hoy está dueño de sí, lleno de recuerdos, heroico de pieles, dentaduras, noches, sangres, ninfas y reptiles. Hizo su biografía, pespunteó el mundo, ha perdido su calidad de arma y su rubor de planta, y florece maduro, pleno, vegetal y lírico en la penumbra del futuro.

Qué seguridad, qué paz, qué silencio varón emana de él, me viene cuando trabajo. Dejar que la invasión del cuerpo se consuma, que todo el cuerpo se haga sexo, para que todo el sexo, en seguida, se haga alma. Luchar contra él es hostigarlo, sitiarlo, enfurecerlo. Debe desbordar las laderas de la carne, es el Nilo que llevamos en el alma, y cuando ha bañado plácidamente el mundo nos deja serenos, seguros y luminosos. El sexo es una flor o un monstruo. Se puede optar, en la vida, por llevar oculto un monstruo o por llevar erguida una flor. Casi todo el mundo opta por el monstruo, lo esconde, lo hostiga, lo alimenta o lo mata.

Pero el sexo, que tiene vocación de flor, sufre mucho con su encarnadura de monstruo. Algo va a crecernos en el cuerpo. Un rosal o un reptil. Podemos nosotros decidir su naturaleza. Nos han enseñado a decidir que sea reptil. ¿Por qué no dejar que sea rosal?

La gente vive con su reptil, con su cloaca, y eso les sale a los ojos en la cara. Un rosal vergonzante en seguida se queda en sólo sus espinas. Luz a los rosales. Podrían pasear por la vida un lirio vivo, una orquídea alegre, y pasan de contrabando un nido de víboras. La culpa, el mal, esa herencia literaria y atemorizada que traemos de los siempres La vida es demasiado buena o demasiado mala. La vida hay que pagarla. No hemos aprendido la gratuidad de la vida. Cuando aprendamos que la vida es gratuita le perderemos el miedo sexo.

Pero se nace con conciencia de débito, con sentido de culpa, con heredada sensación de deuda. La vida es gratuita y eso es todo.

Gratuita en todos los sentidos.

No cuesta nada porque no sirve para nada. No hay que pagarla con sangre, justificarla con miedo o recaudarla en actos. Hay que prestarse a ella y dejar que se haga con nosotros. El sexo es la moneda con que hemos decidido pagar y cobrar la vida. Renunciar al sexo, o mortificarlo, o llenarlo de culpabilidad, es la manera de pagar la vida con el sexo. Utilizar el sexo, agotarlo, urgirlo, es la manera de cobrarse en sexo la vida. Nunca aprenderemos que la vida es sexo, que el sexo no es una moneda, que no se trata de una contraprestación, sino de dejar que los manantiales del ser corran libres y coloreen el mundo. Hemos amonedado el sexo, lo hemos convertido en rehén, en préstamo. Es lo más caro que tenemos, somos nosotros, y por eso queremos domarlo, que sirva para comprar algo, la inmortalidad, el perdón, la vida misma. Pero el sexo, que soy yo, que es uno, que es la vida, sufre con estas fragmentaciones. Miro mi sexo, liberado ya de su condición mercantil, metafísica, negociadora. Miro mi sexo, que ya no es una moneda ni un arma. Que no quiere comprar la vida ni la muerte, ni forzar nada, sino sólo iluminar el mundo, iluminarme, poner claridades dentro de la sombra femenina, acarrear luz a la luz y noche a la noche.

No sabe que la Historia conspira contra él. Luce inocente en la carne con su salud de émbolo o de tigre.

Pero los ojos, mis ojos, los ojos que me miro y que me miran, en el espejo, los ojos por los que he visto el mundo, por los que el mundo se ha asomado a mí. El exterior me conforma a través de los ojos estoy lleno de lo que he visto, de lo que he mirado.

Ojos castaños, un poco achinados, antaño, ojos cansados, hoy reducidos detrás de las gafas, ojo izquierdo con menos luz, que matiza y precisa mejor lo pequeño, el hormiguero de las letras, en un libro, ojo derecho, más activo, agresivo, más cansado y congestionado, por el que ha ido pasando, doliente, toda la cultura del mundo y se ha quedado en él, embotada, escociéndome, como otras veces he dicho. Hilvano el mundo con los ojos.

Ojos que imaginan cuando leen que ven lo que crean con su lectura, que ven incluso lo no visible y le dan precisión plástica a los conceptos, a los pensamientos leídos. Los ojos pastan en el libro y a veces, al cerrar el libro, los ojos se quedan dentro, como hojas frescas, y ando ciego por la vida, sin ojos, sin ver el mundo, porque los ojos siguen mirando lo que han leído, se han enterrado en letra impresa. Luego, cuando soy dueño de mis ojos, miro con ellos el mundo, y los paisajes vienen a los ojos en remolino. Cuando uno es consciente de sus ojos, es como el mar mirando el mundo. Los ojos son lo más acuático que nos queda de haber nacido del agua, y cuando un hombre mira la tierra firme, la montaña, es siempre una criatura del mar, es el mar-criatura quien contempla la sequedad mortal del planeta.

En mis ojos vive siempre una mujer. La mirada es la única forma de posesión completa, total. Ver vivir a la mujer, verla moverse, dentro de una armonía que la circunda, tenerla apresada en la retina, en la pupila, sin que ella lo sepa. Cae el cuerpo de mujer desconocida en el círculo del ojo, y vive en él, sin dolor, lo habita dulcemente. Mirar a la mujer.

El tacto es ciego, el olfato es galopante. La boca es frenética. El oído es torpe. Sólo el ojo alcanza la totalidad. Reconstruir una mujer a partir de su voz, de su contacto, de su sabor, de su olor. Eso es la imaginación. La imaginación es el vuelo de un sentido a través de todos los otros. La imaginación es la sinestesia, el olfato que quiere ser tacto, el tacto que quiere ser mirada. La imaginación nace de una limitación. La mirada, quizás, es menos imaginativa porque posee más. Pero la mirada necesita imaginar lo que ve, redondear y colorear el cuerpo de la mujer, acercar lo que está lejos, alejar lo que está cerca. No basta con mirar. Hay que sobremirar, sobrever. Hay que interiorizar lo que está afuera y verlo hacia adentro.

Mirar a otros ojos da miedo. Los ojos queman los ojos. El mal de ojo, decían los antiguos. ¿Y qué es el mal de ojo sino los ojos del mal? Los ojos se refrescan mirando el mundo y se queman mirando otros ojos. Nada nos abrasa como una mirada. La mirada del odio, la mirada del amor, la mirada de la pregunta. Sé que mis ojos pueden incendiar el mundo. Sé que otros ojos pueden incendiarme. Sólo otros ojos. Unos ojos de mujer.

Los ojos son espadas. Espadas en alto. En el amor, los ojos son lagos que se comunican, que se trasvasan. Ojos de mujer y de hombre. Pero en la vida vamos agrediendo y sangrando con los ojos, por los ojos. Fósforo de ojos, mirada fosfórica, el brillo de los ojos en la oscuridad del cuerpo, ojos fluviales en la sequedad de la carne. Peces, los ojos, que navegan por la luz o me navegan el cuerpo. ¡Ah!, la agresividad de los ojos. Los ojos, arma blanca.

Aprender a mirar los ojos, a mirar lentamente, profundamente, aprender a escuchar con los ojos. Nadie puede soportar la interrogación del silencio, se ha escrito. Nadie puede soportar la interrogación de los ojos. Los ojos nos descubren y nos encubren. Cuánto tiempo tarda un hombre en ser dueño de sus ojos, cuánto tiempo he tardado yo en habitar mis ojos, vivir en ellos, poblarlos. Porque generalmente huimos la región de los ojos, demasiado clara, y nos agazapamos en los sótanos del cuerpo. Hay que irse a vivir a los ojos como a lo alto de la claraboya, a las claras buhardillas de la casa, a los cielos del cuerpo. Estar en mis ojos para que se me vea y para ver. Instalarse en los ojos como en las estancias más soleadas del cuerpo.

Mis ojos, que han visto el mundo, reposan en una carne de mujer, de mujer desconocida. Bajo el sol, entre la sombra, lejos o cerca, ese cuerpo de mujer cuyo espesor deducen los ojos, esos miembros que hay que mirar hasta que pierden coherencia, sentido, convencionalidad —como lo pierde una palabra muy repetida—, y son ya sólo forma libre, volumen gratuito, pulpa de vida, existencia cuajada, materia involuntaria, alimento para el ojo. Desencantado de lo profundo, resido en mis ojos.

Ha venido el verano y se ha llevado al niño hacia otros soles, hacia otros veranos, arboledas de sombra en que se me pierde, tan amenazado siempre, playas desvariantes, mares que le acogen en su gran barba blanca, en su vejez clamorosa como una eternidad.

Niño mío, hijo, fruta fugaz, manzana en el mar, siempre lo he dicho, milagro instantáneo, doblemente imposible, estoy aquí, en el desorden de tu ausencia, entre los colores, animales, objetos, hierros, ruedas y seres de tu mundo, tan muertos sin ti, juguetes de un sol solo que apenas los roza, y me mira tu ausencia desde todas las paredes, encarnas en fotografías cuando halago el tacto de la nada. No estás.

Si algún día no estuvieras del todo, niño, cómo sería eso, cómo sería el mundo, todo él cuarto de juegos abandonado, planeta infantil vacío, el universo reducido a la ausencia de un niño. Voy y vengo ahora, con mis tropelías de adulto, entre la quietud de toda tu actividad. Tropiezo cosas que dejaste caídas, deshago con los pies, involuntariamente, un resto de tu juego interrumpido, y la pizarra me mira con su negror, pero tomar una tiza y escribir en ella una letra o dibujar un lobo, sería convocarte, estremecer el mundo de ondulaciones, y no me atrevo a hacerlo.

Qué callada la casa, sin ti, qué madre la casa, qué útero sombrío recordándote. Tu ausencia queda dibujada en un orden que es un desorden, y el flash de otros veranos fija en las paredes tu brevísima biografía de osos, playas, disfraces, mares y desayunos.

Los leones más fieros, los pájaros más metálicos remiten ya a ti dulcemente. Tu secreto emparentamiento con la selva llena de ternura las fieras de las revistas, y te recuerdo más violentamente cuando un animal pasa a mi lado, aparece en una página o se escribe en letra impresa. Con eso basta. Los animales, para la infancia, son signos, un leopardo vale por una letra y una jirafa por una palabra. El lenguaje para entenderse contigo son los bichos, y yo hablo gustoso ese lenguaje por que tú me entiendas, por entenderte. Ni mimos ni enseñanzas ni diminutivos. Es natural el niño porque maneja cosas, mejor que ideas, porque para él no existen las ideas. Las cosas mejores y más vivas son los bichos, de modo que tu lenguaje está hecho de ellos. Eres puro porque jamás has formulado una idea, aún, y discurres con objetos, te mueves entre realidades y te expresas mediante patos salvajes y lobos amigos. Fauna convencional que hemos acuñado para ti y para mí. Con la presencia de un perro en la calle me viene lo que tienes de perro, hijo, lo que tienes de bestia natural y directa, de ser errátil, y no hay nada como el parentesco de los niños con los animales, ese niño secreto de los ojos del gato, esa fiera rosada de tu cuerpo.

Estoy aquí, transitando la ausencia de un niño, pulsando la soledad, y me siento gigantesco y melancólico en el mundo menudo que él ha dejado. La melancolía de los gigantes, sí, me invade a los pies de lo pequeño, y quiero que el niño vuelva para que le vaya dando cuerda, desordenadamente, al reloj-búho y a todas las cosas que, a su paso, se llenan de ojos y reojos, le miran y hacen tic-tac. El mundo hace tic-tac cuando juega un niño. El universo es un tic-tac de luz y sombra. Tengo miedo, ahora, de tocar el desorden frágil y abandonado de tus juegos, hijo, porque no se me desmorone el alma y por no rectificar el azar sagrado de tu vida.