VENGO del noroeste, verde, monstruoso, musical. Vengo del agua extensa y el infinito nublado, horas verdes paradas sobre el bosque, rutas cambiantes a través del mundo, qué rincones de luz, de agua, de tiempo, entrevistos al paso, en la carrera, qué orbes pequeños, claros y quietos, para quedarse eternamente.

Biografías redondas, cuajadas de un vistazo. Es el paisaje quien viaja. Un pescador, una mujer por un camino, un niño en el barro. Toda una vida vista en un momento. Los montes pasan como música, los bosques cantan como orfeones, los cielos viajan como rías. Pero si nos paramos, si echo pie a tierra, el mundo es inmenso, quieto, solemne. Pasamos de un tiempo a otro tiempo. La eternidad se hace lentísima. Ya no hay música ni coros ni viaje. Sólo la perpetuidad oscura de un cielo devorado por los altos bosques y las crudas montañas. Ahora ya no soy el señor fugaz de vidas y haciendas, sino que desaparezco: soy la mirada ciudadana y cansada que no puede 1 coger en su red débil el pez inmenso y coleteante del mundo.

La mar o el mar. Volver. Hubiera querido ser una de esas pequeñas vidas, completas dentro de una cabaña, una barca, un regato. Mas no pertenezco a esto. La naturaleza, tan soñada de lejos, tan leída, sólo me da, aquí, la dimensión de mi soledad. Es del tamaño de lo que no soy. Puedo escribirlo todo, pero la literatura es la distancia definitiva que perpetuamos entre nosotros y las cosas. (La literatura ya no es para mí, como antaño —ay— una manera de posesión y fornicación con el mundo, sino la secularización de mi aislamiento.) Rías, cielos, vidas, lluvias, mares, montes, bosques donde nunca fui ni soy ni seré libre. Respiro hondamente y el mundo me traspasa.

Luego tristemente, se retira de mí.

Estoy oyendo crecer a mi hijo.