ROTAS las uñas, rota la laca de las uñas, en picos, un esmalte morado sobre la uña pálida y filamentosa, tengo que hacerme las uñas, con tanto jabón y tanta sosa, la uña chata, mellada, y la pintura rosa o malva o morada o violeta —nunca más aquel encarnado de cuando la fiesta, que a él no le había gustado nada—, y la yema del dedo, entumecida, de un rojo oscuro, de un rosa prieto y sucio. Así, cinco yemas, cinco uñas, cinco en cada mano, la pintura saltada, seca, la cascarilla descascarillada, llegar a tiempo, terminar el fregado, el barrido, el lavado, y llegar a tiempo al autobús, la camioneta, llegar a tiempo y salir para el pueblo, lo de todas las semanas.

Los platos con bordes de selva y cacería, las tazas con reborde de maleza, la vajilla pintada, la porcelana con escenas de caza y pastoreo, los platos rotos, siempre rompe usted algún plato, los vasos con bordecillo de oro, saltado también en algún punto, como las uñas de la muchacha, como la pintura de las uñas. Pero ahora está sentada, quieta, inmóvil, densa, pensativa. Fregar, barrer, lavar, limpiar. Pero inmóvil, ahora, el pelo rico y tirante, los ojos suaves de sueño, la nariz carnosa, la boca grande y resignada, todavía un poco infantil. Los pies torcidos en el bienestar, las manos cruzadas, o caídas sobre el halda, o abrazadas a ella misma, a los hombros de percal. Las manos grandes, pesadas, de bordes anchos, con las uñas pintadas de malva, de rosa, de morado, y la pintura rota en picos, de una manera geométrica y caprichosa. Llegar a tiempo al autobús.

Los antebrazos con pelo. La moza grande, suavemente hombruna, adolescente, silenciosa. Un calor de cocina, una insistencia de grifo mal cerrado, una atmósfera de barredura. Fregar, barrer, lavar, limpiar. Ahora está inmóvil, en la banqueta, y el bordecito de puntilla en la manga, por mitad del brazo. La puntilla con picos doblados con picos arrugados, con picos como mínimas bolas sucias, y algún trecho de puntilla blanco, limpio, planchado, impecable. Hundida en su cuerpo, perdida en la salud de su cuerpo, confundida con el calor de la cocina. No siente el cuerpo. Su cuerpo es una confusión rosa que sólo se siente a sí mismo en las manos. El cuerpo está perdido, dormido, disperso, reunido sin forma en su propio regazo. Las manos, concretas, duras, pesadas, se dibujan con fuerza en toda esa vaguedad. Las manos. Mueve un poco las manos, se mira las falanges oscurecidas, las falanginas, las falangetas, y recuerda estos nombres raros, estas palabras divertidas, de la escuela, el pueblo, la infancia.

Se mira las uñas rotas, cinco pétalos quebrados y duros, debajo la uña pálida y fija, debajo la carne blanca, rosa por el otro lado, rosa por la yema del dedo, la yema abultada, tierna en unas zonas, dura en otras, insensible en algún punto. Lavar la ropa, fregar la vajilla, limpiar la alfombra, barrer el pasillo. Ahora está quieta, con el cuerpo dormido, quizá despierto allá en lo hondo, ese hormigueo agazapado, ese deseo, esa inquietud errante. Él dijo que no le gustaban las uñas coloradas. Tengo que hacerme las uñas. Llegar a tiempo al autobús, viajar hasta el pueblo cercano, como todas las semanas. El autobús espera con un temblor irregular de su viejo motor.

Los platos de rebordes ilustrados, la sopera como todo un día de caza, las tazas y los tazones, escenas dispersas de la gran cacería general. La gran sopera, sí, es el resumen, la apoteosis cinegética de todo lo que ha ido pasando en cada taza, en cada plato, en cada tazón, en cada pocillo. No deja usted una taza sana, hija mía. A los platos, a las tazas, se les desprende fácilmente un triangulito del borde, como si se les cayese un diente. Y yo qué culpa tengo. El baile del pueblo, atender a la madre, la ropa del padre, lava la ropa de tu padre, el calor de él, un calor seco y áspero. La vaguedad rosa del cuerpo va despertando. Las uñas rotas —tengo que hacerme las uñas—, el esmalte saltado, las uñas de un color malva, agrio, ex alegre, duro.

Mirando de nuevo una carne profunda, la llaga secreta, la respiración submarina de los sexos, triste avidez en que mi boca genital se deshumaniza, se vaginiza en el diálogo pútrido con esa ciega herida tornada a su vez en boca, horriblemente, y diciéndome palabras de légamo, silencios de pelo, sonrisas de sangre. Sabor de matadero y secretos eréctiles que me vuelven a dar, por un momento, el párrafo oscuro, acre y herido que es un cuerpo de mujer.