CUANDO me arranco al bosque de los sueños, a la selva oscura del dormir, y me cobro a mí mismo, me voy lentamente completando. Porque he dejado de interesarme por mis sueños. A la mierda con Freud.

Todo lo que somos, sí, tiene ese revés de sueño, ese cimiento o esa escombrera turbia, y alguien se preguntaba, irónico, por los sueños de Kant, de Descartes, de Hegel. ¿Qué clase de sueños no tendrían esos monstruos de razón? Toda la represión mental de sus sistemas había de tener, sin duda, un revés caótico, doliente y atribulado. Cómo negar la mitad en sombra de la vida, si están ahí los sueños. Hay una época de la existencia en que uno decide ser sólo sus sueños, y el surrealismo es una adolescencia en cuanto que quiere alimentarse de sueños. Hay una madurez, un clasicismo —a cualquier edad de la vida— en que optamos por nuestra razón, por nuestro rigor, por nuestra estatura. Qué más da. Tan pueril es vivir de sueños como vivir de silogismos. Claro que se vive de lo que se puede, y tarda uno en aprender a vivir de realidades, de cosas, de objetos, como viven los seres naturales. El hombre es un ser de lejanías, dijo el otro. Sí, el hombre es un ser de utopías, de distancias, de «proyectos líricos». El hombre tiene que aprender a ser criatura de cercanías, pastor de lo inmediato.

Mis sueños sólo me dan una versión embrollada de lo que tengo muy claro. Cuando sueño soy el exégeta confuso de mí mismo, el amanuense indescifrable y pelmazo que quiere anotarlo todo y todo lo embarulla. El sueño le pone a mi vida un comentario ocioso y oscuro, sin secreto, pero con sombra.

Estoy en esto con monsieur Sartre, que le niega al sueño todo significado y le atribuye la imposibilidad de formular una sola imagen coherente, porque en cuanto formulo una imagen coherente «ya estoy despierto». No me interesan mis sueños como no me interesa ya, casi, mi pasado. De la prosa de la vida hago en sueños poemas surrealistas. Breton vive de mí y sale por la noche a comerme en porciones. A la mierda con Breton. Sé que consisto en una cloaca, un légamo, una putrefacción, pero me aburre, ya, constatarlo, y he perdido la fascinación de mis propias heces, que es una fascinación infantil perpetuada en el poeta, el neurótico y el psicoanalista. Sólo necesita recurrir a sus sueños la gente sin imaginación. A Breton y a Freud seguro que no se les ocurría nada, nunca. Tan primitivo es interpretar los sueños hacia el pasado como era interpretarlos hacia el futuro, en tiempos de José. La linterna sorda del soñar no alumbra ni un adarme de futuro, y sobre el pasado sólo proyecta sombras confusas, bultos y versiones equívocas de lo que estaba claro. Soñar con mi madre muerta o con calefacciones que debía encender de pequeño, y los miles de escaleras que debía subir, no es sino repetir tediosamente, en una película mala y con los rollos cambiados, una vida que no deseo recordar. Ya es bastante surrealista que se le muera a uno la madre mientras tiene que subir miles y miles de escaleras como recadero. ¿Qué surrealismo le puede añadir el sueño a una realidad tan poco real?

Me arranco, pues, de la selva pantanosa de los sueños y me resumo como puedo, recojo porciones de realidad que yacen tristes por la habitación, me doblo por la mitad y mis riñones, cargados de pasado y de licores, gimen dulcemente. Ya estoy en pie.

La primera felicidad del día es haber escapado a los peligros pueriles del sueño, a los terrores convencionales de la pesadilla. Más vale la lucidez mediocre que el delirio. Casi siempre tiene uno malos sueños, pero todavía nos queda la imaginación imprescindible para inventar la realidad machadianamente, aunque con menos moscas y menos mugre que la realidad inventada por el poeta arábigo-soriano-andaluz. Me duele el ojo derecho, como todas las mañanas, pues la prosa leída la noche anterior está ahí, cuajada, enconada en el ojo, en ese ojo que trabaja y sufre, y nada me ha pasado al cerebro, sino que un libro entero se me ha quedado bajo el párpado y me presiona el trigémino. Otro accidente diario es la erección innecesaria, agresiva y ostentosa que padece uno después de varias horas de cama. No habría en el mundo destinataria digna de tales erecciones.

Este alarde eréctil va dirigido contra la nada, contra una mujer inexistente de sombra y sueño, vano fantasma becqueriano de niebla y luz. Es la prepotencia sin deseo, la pura mecánica del sexo que descubre en mí lo que tengo de émbolo, de máquina y de antropoide. Con una mujer delante, todo sería de dimensiones humanas, correcto, eficaz y razonable. Así, no es sino un último alarde innecesario de la selva que me habita, una naturaleza descalabrante, una barbaridad. A este mecanismo que responde solo, a este juego de palancas le hemos puesto literatura, matices, alejandrinos. ¿Qué es el amor cuando ningún amor podrá conseguir una demostración como la que consigue la presión del paquete intestinal y las féculas contra la espina dorsal?

Afortunadamente, la realidad borra en mí al antropoide como la lucidez borra los sueños. Ya no soy Breton ni un mono desnudo. Justamente entre ambos estoy yo mismo, urbano, ciudadano, razonable, correcto y discretamente perfumado.

Mi rostro en el espejo. El pelo deshecho. El tiempo subió sus hilos a tu pelo, dice el poeta. Canas, hilvanes blancos por donde nos vamos deshilvanando, deshilachando, y se ve lo mal hechos que estábamos, lo de prisa que nos cosieron las costureras. El pelo se va, se irá, se cae, poco o mucho, pero se cae.

Me gustaba llevarlo en melena rebelde, sobre la frente, como los héroes infantiles, cuando niño, pero la abuela me pelaba al cero, en los veranos tórridos, y se me filtraba la brisa morada de la tarde por la cabeza desnuda, dejándome aterida la imaginación. Luego lo he llevado como me ha dado la gana, peinado hacia adelante, hacia atrás, enmelenado, con patillas o sin patillas, y he jugado a hacerme una peluca con el propio pelo, que es a lo que juega todo el que se hace una cabeza, eso que se llamaba antes «hacerse una cabeza», del mismo modo que los calvos juegan a hacerse un pelo propio con el peluquín. La filosofía occidental —Hegel, Marx, Descartes— es una filosofía de raya al medio, y la filosofía oriental es pelona, de cabeza rapada. Yo, que no soy filósofo, he cambiado de peinado como de sistema mental y de concepción del mundo, cuando me ha dado la gana, pero los peines salen cargados como carretas de heno, algunas temporadas, cargadas de pelo, y es cuando hay que volver al dermatólogo, ponerse turbantes de espuma, como un fakir de los espejos del baño, o frotarse, locionarse, refregarse. Eso es bueno, porque el pelo se cae de todas maneras, pero se acelera el riego periférico del cerebro, y quizá también el otro, de modo que un lavado de cerebro no es una metáfora soviético-germánica, sino que efectivamente se tienen las ideas más claras o más escasas el día en que se ha lavado uno la cabeza.

Se pierde lo rubio del pelo como se pierde lo rubio del alma, el estofado de oro con que nos decoró la vida en un principio. El pelo duda hasta quedar en un castaño mediocre, a los ojos, todo marrón corriente, que es el color de los que no vamos a llegar nunca a nada. Era mi pelo rubio trigal por donde pasaban palomas femeninas como manos, vientos de primavera, ráfagas, y hoy sólo pasan peines tristes, y el rastrillado de las ideas, que un día me alborotó la cabellera de metáforas, y que hoy me va dejando la cabeza como un campo sembrado, roturado, hasta que vuelva a ser jardín salvaje. Porque uno empieza queriéndose hacer un peinado ideológico irreprochable, y se tarda en llegar al saludable abandono de la peluquería y la jardinería. Con un jardín salvaje por cabeza es como más libre se va por la vida.

Mas todavía me doy lacas, champúes, lociones, colonias, y así me va. El pelo era el penacho de la imaginación, y a medida que tenemos menos imaginación vamos teniendo menos pelo. La frente entra profundamente en la cabeza, como si yo pensase más que antes, aunque la verdad es que pienso menos. Todo lo que antes hacía nido en mi pelo —sueños, aves, bocas, cielos, fuegos— pasa ahora de largo, me sobrevuela, y sólo en muy raros días se siente uno la cabeza poblada, habitada, y piensa que algún pájaro raro ha hecho nido en ella con mimbres de pelo y de amor.

Da miedo mirarse al espejo, peinarse, siquiera sea con los dedos, porque no se vaya el pájaro raro de la idea, de la cosa. Es el momento de ponerse a escribir, porque el pájaro picapinos me picotea en la prosa como yo picoteo en la máquina, el pájaro carpintero quiere construir algo, no se sabe qué, hasta que de pronto, en un cambio de folio, en un cambio de párrafo, comprende uno que el pájaro ha volado, que ya no está.

O sea, que estoy escribiendo solo, a solas, que me ha dejado aquí, convertido en un mecanógrafo. Que ya no hay pájaro o nunca lo hubo. Inútil seguir tecleando. Tapo la máquina y leo lo escrito, o lo rompo. Y a esperar que venga otra vez el pájaro, que no es la inspiración, desde luego, ni tampoco el Espíritu Santo, sino realmente eso, un pájaro de vuelo e idea.

Algo raro que se posó en mi frente la noche anterior, cuando me asomé al tempero, que ha dormido en mí toda la pesadilla y que por la mañana está callado y no rompe a cantar, porque espera a que rompa yo. Y cuando yo voy y canto, él se vuela, quizás porque le ha asustado la máquina de escribir con su caligrafía de ametralladora. Bueno, pues uno teme quedarse sin pelo y quedarse sin pájaro para siempre, y será el momento de darse el tiro en la sien limpia, porque cuando la vida nos retira el pelo de la cabeza, parece que nos invita a darnos el tiro limpiamente.

El pelo, el pelo. El pelo era antorcha que lucía en la noche lírica de mi adolescencia. Ahora es una antorcha apagada que queda triste y estoposa en la claridad diurna de la lucidez adulta. Por mi pelo han pasado mareas y épocas. Un pelo es como un mar, una cabellera es un océano, una melena es agua que pasa, río en el que no se bañarán dos veces las manos desnudas de la mujer. El pelo era música, y ahora salen del peine largos hilos de cabellos dejando en el aire un arpa deshilachada.

Hay que cuidarse el pelo. Todo yo me convierto en un guardapelo, en un guardabosques del bosque raleado de mi pelo. Pero el pelo se irá y tendré que convivir con un calvo desconocido, silencioso y feo.

¿Cómo he llegado a tener esta cara? Veo un niño rubio y ceñudo, en la litografía amarillenta del pasado. Veo un colegial de rostro blanco y como plano, en aquella foto escolar —posguerra, frío, escuela pobre, niños tatuados por el salvajismo de la miseria, la bola del mundo, el patio desconchado—, veo un adolescente presuntuoso, de pelo alto y ojos tristes. Ahora, el pelo que huye, la mirada rota, la nariz que se va redondeando y alargando al mismo tiempo, en la prematura avaricia de la muerte, la boca amarga, el rostro pentagonal, la sombra de la barba, los pómulos, todavía altos. Es como si la vida hubiese querido tener primero un niño chino, y luego un adolescente pálido, y después, cambiando de idea, un hombre miope, amargo y duro, porque hay una mano de sombra que va remodelando mi cara, moldeando mi expresión, haciendo y borrando bocetos sucesivos del que fui, del que soy, del que seré.

Al final, como la muerte tiene mal gusto, se quedará con mi peor gesto, con el más estúpido, torcido y loco, y lo perpetuará para siempre, aunque esto es un decir, pues en cuanto te entierran la vida sigue su tarea por dentro de la muerte, y te pueblas de otras vidas menores, y evolucionas hacia la esbeltez del esqueleto o la peguntosidad del légamo, hasta quedar hecho un dandy de hueso o un sapo de tierra. No es cierto que nada se detenga con la muerte. Sólo que se cierra la carpeta de apuntes de la vida y tu rostro deja de ser tu rostro, porque no somos sino una sucesión de esbozos, y tras el último esbozo viene la máscara, la calavera.

¿Hay algo más falso que una calavera? Es lo que mejor nos disfraza. Por dentro de la calavera está el personaje mirando el mundo, y la calavera nos mira con ojos de antifaz, porque la calavera no es la verdad de un rostro, sino la máscara última. «Rosa, sueño de nadie bajo tantos párpados», escribe Rilke. La calavera es máscara de nadie bajo tantas máscaras.

Lo que nos aterra de la calavera es descubrir que es también una máscara, la máscara que se pone la nada, el disfraz con que nos mira nadie. Que no me conoces, que no me conoces. Y no hay a quién conocer. La calavera se ha utilizado mucho como máscara en el carnaval y en la pintura. Llevamos la verdad por fuera, la carne, y la máscara por dentro, como no queriendo dar la cara en el más allá. Todo cementerio es una reunión de enmascarados. El esqueleto tiene cara de ladrón, usa antifaz y por eso no nos inspira ninguna confianza. Los muertos no son de fiar, y los esqueletos son muy de temer.

Mi cara, de momento, no es esquelética, y busco en ella al niño que pasó por aquí, pero ya no lo encuentro. Busco al muerto que seré, al anciano que querrá creerse glorioso, y tampoco lo veo. Es inútil forzar el destino, violentar los catalejos del tiempo. Uno ve lo que ve y nada más. A veces, cuando menos lo esperas, te encuentras cadáver en los espejos de un salón o descubres en las grandes damas la descarnadura del futuro, pero si trata uno de hacer eso metódicamente, a voluntad, la carne se cierra y sonríe, se hace compacta y presente; hay como una autodefensa del hoy, nuestro cuerpo ignora su mañana y asume actitud de rosa cuando queremos hacer metafísica con él. La carne no se deja literaturizar. A veces, si la cogemos distraída, es transparente y permite ver el hueso y la nada. Pero si hacemos esto con premeditación y miramos de reojo nuestra carne o la de otro hombre o mujer, se cierran filas, se armoniza la figura, se espesan los colores. La vida es opaca para la muerte. Gracias a eso vivimos.

Esa majadería de que a cierta edad todo hombre es responsable de su rostro. Yo no estoy descontento de mi rostro. Lo que antes no me gustaba de él, ya lo he asumido y se ha prestigiado por su propia permanencia. Los rasgos físicos se sacralizan por la repetición. Una nariz deforme, característica de una familia, va pasando de padres a hijos, cruza como un pequeño esquife los mares de la herencia, y ya no es fea ni bonita. Es sacral, porque su propia repetición, su manera mágica de reencarnar la ha salvado de la vulgaridad, la ha ritualizado a los ojos de la familia y de los habituales. Lo que persiste se perfecciona.

Los años dan nobleza, sin duda. Todo joven es un parvenu de la fisiología. Esto no es una manera de consolarse. No hay nada como la juventud. La juventud es una divina vulgaridad. Los años estilizan, aristocratizan, dignifican un poco, y llegan incluso a individualizarnos. Pero preferíamos la democracia gloriosa de la juventud a estas distinciones y medallas de edad que nos pone la vida. En la mujer joven se ama y se busca el tiempo, el poco tiempo, el milagro de la edad, algo general y anónimo, se busca el esplendor de la especie. No es posible encontrar a la mujer bajo el brillo de sus pocos años. Luego, el brillo decae y aparece una señora, un ser humano, una vida. Pero eso ya nos interesa menos a los grandes egoístas líricos. No por mero azacaneo sexual, sino porque uno cree más en la lírica que en la psicología, prefiere deslumbrarse a comprender, en amor. La mujer hecha es un abismo humano al que no nos apetece arrojarnos. La ninfa es un remolino de luz y carne. No sé lo que las mujeres pensarán de esta cara, de mi cara. En todo caso, la mujer, más civilizada en el amor, menos lírica, prefiere leer un rostro, prefiere un rostro legible —como lo es ya el mío a esta edad.

Mi cuerpo blanco y desnudo. ¿Por qué tan blanco? El vello es sobre todo él un bosque nevado. A mi abuela le gustaba yo por blanco, de niño. Decía que mi blancura me salvaba de mi fealdad. Las abuelas nos crean estos traumas, le dicen al niño estas cosas crudas que no sirven para nada sino para destruirle la urdimbre afectiva, maestro Rof, pero una abuela recia y castellanoleonesa suele ser todo lo contrario de una urdimbre afectiva.

Blanco, digo, blanco de leche, de lirio, de blancura incurable. Ahora la gente blanca se pone al sol para teñirse. Mal hecho. Eso da cáncer. El bronceado es un vestido, un disfraz. Una mujer muy blanca está más desnuda. El pigmento, natural o adquirido, viste, reviste. La carne es ya como el alma, la carne blanca.

Lo que he puesto en las alcobas del amor ha sido una sombra pálida, y lo que más siento, de mi muerte, es que se me irá la blancura, se disipará este conglomerado de nada, perderá densidad esta ausencia de color, verdeamarilla en la cara y lechal en el cuerpo. Las mujeres se decepcionan de tanta blancura, al principio, porque todavía funciona el mito del macho moreno, pero luego se acostumbran y aman lo blanco, pues lo blanco captura más que lo oscuro, es más íntimo y cansa menos. La morenez estraga.

La rubia es menos pecado, dijo alguien. Lo rubio es menos pecado. Y lo blanco ya no es pecado en absoluto. Los seres blancos nos conservamos virginales y liliales después de todas las aberraciones. No hay quien pueda con lo blanco. La mujer oscura siempre es más pecadora, está como teñida de pecado original. La mujer blanca es siempre el cristal que atraviesa el rayo de luz sin romperlo ni mancharlo. ¿Es esto que digo un racismo de los colores?

Qué difícil no caer en alguna clase de racismo.

Me salvo por el vello, pese a todo. Sin vello sería insoportable, digo yo. La mujer quiere un poco de selva. La desnudez es la selva que llevamos aún en nosotros. La carne es el último paraíso perdido e imposible. Tiene que haber naturaleza en el cuerpo, boscosidad, porque el sexo es, ante todo, una recuperación de los orígenes, y esos cuerpos desnaturalizados por un exceso de cuidado y artificio han borrado de sí la selva. Ya no son nada.

La manigua, para el hombre civilizado, es una mujer.

Y a la inversa. La selva, para el cuerpo, es otro cuerpo. Lo que nos queda de bosquimanos es lo que nos queda de futuro. Me da pena, digo, pensar que se perderá esta blancura, se diluirá en el aire de mi muerte, como un humo muy blanco, y nada más. No me duele perder los brazos, las piernas, la vida, el corazón, el sexo, la pituitaria. Me duele perder lo blanco, dejar de ser blanco al dejar de ser yo. Me duele más la muerte de mi blancura que mi propia muerte.

Atendamos a los últimos signos naturales de nuestro cuerpo. Somos un jeroglífico, un códice cartesiano que la civilización va leyendo. Estamos ya casi completamente descifrados. Cuando el jeroglífico haya sido descifrado por completo, el hombre no tendrá ningún futuro. Nuestro futuro es nuestro enigma, la renta que vamos consumiendo. Pero se camina, necesariamente, hacia la claridad. Así debe ser. Que la humanidad se aclare definitivamente, y que yo muera todavía en sombra. No morir completamente en limpio, completamente descifrado. Quedar como un códice a medias, incompleto, fragmentado y sugestivo.

Que la blancura de mi piel no sea explícita, demasiado explícita. ¡Ah!, los enigmas de lo blanco, ¡ah!, las oscuridades de la luz.

Si la mayor luz es la menor sombra, la mayor blancura es la menor tiniebla. No estoy en blanco por ser muy blanco. Cuidado conmigo. Soy el que soy. Enigmas de la nieve, de la espuma, de la nube. Formas de lo blanco, galerías interiores de un cuerpo claro.

Hace falta mucha simplicidad para tomar por claro lo blanco. Lo blanco no es lo claro ni lo simple. Lo blanco es tan enigmático, inexplicable e inmutable como lo negro. Lo blanco es lo negro. Lo negro es lo blanco. Lo que nos horroriza es el absoluto. Lo blanco y lo negro son absolutos. Se soporta mejor la amenidad de lo verde —el verde ameno, decían los clásicos—, el lirismo de lo azul, la vida de lo rojo, el movimiento de lo amarillo. Lo que no se soporta es el absoluto, que nos angustia y nos ciega. No estamos hechos para el absoluto, quizá por la sencilla razón de que el absoluto no existe, es una abstracción mental que nos ahoga.

Por eso se asfixian los místicos.

Einstein descubrió que la luz, expandiéndose a contra corriente de la gravedad, degenera hacia el rojo. Lo rojo, pues, es una tragedia, una degeneración o una transformación. Incluso simbólicamente, en simbología ideológica, lo rojo es sinónimo de transformación dialéctica, de lucha contra la gravedad de la Historia y del mundo. Lo rojo es dinámico. Así, según Einstein, lo blanco sería el comienzo del proceso, la luz sin esfuerzo, a favor de la corriente. ¿Significa eso mi blancura? Contra ello he luchado, quizá sin saberlo. Lo blanco como punto de partida. Pero hay que pasar por todos los colores, tránsfuga del arco iris, peatón del espectro solar.

En el sueño, en el amor, en el despertar, mi cuerpo blanco y desnudo.

Un antropoide vive y se despereza cada mañana en mi genitalidad. El antropoide, al despertar, se las promete muy felices, supone, sin duda, que le espera una jornada de selva y fornicaciones. Hay que ir persuadiéndole gradualmente, a fuerza de espuma y alejandrinos, de que las cosas van a ser de otra forma, porque lo que le espera, realmente, es una jornada de teléfonos, pantalones, tés ni fríos ni calientes, taxímetros y conversaciones crepusculares.

El antropoide se rebela, o se rebelaba, pero todo es en vano. Está aprendiendo a no arrojarse inmediatamente sobre las señoritas que le caen al lado en el cine, en el teatro, en el concierto o en la cena. Alguna vez trata de forzar a la miss que se ha quedado dormida en mi biblioteca, expurgando mis libros para una tesina, o le corta la yugular con el filo de una hoja de papel biblia, pero generalmente se está quieto y melancólico. A las damas les asusta el antropoide, en principio, o hacen como que les asusta, aunque en realidad siempre le encuentran a uno poco antropoidal, llegada la hora de la verdad. El antropoide, que siempre anda buscando ocasiones de reproducirse, cuando la ocasión se presenta huye por donde puede y me deja solo con la dama, y ya no soy más que un escritor cansado y miope.

A medida que yo me voy haciendo un poco antropoidal, con los años, por la inercia del eterno retorno, el antropoide se va humanizando, se va civilizando, se torna filosófico y melancólico. El día que se me muera mi antropoide me habré convertido en un bibliotecario y estaré definitivamente acabado. Hay que llevar el antropoide como el domador lleva su tigre, pasearlo por la vida.

Al antropoide le aburre que yo lea periódicos, y se pone a mirar para otro lado. Está impaciente por arrojarse al cuello de alguna mujer. Se pasa uno la vida tratando de educar al antropoide, y cuando lo tienes casi completamente urbanizado, resulta que eres tú mismo, que es lo mejor de ti lo que empieza a fallar, a selvatizarse, a rebelarse. Hubo un tiempo en que el antropoide quiso ser poeta, pero echaba muchos borrones. No pude hacer de él un amanuense. Luego abandonó definitivamente sus actividades espirituales y se ha pasado la vida queriendo volver al bosque, olfateando la llamada de la selva. La mano del antropoide es la misma que escribió los sonetos de Shakespeare, porque hay quien consigue mayores domesticaciones con su antropoide, y toda la cultura es un ejercicio circense en el sentido de que se obtiene domesticando a una fiera, educando a una bestia, humanizando a un mono. El antropoide me traiciona mucho por la nariz, y de nada vale que uno esté leyendo o escribiendo, aséptico, porque el antropoide usa libremente de mi pituitaria y olfatea mujeres por doquier. Tememos al antropoide, es cierto, pero lo que más tememos, en el fondo, es que se nos muera.

He conseguido que aprenda muchas cosas, que lea a Nietzsche —que tampoco era mal antropoide— y a Juan Ramón, que goce a Proust y recite a Quevedo, pero no he conseguido que le guste la música. Al fin y al cabo, la literatura y la pintura —también le gusta la pintura— son artes selváticas, maniguas de palabras y colores, pero la música, aunque Nietzsche la sienta tan dionisíaca, es una estilización de algo, no se sabe bien de qué, y el antropoide no está para estilizaciones.

Come correctamente, aunque no siempre, y puede transformar una cópula en un poema, una masturbación en un ensayo y un grito en una sonrisa. Me da pena, ya, verle tan bien educado, tan correcto, tan resignado. La melancolía del hombre adulto es una melancolía de domador. Lo mismo que debe sentir el domador, si es sensible, cuando ha conseguido someter al viejo tigre, urbanizar al noble león. Las mujeres vienen buscando al antropoide, aunque no lo digan, y sólo una perversión de la cultura les ha hecho preferir al antropoide que sabe versos, citas y títulos de libros. Uno siempre queda un poco monosabio, con una mujer, si sabe cosas, porque ellas ponen en evidencia al mono, lo hacen aparecer, y una vez el mono en escena, lo mejor es que se comporte como tal.

Lo que nos da inseguridad frente a la mujer es que su sola presencia suscita al antropoide y uno se da cuenta de eso, o no se da cuenta, pero comprende que todo lo que diga y haga como escritor, como hombre, como intelectual, como amigo, como ciudadano, quedará un poco postizo, falso, circense, porque el antropoide ya está ahí y no hace sino recitar su papel o el nuestro. «Pues lo hace muy bien este antropoide, parece un académico», es lo más que pueden pensar ellas, secretamente. Porque ellas tampoco pueden dejar de ver y mirar al antropoide, aunque vengan buscando de buena fe al escritor, al amigo, al desconocido. Toda situación entre hombre y mujer es siempre tensa y falsa porque hay un tercero entre ellos, un antropoide que va y viene, se impacienta e interrumpe de vez en cuando: «Bueno, empezamos o qué».

Sólo cuando se ha dado suelta al antropoide y él ha liberado lo poco que le queda de tal, la mujer y el hombre vuelven a verse como ciudadanos, desasistidos ya de toda boscosidad, desvalidos en la cultura, arrojados del paraíso, convertidas en libros todas las manzanas del árbol de la ciencia. Ahora estamos más a gusto, pero más tristes. Melancólicos. Los latinistas lo llaman tristeza post coitum. Es que se ha ido el antropoide.

Las manos, mis manos, una mano más oscura y la otra más clara, como si yo hubiera tenido un abuelo marqués y otro metalúrgico. Las manos tienen todavía el molde de la mano cainita, la estructura de la mano asesina y depredadora del antropoide, del primer hombre, del último homínido. De modo que no hay manos inocentes. Manos blancas, que no ofenden. Quizá son las que más ofenden. Mi mano derecha está más trabajada, ha vivido más, tiene como mayor biografía. Mi mano izquierda es más femenina, más sensible, posa y vuela. Marta y María, las manos.

No hay igualdad en la vida. La discriminación la llevamos en nosotros. Una mano es siempre más aristocrática que la otra. Y la otra mano es más laboral, más violenta, más sufrida. ¿Cómo superar eso? Hay que llegar a un mundo de ambidextros. Los obreros trabajan con las dos manos, han conseguido la paz y la reconciliación entre sus manos, que quizás es la mayor y mejor paz que el hombre puede conseguir en sí mismo. El intelectual, el burócrata, el que escribe, el que habla, tiene una mano pública, activa, laboriosa, y la otra mano —generalmente la izquierda— como muerta, amortajada de blancura, momificada, posada. Eso revela el desequilibrio de nuestra vida, el desnivel de nuestra alma.

Las manos, en la infancia, fueron como garras que la madre, cada cierto tiempo, tenía que lavar, pulir, recortar, limar, para devolverles su calidad de manos, su humanidad. Hemos tenido épocas de cuidarnos mucho las manos y épocas de olvidarlas casi por completo. La mano se hace ladrona por sí misma, o se afemina, o se cierra con violencia. Realmente, vamos detrás de nuestra mano, que nos arrastra y quiere cumplir su destino.

La mano ha escrito ondulantes alejandrinos, milagrosos pentagramas, pero su forma se la ha dado la violencia, la caza y el crimen. Es la mano de un primate haciendo pendolismo. La cultura no ha conformado la mano como la guerra. Nuestra mano es una herramienta y un arma. Tiene el molde de la violencia. Por eso, cuando redacta leyes, suelen salirle violentas, y cuando redacta poemas suelen salirle mentiras. Tenemos las manos sucias de sangre, las manos del hombre han matado mucho. La guerra y el crimen no son sino un volver a lavarse las manos en la sangre primera de las destrucciones prehistóricas, en la garganta caliente y roja del hermano o del carnero.

El que trabaja con las manos, el que vive por sus manos es más fiel a la estructura y el destino de la mano. Yo, que he reducido mis manos al picoteo del teclado, al ademán de la conversación, al secreto de la caricia, tengo las manos atrofiadas. Manos de pianista, se dice. La garra de la selva ha conseguido tensar los arcos de la música, y las manos van pasando lentamente de la luz a la sombra, o de la sombra a la luz, de la selva al salón, de la cacería a la cultura, del crimen al poema. Hemos hecho toda la cultura con manos de asesino. Para coger la pluma, a la mano le sobran dedos y al hombre le sobran manos.

Las manos juegan en el amor. Son importantes. Las manos tienen un código, hablan en el amor, y actúan. Las manos, en el amor, son aves, y los pies son piedras. Es muy fácil que la mano se torne garra sobre el cuerpo de una mujer. Ir a la mujer con manos de pianista mejor que con manos de ladrón. Que la mujer no se sienta saqueada, sino templada, pulsada, afinada.

Las manos de la mujer nos fascinan. Manos donde ella se hace masculina, vigorosa, autónoma, o las manos de la niña, de la ninfa, colegiales y con olor a aula. Manos oscuras de mujer, con las uñas claras como joyas. Lírica bisutería de las uñas.

Nada descubre nuestro cuerpo, lo inventa, lo crea, como las manos de una mujer. El incurable protagonismo masculino ha hecho un tópico y un mito de la mano del hombre poseyendo el cuerpo de la mujer. Pero la mujer también sabe y puede y quiere descubrir al hombre, crearlo con sus manos. Unas manos de mujer me dan la medida de mi vida, la dimensión de mi pecho, la realidad de mi cuerpo, el contorno de mi mente. El propio cuerpo es una nebulosa hasta que las manos de una mujer lo crean, lo modelan, lo definen, lo concretan. El cuerpo flota y unas manos de mujer le dan realidad. Asimismo, yo puedo ir creando un ser con mis manos, con mis caricias. Ella no tenía conciencia de sí hasta que yo la he acariciado. El acto mítico, bíblico y genésico de la creación manual y alfarera de la vida por Dios, se repite continuamente (o cobra su única realidad histórica, de la que ha nacido el mito) cuando un ser crea a otro ser con sus manos, cuando un hombre crea a una mujer o una mujer a un hombre.

Despierta el que estaba dormido, el barro se hace persona. Dentro del légamo cotidiano de una vida, yo hago amanecer un ser distinto, «deseado y deseante», con mis manos, modelo la forma de su anhelo. Las manos, en el amor, son creadoras. Envidiamos al hombre que realmente crea con sus manos, y la única creatividad de nuestras manos mentalizadas está en el amor, en el sexo, en el contacto. La mano asesina se hace mano creadora y liberadora cuando un cuerpo se revuelve y despierta bajo ella. La mano, hacha, arma y herramienta, mi mano, tiene días de paloma, días de mano de Dios y días de garra, que es cuando la escondo, cuando las escondo y me las lavo mucho, por borrarles la sangre de no sé qué crimen remoto o futuro de la especie.

La calavera. ¿Pero y el esqueleto, el resto del hueso, ese personaje de cal y fósforo que me habita, ese individuo duro y feo en que consisto? El hueso, adonde el amor no llega, dijo el poeta. Al hueso no llega nada. Ni el amor, ni la belleza, ni el pensamiento ni la emoción. Al hueso sólo llegan los golpes. Medulas que han gloriosamente ardido. Por dentro del hueso, la médula o medula, que es como el alma del hueso, el cable eléctrico que va forrado de cal. Somos una obra de albañilería, una chapuza cósmica, y parece que diversos gremios han trabajado en nosotros. Estarnos alicatados y barnizados como una imagen antigua o un piso moderno. En cuanto me observo un poco —hay que partir del cuerpo, más que del alma, para reflexionar, aconsejaba Nietzsche—, caigo en la cuenta de que unos albañiles, fresadores, mecánicos, pintores, electricistas y carpinteros han trabajado en mí.

Todavía puedo seguir el rastro de esa tropa laboral y alegre que me hizo. Peritos electricistas de mono azul terminaron todos los empalmes de mi cerebro. Ebanistas de fina gubia modelaron mis pies. Leñadores expertos me hicieron las uñas y escayolistas delicados me compusieron el esqueleto. Somos una albañilería inspirada.

Una albañilería divina, diría el místico o el lírico. Pero eso ya es pasarse. No se trata de vestir a Dios de albañil, sino de comprender que los más viejos, nobles y humildes oficios tienen su modelo y origen en la naturaleza misma, y que el hombre, si no es la medida de todas las cosas, es al menos una maqueta bien intencionada del Universo.

Hablemos del esqueleto, de mi esqueleto, que es el que mejor conozco, y aun así no lo conozco nada, pues el esqueleto es el gran desconocido. «El muerto que seré se asombra de estar vivo», escribió un poeta francés. «Qué vocación de muerto en mi esqueleto», entrevé un poeta español. Si los filósofos nos han hablado siempre del alma, los poetas han preferido hablar del cuerpo, y por eso han acertado más.

El alma es la paloma loca que vuela por los ramajes del esqueleto, que va de un palo a otro, perseguida por los metafísicos bujarrones. Más amo a un árbol que a un hombre, escribió Beethoven. (Yo, que no entiendo de música, esta frase es lo único que entiendo de Beethoven.) Más amo a un cuerpo que a un alma. El alma es una diadema que nunca vemos (quizá porque la llevamos en la frente) y el cuerpo es uno mismo, en cambio. Pero parejo al cuerpo hay otro señor, el esqueleto, que vive su vida y no está muerto, ni mucho menos. Sé lo que le gusta a mi cuerpo, pero no sé lo que le gusta a mi esqueleto, y querría saberlo para darle gusto de vez en cuando.

¿Es deportista, es intelectual, quiere esqueletos de mujer adolescente, le gusta leer o jugar a la gallina ciega? Del cuerpo sabemos poco, pero del esqueleto, como individuo, no sabemos nada. Desde que se hacen radiografías, el esqueleto ha aprendido a posar y uno sale de la clínica con la tranquilidad de saber que tiene un esqueleto, un armazón, algo sólido por dentro, pues siempre nos habíamos sospechado desmedulados y desvertebrados. El cuerpo despierta al beso y la caricia. El esqueleto sólo despierta al golpe, lo que nos hace sospechar si nuestro cuerpo es hedonista, epicureísta, un poco panteísta (un pagano mutilado, diría Cioran), comprensivo, tolerante, pacifista y terrenal, nuestro esqueleto seguramente es un tío asceta y antipático, un ermitaño, un solitario, un contemplativo, un místico sin tentaciones, que se pasa el día rezando entre dientes (para eso tiene dientes) lo que nosotros no rezamos.

Al momento de darte un golpe comprendes que llevas por dentro una dureza inhumana, y lo que más desconcierta de los golpes no es la contusión, sino la conciencia repentina de ser uno tan duro, tan inflexible, tan terco fisiológicamente. No somos una unidad, ni siquiera una unidad política, los hombres, porque la carne tolerante lleva por dentro un esqueleto intransigente, un tío integrista que está siempre firme.

Lo que caracteriza al esqueleto, en un primer esbozo de psicología esquelética, es el no dar su brazo de hueso a torcer, la intransigencia, la intolerancia. Se dobla por aquí o por allá, mediante un mecanismo de locomotora, pero no le pida usted que se doble por otro sitio, porque se rompe.

El esqueleto es algún antepasado nuestro que llevamos dentro, y cuando vemos una radiografía de nuestro esqueleto pensamos en cómo se parece al abuelo, pues del abuelo sólo recordamos el día que le cambiaron de sepultura y hubo de trasladar sus restos, pura huesa. Llevamos dentro al antepasado, no sólo en el alma, como han visto ya los pensadores, sino también en el cuerpo, físicamente. Y el antepasado se aburre, y él es quien se avergüenza de nuestras fornicaciones, y no toma alcohol ni lee el periódico. Quisiera ir a la guerra, en todo caso, pues para eso es tan duro, tan firme. El esqueleto es un poco militar, siempre, y lo hemos convertido en un militar retirado que toma café, se retrepa en los divanes, lee libros y pierde el tiempo con mujeres. Sólo los contorsionistas han conseguido una cultura de su esqueleto, pero es, evidentemente, una cultura circense y elemental.

Dice Pitigrilli que la elegancia es una cuestión de esqueleto. Cierto. La función más noble del esqueleto es la de percha. Sólo así se redime un poco. Se vaporará mi carne y quedará el esqueleto, el antepasado, ése que ya no soy yo. La carne es actualidad y el hueso es eternidad. ¿Qué es la eternidad? Cal y fosfato. Luego los huesos también se deshacen o se pierden. El antepasado, que era muy ordenado, no puede soportar que se le pierda un hueso. Pero yo —¿quién?— me alegro.

Pero el niño está ahí, dorado de sí mismo, vivo, mirado desde los rincones por todos los gastos de la muerte, haciendo hablar a las cosas, gozoso de la locuacidad de los objetos y las esquinas, asomado al culo de la vida, viendo el revés de todo, encontrándole al mundo púas musicales, resortes de payaso. El niño, su vida breve, el oro de su pelo, sin tiempo por detrás ni por delante, amenazado, fugaz e inverosímil como una manzana en el mar, reciente todavía de aquel parto a última hora de la tarde, cuando me mire a mí mismo en su llanto boca abajo.

La primera niñez, la época que perdemos de nuestra vida, de la que nunca sabemos nada, sólo se recupera con el hijo, con él vuelve a vivirse. Gracias al hijo podemos asistir a nuestra propia infancia, a nuestro propio nacimiento y yo miraba aquellos ojos cerrados, aquel llanto rosáceo, y me veía a mí mismo, por fin, en el revés del tiempo. El niño, su debilísimo denuedo, su crueldad rosa, fe total en la vida, sin pasado ni futuro, presente completo, y cómo se ha ido abriendo paso a través del idioma, cómo ha ido abriendo frondas, tomando palabras, y llega ya hasta mí, venido de la manigua que nos separaba, del bosque de los nombres y las letras, y está ya de este lado, habitante del alfabeto.

Nunca llevamos a un niño de la mano. Siempre nos lleva él a nosotros, nos trae. Aprender a dejarse llevar por el niño, confiarse a su mano, loto que emerge en los estanques de la infancia. El niño nos lleva hasta los reinos de lo pequeño, acude a nuestra propia infancia dormida, nos mete por el sendero más estrecho, transitado sólo por la hormiga, la sansanica, el clavo solitario y la piedra rodadora.

Ir con él por la calle, por el campo. Y nos da la medida de nuestro exilio, porque él sí pertenece a los cielos viajeros, a la luz del día, al estallido de la hora, y nosotros ya no. Nosotros nos hemos distanciado con el pensamiento, la reflexión, la impaciencia y el orden. El niño, que no tiene programas, se incorpora inmediatamente al clima, entra a formar parte de la meteorología, es natural en la naturaleza, y todo le sonríe, como dijo el poeta que los líquidos sonríen a los niños.

Inútil intentar hacerse como uno de estos pequeñuelos, no ya con afán de pureza moral, sino con afán de elementalidad natural. Imposible, porque el niño, ya digo, es la medida de mi exilio, y mi hijo ha nacido de mí para vivir todo lo que ya no puedo vivir yo, los cambios de tiempo, el sol y la sombra, los prodigios de la basura y la minuciosidad del campo. Qué torpe para lo sencillo, qué hábil para lo inesperado. Crueldad y ternura son en él una misma cosa, y destripa el mundo porque lo ama, y sus pasos menudos van tomando posesión del planeta con levedad y amor, porque aunque el niño apenas si le pesa a la tierra, es más de la tierra que nosotros, viajeros ya por los aires convencionales de la reflexión y el miedo. Todo le recibe como si le esperase desde siempre, y puede mirar a los perros y a los gatos frente a frente, lo cual nosotros no hacemos nunca. El niño pasa del sueño a la vigilia dentro de una misma palabra, sin ruptura, sin trauma, y va por la casa despertando a lo que siempre estuvo dormido, hasta que él llegó: los picaportes, los cierres de los armarios, el fondo de las vasijas y el revés de los objetos.

Hay una dimensión del hogar que sólo descubre el niño. De la persona descomunal que le toma en brazos, sólo le interesa un botón determinado. Del mar sólo le interesa una concha. Sabe reducir lo enorme a su medida, compendiar el mundo y entenderse con lo inmenso mediante lo pequeño.

Por la noche, entra en el sueño como en una gruta viva. Cualquier postura es buena, y el dormir le sorprende siempre yendo a hacer algo, en ademán de tirarle a la luz de su túnica o apresar el agua por la garganta. Toco su pelo de luz, su rostro simple a la mirada, pero minucioso al tacto, su piel de queso que ama, su carne que huele a calle, a frío, a actualidad furiosa, y aparto el dolor de que el niño haya nacido, pueda morir. Sólo quiero sentir en mí este cuajarón de existencia, esta ráfaga de animalidad que le ha robado al hombre retazos de lenguaje, este amago de humanidad que todavía se asoma a las cuevas húmedas de las otras especies y conversa con ellas.

El niño participa de la fruta, del gato y del hombre. Es un cruce de individuo, manzana y felino. Ansía tanto la vida y no sabe que está dentro de la vida, de que en él se han logrado y detenido corrientes de siglos y que le habita la actualidad. No verle, de vez en cuando, como hijo, sino como milagro de las cosechas, como creación momentánea del tiempo. Todas las fuerzas de la vida pasan por él y con esta misma materia que se ha hecho un niño podría haberse hecho un tigre, un frutal o un regato. La reunión de días y electricidades, de energías y semillas que ha producido un niño, igual podría liberarse y producir un crepúsculo, una cosecha, una descarga o un puma.

Lo que palpo en el niño son fuerzas heterogéneas y hermosas que en él se armonizan indeciblemente. Más que a un proyecto, parece deberse a un encuentro. Y como todavía participa de las corrientes generales de que ha sido hecho, reconoce en seguida la hermandad de las cáscaras, los pescados y el légamo. Es una pulpa salvaje en la que se han hincado suavemente los peines lentos del idioma.